11
El cráter
Era como un problema de esos de matemáticas del secundario. Si un auto va a cuarenta kilómetros por hora por avenida Callao, ¿cuánto tiempo tardará en llegar a un lugar de Palermo que ni siquiera sabía cuál era?
No tenía la menor idea. Una vez terminada la secundaria se había olvidado de saber hacer cuentas y dependía de una calculadora para todo lo que fuera más allá de la tabla del dos. En cambio, tenía la cabeza llena de conceptos históricos, categorías de análisis, teorías, hipótesis, fuentes, documentos, años, meses y días.
Tecleaba la novela, se equivocaba, retrocedía, corregía.
Le robaba tiempo a la tesis pero había logrado leer mucho y el avance que le había mandado a Elsa y a Alejandro había sido aprobado. Estaba recuperando el tiempo perdido. Así que tecleaba rápido para que la novela estuviera en la computadora lo más pronto posible y ella pudiera dedicarse por completo a investigar. Después iba a ver a quién se la enviaba o qué hacía con eso. Por el momento se contentaba con la satisfacción de releer la novela y ver que le seguía gustando o que por lo menos no le causaba vergüenza como alguno de sus otros escritos.
Miró el celular. Volvió a teclear.
Miró el celular de nuevo.
Las diez y cuarenta y ocho. Se dijo que no iba a llamarla. Seguramente tenía mejores cosas que hacer en su mundo de escritores, editores y libreros y esa gente que no conocía pero que se moría por conocer. Y además, pensaba, no tenía por qué creerle. ¿Desde cuándo daba crédito inmediato a lo que decía un hombre? Era desconfiada por naturaleza y prefería mantenerse escéptica con los hombres después de algunas salidas no muy placenteras en los últimos meses.
Y, por sobre todas las cosas, ¿por qué le interesaría que un tipo tan colgado y pesado como Julián Cavallaro la llamara por la noche? Hacía preguntas que parecían recortadas de otra conversación o de alguien a quien no le interesaba para nada lo que ella estaba diciendo. Y se quedaba mirándola como una momia, como si ella no se diera cuenta.
Por el perfume. No. Más bien era cómo le quedaba el perfume y cómo llenaba esas remeras. Porque era lindo, no podía negarlo. Y no solo lindo, sino… muy lindo y muy bien perfumado. Y era escritor y si se ponía a hablar bien decía cosas interesantes y ella se moría de ganas de hablar con un escritor.
Sacudió la cabeza molesta. Volvió al teclado.
Darcy se despertó y le caminó por encima, por el escritorio, acarició la computadora y se sentó frente a ella ronroneando.
—No —le dijo.
Darcy ronroneó más fuerte.
—Ya te di de comer. No te voy a dar otra vez. No.
El gato empezó a ronronear tan fuerte que parecía el motor de un colectivo viejo. Le puso una pata en el brazo, como si ella necesitara una explicación más clara sobre el pedido que le hacía.
—No vas a convencerme, Darcy.
Pero Darcy sabía cómo convencerla. Se impulsó con las patas hacia atrás y le empezó a fregar la cabeza en el cuello, como un desquiciado. Empujaba y ronroneaba hasta que ella abandonó toda resistencia y se entregó a la manipulación gatuna.
—¿Querés alimento o querés atún? Al tío no le gusta que te dé atún todos los días porque es caro. ¿Querés atún?
Darcy se había vuelto blandito y esponjoso y tenía los ojos redondos, grandes y con las pupilas bien dilatadas. Hacía todo lo posible para conseguir el atún.
—Bueno, voy a buscar atún. Cuidame el celular. Avisame si me llama.
Se levantó. Darcy ocupó de inmediato su lugar en el sillón y empezó a lavarse las patas con esmero. Laura volvió enseguida con la lata de atún abierta y una cucharita para servirle en el platito que siempre tenía disponible en su habitación. Justo cuando traspasó la puerta empezó a sonar el celular. Dejó la latita y la cuchara en el piso y a un Darcy muy ofendido porque no le servían en el plato. Respiró pausadamente para no parecer ansiosa.
—¿Hola?
—Hola, Laura, soy Julián.
—Sí, ¿cómo estás?
—Bien. Estaba leyendo, ¿vos?
—Trabajando un poco en mi tesis. Todo tranquilo.
—Bueno, leí el capítulo que me dijiste.
Laura se quedó mirando la pared con los ojos muy abiertos.
—¿En serio? —preguntó después de unos segundos, quizá un minuto.
—Claro.
De nuevo se quedó callada mirando la pared. ¿Lo había hecho para caerle bien? ¿De verdad le gustaba y hacía todo eso para salir con ella? ¿O de nuevo eran esas señales raras que emitía Julián, que no se terminaban de entender?
—¿Lo leíste en inglés? —le preguntó.
—Sí, está en internet. ¿Vos sabés inglés?
—Aprendí inglés con mi mamá. De chiquita me hablaba en inglés y me contaba cuentos… me leía a Austen, por ejemplo.
—¿Sos bilingüe?
—No exactamente… porque mi mamá no era de habla inglesa. No sé, tendría que investigar. Soy profesora de inglés, eso sí. Pero nunca di clases.
Laura se sentó en el sillón. Apoyó los codos en el escritorio y se entregó al placer de la conversación.
—¿Nunca enseñaste?
—No, apenas. Hace un tiempo, daba clases particulares de inglés, de historia, de sociales. Pero en cuanto empecé en la cátedra, dejé de dar clases.
—¿Cuánto hace que estás en la cátedra?
—Dos años. Justo para la beca. Empecé un poco tarde la carrera. Hasta los veintiuno fui atleta en Vélez. Fui gimnasta y después corrí. De todo un poco.
—Mirá qué bien.
—Sí. La verdad que fue lindo —dijo Laura con una sonrisa—. Extraño un poco a veces. No tenía nada para leer en esos días…
—¿Y por qué dejaste?
—Porque a los veintiuno ya sos grande y tenés que elegir entre ser entrenadora o hacer otras competencias y me gustaba pero no para toda la vida. Y necesitás mucha plata y yo no tenía. Quería estudiar. Quería un título como mi papá, de la misma facultad.
—¿Era de la facultad?
—Sí, de Letras. ¿Vos también, no?
—Claro, de Letras Clásicas. Di clases un par de años en Griego II pero no me gustaba mucho. Me dediqué a los libros por completo.
—Mi papá se reía porque en esa época eran todas mujeres.
—¿En qué años fue?
—Del ´68 al ´74.
—Terrible época para Filosofía y Letras.
—Muy terrible. Mis papás tenían miedo. Mi tía me contó que mi papá andaba con algunos amigos de izquierda y que mi mamá un día le pidió que ya no fuera a esas reuniones. Uno de los amigos desapareció y otros se fueron a México.
—Ahora entiendo tu pasión por Flehr y por Prat.
—Mi papá amaba a Flehr. Me lo leía cuando era chica. Primavera en el cuarto. Toda esa psicodelia me encantaba. En esa época no entendía por qué el tipo imaginaba tanto pero esos son detalles. Cuando tenga un hijo le voy a leer ese libro para que se duerma. Y cuando sea grande entenderá todo.
—Es una idea hermosa.
Laura se quedó mirando la pantalla frente a ella. Había quedado en el inicio de una hoja y el cursor titilaba. Apretando el celular entre la oreja y el hombro guardó el archivo y cerró el programa. Tanto se había entregado a la conversación que le había dicho más cosas a Julián en cinco minutos que en seis años a Ana.
—Flehr es un gran tipo. Es una suerte que hayamos congeniado tan bien. No se banca mucho a las grandes editoriales. Una suerte para mí.
Laura se rió con la risa de Julián. Le dio frío, así que se metió en la cama con la espalda apoyada contra la pared. Darcy, casi de inmediato, se acurrucó en sus piernas.
—Bueno, decime… —le dijo después de un ratito de silencio—. ¿Qué te pareció el capítulo dos?
—Delicioso.
—¡Viste! —dijo ella alzando un brazo para festejar. Sabía que, en el fondo, había algo bueno en Julián. Alejandro y Flehr no podían estar equivocados.
—Tenías razón. Voy a reconocerlo. Es delicioso y entiendo cuál es tu punto.
—A ver, ¿cuál es? Julián se aclaró la voz:
—Que Austen es algo más que una escritora de novelita romántica.
—Sí, después vamos a hablar de ese concepto de novelita romántica que tenés. Pero bueno, sí. Ese capítulo es una de las cosas más increíbles de Austen. Todo un juego de convencimientos. Yo digo que es una hechicera de palabras.
—Exacto. Bueno, así que seguiré leyendo Sense & Sensibility para contentar a lady Robles.
—No tenés que contentarme en nada…
—Entonces… —dijo él después de un suspiro— ¿vos decís que en las novelas de Austen no se besan ni nada?
—¿Vos sos Licenciado en Letras? ¿Nunca leíste a Austen? Yo no puedo creerlo.
—El año que yo cursé no la dieron en el programa. Había unos seminarios después, de literatura inglesa, pero no fueron mi especialización, así que la perdí de vista.
—Muchos autores hablan con admiración de Austen. Nabokov le dedica una clase. Virginia Woolf habla sobre ella en varios ensayos. No sé. Si no te gusta no veo por qué deberías leerla. A mí me parece hermosa.
—Y esa es la mejor recomendación. Quiero leerla. Me causaba gracia que escribiera noveli… novelas de amor.
—Escribe novelas. Eso. Uno de cuyos temas constantes es el matrimonio. Eso que te decía hoy a la tarde.
—¿Cuáles son los otros temas?
Laura se lo imaginó poniendo cara de espanto y un escritorio entre ellos. Se había violentado un poco, pero no le pesaba. Se sintió bastante tonta por haber perdido tiempo pensando en si la llamaría o no. Estaba claro que las cosas con Cavallaro no iban para ningún lugar.
—Temas de Austen… el dinero. El dinero. Creo que todas sus novelas son sobre el dinero y la mujer. Hasta creo que se obsesiona con eso. De hecho, hay algunas mujeres en las novelas, mujeres poderosas, que tienen dinero. Lady Catherine de Bourgh, por ejemplo. Una señora tremenda, con poder. Pensá en lo terrible que es para una mujer que no puedas —si pertenecés a determinada clase— hacer dinero. Pero sos pobre. O más bien aquellos que deben mantenerte son pobres. Estás obligada a casarte, a conseguirte un tipo con plata, porque de otro modo te transformás en una carga. El padre de Austen tuvo una hermana que se quedó soltera y de la que no queda ningún registro, ni siquiera de su muerte. Austen habla de la dominación masculina en su modo más sutil, pero no por eso menos violenta.
—Leíste mucho sobre ella.
—Lo que consigo de la biblioteca de la facultad y alguna biografía. Y cosas de internet. Sí, me apasiona.
—Se nota. Me gusta esa relación que hacés entre mujer, dinero y poder.
—Hay personajes ridículos también. El dinero los ridiculiza. Virginia Woolf dice que son necios iluminados por la belleza de Austen. Hay un personaje de esos ridículos que Austen sabe hacer pero que sabe bien de qué se trata. Es la madre de las Bennett en Orgullo y Prejuicio. Es una vieja insoportable pero ella sabe que sus hijas no tienen nada y eso la estresa todo el tiempo. Y sí, es medio ridícula, pero sabe que tiene que poner a las chicas en campaña o se quedan sin marido. Pensá que Austen se queda soltera. En un momento de su vida, sus padres deciden dejar la casa donde siempre habían vivido y se van a Bath. Ella tiene que ir con ellos a un lugar que odia. Y cuando muere el padre, sigue a la madre de un lado para otro, junto con su hermana Cassandra. A veces va a visitar a sus hermanos, cuida a sus sobrinos. A veces se queda con unas amistades. Pero nunca tiene un lugar propio.
—A room of her own.
—Eso mismo. Una habitación propia, veo que leíste a Woolf.
—Ese sí estaba obligatorio en literatura inglesa.
—Austen es muy risueña, sobre todo en sus primeras novelas. Sensatez y Sentimientos es la primera que escribe y la primera que publica. Y tanto esa como Orgullo y Prejuicio son divertidas y luminosas. Y esa luz disfraza un poco la violencia de la vida que llevaba. No había muchas posibilidades para una mujer. Pero mientras escribe sobre chicas que se casan, ella misma se vuelve escritora. Y para mí ese es el mejor gesto de rebelión y en sus cartas se nota el orgullo que siente por las pocas libras que consigue con sus libros. Woolf dice que en su última novela, Persuasión, Austen ya estaba cansada, aburrida de su estilo y empezaba a buscar otros elementos. Pero muere un año y medio después, así que nos quedamos sin conocer la evolución de su estilo. Nunca podremos saber la escritora qué podría haber sido.
—¿Dónde está eso?
—En un ensayo en The common reader.
—Cuántas lecturas, lady Robles.
Laura le sonrió satisfecha al teléfono. Se estaba acostumbrado a ese modo de hablar con Julián. Quizá era por las charlas sucesivas, empezaba a entender sus ritmos de conversación. Las preguntas sorpresivas ya no lo eran tanto y, si bien seguía siendo seco, era evidente que le gustaba escucharla. Darcy se acomodó en la cama, poniendo la panza para arriba.
—Me gusta mucho leer —dijo Laura hablando de lo que más le gustaba en la vida—. Para el doctorado leo mucho sobre mujeres, poder, y siempre Virginia Woolf y Jane Austen aparecen de un modo u otro. Las chicas eran puestas en el mostrador como colitas de cuadril. Y el mercado matrimonial burgués es mucho más duro que el de la nobleza. El dinero manda, no la sangre. Si eras pobre, te las tenías que rebuscar. Y ser linda era una ventaja pero no siempre. Hay un chiste sobre lo bella que es una pecosa con una herencia de veinte mil libras.
—Así que ni un beso… ¿Y cómo se demuestran el amor?
—Justo que hoy hablábamos sobre eso. A través de la palabra se demuestran el amor. A veces los diálogos son una forma de cortejo, de idas y vueltas, de secretos y revelaciones. Lo curioso es que ni siquiera es apasionada. Quiero decir, si un escritor escribe sobre el amor, pondría toda la carne, ¿no?
—Sería lo ideal.
—Ella no. Es muy medida. Muy metódica, como si cualquier desmesura le molestara. Muere en 1817, hubiese sido interesante ver cómo se llevaba con el Romanticismo. Pero apenas es apasionada en sus novelas. Y más los caballeros que las protagonistas.
—Extraño para una escritora que escribe sobre el amor.
Laura suspiró. La conversación giraba en torno al amor y el romance y la cabeza empezaba a darle vueltas como si en su cabeza bailaran Elizabeth Bennet y Fitzwilliam Darcy. Suspiró de nuevo, como para relajarse y dejar que las palabras salieran solas, sin tratar de entender qué quería Julián.
—Supongo que si querés leer sobre el amor podés leer a otros. No tenés que leer a Austen por eso solamente. Lo que ocurre con ella es que sus novelas son toda trama, todo argumento, entonces parece que solo cuenta eso. Pero bueno, uno es un poco más analítico y puede ver otras cosas. Sensualidad no vas a encontrar, erotismo velado, apenas. Ella no podía volverse erótica. Esa quizá sea una crítica para Austen. No hay erotismo. Pero no era propio de una dama. Imaginate la violencia de una sociedad que te obliga a casarte, es decir te obliga a pensar en la sexualidad, pero al mismo tiempo te prohíbe decirlo.
Julián se rió. A Laura le gustó mucho hacerlo reír.
—No me había dado cuenta de eso —dijo él.
—Austen misma censura a las hermanitas menores de Elizabeth Bennet por estar sexualizadas. Básicamente se tiran encima de cuanto tipo se crucen. Pero ¿no es lo normal si todo el tiempo le decís que tienen que casarse?
—Pensaste mucho en eso.
—Lo pensamos mucho con Ana, mi compañera de cátedra. Es parte de nuestras tesis, las dos hacemos cosas parecidas. Mujer, política y poder en el siglo XIX en Argentina, pero leemos textos extranjeros también. Para un doctorado tenés que leer todo.
—¿Y vos trabajás sobre…?
—Manuela Robustiana Rosas —dijo Laura llena de orgullo. Por el silencio se dio cuenta de que Julián no sabía de quién estaba hablando.
—¿Quién es? Quedo como un ignorante, ¿no?
Laura se rió. No había esperado que Cavallaro aceptara que no sabía de quién hablaba. Le parecía más bien la clase de hombres que oculta que ignora algo disminuyendo su valor o haciéndose que se había olvidado.
—Es la hija de Juan Manuel de Rosas
—¿Tuvo una hija?
—Y un hijo también, del que se sabe muy poco. Pero sí, tuvo una hija que fue muy importante en su segunda gobernación. Sobre todo después de la muerte de Encarnación.
—Encarnación…
—Ezcurra —se apresuró a responder Laura—, la mujer de Rosas. Muere en 1838 y en muchos sentidos Manuela la reemplaza. Y adquiere mucho poder “la Niña”. Pero, y aquí se une con Austen, Rosas no le permite casarse con el hombre que ama, Máximo Terrero. Y no se lo va a permitir mientras esté en el poder.
—Un control absoluto sobre su hija.
—De su cuerpo, pero no de su deseo. Y por eso el deseo femenino da tanto pánico en el siglo XIX y no sé si ahora también. Eso que no se podía controlar a menos que sometieras a una mujer a un acto de violencia: física, simbólica, ideológica. Cuerpo femenino, dinero, poder, violencia, deseo. Todo eso. Si me dejás hablar, sigo de largo hasta mañana.
—No me importa, seguí.
—Con Ana nos pasamos horas hablando de esto. Nos encanta.
—¿Con Alejandro?
—Con él también y con Elsa. Ahora Elsa está de licencia así que Alejandro nos contiene. Él trabaja la construcción del poder después de la batalla de Caseros. Y, por supuesto, nos guía. Elsa trabaja mujer y poder en Paula Manso, debés conocerla…
—Sí, la conozco.
—Y también nos guía. Pero nuestras tesis van de la mano y a veces se cruzan. Ana trabaja con Mariquita Sánchez.
—Ah, a esa la conozco: la del Himno Nacional.
—Nunca le digas eso porque te pega.
—Bueno.
—Sí. Es un tema espinoso el del himno, yo evitaría tocarlo en su presencia.
—¿Tocar el himno?
Laura tuvo que reírse. Le causó tanta gracia que escondió la cara en la panza de Darcy. Se quedó acostada boca arriba. El gato se le subió ronroneando. Ella lo acarició hasta que se fue quedando dormido.
—No te burles —protestó Julián—. ¿Por qué te reís?
—Lo de tocar el himno delante de Ana, me causó gracia. Me imaginé a Ana frente a una orquesta tocándole el himno en la cara.
—¿No le gusta?
—No es eso. No hay pruebas de que haya sido cantado por primera vez en casa de Mariquita.
—Pero te lo dicen en el colegio todo el tiempo.
—Sí… pero no hay pruebas y los historiadores somos muy molestos con eso. Es una tradición decirlo pero no está probado. Ana dice que Mariquita jamás habla de eso en sus cartas y documentos.
—¿Y entonces?
—Nada. ¿Cambia algo?
—No sé. Estoy confundido.
—¿Julián?
—¿Qué? —dijo él con voz suave como si la tuviera muy cerca y no hiciera falta un tono más alto.
—Los Reyes Magos son los padres.
—Ay, Laura, estás matando mi infancia a palazos.
Cerró los ojos para no darse vergüenza. Tenía que reconocer que le había encantado que dijera su nombre, tanto como a ella le había gustado decir el suyo. Ana se burlaba muchas veces de ella por sus formas anticuadas, o más bien, por querer ponerle, en el siglo XXI, formas determinadas al amor: cuándo llamar al otro por su nombre, cuándo besarse, cuándo hacer el amor. Se tapó los ojos apretando con fuerza con la mano. Había pasado de considerar a Cavallaro de poco más que un aburrido a considerar cuándo era conveniente tener sexo con él.
—Bueno. Llamé para darte mi parecer sobre ese capítulo dos y aniquilás mi infancia y mi educación. ¿Algo más que destruir?
—Creo que hice mi trabajo por hoy.
—¿Vas a salir ahora?
—No, me quedo en casa.
—¿Sola?
—Sola, sí.
—Bueno…
—¿Vos?
—Me quedo leyendo a Austen.
—Buenísimo.
—Iba a decir que cualquier cosa te comento pero no sé, quizá me digas que Papá Noel tampoco existe o cosas así… Ah, esperá. ¿Dónde es exactamente que vivís?
—¡Qué porteño que sos, eh!
—¿Perdón?
—Que sos porteño, fuera de la General Paz no entendés nada.
—Después de la General Paz, el campo.
—Ja.
—Dale, decime, ¿dónde es?
—Isidro Casanova. Anotalo.
—Lo voy a buscar en Google.
—Ay, por favor. ¿No te suena el equipo Almirante Brown de Casanova?
—Pero claro que sí. La “Fragata”, camiseta a rayas, negras y amarillas.
—Bueno, acá a quince cuadras está la cancha.
—Ah, claro. Ahora me ubico. No lo busco nada.
Laura asintió mirando a Darcy. Los hombres eran tan sencillos a veces…
—¿Lugar complicado, no?
—No es amable, te lo aseguro. No hay belleza, no es Palermo, ni San Isidro, ni nada de eso. Ni siquiera es Morón con sus chalets de tejas y jardines con alegrías del hogar. La ruta 3 es fea. Las calles de tierra, las luces naranjas, los colectivos viejos que hacen ruido. Pero a fines del verano, principios del otoño, si querés ver el atardecer y te aguantás el sol de frente, ves un cielo que no tiene fin. Si tenés la suerte de que haya nubes, todo se pone dorado y rojo. Algunos lugares te dan eso. Y ese cielo es más hermoso porque el resto es feo. Y si te tocaron algunas cartas buenas, algún as de espadas, un ancho de bastos, entonces por ahí podés hacer algo con eso.
—¿Cómo qué?
—Pensar que ese mismo cielo fue mirado por Pedro de Mendoza. O transformarlo en un cielo regido por Juan Manuel de Rosas. Un cielo de color unitario que se pone rojo por orden de El Restaurador. O cosas así. ¡Darcy! ¡Darcy!
—¿Eh?
—Mi gato se llama Darcy. Le gustan los actos de vandalismo.
—¿Está cometiendo uno?
—Precisamente. Me está mordiendo. ¡Basta Darcy!
—Yo tuve un perro que se llamaba Belgrano.
—¿En serio?
—En serio. Mi abuelo lo había encontrado en la calle, casi desmayado, con un pañuelo en el cuello todo sucio. Mi abuela los lavó, al perro y al trapo, y descubrimos que era una bandera. Le pusimos Belgrano.
—Mi vida…
—Lo iba a visitar los fines de semana largos. Y vivía con él en las vacaciones. No me importaba nada, solo el perro. En casa no nos dejaban tener uno. Era el mejor perro.
—Me imagino.
—¿Te imaginás cosas?
—Sí, claro. Tantas horas en colectivo hay que ocuparlas.
—¿Se puede saber qué imaginás?
—No.
—Bueno. Me lo contás otro día.
—Bueno…
—¿Sí? Te tomo la palabra. Buenas noches, Laura.
—Buenas noches, Julián.
Laura cortó la llamada y revoleó el celular por la cama. Se hizo un bollo y giró de un lado para el otro.
—Ay, Darcy, Darcy, ¿qué acaba de pasar acá, eh? Vos que escuchaste, decime, no… no… —En lugar de ofrecerle una explicación posible, el gato le lamía la cara con la lengua áspera—. Sos un asco, Darcy —le decía Laura pero no movía un milímetro de su cuerpo para separarse del momento de limpieza obligada.
Se quedó boca arriba, jugando con las piernas en alto, haciendo algunos movimientos de gimnasia artística que todavía recordaba y que quince años después apenas podía hacer. Ni quería pensar en la charla que habían tenido. Al parecer, Cavallaro era de esos que se aflojaban con el tiempo y que se volvían más cálidos. Al menos había despejado la casi certeza que ella tenía de que era un hombre antipático. En la charla había demostrado que podía burlarse de sí mismo y eso era importante para Laura. No soportaba a las personas que no tenían sentido del humor. Le pasaba siempre con esas personas que ella hacía un chiste o un comentario risueño y solo recibía una mirada del otro lado. Julián le había parecido ese tipo de personas el día de la presentación: seco, para nada simpático, casi mudo. En contraste, Flehr la había maravillado. Recordaba las palabras de Flehr “parece seco como un bizcochito pero es un gran tipo”. Parecía que, una vez más, Flehr tenía razón.
Como Ana decía, Julián estaba interesado en ella. Las llamadas, la insistencia en hablarle, incluso en llevarla en auto, demostraban eso. No podía hacerlo por una cuestión de obligación u otro tipo de interés porque simplemente no existía posibilidad.
Laura suspiró varias veces. Darcy, cansado de dar vueltas sobre ella, empezó a amasar sobre el vientre de Laura con las patas delanteras. Le clavaba las uñas pero el movimiento y el ronroneo la calmaban. Volvió a suspirar dos veces más. Con la novela, había dejado atrás una relación de dos años que había terminado de manera horrible: un mensaje de texto le había revelado que Lucas, su novio desde hacía cuatro años, estaba con otra mujer. Cuando ella lo descubrió, Lucas con una frialdad que nunca había visto, le había dicho: “era una cuestión de tiempo porque ya no siento nada por vos”.
Como Laura aceptó ante Ana, y solo ante ella, era cierto que la relación no iba hacia ningún lado y que a Lucas, que vivía en San Isidro, le fastidiaba cada vez más encontrarse con ella. Pero Laura no esperaba que él cerrara las cosas así, que justificara su infidelidad de ese modo. Sabía que ya no había amor entre ellos, pero al menos ella no había perdido el cariño o el respeto.
Lucas fue sepultado bajo una lluvia de insultos y maldiciones. Laura tragó las lágrimas junto a postres de chocolate y crema y té con leche. Y finalmente fue olvidado. Ya no le producía nada su recuerdo, excepto alguna sonrisa o alguna maldición, que se le cayera algo por la cabeza, como para que no se acostumbrara a vivir tranquilo.
La novela había sido su refugio, su modo de llorar la soledad. Cuando se terminaba una relación, se terminaba con un universo de cosas compartidas, de recuerdos y de futuros planeados. Laura calmó su dolor y su enojo creando un nuevo universo, con sus propias frustraciones y deseos contenidos, de violencia y de amor a través del tiempo. Se contó de nuevo, como hacía su mamá con Jane Austen, el cuento de un amor que tenía la fuerza de soportar cualquier contratiempo, incluso la violencia de Juan Manuel de Rosas.
Se dio cuenta con la novela de que eso no había sido amor. Ni de parte de él ni de parte de ella. Dos años después apenas podía recordar cómo se sentía con él. Se durmió hecha un bollo, abrazada a Darcy, pensando en qué clase de amor se podía soportar en una época en la que poca gente se atrevía a experimentar la verdadera ruptura —el cráter— que quedaba en el cuerpo cuando el amor desaparecía.