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Educando a tu chihuahua

A Julián lo rodeaban, como si lo acosaran, varias cajas con libros asomados por las tapas abiertas. Estaban al lado de una mesa llena de masa de levadura y bowls repletos de harina. El aroma del pan horneándose era lo único que lo mantenía tranquilo y sin empezar a los gritos como tenía ganas.

—¿Sabés cuál es el problema? —le preguntó a su hermana que estaba detrás de la mesa llena de masa levándose.

—Decime.

—El Universo.

—Por supuesto. Lo que te digo siempre.

—El Universo está regido por una deidad.

—Muchas religiones dicen eso.

—Pero… —dijo Julián alzando el dedo mientras seguía mirando las cajas— pero esas religiones consideran perfectas a esas deidades. En cambio, yo creo que este Universo está regido por una deidad burocrática. Asquerosa e imperfecta. Acá viene lo original, lo que me convierte en un visionario, prácticamente un mesías: ¿Sabés qué le pasa? Todo se le traspapela. Pedís un amor, te da sanguchitos; pedís fama y te da una mesada de granito de Tandil. Pedís veinte ejemplares de Memorias parisinas de Daniel Flehr y te da veinte de Educando a tu chihuahua. En serio, Lorena. No te rías. Es muy serio.

—¿Educando a tu chihuahua?

—En serio.

Julián alzó la mano cuando escuchó que Enter Sandman, la canción que tenía de ringtone, comenzaba a sonar. Atendió.

—Hola. ¡Ah, cómo estás! Sí, me llegó el pedido. Los chihuahuas, sí. Los problemas de distribuir tantas editoriales. Sí, claro. Pasa que los necesitaba para hoy. Claro, hoy es la presentación. En la Feria, claro. Estamos en época de Feria, lo presentamos en la Feria. Te los pedí hace dos semanas y los trajiste hoy a los chihuahuas. ¿Cómo “Qué hacemos”? ¿Me preguntás a mí qué hacemos? No sé qué hacemos… Te los llevo y me los cambiás, ¿te parece? Ah. No queda otra. Y bueno. No queda otra. Bueno, chau. Que te vaya lindo.

—¿Estabas hablando con tu deidad?

Julián lanzó el teléfono a una de las cajas abiertas. Después se arrepintió del gesto, lo buscó entre los consejos de educación chihuahuesca y se fijó que no tuviese ningún rayón en la pantalla.

—Cuando volvés te comés una berlinesa de doble relleno de dulce de leche.

—Tengo que ir hasta Pompeya. Son las doce del mediodía. Con suerte llego para la firma de autógrafos de Flehr. ¿Para qué tengo una editorial? Contame, Lorena.

—Porque sos un escritor hermoso y querés publicar a otros escritores hermosos.

—Soy un amargado.

—Por eso comés tantas facturas. Julián alzó los hombros.

—Bueno, deseame suerte.

—¡Cambiá un poco la cara!

—Voy a putear, Lorena. Apagá el celular y decile a tu marido que también lo apague porque voy a putear. Voy a putear con todo el vocabulario que tiene un escritor. Y voy a putear en griego y en latín porque soy licenciado en Letras Clásicas y puedo putear así si me lo propongo. Y voy a poner Metallica tan fuerte que todos se van a horrorizar. Pompeya. A la una de la tarde. Un viernes. Él se equivoca y yo tengo que ir a cambiar todo.

—Vas a estar bien.

—Pompeya. Una pena que no haya un volcán. Uno chiquito. Justo en la imprenta. En el inodoro de la imprenta. Y, ¡pum! de repente explota y, oh, qué pena, se destruyó todo.

—Se te va a hacer tarde.

Julián se hizo sonar el cuello contracturado. Se llevó las cajas al auto con la misma cara de amargura. La panadería de su hermana —que era bar y panadería al mismo tiempo— estaba pegada a su casa. De hecho, las dos propiedades ocupaban la esquina de la avenida Dorrego y Soler en Palermo y estaban comunicadas por el garaje. Era una casa de paredes azules y molduras blancas que conservaba su belleza a pesar de estar escondida debajo de capas de suciedad. Habían decidido reciclar y aprovecharla al máximo. Las obras habían comenzado en el local, que ya estaba terminado y funcionando, y habían continuado con su casa. El problema era que los albañiles no terminaban nunca y Julián empezaba a desesperarse. Escuchó el ruido de las amoladoras, esquivó a los albañiles, tomó las llaves del auto que estaban sobre su escritorio y se volvió a la cocina de la panadería sin mirar nada.

—Los albañiles van a comer ahora.

—Dale, yo me quedo por acá.

—¿Te dije que odio las amoladoras?

—Mil veces.

—Decile a Toro que si no llego por ahí tiene que ir él, así no le mando mensaje desde el auto.

—Pero vas a llegar, no te preocupes. ¿A qué hora es la presentación?

—A las siete de la tarde.

—Llegás bien, no te hagás problema. El Universo va a poner todo en orden, vas a ver. Vos vas a poder ir a la presentación, nosotros al cumpleaños de mi suegra y todo va a salir perfecto y hermoso como debe ser.

—Qué bueno que haya un optimista en la familia.

—Alguno tenía que salir…

Mientras hablaba, Julián revisaba las bandejas que estaban alrededor de su hermana. Muchas facturas, mucho de ese dulce de membrillo que le revolvía el estómago pero nada de lo que él quería: pan de leche con crema pastelera y azúcar granulada.

—No me digas que no queda ningún pan de leche.

—Sí, esperá —Lorena intentó limpiarse las manos pero se resignó—. ¿Ves ese paquete? Ese es para vos. Te puse pancitos.

—¡Gracias, Negra! ¿Qué haría sin vos?

—No tengo idea, hermanito. Tené cuidado y no manejes a lo loco como te gusta manejar.

Julián se subió al auto y le dio el gusto a Lorena. Era imposible que manejara a lo loco en el tránsito de Buenos Aires: embrague, primera, frenar. Embrague, primera, frenar. Desde que se había subido al auto no hacía otra cosa que avanzar a los tumbos. Linda metáfora para su vida. Obvia, no demasiado poética, pero linda.

Con una sola mano abrió el paquete de facturas. Llenó el asiento del acompañante de azúcar granulada. Una más de las maravillas de esa deidad burocrática que había inventado. Quiso limpiarlo con la mano y todo fue peor, como si en el día del apocalipsis hubiera una sudestada. La cosa pegajosa jamás saldría del asiento y seguro tendría que cambiar el tapizado. Como comía con la mano derecha, también ensució la palanca de cambios. Todo muy simpático, como esas cadenas de eventos que hacen que de pronto las cosas pasen una detrás de la otra.

La música lo aplacaba un poco pero el mal humor que sentía era peor que la furia de Aquiles y, si se lo pedían tranquilo, podía cargarse a varios troyanos sin drama. Iron Maiden callaba las bocinas, los insultos pero no podía cambiar lo quejoso y amargado que se había vuelto.

Dos horas y media le llevó atravesar la ciudad, saludar con sonrisa falsa al imprentero, cambiar los libros y volver a Palermo. El problema era que, ya de regreso, tenía que bañarse y ponerse simpático para presentar a Flehr y a Prat en la Feria del Libro y después hablar con todo el que se le acercara suponiendo que él tenía una suerte de varita mágica para distribuir dones a todo el mundo.

El dolor de cabeza no se le iría hasta que se le pasara el mal humor. ¿Dos días? ¿Meses? Como decía la Negra, dependía del Universo.

—¿Se solucionó todo? —le preguntó Toro en el garaje que también funcionaba como depósito de la editorial donde tenía un pequeño escritorio y dos sillones en los que trabajaban cuando querían que Lorena los mimara con comida.

—“Se solucionó”. “Se solucionó” como si fuera magia. Como si el gol del Diego a los ingleses se hubiese “solucionado en el arco”.

—Comete una facturita, Julián —le dijo Toro muy serio acercándole el plato que estaba cerca de su computadora.

—¿De qué son?

—Acá solo quedaron de membrillo. La Negra dice que no hay más de las que te gustan a vos.

—Mundo de injusticias.

—Son ricas, Julián. Capaz que hasta te calman y todo.

—Qué nabo que sos.

—Vos sos el nabo que me tiene de socio y de cuñado. Andá a bañarte que llegás tarde. Los albañiles ya se fueron. ¿Tenés los libros en el baúl?

—Sí, está todo. Ya vengo. Buscame algo con crema pastelera, dale Torito.

—Ahí voy.

Julián pasó del depósito hacia el jardín. Hacía cuatro meses que los albañiles trabajaban en la casa. Cuatro meses de amoladoras, máquinas infernales que estaban destinadas a torturarlo. Las usaban con tanta frecuencia que se habían convertido en un sonido tan normal como el dolor de cabeza que sufría. Y todo porque se le había ocurrido reciclar una esquina en Palermo, una casa hermosa, antigua, hecha en 1930 que venía con un local que se había transformado en La panadería de Chachá, la panadería y confitería de su hermana Lorena.

El fastidio de la construcción se sumaba al fastidio generalizado con todos los que lo rodeaban. Pocos sabían si estaba trabajando en un libro nuevo, lo que sí sabían era quiénes eran sus padres, la cantidad de hectáreas que tenía en Chacabuco y para qué las utilizaba. Lo habían asqueado con todos sus pedidos, con sus sonrisas interesadas y sus saludos afectuosos tocándole el brazo. Poca gente desinteresada quedaba: su hermana y su cuñado, algunos amigos cercanos, algún escritor que respetaba. El resto, lo agotaba. Todos le pedían algo: “¿podés publicar esto?”, “¿podés leer esto?”, “¿tenés plata?”. Nadie preguntaba, por ejemplo, por qué el autor del famoso Cuentos fugitivos, director de la revista Nadie y el dueño de la editorial Nausícaa no publicaba un libro desde hacía dos años.

La vida lo limaba por todas partes como si fuese una amoladora. Julián sentía que la gente se le acercaba como zombis a comerle el cerebro, lijarle los bordes de la cabeza, los brazos, los pies. Zombis con amoladoras. Se quedó mirando la pared del baño pensando que sería un cuento interesante.

Claro que había excepciones, siempre las había. Alejandro Prat, por ejemplo, le caía bien. Era un tipo interesante. Sobre todo porque no era escritor y no era parte del mundo que lo tenía asqueado. De hecho, había empezado a leer los trabajos en historia que él había publicado. Sarmiento, Alberdi, las peleas políticas del siglo diecinueve. Pero, en general, esperaba poco de la gente que se le acercaba.

La amargura había crecido después de su divorcio. El amor ya no existía, era cierto, y no iba a ser él quien le reclamara algo cuando era el que había iniciado la separación. Era el hecho de que ella peleara por la casa y eventualmente la ganara. Esa casa, de entre todas las cosas, había sido la muestra del amor que sentían que habían sido alguna vez un proyecto. La casa se convirtió en un trofeo para ella. Lo que no comprendía era por qué dos días después de obtenerla en el juicio por la separación de bienes, ella la había vendido.

Tres años después se había acostumbrado a la amargura. Es más, le gustaba. Le evitaba cualquier ilusión. Lo único dulce que se permitía en la vida era la crema pastelera de los pancitos de leche que hacía su hermana.

La biblioteca y un baño eran los únicos lugares de la casa que estaban terminados. Allí vivía, comía, se vestía y hasta dormía en el sillón. Allí, en el sillón, la Negra le había dejado la ropa que según ella, se tenía que poner para la presentación en la Feria.

Muy temprano por la mañana, un rato antes de que llegaran las cajas con los chihuahuas, Lorena había descubierto que su hermano pensaba ponerse una remera de Metallica negra con una calavera. En vano Julián protestó que esa remera era clásica y de Metallica y que por eso se la pondría. En lugar de entender sus razones, Lorena le gritó que tenía cuarenta años y no podía ponerse esa remera, a lo que él respondió, también a los gritos, que tenía treinta y ocho. Entonces Lorena le gritó más fuerte que no fuera ridículo, lo que hizo asustar a los albañiles tanto que las amoladoras habían dejado de sonar. Lo cierto era que la remera de Metallica —de cuando hacían verdadero metal— no era apropiada para la Feria y que se tenía que poner una camisa planchadita con un pantalón planchadito y zapatos que lo hacían caminar gracioso.

Se subió de nuevo al auto después de pasar por la verificación técnica de Lorena, que insistió en que se pusiera un poco más de perfume. Se dejó acomodar la ropa y perfumar, como cuando tenía ocho años, unos cachetes enormes y su abuela lo arreglaba para recibir visitas. Preguntó un “¿Ya está?” para aparentar que le molestaba, pero en realidad le encantaba que lo llenara de mimos de hermana mayor.

Apretaba los dientes, mientras manejaba, para no dejar salir los insultos en latín que se le ocurrían. Trató de concentrarse en el libro, en lo que tenía que decir. Después de todo, el lanzamiento de un libro era una buena noticia. Más si era de un escritor como Daniel que se hacía querer por todo el mundo y con alguien como Alejandro Prat que era muy generoso con toda la información que tenía de sus padres tanto en París como en Buenos Aires.

Prat era querido por todas partes. Cómo no serlo. Hijo de quién era, todo resultaba más fácil. Profesor de la universidad, doctor, investigador, era un tipo que parecía no tener otra falla que la de ser profundamente obsesivo. Sabía mucho de él, lo había visto en algunas charlas sobre su padre, documentales, salía en televisión, pero nunca había tratado con él hasta que había llegado la propuesta de hacer un libro con Daniel Flehr. Había tenido miedo de que fuera uno de esos tipos que se suben al caballo de la fama ajena y miran al mundo como si no importara nada más que ellos. Pero había hablado con él, había trabajado con él, había recibido sus mensajes a las tres de la mañana y le había resultado alguien interesante. Más bien, alguien a quien le interesaba tener de amigo.

Flehr era Flehr y Julián mismo bailaba alrededor de él cuando lo escuchaba. Ya le había pasado el tiempo de ser un escritor que debía probarse. Flehr era de los buenos, cada novela suya era una nueva mirada a las cosas, sentarse a su lado era para aprender. Ninguna palabra de Flehr venía sin sustento. Los años, las experiencias, el exilio en París, la muerte de un hermano en los años setenta, hablaban en cada una de sus palabras. Los trabajos que había realizado, el vagabundeo por Europa, la vuelta en los ochenta a los trabajos ridículos, sus horas de escribir horóscopos, y el amor, por supuesto, de una mujer que lo había acompañado a todas partes y que había muerto cuatro años atrás. Desde entonces, le había dicho Flehr, estaba a la deriva y solo lo sostenían los buenos amigos y los buenos libros.

En cambio él, Julián, era el que ensuciaba el auto con azúcar y el que tenía que hacerle favores de dinero a todos. Y varios se le habían enojado por decir que no. Como si él fuera un banco o alguien que imprimía folletos para repartir en Once. Lo que fuera. Ya no le importaba.

Se propuso volver a escribir después de esa presentación. Comprendía que después de la separación había dejado de hacerlo. ¿Pero tres años sin escribir? ¿Por una mujer que vendió la casa que había sido de los dos? Eso no era normal. Tenía que volver. Sacarse de alguna forma la amargura, o quizá volverla libro, y volver a escribir como antes, como cuando se moría por escribir y soñaba que escribía. Aunque fuera mal, espantoso, de dudosa eficacia y poéticamente falaz. Que fuera lo que fuera, pero que fueran palabras.