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El libro de los amores secretos

Cuando la vio se sintió un cliché con patas. Decir que le pareció hermosa fue poco. Era como si el universo la hubiese hecho de la misma materia que el pan de leche y de las mismas palabras bellas y arcaicas que La Odisea.

Julián se preguntaba si realmente no existía esa deidad burocrática que se había inventado. Enseguida desechó la idea porque la chica que lo estaba hipnotizando no podía ser producto de un dios que traspapelaba todo. Seguramente tenía que ver con ese Universo en el que Lorena confiaba tanto. Fuera lo que fuera, no estaba preparado para una sorpresa en la presentación de Memorias parisinas.

¿Por qué esa belleza magnífica estaba sentadita en primera fila y miraba a Alejandro Prat como si todo lo que decía fuera fascinante? También lo miraba extasiada a Flehr, pero toda la sala lo miraba así, no era sorpresa. De repente, sintió la necesidad cavernícola de que ella lo mirara con esa misma sonrisa de éxtasis. Cuando no hablaba, la miraba fijo diciendo “mirame, mirame” como si eso realmente tuviese algún efecto. Flehr hizo un chiste y el público aplaudió. La preciosura de piernas largas sonrió de tal manera que Julián creyó necesario, por un instante, pedir un aplauso para esa sonrisa tan perfecta.

La miraba tanto que ella lo notó y le prestó atención. Tuvo que bajar la vista rápido y hacerse el distraído para no quedar como un tarado. Le pareció que en un momento ella se quedaba atenta mirándolo, con una sonrisa imperceptible. Pensó, enojado, que tener treinta y ocho años le debería haber dado un par de recursos más que los de un adolescente embobado pero, al parecer, eran los únicos que tenía.

La presentación estuvo perfecta, era raro que saliera algo mal con Flehr y con un libro sobre su vida en París junto a otros escritores en los años setenta. Cuando terminaron, mucha gente se abalanzó para saludar a Flehr y felicitarlo. Alejandro se fue hacia un costado esperándolo y él quedó medio tarado con los ojos bien abiertos para ver hacia dónde iba la preciosura. Una mujer que era parte de la organización de la Feria se acercó para decirle que necesitaban la sala y que tenían que irse. Julián tuvo que ocuparse de llevar a Flehr y a sus admiradores hacia el stand de la editorial y tuvo que resignarse a perder de vista a la chica entre la gente.

Al parecer el Universo, la deidad, las estrellas, el destino o lo que fuere, estaba de su lado ese día porque veinte minutos después vio a la preciosura junto a Alejandro y otra mujer conversando frente al stand. Ella lo vio a la distancia y volvió a sonreír. Como Flehr estaba tranquilo firmando libros y la gente que atendía el stand tenía todo organizado se acercó despacio para ver si podían presentársela.

—Julián… —lo llamó Alejandro.

—Buenas —dijo él.

Las dos mujeres lo saludaron con un beso mientras Alejandro las presentaba. Una era Ana, la vestida de hippie y la otra, la preciosura, se llamaba Laura. Si el Universo quería ponerlo de buen humor lo estaba logrando. Laura le parecía el nombre más hermoso, muy cercano a sus estudios en Letras Clásicas, y había fantaseado mucho en sus primeros años de facultad con enamorarse de una Laura.

Ellas le preguntaron cómo estaba, él respondió que bien. Él les preguntó qué les había parecido la presentación. Ellas respondieron que muy buena, que lo felicitaban. Hablaban muy parecido, a veces a coro y siempre sonreían. Eran compañeras de Alejandro en la facultad y ese fue el dato que Julián necesitaba para ponerlo contento. Podía quedarse tranquilo de que no iba a perderla de vista pronto. Les pidió disculpas y volvió al grupo donde estaba Flehr firmando y conversando con otros escritores, algunos amigos y otros molestos que solo querían figurar.

Cuando ya se habían quedado solos en el stand y Flehr acomodaba sus cosas en el maletín que había llevado, Alejandro se acercó para hablarle.

—Julián, ¿vamos a cenar, no?

—Sí, ya vamos.

—Le prometí a Laura que íbamos a cenar con Flehr.

—Ah, bueno. Sí, que vengan. No hay problema.

—Listo, les digo.

Julián se quedó serio. No se le había ocurrido que Laura podía ser la novia, o algo similar a eso, de Alejandro. La chica era preciosa y de vez en cuando se tomaba del brazo de Prat y se lo frotaba como dándole calor. La chica que se llamaba Ana hablaba poco y estaba con los brazos cruzados frente a ellos. Estaba claro que Laura apreciaba mucho a Alejandro, tanto como para frotarle el brazo…

Alejandro se acercó hasta Flehr y le presentó a las chicas. Ana lo saludó con tranquilidad, Laura con las mejillas rojas. Julián los miraba desde la caja del stand, esperando que cerraran la contabilidad del día. Cuando terminaron de acomodar todo, estaba convencido de que Alejandro y Laura tenían algo solo por la forma en que hablaban inclinándose uno hacia el otro, sin necesidad de mirarse.

El viento húmedo de la calle iba a aliviarle el dolor que volvía a apretarle las sienes. Comer también lo ayudaría así que los apuró para salir. Deliberaron un rato en el estacionamiento hacia dónde irían pero enseguida se resolvió que comerían pizza. Se concentraría en la pizza, una Coca Cola y volvería a su amargura de siempre.

—Así que, Laura, tu papá leía mis libros —dijo Daniel mientras comían.

—Era fanático, los tenía a todos en primera edición. Para no marcarlos se compró nuevas ediciones que están todas subrayadas y anotadas y las usaba para dar sus clases.

—¿Era profesor de Letras?

—Sí, había ido a la facultad y creo que alguna vez te había visto por ahí o conversaron en un bar. No recuerdo bien eso. Me encantaría saber. Tengo cinco libros para que me firmes después, si puede ser…

—Pero sí…

—Solo traje las primeras ediciones.

—Sabés que ni yo tengo esas primeras ediciones. Se me perdieron cuando nos fuimos de raje.

—Es hermoso conservarlas.

Laura hablaba bajo, tratando de controlar la voz para que no se le quebrara. Según había dicho, los padres habían muerto en un accidente de tránsito cuando ella tenía doce años. Desde entonces vivía con sus tíos.

La tenía frente a él así que podía mirarla mejor y sin quedar como un acosador. No estaba de mucho humor, así que los escuchaba sin decir demasiado. Como siempre que los tenía reunidos, Daniel y Alejandro se ponían hablar de amigos en común y anécdotas que ya habían contado varias veces pero que ni dejaban de ser hermosas ni él dejaba de envidiarlos por haberlas vivido.

La pizza, la charla y la belleza de Laura lo fueron relajando hasta sentir ese sueño apacible que le venía cuando estaba tranquilo. Después de la pizza, pidieron postre y café. Laura y Ana compartieron una porción enorme de torta de chocolate. La cara de satisfacción de las dos mientras comían la torta le hacía sonreír, tanto que parecía borracho, justo él que nunca tomaba alcohol.

—¿Y vos Laura, con tu padre profesor de letras y tu madre de inglés nunca se te dio por escribir? —preguntó Flehr.

—Soy historiadora, nada más.

—¿Pero nunca escribiste nada? Laura suspiró y le sonrió.

—A veces me gusta soñar con libros que no existen.

—Me gustó eso. Explicame.

—Viajo mucho en colectivo. Soy de La Matanza. Tengo horas y horas de viaje y en algo hay que ocuparlas. Y de vez en cuando me gusta imaginar libros que no existen y que podrían existir.

—Eso se parece bastante a escribir… —dijo Julián con una voz que le salió sarcástica sin que él lo deseara.

Laura lo miró seria. Él le devolvió la mirada alzando un poco las cejas, como para preguntarle si también hacía contacto con él. Laura evitó su mirada enseguida, tanto que él no supo si lo había visto hacer el gesto y no había querido responder o simplemente lo había ignorado.

—¿Qué libros se te ocurren? —preguntó Flehr.

—Hay uno que siempre se me ocurre: un libro de amores secretos.

—¿Una novelita romántica? —preguntó Julián otra vez con un tono sarcástico que parecía inevitable.

Laura pestañeó varias veces muy seria antes de responderle.

—No, las novelas románticas son otra cosa. Me refiero a un libro que hable de amores secretos. Amores que no llegan a conocerse nunca.

—Amores silenciados —susurró Alejandro.

—Sí, o amores que solo dos conocen. Que no va más allá de ellos y que solo vive entre ellos dos, cuando están juntos.

—No está mal —dijo Flehr—. El libro de los amores secretos suena muy bien.

Julián no hablaba. Estaba en muy malos términos con el amor como para hablar sobre eso.

—Y sería un éxito —dijo Laura.

—¿Por qué? —preguntó Julián con el mismo tono aburrido, que al parecer era el único que podía modular esa noche.

—A ver, por fin le mojaste la oreja al editor —se rió Flehr—. Contale, nena, ¿por qué sería un éxito?

Laura lo miró con algo de reserva.

—Porque todos tenemos un amor secreto. Nadie dijo nada durante unos segundos.

—Esa hipótesis habría que probarla —dijo Alejandro con voz firme.

Laura le prestó atención enseguida.

—¿Cómo es eso?

—Vos afirmás que todos tenemos amores secretos. Habría que probarlo, ¿no?

—No sería una tesis, algo más bien poético —le contestó ella sonriéndole con cariño—. Es una idea, nada más.

—Una idea poética, una idea que te aisló del mundo. Y me gusta la idea de un amor secreto como algo que se recuerda, y lo que quedó es amargo, irrecuperable. Señorita nos puso a todos de un amor… iba a decir humor y salió amor… nos puso a todos de un amor melancólico.

Laura se rió y les pidió disculpas a todos. Julián apenas sonrió. Miraron la hora, ya era tiempo de que la cena terminara. Con una timidez que le resultó adorable, Laura le habló a Daniel:

—Tengo cinco libros para que me firmes. Y no traje más porque pesaban.

—Bueno, a ver.

Laura se puso de pie para sacar los libros del bolso. Julián pudo apreciar de nuevo las piernas que le gustaban tanto. Laura se dio vuelta para levantar la servilleta que se le había caído y se chocó con la mirada de Julián. Dio vuelta la cabeza enseguida pero sabía que había sido peor que quedarse mirándola. Se sintió un adolescente, un ser gelatinoso que no había evolucionado más allá de los dieciocho años.

—¿Podés dedicar A la vuelta del vacío a Augusto?

—Bueno —respondió Flehr muy bajito—. ¿Algo en especial?

—Nada. Solo eso. Flehr escribió.

—Si te gusta leer, el amigo Cavallaro escribe muy bien. ¿Le recomendamos a Laura los Cuentos fugitivos?

—No conozco los gustos de Laura —dijo Julián con la voz amargada.

Daniel lo miró un poco exasperado. Le dio la razón, hasta él se sintió un poco estúpido con la respuesta.

—Es seco como bizcochito de grasa —le dijo Flehr a Laura—, pero no te dejes engañar. Es un buen tipo y te diría que hasta mejor escritor. Más entretenido de lo que pareció acá que si dijo diez palabras fue mucho.

—Acepto la recomendación, voy a buscar tu libro —dijo Laura pero a Julián no le pareció que ella fuera a hacerlo.

Cuando se despidieron, Julián no podía sacar los ojos de Laura. Tímida todavía, ella se acercó a Daniel con esa sonrisa enorme que podía comprar todo.

—¿Puedo darte un beso, Daniel Flehr?

—Podés, Laura Robles.

—¿Y un abrazo?

—También podés, estoy completamente entregado.

Ella se rió y lo abrazó contenta, amorosa, como si Daniel fuese un familiar muy querido. Fue un abrazo adorable —como una caricia— que le hubiera gustado muchísimo recibir a Julián.

Pero a él, al amargado Julián Cavallaro, la bella Laura lo saludó apenas con un beso y un “chau” que no terminó de pronunciar.