16
La más linda del mundo
—¡Hola!
Laura saludó a Julián con la mano mientras él terminaba de estacionar el auto frente a la casa de Alejandro. Iban a durar poco en ese lugar. Alejandro la había llamado para avisarle que estaba en una reunión y no iba a llegar a tiempo para trabajar con ellos.
Laura le hizo señas para que bajara la ventanilla. Julián le sonreía como si estuviese recordando todo lo que habían charlado la noche anterior. Al fin recordaba, por suerte. Él se inclinó hacia ella para darle un beso. Laura le puso la mejilla sonriéndole.
—Hola, ¿cómo estás?
—¿Te llamó Alejandro? —le preguntó Laura señalando el celular que Julián tenía en la mano.
—Acabo de verlo. Parece que tenemos suerte… ¿Todo bien?
—Todo bien.
—¿Ya sanó la parte lesionada?
—Ya está perfecta.
—Bueno, eso lo vamos a revisar después. “Ay, ay, Julián, las cosas que decís”, decía mi abuela. ¿Qué vas a hacer ahora? Estás muy linda hoy. Te queda bien ese pantalón. Y las botas… Me hacen acordar a algo que me contaron anoche…
Laura se reía y negaba con la cabeza. Lo escuchaba elogiarla e invitarla a hacer algo al mismo tiempo con el placer de sentirse halagada y la sonrisa burlona que le provocaba lo que Julián decía.
—Quiero ir a la librería Ateneo Gran Splendid —le contestó cuando dejó de hablar.
—Ah, mirá. ¿Querés ir con un lindo muchacho?
—No estaría mal.
—Bueno primero vas a almorzar conmigo porque no comí y estoy desesperado de hambre. Y después el lindo muchacho te acompaña a la librería. Subite, dale.
Laura se subió. Había llegado a un momento en que era inútil resistirse. No pensaba entrar en una relación en esos meses, pero no podía ser ciega y decir que Julián no le gustaba. Si él le gustaba y ella le gustaba a él, ¿para qué seguir pensando en los posibles efectos de una relación?
Había llegado a la casa de Alejandro pensando en sus charlas. En cómo pasaba el tiempo sin que importara qué decían. Era como hacer el amor con palabras y a ella le encantaba. Notaba a veces que él se frustraba, que quería que se encontraran y ella también pensaba que ya era hora. Pero Laura quería ir despacio porque sentía una emoción que no llegaba a comprender del todo, que por el momento eran solo sensaciones corporales y que todavía no podía poner en palabras.
Había viajado fantaseando con él, con una sonrisa tonta en la cara, sonriéndole a todo el mundo sin quererlo. Se había vestido pensando en él, se había peinado pensando en él, había desayunado pensando en él. Todo el mundo estaba atravesado por Julián en esos días, los libros, la tesis, su novela, sus tíos, el recuerdo de sus padres. Se preguntaba si le gustaría a sus tíos, si sus primos lo invitarían a jugar al truco, si le gustaría la comida de su tía. Se preguntaba si ella encajaba en la vida de Julián, si él pensaba que en algún momento los futuros podrían unirse o si todo ese trabajo que se estaba tomando era para estar una sola noche —o tarde, o lo que fuera— juntos.
¿Quería Julián unirse a esa multitud de pequeños hechos que eran su vida? ¿Quería permanecer un tiempo entretejido con todas esas personas, lugares, recuerdos que tenían por resultado a esa Laura que viajaba en su auto?
Lo tenía al lado y pensaba en eso. Él no hablaba. Había puesto Help de los Beatles, su disco favorito después de Abbey Road. Se había tomado el trabajo de poner en el auto un disco —quizá más— que le gustara a ella. Había pensado en ella en algún momento de la semana, quizá en Chacabuco, quizá por la ruta de vuelta a Buenos Aires. ¿Cuánto tiempo habría pasado Julián pensando en ella? ¿Más? ¿Menos? ¿Cómo poder adivinar lo que él sentía, lo que él esperaba de eso que estaban viviendo?
Suspiró sin darse cuenta. Miraba por la ventana. Iban atravesando la ciudad, desde Caballito hacia Palermo. Hacía frío, el cielo estaba cubierto de nubes muy oscuras y lloviznaba con esas gotas que de tan finitas no mojaban sino que pinchaban la piel. Todo estaba gris, la calle, los árboles, los edificios. De vez en cuando aparecían manchones de camperas rojas o verdes, algunas azules. Muchos tapados negros. Muchos paraguas de colores que iban y venían por las veredas.
—No te puedo creer…
La calle estaba cortada. Julián tuvo que desviarse y empezar a mirar para todos lados buscando un camino alternativo, igual que todos los conductores que iban delante de él y los que venían detrás. De pronto, el viaje tranquilo se musicalizó con bocinazos.
—No sé qué odio más, si los bocinazos o el ruido de las amoladoras.
Laura volvió la cabeza para mirarlo. No solo el corazón le dio saltitos —reacción que ya conocía de sobra— era esa otra emoción que sentía en el cuerpo, que no podía ni siquiera nombrar, la que la asustaba. Se dejó llevar por ella, aunque fuera por ese rato.
—¿Qué modelo?
Julián se quedó mirándola a los ojos.
—¿Qué?
—¿Qué modelo de amoladora?
—¿Hay modelos? Qué sé yo. La que hace más ruido.
—Las Black & Decker son las más ruidosas.
—¿Sabés de amoladoras? ¿Jane Austen habla de amoladoras? Ese libro no me lo recomendaste.
—No, Juan Manuel de Rosas inventó la amoladora. Soy historiadora, ¿te acordás?
Julián miraba la calle con el ceño fruncido. Avanzaban y frenaban cada diez metros. Laura se reía cada vez más. Él estaba pensando si verdaderamente Rosas había inventado la amoladora o no.
—¿Y la inventó en serio? —le dijo él volviéndose a mirarla con los ojos entrecerrados.
Ella se rió más todavía.
—No, te estaba cargando…
—Qué maldita, te estás burlando. Las amoladoras son cosa seria en mi vida.
Laura le puso la mano en el brazo. Se giró con el cuerpo, tal como había hecho el fin de semana anterior. Julián tenía puesto un buzo gris de mangas largas y en el asiento de atrás se podía ver una campera.
—Me encanta cuando hacés eso…
Ella le acarició el brazo buscando la forma con los dedos. Le gustaban los brazos de los hombres en general y Julián tenía unos brazos hermosos, de esos que se quedaba mirando embobada. Para ella, eran el símbolo de la fuerza masculina, esa fuerza que le encantaba y que había aprendido a admirar en sus años de atletismo.
Julián se rió resoplando.
—¿Qué pasa? —le preguntó en voz baja Laura.
—Me tenés muerto —le dijo él también en un susurro—. Estoy mareado de lo muerto que estoy con vos. Sostenete porque en cualquier momento chocamos.
—¿No será el hambre?
—No, ¡qué va a ser el hambre! Esos bocinazos son para nosotros… es la envidia, miralos, todos envidiosos porque estoy con vos. Pará un poco… ¿Y lo de la amoladora?
—¿No te dije que mi tío era albañil? Mis primos también.
—Así que por eso…
—Mi tío es albañil y tuvo una fábrica de ladrillos durante unos años. Trabajaba con un primo. Mis primos, Edgardo y Gustavo, empezaron a trabajar con ellos y después vendieron la fábrica y pusieron un corralón de material para la construcción. Ahora mis primos trabajan ahí y mi tío asesora —o molesta, depende quién te lo cuente— en el corralón. También venden máquinas, entre ellas, las más modernas amoladoras del mercado.
—Las odio.
—Deben usar las Black & Decker. Mi tío las odia, a mis primos les gustan más.
—Me cae bien tu tío.
—Mi tío es hermoso. Y sencillo. Para él hay cuatro colores: rojo, naranja, azul y verde. El resto son variaciones: rojito es rosa, eso medio anaranjado es amarillo. Alguna vez lo escuché decir celestito y me sorprendí. Los fideos se comen al mediodía. El asado los domingos. Boca es el único equipo que vale la pena.
—Me cae muy bien…
—Vos le caerías mal…
Se mordió el labio cuando vio la mirada de Julián. Y se insultó por haber dicho eso.
Se había divertido imaginando la reacción de su tío al saber que andaba con un hombre después de dos años de nada. El tío primero se ponía celoso para después aceptarlo y terminar lamentando peor que ella si se separaban. Hablar de eso equivalía a mostrarle a Julián que quería que ella conociera a su familia. En una época donde la atracción duraba un segundo, conocer a la familia del otro era una suerte de compromiso que nadie quería adquirir.
—No, ¿por qué?
—Nada, es una tontería. No me hagás caso.
—Pero no, no creo… yo soy de Boca, eso ya nos da para hablar. Y el odio a las amoladoras Black & Decker. No, seguro nos llevaríamos bien. ¿Por qué decís vos?
—No, fue una tontería…
Si Julián seguía insistiendo estaba segura de que se iba a poner a llorar. Era tan difícil aceptar las reglas del juego donde uno no tenía que mostrarse ilusionado de que algo podía pasar. Al menos para ella era muy difícil hacer de cuenta que no se ilusionaba con Julián. Se acomodó en el asiento, mirando hacia el frente.
—¿Dónde querías comer?
—En cualquier lugar por ahí cerca de la librería. ¿Vos ya comiste?
—Sí, antes de salir de casa.
—Yo estoy famélico. ¿Qué hora es? Tres y media…
Laura estaba a punto de llorar en serio. De repente se sentía muy tonta. Y todo porque había dicho una frase que no quería decir porque tenía un número de interpretaciones ridículas resultado de lo cual el amor en el siglo XXI se había transformado en algo que nunca pasaba de atracción. Callar una ilusión de futuro, a eso se habían reducido las relaciones entre hombres y mujeres.
—Bueno —dijo Julián después de estacionar—. Decime, ¿qué hacemos?
—Decime vos…
Laura quería gritar. La charla era una ridícula sucesión de frases. Sintió la necesidad desesperada de llamar a Ana y que le dijera qué hacer. Trató de calmarse pensando que era una adulta, que no era su primera cita y que sabía qué hacer solo que había soñado demasiado. Ni siquiera sabía si él la miraba porque en la desesperación, revisaba el celular mecánicamente en busca de mensajes.
—O vamos a la librería…
—Pero dijiste que tenías hambre.
—Sí, pero si vos ya comiste… me aguanto, qué sé yo. O venís y te tomás algo, un té con leche… no sé.
—Bueno —dijo sin saber bien qué aceptaba.
Julián asintió y se bajó del auto. Ella lo siguió. Entraron a una confitería que parecía linda y en la que no había mucha gente. Tenía colores alegres por lo menos, nada gris como el resto de la calle. Laura se acomodó junto a una ventana y Julián se sentó frente a ella. El resplandor gris del cielo les iluminaba la cara y hacía que los ojos oscuros de Julián se vieran muy brillantes. La naturaleza había sido sabia con Julián Cavallaro. Merecía un diez felicitado.
Julián se pidió un pebete de jamón y queso completo —y “lo completo” era lo que él definió como “casi una ensalada”— y una Coca Cola. Laura pidió un té con leche y un brownie.
—Ah, mirá, tenían macarons —dijo después de descubrirlos en el mostrador.
—¿Qué son?
—Unos alfajorcitos pero de masa de merengue y harina de almendras. Rellenos de ganache de chocolate. Se pueden saborizar de muchas maneras. Combinar sabores. Son mis favoritos. Son carísimos, muy difíciles de hacer. Mi tía es una genia cocinando y nunca le salieron. Intentó dos veces, dos veces los tiramos.
—Mi hermana es cocinera, por ahí sabe hacerlos. Le pregunto… Ahora que viene la moza le pedimos que traiga algunos.
—Dale —le dijo sonriendo.
La comida, como siempre, la calmó. Se le pasó la tensión que empezaba a sentir en el cuello y la ansiedad se diluyó en el té con leche. Empezaron a hablar de todo un poco, como hacían por teléfono. De vez en cuando se chocaban los pies por debajo de la mesa hasta que él le presionó los pies con los suyos para que los dejara juntos. A Julián también la comida le hizo bien. Al parecer, Julián había descubierto la felicidad —los libros— en el campo y hacia allí volvía siempre. Se lo notaba más animado, sobre todo cuando hablaba del campo y de los veranos que pasaba ahí. Laura le preguntó sobre los padres pero no dijo mucho, solo que de vez en cuando hablaban.
Le contó entusiasmado de la vez que había estado en Italia, solo, con veinticuatro años. Ya amaba a los clásicos y pensaba seguir estudiándolos. Se había ido a Florencia, al campo, a una villa florentina que alquilaba cuartos por día. La villa no le había importado tanto como el bosque que la rodeaba. Para Julián los clásicos, en especial los mitos, venían asociados a los cuadros del Renacimiento. Botticelli sobre todo, era su favorito. Pero no en todo. Para Julián, Miguel Ángel o Rafael eran más diestros en el dibujo que Botticeli. Lo que le gustaba de Botticeli eran los bosques, las flores, los árboles que pintaba. Ese color verde oscuro, oliva, esos fondos enrejados de ramas verdes y florcitas blancas. Le contó de las ninfas fugitivas, de lo mucho que le gustaban y de cómo habían inspirado su libro Cuentos fugitivos, cuentos de faunos que perseguían como enloquecidos a ninfas que despertaban su amor. Allí, en el bosque la ninfa que huía de pronto quería ser alcanzada y el fauno no hacía otra cosa que amarla cada vez más. Pero nunca se alcanzaban, porque el hechizo estaba en ser perseguida y desear ser alcanzada y perseguir y no alcanzar nunca. Le habló de una mujer disfrazada con una cabeza de loba que asediaba a un pastor y de su fascinación por esos seres mitad humanos mitad animales. De que en la antigüedad —ella lo sabía— los mitos se representaban y los oficiantes de los rituales se disfrazaban de animales y consumaban el acto sexual en el ritual. Que en definitiva, todo mito era sexual y que él no hacía otra cosa que escribir sobre sexo.
Julián le estaba mostrando una parte de su alma y ella quería hacer lo mismo.
Él se había ruborizado y eso le hacía brillar más los ojos. Tenía el pelo revuelto y algunas migas en la comisura de los labios. Lo escuchaba fascinada como cuando escuchaba a alguien que hablaba de lo que amaba. Se imaginó amada por esas palabras, describiéndola a ella de ese modo. Qué privilegio ser amada por esas palabras, seducida, acariciada, delimitada por los contornos de las palabras de alguien. Ser formada por las palabras de Julián, la sensualidad de sus verbos y la firmeza de sus puntos.
Quiso contarle que escribía, que ella también daba forma a seres y situaciones y que amaba con palabras. No se lo dijo por cobarde, porque le temblaba el corazón de miedo, porque él era escritor y sabía de eso y ella no. Le dio miedo porque no quería que sus palabras escritas fuesen heridas por más que él mostrara que le gustaba, que estaba muerto por ella. Si ni siquiera le había dicho a Ana y ella lo sabía todo. Ni siquiera se lo había dicho a Lucas, con quien casi se había ido a vivir. No se lo iba a decir a Julián a quién apenas conocía. Menos, todavía, cuando sentía algo por él, algo en el pecho que le ardía y no terminaba de entender qué era.
Se quedó con su secreto. Lo tragó con los macarons de naranja y chocolate blanco que comieron y alabaron. Los restos de té con leche se mezclaron con alguna lágrima que lloró por rabia hacia ella misma. Julián pagó la cuenta, los dos pasaron al baño y después salieron rumbo a la librería.
Ateneo Grand Splendid era una librería que tenía mucho de catedral. Las luces le daban una sensación de grandiosidad, era como si uno entrara al Teatro Colón de las librerías, al lugar más exquisito donde comprar libros. Siempre la dejaba sin aliento. Era una experiencia fastuosa, propia de la belle époque argentina, de principios del siglo XX, no del siglo XXI. Como había sido un cine, la librería tenía una acústica hermosa: la avenida Santa Fe estaba a metros y nada se percibía de bocinas, motores de colectivos o de la cantidad de gente que pasaba.
—¿Ibas a comprar algún libro en especial? —le preguntó Julián muy cerca de ella, tratando de esquivar un grupo de norteamericanos que visitaban la librería.
—Me dijeron que acá estaba un libro sobre Rosas que no encuentro. Y de paso quería ver qué encontraba. ¿Vos vas a comprar algo?
—Te acompaño nada más.
—Bueno… la parte de Historia está por allá —dijo señalando a la derecha.
Se acercaron al centro de la librería. Se abría el hueco de los palcos y se veía gente que iba de allá para acá buscando libros. Se escuchaba que en el piso superior había una presentación con gente que aplaudía mucho.
Laura buscaba el libro en los anaqueles. En realidad, hacía de cuenta que buscaba el libro. Las manos de Julián no se despegaban de su cintura, sobrevolaban como pájaros sin llegar a posarse más de un segundo en su cuerpo. Ella hacía que buscaba distraída, en el bosque de libros, él hacía que la perseguía mirándola fijo como si quisiera hacerle el amor en la librería, sin preocuparse de los norteamericanos que daban vueltas.
—Ese fue mi profesor —le dijo señalando un libro—. Ese también, me puso mi primer diez —susurró señalando a otro—. Acá hay una compilación que hizo Elsa sobre poder y política en el siglo XIX. ¿Abrimos para ver quiénes son los autores?
—Por favor —dijo Julián poniéndose detrás de ella. Mientras Laura buscaba el índice, Julián le buscaba por debajo de su campera y el pulóver la cintura desnuda. Los dedos de él llegaron al jean y lo bajaron un poco. Laura levantó la cabeza como para mirar si había alguien cerca y Julián la contuvo abrazándola fuerte, apretándola contra él.
—No hay nadie —le dijo al oído.
—¡Está lleno de turistas!
—No ven nada. Mostrame quiénes están en el libro.
Laura vio como un montón de letras se movían y jugaban entre ellas para formar un lenguaje distinto que decía que Julián le acariciaba la espalda y a ella le corrían cosquillitas por todo el cuerpo.
—No tengo idea qué dice en el índice.
—¿Estás distraída?
—No, estoy muy concentrada, pero no en el libro.
—Dale, leeme…
—A ver si puedo... —Laura suspiró dos veces como para olvidar por un segundo que Julián la tenía apretada contra él cada vez más fuerte. La voz le salió entrecortada cuando empezó a hablar—: Acá está el índice. La presentación de Elsa, un texto de Ana sobre mujeres y política… un sociólogo que no sabe nada, pero bueno… uno de Letras que es un aburrido… un texto de Alejandro Prat sobre Sarmiento, que es parte de su tesis y, justo después de Alejandro… ¿Quién está?
—¿Quién?
—Laura Robles.
Julián sacó la mano derecha de su cintura para sostener el libro.
—¿Así que sos una autora publicada?
—Una historiadora publicada.
—Mirá vos. Bueno, me lo llevo. ¿Sobre qué era?
—Sobre la actuación política de Manuela Rosas durante la segunda gobernación del padre.
—Bueno, tengo material de lectura para esta noche. —Él la miró—. ¿Esta noche voy a leer?
—¿Pensabas hacer otra cosa? —le preguntó como si no sintiera que cada vez la apretaba más contra la cadera.
—No, no tenía nada planeado…
—¿Te lo vas a llevar?
—Sí.
Le sacó el libro de las manos y lo dejó sobre el resto de los libros. Un grupo de turistas quiso pasar y él la atrajo para que se corriera. Le tomó la cara entre las manos y la besó.
El primer beso, fuera con quien fuera, siempre la sorprendía. Era el momento en el que se cancelaban las palabras y el cuerpo mostraba lo que ya no se podía disfrazar: la presencia de Julián alteraba su cuerpo. Julián tenía las manos apenas frías y la boca ansiosa. No sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados porque ella siempre los cerraba cuando besaba. Le gustaba sentir la piel de los labios, la lengua y la respiración muy cerca suyo. Pensó que iba a ser un beso rápido pero él la apretaba cada vez más. No tenía por qué sorprenderse, habían estado aflojando y tirando la seducción hasta lo imposible. El corazón le bailaba en el pecho y las manos le temblaban un poco. Se enojó con ella misma por ser tan floja y lo abrazó con fuerza por el cuello para besarlo más fuerte y más profundo que hasta ese momento. Él gimió muy despacito, ella también —no fuera que asustaran a los turistas— y se apretaron con fuerza hasta que ella sintió que se humedecía y él le mostraba que estaba excitado. Que él estaba un poco más tranquilo que ella estuvo claro cuando dejó de besarla y dijo “Bueno…” queriendo decir “Si seguimos así, terminamos revolcándonos por la alfombra de la librería”.
Él dio unos pasos hacia atrás. Laura lo podía ver concentrándose en bajar la excitación. Ella hacía lo mismo pero no podía dejar de mirarlo a él, de nuevo ruborizado, con el pecho acelerado y los ojos brillantes y extraviados. Le puso una mano sobre el brazo, que él tomó enseguida.
—¿Dónde está tu libro? —preguntó Julián.
—No tengo idea —dijo Laura y no mentía ni un poquito.
—Pero el que ibas a comprar, ¿dónde está?
—¿Me das otro beso?
El reprimió una sonrisa.
—No.
—¿Por qué no?
—Me hago el difícil.
Laura se le tiró encima, apoyándole todo el cuerpo. Él la abrazó, mostrándole que seguía excitado.
—No seas difícil, dale.
Él se rió, feliz, como si le hubieran dado el regalo que esperaba para Navidad. Pero se soltó del abrazo y buscó entre los libros.
—¿Dónde está el libro?
—Ni me acuerdo cómo se llamaba…
—El de Manuela Rosas…
—No… Pará. Era uno sobre Rosas, no sobre Manuela. Acá está.
—Y me llevo el tuyo.
—¿Me vas a leer?
—No, te voy a comer a besos en cuanto salga de este lugar. Dale. Si les cobraron el doble de lo que costaban los libros, ni ella ni Julián se dieron cuenta. Apenas podían sacarse las manos de encima para pagar o para firmar el papelito de la tarjeta de crédito. Cuando pusieron un pie en la vereda, Laura dijo:
—Dame el libro que lo pongo en el bolso.
—¿Para?
—No vamos a poder besarnos bien si tenés las manos ocupadas. Él le dio la bolsa y empezó a mirar hacia las esquinas. Señaló el camino hacia Riobamba. Doblaron la esquina y buscaron un lugar oscuro y escondido. Ya era de noche y hacía cada vez más frío así que no había mucha gente alrededor. Julián la arrinconó contra la pared, con las manos en la cintura y bajando un poquito la cintura del pantalón. Había descubierto que le quedaba flojo así que jugaba a meter los dedos entre la piel y la tela mientras la besaba. Laura sentía el frío en la piel, en el ombligo pero las manos ahora subían por debajo de la campera, el pulóver, la remera y hasta el corpiño. Julián le tocaba los pechos en plena esquina de Santa Fe y Riobamba. Le dieron unas ganas locas de reírse pero iba a quedar como una nena así que se contuvo. En cambio, le apretó bien fuerte el cuello para atraerlo más hacia su cuerpo y quedar atrapada en el calor que los dos estaban generando.
Julián dejó de besarla en la boca para pasar al cuello y después a la oreja. Laura casi se desarma en miles de miguitas con el mordisqueo del lóbulo. En lugar de soltarla como había hecho en la librería, Julián la apretó contra el rincón que los acobijaba, le puso una mano en la cola y se presionó contra ella. A Laura le saltaron lágrimas de los ojos cerrados. Julián debió sentir las lágrimas porque se apartó para mirarla.
—¿Qué pasa? —le preguntó en voz muy baja como cuando hablaban por teléfono.
Laura sintió que le limpiaba las mejillas y los ojos cerrados. Por un momento sintió que no podía abrirlos por más que hiciera fuerza. No quería despertarse.
—¡Ey! Abrí los ojos.
Ella le obedeció. Julián le dio tres besos rápidos y le soltó la pierna.
—¿Estás bien? —Ella negó con la cabeza—. Estás hermosa. Mirá esa boca. Así estás hermosa. No —le revolvió el pelo un poco más—. Ahora sí. Perfecta.
Laura seguía sin responder. Porque las cosas inoportunas suceden, sonó el celular. Julián atendió. Ella lo escuchaba. Había dejado de besarla pero las caderas seguían juntas y él seguía excitado. Hablaba y ella lo miraba embobada, respirando el perfume que se sentía más con el calor del cuerpo. Julián cortó.
—Me estaban retando —dijo poniendo cara de nene.
—¿Quién? —le dijo ella acariciándole el pelo—. ¿Quién se atreve?
—Mi hermana. Me olvidé de una cena que teníamos.
—¿Qué? No. ¿Qué hora es? No. No.
—Siete y media. Pero es en Pilar y tengo que pasar a buscar a mi hermana y a Toro. Pensé que te iba a poder llevar a tu casa…
—No te preocupes.
—Pero te quiero llevar a tu casa —lloriqueó escondiendo la cabeza en el cuello de Laura. Ella lo consoló haciéndole rulitos en el pelo.
—Es fácil para mí, me tomo el 12 y llego a la parada del otro colectivo.
—Del 96.
—Ese mismo. Voy a llegar bien. Vas a ver.
—¿Me vas avisando por mensaje?
—Sí, te voy avisando. ¿Vas a estar bien?
—No. Voy estar excitado toda la noche. No te rías. No te rías, maldita.
Él la besó otra vez, y otra vez y otra vez más apretándola contra la pared. La dejó protestando como un nene que tiene que volver a su casa después de jugar.
Ella se volvió a su casa en el aire, disfrutando del frío porque contrastaba con el calor que le había quedado en el cuerpo. No podía explicar las lágrimas que había llorado mientras Julián la besaba. Y no quería hacerlo. Tenía la sonrisa dibujada, la piel marcada por los besos de Julián, la sangre alborotada y el corazón dando más saltos que el colectivo por los baches de la avenida Cristianía.