10
Facturas de membrillo
La panadería de Chachá era, en realidad, de Lorena. Lorena había vivido una época complicada a la que ni ella ni Julián deseaban volver. Después de esa época, que los unió mucho más como hermanos, los dos se dedicaron un tiempo a soñar. Julián y Lorena habían pasado sus días más felices en el campo de Chacabuco de sus abuelos maternos. La tranquilidad del campo, el ruido de los pájaros, la paz que transmitían las vacas y la energía que transmitían los cerdos, el pan hornéandose, las lecturas sin fin eran los mejores recuerdos de infancia que tenían los dos. Con esas ideas en la cabeza, comprendieron que la felicidad de ella consistía en poner una panadería y la de él, estar rodeado de libros.
Cuando Julián se quedó sin casa, después del divorcio, empezó a recorrer Palermo en busca de un lugar posible. Palermo tenía algo, un recuerdo, una brisa de lugar distante que le gustaba mucho. En sus vagabundeos encontró la esquina de Dorrego y Soler. Una casa de los años veinte casi destruida, con las paredes pintadas de azul y las ventanas que conservaban las rejas y la decoración original. Lo mejor de todo, era que justo en la esquina, la casa tenía lo que había sido un local, una despensa quizá, que le gustó mucho. Ni siquiera consultó a Lorena con la compra. Era exactamente lo que los dos habían imaginado.
Cuando le mostró la escritura, y después la casa, Lorena no podía abrir más los ojos. Incluso insistió que no era para ella, que se lo quedara él, que hiciera algo con eso, las oficinas de la editorial o algo similar. Julián insistió en que sería para ella, que eran por esos años pasados en el campo, años en los que solo podían soñar. Lorena terminó por aceptar el ofrecimiento y La panadería de Chachá se hizo realidad.
Y allí estaban, a fines de mayo, Julián y Toribio, comiendo bajo la mirada cariñosa de Lorena, que vigilaba todo desde el mostrador de la panadería. Siempre había gente que entraba y salía o gente comiendo en las mesas dentro y fuera del local. La panadería era tan cálida como su dueña y ya tenía su fama en el barrio de Palermo y por los barrios vecinos.
—El contador dice que lo llames —le decía Toro señalándolo con un tenedor.
—Vos te ocupás de eso.
—De la empresa. De tus problemas fiscales ocupate vos, querido.
—Bueno. ¿Y no hay manera, digamos, de que te ocupes vos?
—No, Julián.
—Bueno.
—¿Hoy vas de nuevo a lo de Alejandro?
—Sí. Estamos en muy buen camino. Encontramos un texto. Ahora quiero más. Los quiero a todos. Voy a publicar inéditos de Ricardo Prat, me estoy mareando con la emoción. Bueno, no son inéditos, pero igual.
—¿Seguro que son de Prat?
—Casi seguro. Se los voy a mostrar a un par de amigos que leyeron bien a Prat pero con el dato de Flehr y la firma Luis Sánchez me basta. No es “casi”. Estoy seguro.
—No puedo creer que Prat haya escrito cuentos policiales. No parece que tuviera algo que ver con eso.
—¿La verdad? Yo tampoco. Pero Daniel dijo que existían y su palabra es tan sagrada que por ahí se materializaron en el momento que los nombró. La preciosura encontró el primero y tengo fe de que hoy seguiremos encontrando más.
—¿Perdón?
—¿Qué pasa?
—¿Hay una preciosura en la casa de Alejandro?
—Muy bonita. Laura se llama. Historiadora. Fue a la presentación de Flehr, parece que lo admira mucho.
—¿Y?
—Es un pancito de leche.
—Estás fino para las metáforas, veo.
—¿Qué querés que te diga? Es linda, sí. No me presta mucha atención todavía. Pero, estoy bien encaminado. Estoy seguro.
—Sos medio lerdo para las chicas.
—¿Eh? Vos sos lerdo.
—Yo soy lerdo, pero asumido. Y aparte hace años que me bajé del mercado gracias a tu hermana. Vos te hacés el galán y sos una momia.
—Vos sos una momia.
—Bueno, enojate, pero te lo digo en serio.
—Y además no quiero nada.
—No te haría mal.
—No, nada, no quiero nada. Ya salí la semana pasada con esa amiga de Lorena.
—Lorena dijo que Silvina quedó entusiasmada.
—¿En serio? Yo me aburrí como un hongo.
—¿Vos te aburrís como un hongo y la mina quedó entusiasmada? ¡Ves que sos una momia!
—La mina no decía nada, se reía nada más. Entonces le hablé de la revista y los escritores que publicamos. Y de los cuentos de mitología. Me aburro yo de escucharme. Tengo que volver a escribir, Toro, parezco un pelotudo hablando siempre de lo mismo. Leí la entrevista esa que me hicieron la semana pasada para Clarín y quedé como una momia hablando siempre de las mismas cosas.
—La nota estaba buena, no jodas. Pero bueno, yo te conozco desde hace mucho y me parece que siempre decís boludeces, así que por ahí tenés razón.
—Gracias, Toro.
—Un chistecito. Bueno, parece que Silvina quedó enganchada y le gustaría que la llamaras y eso.
—¿Eh?
—Que quiere que la lleves a cenar —le dijo Toro guiñándole el ojo de forma muy grosera.
—No…
—¿Vas a dejarla con el corazón roto?
—La mina no dijo una palabra.
—Pasa que estás enamorado de esa preciosa, ¿cómo se llamaba?
—Laura. Es linda. Quién hubiera dicho que las historiadoras eran tan bonitas. Me decís historiadora y me acuerdo de la vieja de Historia, ¿te acordás?
—¿Celia?
—Sí, toda arrugada, esa sí que era una momia. Qué impresión me daba, me daba miedo, te juro.
—¿Y esta decís que no es así?
—No, bonita en serio. Una de las cosas más lindas que he visto…
—Te llega a escuchar la Negra diciendo “cosa” y nunca más comés pan de leche.
—Bueno… una de las mujeres más lindas que he visto. ¿Así?
—Mejor. ¿Buenas tetas?
—Y mejor culo.
—¿Y linda?
—Y muy inteligente también.
—Ah, estás enamorado.
Julián enderezó la espalda, se bajó los puños del pulóver y movió el plato hacia el costado. Alzó la vista y vio que Lorena los miraba desde el mostrador. Los tenía vigilados siempre, por más que hubiera mil personas en la panadería esperando llevarse el pan. Volvió a Toro y a la pregunta que le había hecho.
—No. Nada de eso. Chica linda, para atenderla bien un rato y nada más.
—Lo bien que te haría una mujer.
—Ya tuve. Salió mal. Paso.
—Pero por ahí no era para vos. Quizá el amor de tu vida sea esta Laura… Justo Laura…
—No me vengas con inocentadas, Toro.
—¿Inocentadas? —dijo Toro muy ofendido—. ¿No sé quién te hizo creer que el amor es una inocentada? Hacele juicio.
—Me vas a venir con una historia de novelita romántica.
—No puedo creerlo.
—¿Qué?
—No puedo creer lo que estás diciendo. Pero ahora entiendo algo. Nunca lo sentiste. Sos tan pelotudo que nunca lo sentiste. Hola, amor…
Toro abrazó por la cintura a Lorena. Julián movió la cabeza hacia la pared. Hacía diez años que estaban casados y seguían haciéndose arrumacos de noviecitos. Justo delante de él, haciéndole arrumacos a la hermanita.
—¿Todo bien? ¿Rico? —preguntó Lorena acariciándole el pelo a su marido.
—Increíble.
—Me alegro. Julián tiene cara de contrariado, ¿qué le estás haciendo?
—Dice boludeces porque está enamorado de una chica y no quiere aflojar.
—¿De Silvina?
—No, Silvina no. Una que conoció en la Feria del Libro y ahora trabaja con él y con Alejandro.
—¿Eso que estás haciendo sobre Ricardo Prat? ¿La vas a ver ahora?
Julián no quería hablar así que asintió con la cabeza mientras se tomaba su vaso de Coca Cola. Más aún, quería retorcerle el cuello a Toro por haberle contado eso a su hermana. Cuando los temas de mujeres entraban en el territorio de Lorena todo se volvía romántico y universal. Laura le gustaba, pero tenía poquísimas ganas de un romance y menos de tener una relación larga. Quizá la llevara cenar, quizá se acostaría con ella, pero eventualmente dejaría morir el asunto de alguna forma más o menos desagradable.
—¿Cómo se llama?
—Laura.
—¿Justo Laura?
Julián alzó los hombros.
—¿Dónde vive?
—Lore, me parece que te llaman —murmuró Julián mirando hacia el mostrador como si de repente una murga pasara por ahí.
—Decime dónde vive.
—En La Matanza… Calzada, algo así, creo. Por la ruta 3, me dijo.
—Entonces Rafael Calzada no es —murmuró Toro.
—Bueno, un lugar así —le dijo Julián con muchas ganas de pegarle.
—¿Y la invitaste a salir?
—No. No, no la voy a llevar a ningún lado, Lore. Nada. Es bonita, es muy admirable y soy honesto con eso y este se imaginó cualquier cosa.
—¿Pero la invitaste a algo?
—La llevé hasta la casa. No, hasta la casa no. Quise llevarla hasta la casa. La llevé hasta la parada del colectivo en San Juan y Combate de los Pozos.
—¿Hasta la parada del colectivo, nada más? La hubieras llevado a la casa.
—¿No ves que sos un pelotudo?
Julián tuvo que golpear las manos sobre la mesa. La gente de las mesas vecinas se volvió a mirar.
—No me espantes a la gente —lo retó Lorena.
—La quería llevar a la casa y ella que no y que no. Pero bien, fue un lindo viaje. Charlamos un poco, nos conocimos. Nada más. Y hablamos un par de veces por teléfono. Y no va a pasar mucho más. Ustedes hacen el quilombo.
—¿Y estás enamorado? —preguntó Lorena muy seria.
—Y dale.
—Porque hace mucho que no hablás de una chica. Y sos medio marmota para levantar chicas.
—Bueno, gracias a todos. Lindo tenerlos como familia.
—Bueno, me voy porque estás imposible, Julián. Traela un día a Laura así hablo con ella.
—No la voy a traer, pero bueno, hagan lo que quieran…
Se tomó el último resto de Coca Cola enojado. Toro lo miraba muy serio mientras masticaba. De repente alzó un dedo, y como en trance, le dijo:
—Mirá, te lo voy a decir de una vez para que lo entiendas: el amor existe. Lo que yo siento por tu hermana es amor. El problema es que quisieron disfrazarlo de corazoncitos y cenas a la luz de las velas. Quisieron prefabricarlo y vendértelo en cómodas cuotas. Entonces vos vas con tus corazoncitos, tus lunitas y tus velitas y creés que es amor y si no querés sentir eso decís: nada de velitas, ni corazoncitos, me acuesto con la mina y listo el pollo. Estoy tranquilo y sin problemas. El problema es que el amor no es eso. El amor te agarra de los huevos y te hace un torniquete y no te suelta más. Aprendete eso.
—Torniquete en los huevos.
—Eso. Todavía no lo sentiste. Te casaste con todos los chiches, te hiciste la casita y pensaste que ya estaba. Bueno, eso no era amor. Y ahora estás decepcionado porque ni la casita te quedó. Ni siquiera sabés qué es el amor. Y sos tan momia que no sé si te vas a dar cuenta cuando lo encuentres.
—Bueno, cualquier cosa te aviso —le dijo levantándose.
—¿No comemos postre?
—Como con Laura… y Alejandro. Con ellos en… allá…
¡Basta Toro!
—Estás enamorado.
—Sos un boludo.
—Yo también te quiero.
Julián pasó por su casa antes de salir. Se descubrió la sonrisa solo cuando fue al baño a lavarse los dientes. Se tuvo que tocar la cara para tratar de borrarla. Y se le fue, un poco, pero no se le iba de los ojos.
Fue todo el viaje tratando de recordar las cosas que a ella le gustaban: Jane Austen, los Beatles, la historia, Flehr. Le gustaba el color azul porque lo usaba mucho. Al parecer le gustaba el té con leche porque eso le había pedido las dos veces a Alejandro. Por ahora no se acordaba de más. También estaba Alejandro. Al parecer se querían mucho y había sospechado en algún momento que estaban juntos pero los había observado y no. Eran amigos muy cercanos y Laura lo admiraba mucho, pero no creía que hubiese entre ellos algo romántico. No estaba mal, se puso a pensar, que le gustara Laura. Estaba bien, eran las cosas de la vida, conocer a una chica linda, gustarse un poco, estar juntos un rato. Se dio permiso para seguir adelante con Laura, sobre todo porque ella parecía interesada.
Al llegar a la casa de Alejandro fueron dos las sorpresas. La primera fue que Laura abrió la puerta y él lanzó una sonrisita de alegría incontenible que le movió todo el cuerpo y dos segundos después lo avergonzó mucho. La segunda, fue que el sol iluminó los ojos de Laura y Julián pudo ver, por primera vez, que eran verdes y marrones, como esos mapas de relieves geográficos que usaba en las clases de Geografía en la escuela.
—Hola —lo saludó ella.
—Tus ojos parecen mapas —le dijo él alzando el dedo hasta la cara.
Ella, un poco espantada, movió la cabeza hacia atrás.
—Bueno… gracias —dijo como si no supiera bien qué decir—. Entrá que hace frío.
Julián entró a la casa. Todo estaba en silencio, lo único que se escuchaban eran las uñas de la Gorda caminando por el piso de madera de la sala donde trabajaban. Julián se dio la vuelta en el pasillo sin entender bien qué pasaba.
—¿Querés algo de tomar? —le preguntó Laura que lo miraba con el ceño fruncido.
—Mate…
—Ah, no sé hacer mate. Vas a tener que hacerte vos.
Laura estaba tan linda que Julián sintió que era el momento del primer beso. Se le dibujó una sonrisa tan tonta que se dijo que él mismo iba a burlarse cuando recordara ese momento.
—¿Vos qué tomás?
—Té con leche. Alejandro no está. ¿Te mandó mensaje? Julián revisó su celular.
—Nada. Pero mi señal fue y vino durante toda la mañana. Dentro de un rato llegará. Supongo.
—Sí…
—¿Y qué hacemos? ¿Esperamos?
—Alejandro está en la facultad, en una reunión de emergencia que tuvo con unos colegas. Están armando unas jornadas de poder y política para julio. Elsa tuvo que bajarse de la organización porque el marido está muy mal, así que él andaba de un lado para el otro con eso. Apenas tiene tiempo para la materia.
—¿Elsa era la chica que conocí en la Feria?
—No, esa es Ana. Elsa es la titular de la cátedra donde trabajamos.
—Ah, eso. Y el marido está muy enfermo.
—Sí. Hace dos semanas que está internado. Está muy enfermo.
—Bueno, ¿hacemos el té?
—Sí. Alejandro dijo que empezáramos así no nos retrasamos. La cocina de la casa de Alejandro era muy chica y muy ordenada. A Julián le gustaba mucho. Era sencillo encontrar las cosas porque Alejandro era incapaz de ser desordenado. Se hicieron dos tazas de té con leche, con edulcorante para Laura, con azúcar para Julián.
—Ahí hay facturas —dijo Laura señalando un paquete—. ¿Tenés hambre?
—A ver…
Ya por el olor se dio cuenta de que todas eran de membrillo. Suspiró muy serio y puso cara de nene desilusionado. Iba a quedarse sin postre ese día.
—Son todas de membrillo —le dijo con un susurro a Laura.
Lo que pasó después de ese susurro hizo que apreciara mucho más al humilde membrillo. Laura se dio vuelta muy rápido y se acercó hasta su espalda, asomándose para ver el paquete que él no había terminado de abrir. La tenía muy cerca y podía sentir el perfume que usaba, uno muy fresco, como de fresias y naranjas y todo lo lindo que tenía el verano.
—Ay, qué ricas… —dijo ella con el mismo tono de voz.
—¿Te gustan las de membrillo?
—Me encantan. Esas redondas con mucho membrillo y azúcar son mis favoritas. —Laura suspiró—. Me voy a tener que comer dos. Sería terrible desperdiciarlas.
—Muy terrible —dijo él mareado por la cercanía y el perfume de Laura.
—¿Vos vas a comer?
—Una…
Muy tranquila, ella tomó dos y las puso en un platito. Después buscó otro platito, colocó una y se la ofreció. El té ya estaba listo. Julián se sentó frente a ella esperando que dijera algo más, o que empezaran a caer corazoncitos de colores desde la escalera que tenían sobre la cabeza, o algo así.
Era un buen momento para la eternidad. Podía incluso tolerar una eternidad con dulce de membrillo incluida. Laura tomaba té con leche y comía facturas y él la observaba en la perfección de todo lo que hacía. No era enamoramiento, Toro estaba equivocado. Era que Laura parecía contener un universo en sí misma, con leyes de gravedad propias que hacían que todo lo que sucediera a su alrededor se viera afectado. La casa siempre ordenada de Alejandro Prat era diferente solo porque Laura estaba ahí, como si ella pudiera curvar el espacio y hacer más lento el tiempo.
—Se te va a enfriar el té…
—¿Cómo?
—Se te enfría el té.
—Ah, sí… Y… —trataba de pensar en algo pero el cerebro se le había vuelto líquido y estaba por salirse por las orejas— ¿estás leyendo a Jane Austen?
—No, nada. Estoy leyendo para la facultad más que nada. Vivo leyendo historia y haciendo resúmenes de historia. Corrijo parciales para variar un poquito.
—Claro. ¿Y qué libro estás leyendo?
Laura sonrió y se tapó la boca con la mano. Julián vio que el esqueleto de la escalera que estaba sobre ella se curvó un poco con esa sonrisa.
—No estoy leyendo ningún libro. Cosas para la facultad nada más. Para mi tesis.
—¿Y qué me recomendás de Austen?
—¿Cómo?
—¿Qué me recomendás de Jane Austen?
—¿Para leer?
—Sí. Mucho no me gustan las novelitas románticas, esas sin sexo…
—Pará —dijo ella alzándole la mano frente a la cara—. Pará. No son novelitas, primero. Y segundo, Austen no es romántica. Así que no, no son novelitas románticas.
—Bueno, son novelitas de amor.
—A ver, te explico…
—Dale, explicame.
Ella se quedó mirándolo con los labios apretados. Julián le quiso dar un beso ahí mismo. Muchos besos todos juntos en esos labios apretados. Pero ella estaba muy concentrada en explicarle cosas sobre Jane Austen y él no iba a oponerse.
—Tenés que entender que para una mujer en el siglo XIX no existían posibilidades de protagonizar nada. Eran los hombres los que se iban a la guerra, eran los hombres los que conseguían el dinero, estudiaban, escribían libros. Los hombres gobernaban todo, incluso el destino de las mujeres. Las mujeres tenían poco que hacer fuera del hogar. Las de ciertas clases sociales, porque las pobres siempre trabajaron. Pero mujeres como Jane Austen se quedaban en sus casas y los límites de su universo era su hogar, las familias circundantes. ¿Se entiende?
—Creo que sí.
Laura se quedó en silencio otra vez. Tenía una miga en el pulóver, justo sobre el pecho izquierdo. Él la miraba de vez en cuando, haciéndose el distraído, pero no estaba seguro de que tuviera efecto. El tono de Laura no sonaba muy simpático y la mirada era más bien de profesora que lo estaba retando que de mujer que buscaba seducirlo.
—Sí, se entiende —repitió él mirando la taza para poner los ojos en un lugar que no fuese sus pechos.
—El casamiento, sobre todo el burgués, era el momento de protagonismo de una mujer. En la nobleza los casamientos eran arreglados, pero la burguesía, en esos años de Jane Austen, permitía ciertas libertades que luego se cercenaría en la época victoriana. De eso se tratan los libros de Austen. Yo prefiero verlas como novelas de aventuras, pero de aventuras femeninas, en un siglo en el que una mujer entre los dieciséis y veinticinco años tenía que tomar una elección vital. Las novelas de Jane Austen hablan de elecciones vitales. Y más que sobre el amor, sus novelas son sobre el matrimonio. Por eso todo el tiempo aparecen parejas de distintos tipos y se las compara entre sí.
Laura se quedó mirándolo un rato. Él asintió pero no dijo nada. Ella tampoco. Se quedaron frente a frente sin decir nada. Julián se preguntó si realmente ella no era capaz de convocar una eternidad particular para ellos dos solos. Laura desvió los ojos hacia su taza, que ya estaba vacía. Un segundo después, se levantó y la llevó hasta la pileta para lavarla. Julián hizo lo mismo. Sin decir nada, se fueron los dos hasta la sala y empezaron a revisar la caja número tres.
Se sentaron en el piso, con la Gorda durmiendo justo al lado de Laura, que de vez en cuando le hacía caricias. Ella seguía en su perfección y él, en lugar de buscar lo que debía buscar, se distraía mirándole el pelo y la piel. Laura tenía un tono dorado en la piel y en el pelo, como si hubiese estado en la playa, como si hubiese estado de vacaciones mucho tiempo. Los labios lo volvían loco. Eran muy rosados y el labio superior se levantaba hacia arriba. Ella de vez en cuando jugaba con el dedo a aplastárselo, como si fuera consciente de que era muy respingado. Tenía pecas en la nariz y los ojos de ese color veteado entre verde y marrón.
La Gorda suspiró y Laura, sin soltar el papel que tenía en la mano, la acarició. La perra, entregada a las caricias, giró sobre sí misma y mostró la panza enorme. Julián no pudo culpar a la perra. Él hubiese hecho exactamente lo mismo.
—Estos son todos resúmenes de Derecho —dijo Laura.
—Acá también.
—¿Sabían que había estudiado tanto?
—No sé si Flehr tenía idea. Lo tengo que llamar.
Como le pareció que Laura no iba a seguir hablando, sacó otra carpeta con un montón de escritos a máquina que lo hicieron ilusionar por un segundo para después descubrir que eran resúmenes de otra materia de derecho. Los revisó por encima sin sentir demasiado entusiasmo. Pero se equivocó. De pronto, perdido entre las hojas, apareció un nuevo recorte firmado por Luis Sánchez.
—Ahora entiendo —dijo en voz alta.
—¿Cómo?
—Ahora entiendo —repitió pero agregando un “preciosa” en su mente.
—¿Qué pasa?
—Felicitame, por favor.
—¿Encontraste otro?
—Exactamente.
—Te felicito —le dijo ella con la sonrisa más hermosa. Y como si fuera poco, para alegría de Julián, se acercó hasta él y se sentó rozándole la pierna izquierda.
—¿De qué es?
—Un cadáver encontrado en el Riachuelo.
—El que yo encontré también estaba en resúmenes, ¿no?
—Claro… es obvio.
—No entiendo, ¿qué es obvio?
—Que estudiaba derecho… y se le ocurrían crímenes. Ah, no puedo creerlo. Pará. No, tenemos que esperar que llegue
Alejandro. ¿Te acordás la carpeta donde estaba el primero que encontraste?
—¿Vos decís que los artículos están entre estos resúmenes de materias? Yo estaba viendo una carpeta igual que esa.
Julián alzó el puño celebrando.
—Dame un abrazo.
Laura dudó un momento pero lo abrazó. Corrigió su pensamiento anterior: quería que el abrazo durara toda la eternidad.
—Me gusta mucho cuando hacemos un avance. Somos un buen equipo, Laura. Somos el Diego y el Cani en Italia ’90.
—Igualitos.
—Exacto. Yo tengo los rulos del Diego y vos el pelo rubio del Cani. ¿Qué más necesitamos?
—Nada más. Bueno. Entonces buscamos en los resúmenes de derecho.
—No. Buscamos en todos lados pero prestamos atención a los resúmenes…
—…y los guardamos exactamente dónde estaban.
—Eso mismo.
—¿Decís que Alejandro va a tardar mucho más?
Alejandro llegó diez minutos después del descubrimiento de Julián. La Gorda fue la primera en saltar y recibirlo apenas escuchó la llave abriendo la puerta. Laura y Julián se quedaron en el piso, esperándolo con dos artículos más en las manos y una explicación probable. Alejandro sonreía y fruncía el ceño al mismo tiempo mientras revisaba los papeles y tomaba el mate que le cebaba Julián.
A las seis y media, Laura anunció que se iba. Julián saltó enseguida y le ofreció llevarla hasta la casa.
—Hasta la parada, si querés.
—Pero hasta tu casa no hay problema.
—Prefiero hasta la parada.
—Bueno, como digas.
A Julián le pareció una tontería que ella no aceptara que la llevara hasta la casa, pero aceptó ir hasta donde ella decía. No es que fueran extraños o algo así, se conocían, ella tenía referencias suyas por cualquier parte, casi podía decir que eran amigos. Estaba molesto y manejaba en silencio. Era de noche y había muchos autos en la avenida Directorio. Quiso poner música pero recordó que a Laura no le gustaba el heavy metal y él no tenía otra música en el auto. Ella tenía los brazos cruzados sobre el pecho, así que tampoco parecía muy cómoda con el viaje.
—Y en la cátedra, ¿todo bien?
—¿Cómo?
Julián se fastidió un poco más. ¿Por qué siempre le hacía repetir las preguntas? ¿Era sorda? ¿Pensaba en otra cosa?
—¿Cómo están las cosas en la cátedra?
—Todo tranquilo… dentro de lo normal.
—¿Cómo es eso?
—Ana y Alejandro se llevan mal. Bah, no mal. A veces discuten y pueden ponerse como dos perros con un hueso: no lo sueltan más. Elsa los tranquilizaba bastante pero a mí no me sale. Los quiero demasiado a los dos y los escucho y creo que los dos tienen razón.
—¿Y de qué discuten?
Ella se rió y descruzó los brazos. Julián pudo ver claramente cómo el parabrisas se curvaba por las ondas sonoras de su risa.
—La última discusión fuerte que tuvimos fue sobre la posibilidad de convertir al amor en objeto de estudio. Si es posible comprobar un amor en la realidad, un amor secreto.
—¿Una prueba de amor?
—No, eso no. Ana tiene la hipótesis de que dos personajes importantes de la historia argentina fueron amantes. Pero no queda material que pruebe esa afirmación.
—¿Eso estudian en la cátedra?
—¿Por qué piensan que los historiadores no hablamos de estas cosas? Estudiamos de todo y nos gusta hablar. Y Ana hace historia de género, su tesis de licenciatura fue sobre sexualidad femenina durante el siglo XIX. Hermosísima tesis. Tendrías que leerla.
—Después le pido a Alejandro el mail de Ana. Me interesa mucho esa tesis.
—Es un tema hermoso. A mí me apasiona. Leer las cartas, documentos, descubrir los modos de representar a la sexualidad femenina. Descubrir dónde se esconde. Los tabúes. El deseo reprimido, silenciado. El deseo violentado por el silencio. Vos decís que Jane Austen escribía novelita romántica. Es evidente que nunca la leíste. A mí me apasiona porque tenía que escribir sobre el deseo sin mencionar el cuerpo.
—Algunos dirían que no se puede.
—No saben nada —dijo Laura mirándolo a la cara mientras él buscaba sus ojos—. Nada de nada. Hay un solo pasaje en el que los protagonistas de Austen se tocan y de ese roce se produce una sensación física y emocional. Está en Persuasión. Wentworth toca a Anne, la ayuda a subir a un coche. Ella se emociona por ese roce. Le trae recuerdos. Y si le trae recuerdos es porque se rozaron en el pasado. Ahí donde se esconde el amor que sienten. En Austen el amor siempre se está fugando hacia el secreto.
—¿Me recomendás Persuasión?
—No tiene sexo, no sé si te va a gustar.
—Puedo probar.
—En realidad te recomiendo Sensatez y sentimientos. Si la conseguís en inglés mejor. El capítulo dos leé y me llamás, a ver si te parece de novelita o eso que decís. Ese capítulo es glorioso.
—Te llamo esta noche y te cuento.
—¿Cómo?
—¿No me dijiste que te llamara?
—Sí, pero…
—Te llamo esta noche y te cuento.