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Demoliendo ilusiones a patadas

—Qué cara de dormida.

—¿Cómo estás, Elsa? No dormí bien. Qué lindo que está acá, afuera está imposible.

Laura saludó a la titular de su cátedra con un beso y después se sentó en la silla que estaba frente a ella. El mareo y la felicidad por la novela bajaron mucho al poner un pie en la facultad. El recuerdo de los informes para su beca de doctorado que no existían la devolvió a la realidad. Iba a tener que mentir delante de dos personas a las que adoraba, todo por no querer reconocer que había estado escribiendo una novela.

—Estoy bien, querida. Agotada por el calor también y por dormir mal.

—Acá estamos bien, el problema va a ser en el aula. ¿Ya viste cuál es?

—Está espantoso, pero ya viene la lluvia. Al menos eso dicen. No me fijé el aula, seguro que Ana llega y sabe. Vas a tener que ayudarme, Laura —dijo Elsa alzando las cejas.

—¿Qué pasó?

—Alejandro.

Laura abrió la boca primero y después apretó los labios para reprimir una carcajada:

—¿Viene hoy?

—Está en Buenos Aires desde hace una semana, eso lo sabías.

—Sí, nos mandamos mensajes, pero pensé que hoy no venía, que tenía algo en el CONICET.

—Una reunión y ahora viene para hablar con el Decano. Estamos organizando las jornadas de historia política.

—Sí, me comentó Alejandro. Me dijo que prepare un texto para esas jornadas. Pero no sé si me va a alcanzar el tiempo. ¿Ana sabe?

—Es lo que te quería preguntar.

—No le dije nada. Viste cómo es el tema…

Las dos se rieron entre divertidas y preocupadas. Laura se tapó un poco los ojos para tratar de serenarse. Mientras hablaba con Elsa se daba cuenta de lo mucho que la novela la había separado de la realidad. Trataba de enfocarse en Elsa, en la sala de profesores, en la facultad pero no podía. Se dio cuenta en ese momento que también había soñado con la novela: en su sueño, Laura, se había convertido en una más de esas hojas llenas de palabras azules.

—Bueno, veremos cuando llegue. Vos ayudame —le pidió Elsa—. Mirá si se encuentran en la escalera…

—Esperemos que no —pidió Laura mirando hacia la puerta para ver si veía a alguno de los dos.

—Hablemos mientras tanto de tu tesis. Vi lo que me mandaste, es muy poco.

—Estuve leyendo mucho —dijo Laura retorciéndose las manos—. Pero escribiendo poco. Es cierto.

—¿Fuiste al Archivo?

—En enero está cerrado y en febrero estuvieron en refacciones. Pero estuve en la Biblioteca del Congreso buscando libros y saqué fotocopias a todo lo que me dijiste. Eso sí. Terminé trabajos para un par de seminarios que hicimos con Ana. Bueno, los reviso, los corrijo y los entrego.

—¿Hiciste algo más?

—Estoy trabajando en la hipótesis.

—Pero si no leés, Laura, no hay hipótesis.

“Hay novela”, pensó Laura con muchas ganas de llorar. Se clavó las uñas en las palmas de la mano para concentrarse. La novela había sido una hermosa experiencia, pero tenía que dejarla atrás por un momento.

—Sé que mi tema es mujeres y poder político en la época de Rosas —dijo casi sin fuerzas—. Mi pregunta es si fue posible el ejercicio del poder femenino: si Encarnación, María Josefa y Manuela realmente ejercieron el poder.

—Bien —dijo Elsa muy seria—. Pero esas son por lo menos dos hipótesis. ¿Seguís con la idea de tomar a las tres mujeres?

—Creo que al final voy a elegir a Manuela. En todo caso de ella es la que se tiene la mayor cantidad de información y cartas. Pero dejar de lado a las otras dos sería dejar de lado un tema importante: Encarnación no es Manuela. Y el poder de Encarnación es fascinante.

—Y primero que todo eso tenés que definir poder: ¿de qué ejercicio de poder estás hablando? De construcciones sociales patriarcales…

—Sí, lo sé —murmuró Laura casi sin aire.

—Y volvemos al mismo punto: si no leés, no podés avanzar, sea para donde quieras avanzar. Así que primero te sugiero que leas y prepares los avances para la tesis. Que para eso se te dio una beca. Hay que presentar informes en el CONICET ahora en abril. Quiero tu informe para el veinte de marzo.

—¿En dos semanas? —preguntó Laura rascándose la nuca hasta lastimarse.

—En dos semanas, Laura. Dijiste que habías estado leyendo.

—Sí, estuve leyendo. Sí. Bueno, sí, no hay problema, te entrego los informes.

Las dos dejaron de hablar porque vieron que Ana llegaba. Primero, saludó a Laura casi sin mirarla mientras dejaba la cartera en la silla. Después saludó a Elsa. Laura respiró todo el aire que tenía contenido en los pulmones a fuerza de mentir y volver a mentir sobre su trabajo.

—Elsa, ¿puede ser que haya visto a Alejandro? —preguntó Ana extrañada.

—Sí —dijo Elsa—, viste a Alejandro.

Laura, sabiendo lo que venía, dejó libre la silla cerca de Ana, tomando la cartera con las dos manos. Hacía tantos años que se conocían que adivinaba lo que Ana iba a hacer.

Se habían hecho amigas desde que Laura había entrado a la cátedra, en el 2006, poco tiempo antes de terminar su carrera. En esos años Ana era una ayudante de prácticos y Alejandro el jefe de trabajos prácticos. Con el tiempo, Ana había logrado el cargo de Alejandro y él había pasado a ser adjunto lo que le permitía más libertad para hacer sus viajes a París e imponer su propio criterio dentro de la cátedra. El mismo sentido del humor, la misma forma de reír, ideas similares sobre la historia que les gustaba hacer y un par de comentarios sobre hombres las convirtieron en amigas muy cercanas. Tenían una diferencia de tres años de edad pero estaban haciendo juntas los seminarios de doctorado, ambas bajo la dirección de Elsa y Alejandro.

Después de sentarse al lado de Laura, Ana le sacó la cartera de las manos para abrazarla sobre su regazo.

—¿Y vuelve, vuelve? ¿Ya pasaron seis meses?

—Así es.

—Y bueno. Todo lo bueno dura poco. Y justo para el inicio de clases. Muy bueno todo.

Laura vio que Alejandro se asomaba por la puerta de la sala de profesores. Él alzó una mano para llamar la atención de Elsa pero la vio a ella y le sonrió. La saludó con la mano levantada y una sonrisa hermosa que Laura respondió con alegría.

—Traidora —le dijo Ana inclinándose sin mirar a Alejandro.

—Elsa —dijo Alejandro—, hablo cinco minutos con el Decano y vengo.

Alejandro desapareció. Laura se rió al ver que Ana se hacía un bollito sobre la cartera.

—Cinco minutos más de felicidad…

—¿Van a madurar algún día? —preguntó Elsa.

—Yo soy muy madura. Él es el insoportable.

—Parece que anduvo con una francesa pero no pasó nada —dijo Laura cubriéndose la boca con la mano y susurrando—.

¿Te contó eso, Elsa?

—Nada.

Laura tomó a Ana por el brazo y la sacudió muy fuerte como para despertarla de un mal sueño.

—Ay, Ana, al fin se te va a dar. ¡Está solito! ¿Sabés lo difícil que es encontrar un caballero solito?

—Sí, sé lo difícil que es. Y ni en broma lo digas.

—Alejandro es maravilloso, Ana —dijo Elsa.

—Es obsesivo y molesto.

Laura escondió la carcajada con una mano.

—Ay, Elsa, los meses tranquilos han quedado atrás…

—Vamos a ser sinceras, Laura —dijo Elsa con voz de profesora dando una clase muy importante—. La cosa se había puesto aburrida.

—Claro —asintió Laura—. Nada de peleas, ni caras largas, mensajes a la madrugada…

—A mí, una vez, me llamaron por teléfono a las cuatro —dijo Elsa con una mueca risueña.

—Fue una sola vez —saltó Ana— y porque al señor se le ocurrió agregar un texto de Sarmiento de cien páginas para completar el tema de la Guerra del Paraguay. Un texto que ninguno había leído, solo él.

—Y que era completamente pertinente —dijo Elsa.

—¿A dos semanas de terminar el cuatrimestre? No. No era pertinente. Por eso se discute el programa antes de presentarlo al departamento. Si él estaba en París cuando se discutió me importa muy poco. Nadie lo obligó a viajar.

—La madre estaba enferma…

—Lo que sea. El cambio no era pertinente. Para algo soy la jefa de trabajos prácticos.

—¿Cómo olvidar ese septiembre? —preguntó Laura acariciándose el mentón—. Todavía hacía un frío de morirse y los dos discutían por los pasillos de la facultad asustando a los alumnos.

Y hay que ser honestas: hay que hacer lío para asustar a alguien en Filosofía y Letras. Pero lo lograron. Ese día fue un hito. Y no creo que alguien los vaya a superar.

—¿Y la mesa de finales? ¿Cómo es que decís vos siempre, Laura?

—Pintoresca. Esa es la palabra. Fue una mesa de finales pintoresca. Pero, Elsa, yo quiero creer que maduraron. Ahí viene Alejandro. Poné cara de que maduraste, Ana. Dale, poné cara de manzanita.

Laura se paró para saludarlo. Alejandro era enorme y Laura usaba una palabra que adoraba para describirlo, era “bonachón”. Él la abrazó muy fuerte, alzándola un poco. Ella le devolvió el abrazo con cariño. Verse, para los dos, era siempre una buena noticia. Se querían mucho, se respetaban. Él le había propuesto desde el primer momento unirse a la cátedra y Laura había aceptado, feliz de saber que alguien como él la reconocía. Y, además, lo abrazó muy fuerte porque necesitaba mucho de la amistad y la protección que le daba Alejandro después del reto que le había pegado Elsa.

Ana no se paró. Alejandro se inclinó hacia ella ofreciéndole la mejilla y ella lo saludó apenas después de un “Hola, ¿cómo estás?” sin ninguna entonación de cariño o alegría. Alejandro respondió un “Bien, todo bien” que tampoco evidenciaba entusiasmo.

—Qué lindo ver a la cátedra reunida de nuevo —dijo Elsa después de que Alejandro se sentara al lado de Laura—. ¿Cómo fue?

—Vamos bien. Me dieron el visto bueno con las jornadas. Prometí traer a Roger Chartier y no hubo más que discutir.

—Ah, qué buena noticia. Bueno, después hablamos.

La presencia de Alejandro cambió todo. Alejandro hablaba y Laura, como siempre le pasaba cuando dejaba de verlo durante un tiempo, se distraía con el acento francés que no podía dominar. El reto de Elsa dejó a Laura silenciosa. Tenía que aceptar, por más incómodo que fuera, que había usado ese dinero de una forma que no debía. Y todo por una novela que quién sabe si se llegaba a publicar.

La sensación de culpa era tan incómoda como la silla en la que estaba sentada. Toda la alegría por terminar la novela se le había ido. La cátedra de Historia del Pensamiento Político en Argentina era su trabajo, su fuente de ingreso y su vida. Era la ayudante de trabajos prácticos, y junto con Ana, era la que más cerca estaba de los alumnos. Era la becaria de un proyecto de investigación del CONICET, era la protegida de Elsa Matzkin, la titular de la cátedra, y Alejandro Prat, el profesor adjunto. Y ella los traicionaba escribiendo una novela que no le interesaría a nadie. Quería que la alfombra azul y fea de la sala de profesores se abriera para después sumergirse en los cimientos de la facultad.

—¿Cómo van los avances de la tesis de Laura?

—Mejor no le preguntes —dijo Elsa.

—Tengo que trabajar, ya lo sé —dijo Laura para conformarlos con expresión muy miserable que reflejaba apenas lo que sentía.

Demoliendo ilusiones a patadas podía llamarse el capítulo de su propia novela. La retaban sí, pero la cuidaban y querían lo mejor de ella. La cuestión era que tenía una beca doctoral: recibía una cantidad de dinero para realizar exclusivamente su trabajo como investigadora. Para justificar ese dinero, debía presentar informes que debían ser aprobados por su directora de tesis, Elsa. Era un reto merecido y Laura tenía que aceptarlo sin discusión.

Descubrió a Ana mirándola. Apretó los ojos y le sonrió para indicarle que no pasaba nada.

—¿No es hora ya de ir a tomar finales? —preguntó, haciéndose la distraída, Ana.

—Sí, no queda otra… vamos —dijo Laura poniéndose de pie.

—Bueno, entonces la cátedra está lista y ya podemos ir a masacrar alumnos. Bueno, algún diez podemos poner —dijo Elsa sonriendo pero con una mirada triste—. Se te extrañó bastante, Prat.

—Eso es cierto —le dijo Laura poniendo una mano sobre el brazo de Alejandro. Él le acarició la mano con cariño.

—Estoy contento de haber vuelto.

—¿Aula? —preguntó Laura mirándolos porque no recordaba si ya sabían el aula o no.

—Aula 254 —dijo Ana poniéndose de pie—. Vayan ustedes, vamos a comprar algo para tomar con Laura. ¿Elsa? ¿Alejandro?

—Un café cortado —pidió Elsa.

Alejandro no pidió nada. Ana tomó del brazo a Laura y salieron las dos caminando juntas, muy rápido. Cuando ya bajaban por la escalera y estaban lejos de los otros dos, Ana le preguntó sorprendida:

—¿Qué te pasa?

—Elsa me pegó un reto.

—¿Por el avance?

—Y por la plata que cobro para hacerla.

—Y tiene razón.

—Ya sé. ¿Para qué me hiciste venir con vos?

—Porque quería hablar mal de Alejandro.

—Ya sabés que yo lo quiero.

—Traidora. Ves en él una figura paterna. Por eso traicionás a tu amiga que te aguanta todos los lloriqueos, te lleva a comer cosas ricas, te presta material…

—Es el hijo del escritor favorito de mi papá. Perdés contra eso.

—Lo dicho: traidora.

—Y para mí le gustás. Por eso te llama todo el tiempo. Incluso a las cuatro de la mañana.

—Me llama porque vive obsesionado con cambiar el programa y hacerme la vida difícil.

—Le voy a decir a tu mamá que Alejandro gusta de vos.

—¿Tenemos diez años que “gusta de mí”? Y si le decís eso te pego. Así de simple. Ahora le voy a decir a Elsa que hablemos de tu tesis todo el día.

—Maldita.

—Bueno, pero ponete a leer.

—Lo prometo. En serio.

—Yo te ayudo, si necesitás libros y eso. No hay problema, lo sabés. Mi biblioteca es tuya.

—Sí.

—Podemos discutir ideas. Tu tesis es hermosa. Si te quedaste trabada en algún lugar podemos hacerla avanzar. Vos no necesitás que te diga eso.

—Ya lo sé.

Llegaron al kiosco donde siempre compraban cosas para tomar y pidieron los cafés y las bebidas. Volvieron haciendo equilibrio con las manos y las tacitas calientes, tratando de evitar a un colega de otra cátedra con el que Ana había tenido una relación pasajera.

Cuando llegaron al aula, Alejandro y Elsa ya estaban sentados en el escritorio con la carpeta y los programas. En una hoja estaban escritos, todos con diferente letra y birome, los nombres de los alumnos presentes para rendir el examen.

—¿Quince? —preguntó Ana leyendo la hoja.

—Una pensaría que el calor los iba a acobardar, pero no — murmuró Laura mirando a Alejandro que miraba a Ana mientras revisaba la lista de inscriptos de la carpeta y corroboraba que estuviesen anotados.

—Gente —dijo Elsa después de mirar su teléfono un rato largo y muy seria—, después quiero charlar con ustedes, ¿se quedan a almorzar?

Los tres asintieron en silencio.

De los quince alumnos anotados, rindieron catorce. El calor hizo que la mesa de finales fuera tediosa y Laura empezó a adormecerse en la silla. Ni siquiera los dos cafés con leche que tomó la pudieron despertar. Los finales orales, como los parciales, eran tediosos porque siempre eran la repetición, con más o menos las mismas palabras, de algo que ellos, como docentes, ya conocían casi de memoria. Era el dato erróneo, la falta de respuestas, una fecha equivocada, lo que hacía prestar atención en la mayoría de los casos. En una mínima porción de exámenes el alumno era brillante y lograba hacer propios los conocimientos, darlos vuelta, jugar con ellos, crear algo nuevo de lo que había estudiado. Eran los favoritos de Laura, los que escuchaba con más placer y siempre fantaseando que ese alumno, que seguramente tendría muy buenas notas en las demás materias, llegaría a ser un gran historiador. Hubo tres de esos alumnos y no estaba tan dormida como para no disfrutar de esos exámenes.

Terminaron a las doce y media. Estaban exhaustos y adormecidos gracias al calor que hacía. Una vez que llenaron la carpeta con las notas —dos aplazados, tres diez y el resto aprobados— se pusieron en camino hacia Sócrates, el bar que estaba en la esquina de la facultad, sobre la avenida Goyena.

Laura sintió que el calor de la calle la mareaba. Lo único que se le pasaba por la cabeza era volver a su casa y descansar abrazada a Darcy y al aire acondicionado. El recuerdo de la novela no hizo más que amargarla.

Elsa y Alejandro se habían adelantado pero ella y Ana permanecían frente a un vendedor de bijouterie que tenía una manta en la vereda. Ana se había distraído con unos aros de piedritas de color naranja.

—¿Te parece?

—Te quedarían lindos.

—No lo decís entusiasmada.

—No son mi estilo.

—Por eso te llevás bien con mi madre. ¿Te pasa algo más?

—El calor me está matando.

—¿Nada más?

—Nada más.

—Bueno, me llevo los aros.

Llegaron a Sócrates y subieron al primer piso donde siempre se reunían como cátedra. Con cada escalón que subía Laura sentía que el día no terminaba más. Notó que se le ponía la piel de gallina. Hacía frío en el bar, tanto que le molestó, como si le doliera la piel.

Las dos se sentaron frente a Elsa y Alejandro.

—Pedimos pizza, ¿no les molesta, no?

—Para nada —dijo Ana que era famosa por su favoritismo hacia la pizza.

—Laura, acá Alejandro me estaba contando una noticia que te puede interesar —dijo Elsa después de que ellas se sentaran.

—A ver…

—Parte de mi viaje a Francia consistía en la preparación de un libro de Memorias con Daniel Flehr. Por supuesto, aparecía mi viejo y su archivo. Era un proyecto medio secreto porque no sabíamos bien en qué iba a terminar. Las andanzas de Flehr y mi viejo por París, los cafés que visitaban, las mujeres que conocían, los escritores que pasaban por nuestra casa. Y por suerte quedó muy bueno. El libro ya está terminado y lo vamos a presentar en la Feria del Libro. Así que, como ya sé que adorás a mi viejo, estás invitada, por supuesto. Las dos, claro.

Laura no respondió por unos segundos hasta que empezó a reírse de la emoción.

—¿Vos te juntaste con Flehr para escribir sus memorias sobre París?

—No. Las escribió él y yo lo ayudé con muchas cosas de mi viejo y por eso fue el viaje a París. Este último viaje, sobre todo. No creo que vuelva por un tiempo. Pero bueno, el libro ya está por salir en abril y lo presentamos en la Feria del Libro. Como sé que también sos fanática de Flehr…

—Muy, muy, muy fanática.

—Bueno, como sé eso, supongo que vendrás y por ahí podemos planear algo para cuando termine… una cena, algo así con él y el editor y dueño de la editorial.

—Ay… —dijo Laura tratando de calmar el corazón que latía como si hubiese corrido el colectivo—. Sí, bueno, voy a morirme del susto un poco, pero sí, lo que digas. Yo voy, no sé si hablaré o diré algo, pero voy —miró de repente a Ana que no decía nada—. ¿Me vas a acompañar, no?

Ana le respondió que sí con la cabeza.

—Bueno, sí, voy… ¿cuándo es?

—A fines de abril, falta todavía —aclaró Alejandro.

—Mejor… así me voy preparando y no me muero de miedo. Ni me desmayo, ni nada. Prometo no desmayarme. En serio.

—Ni hacer bailecitos —murmuró Ana.

—¿Bailecitos, no? —preguntó Laura con mucha sinceridad y casi horrorizada por la prohibición—. Los bailecitos son mi marca registrada. ¡Son esenciales, Ana! No puedo festejar de otro modo.

La pizza y la noticia le hicieron olvidar el cansancio y los retos. Estaba segura de que no iba pronunciar una sola palabra delante de Daniel Flehr pero al menos respiraría el mismo aire que él y eso la hacía sentir bien. La novela, su propia novela, le parecía muy lejana en ese momento. Estar en Sócrates, con Elsa, Alejandro y Ana era lo que le hacía sentir bien, era su mundo, la vida que conocía. Esa novela que había escrito, de algún modo, era robada al tiempo que ellos le dedicaban. Se sintió más culpable todavía pero con más fuerzas para volver a su trabajo para el doctorado. Se perdonaba haber escrito la novela, pero dejaría todo en suspenso hasta que se pusiera al día con todo lo que debía.

La comida, la charla animada, los chistes entre ellos lograron tranquilizarla un poco. Pero ni el día ni las preocupaciones habían terminado. Cuando trajeron los cafés y la porción de torta de chocolate para Ana y Laura, Elsa tomó fuerza para hablarles de algo que la entristecía visiblemente y que todos sospechaban.

—Saben bien que mi marido está enfermo. No es novedad. Hace un rato me mandaba mensaje mi hija y antes me llamó para decirme que estuvo hablando con el médico. Voy a tomarme licencia por este cuatrimestre. No puedo hacer otra cosa. No queda hacer otra cosa.

Los tres se quedaron callados. A Laura se le revolvió toda la comida que tenía en el estómago y tuvo que cubrirse parte de la cara con la mano para tratar de evitar las lágrimas. Dejó que Ana terminara la torta de chocolate.

—Estoy preocupada por los tres —dijo Elsa con la voz quebrada—. Soy mamá judía, y los veo a los tres medio distraídos. Laura que no se apura con su tesis y se atrasa con todo. Y voy a ser honesta, tengo miedo de que la cátedra no vaya a funcionar bien si Ana y Alejandro se pelean.

Ana y Alejandro echaron el cuerpo hacia atrás al mismo tiempo. Laura apenas podía con su alma así que los entendía bien. Tenían que hacerse cargo de los problemas que tenían si Elsa dejaba la cátedra ese cuatrimestre.

—Los dos conocen los trabajos del otro, están en los mismos proyectos de investigación. Me quiero quedar tranquila pensando que no van a hacer implotar la cátedra por una discusión. Si me llama el decano de nuevo para decirme que se pelearon en el pasillo…

Laura vio a los dos asentir con la cabeza. Alejandro fue el primero en hablar:

—No te preocupes, no va a pasar nada. Es casi una tradición que Brown y Prat se peleen en Historia del Pensamiento Político.

—Ya aparece en los papeles, ¿lo vieron? —dijo Elsa con tono preocupado—. Las inscripciones eran hoy y están esos papeles de las agrupaciones de estudiantes que recomiendan las materias.

Ninguno de los dos dijo nada pero se pusieron muy colorados. Laura tuvo que salir en defensa de sus amigos:

—No me digas que dice que los profesores Alejandro Prat y Ana Brown se pelean. Fue una sola vez y hacía semanas que la facultad estaba tomada. Estábamos todos estresados. Hasta yo me peleé a los gritos con uno del Centro de Estudiantes que nos había perdido todo el material de apuntes.

—Ya lo sé, Laura. Y yo misma viví ese estrés. La cuestión es que se hizo famosa esa pelea. Y vieron cómo son las reputaciones en la facultad. No quiero que pase eso. Son adultos, son profesionales, son excelentes historiadores. Lo que no quiero es que nos pase como a otras cátedras que se carcomen entre ellos, que no se pueden hablar, que se pelean hasta por un escritorio. No se los tengo que contar. Quiero creer que van a poder sostener esta cátedra. Confío en ustedes.

Tanto Ana como Alejandro asintieron y prometieron que iban a comportarse. Laura terminó el almuerzo con un bollo en el estómago hecho de pizza, chocolate y culpa que le duró hasta las cinco de la tarde. Se separaron de Elsa y Alejandro en la esquina de Goyena y Puán con el ánimo caído y volviendo a sufrir el calor del verano.

Ana tomó a Laura del brazo, siempre caminaban así cuando iban solas, y empezaron a caminar hacia Rivadavia por la calle Puán.

—Qué reto nos pegó Elsa…

—A los tres…

—Está bien, lo merecíamos.

—¿Se van a portar bien ahora?

—Sí, supongo… No siempre nos peleamos… son opiniones diferentes. Y eso de pelear a los gritos en el pasillo fue una vez y como vos decís, la facultad llevaba siete semanas de toma. Tendría que haberse perdido el cuatrimestre y nada. Qué sé yo…

¿vos decís que toda la facultad habla de nosotros?

—Y sí. Acá a estudiar no sé si vienen, pero a chusmear seguro. Yo era igual de estudiante.

—Sí, yo también. Che, ¡qué noticia, eh! La de Flehr.

—Todavía no lo creo. Vas a tener que acompañarme porque me va a dar miedo. En serio.

—Bueno, te acompaño… pero no leí nada de él, ni del padre de Alejandro.

—No importa yo te voy contando. Tampoco es que me vaya a hablar o algo así.

Llegaron a la esquina de Puán y Rivadavia agobiadas por el calor que venía del asfalto. Allí vivía Ana, en un departamento en el edificio Femenil, uno de los tantos bellos edificios de Buenos Aires que habían sido construidos en los años veinte.

—Bueno, ¿subís?

—No, me voy a casa. Casi me duermo en los finales. Espero que este calor horrible se vaya.

—Sí, yo también.

El día se alargaba como un chicle derretido por el sol.

El último problema tuvo que ver con los colectivos. Para alguien que vivía en La Matanza, como vivía Laura, tomar malas decisiones en materia de colectivos podía salir muy caro. Cuarenta minutos esperó el colectivo. El 96 ramal Atalaya-Castillo. Cartelito rojo y blanco que odiaba con el alma porque nunca aparecía. Era la misma línea de colectivo que el que había tomado por la mañana pero este no iba por la autopista. Cuando lo vio aparecer tuvo que ocuparse de esquivar dos taxis y llegar hasta el medio de la avenida Rivadavia para que el chofer parara. Era casi experta en parar colectivos, con movimientos casi agresivos de protagonista de película de acción. El colectivo, porque eran casi las seis de la tarde, venía repleto de gente. Gente transpirada, cansada, cubierta con sus propias decepciones y apenas sostenidas por las ilusiones. Era viernes al menos. Y ya casi era otoño: el atardecer hacia el oeste sería hermoso.

No había llorado delante de todos porque odiaba llorar frente a la gente que quería. Pero en el colectivo, tan lleno como anónimo y maloliente, no tuvo problemas en dejar que las lágrimas cayeran. Una lágrima pegajosa pasó del pómulo al brazo que la sostenía del pasamano. ¿Por qué se había ilusionado tanto con su novela si en realidad no tenía ningún futuro?

Llegó a su casa muerta de cansancio y con un cuarto de helado en la mano. El Mantecol quedaría para cuando refrescara, porque alguna vez tenía que ocurrir. Los tíos no habían vuelto. En la casa hacía un calor horrible así que prendió el aire acondicionado del comedor para refrescarla.

Subió después a su habitación para buscar a su gato. Darcy le dio la bienvenida con la panza gris y suavecita lista para recibir mimos. Ella lo llenó de besos. Estaba echado en el piso para aprovechar cada centímetro del frío de las baldosas.

—Hola, Darcy. Hola, mi vida…

Se tiró a su lado para acariciarlo. Darcy le ofreció la panza en todo su esplendor: suavecita, redonda, mimosa. Ella le acarició con ternura el pelito corto y gris. Estuvieron cinco minutos olvidando el cansancio a fuerza de mimos en la panza y ronroneos. Cuando se cansó de los mimos, Darcy se revolvió en el piso y se dio vuelta para irse a otro lugar. Laura no lo dejó escapar. Lo alzó, lo apretó contra el pecho, le besó la cabeza entre las orejas. Después le tomó la pata delantera y se la olió. El olor más hermoso salía de esa pata: olor a tierra y a pastito. Seguramente había estado jugando en el jardín de la casa.

Se puso la pata de Darcy en la frente, ahí donde sentía los latidos. Las almohaditas, así llamaba ella a las partes blanditas de las patas, era suavecitas, dulces, frescas. Era mejor que cualquier aspirina para calmarle el malestar.

Pero a Darcy no le gustaba mucho el lugar de analgésico, así que peleó por su libertad. Laura se rió a pesar del dolor de cabeza y de hombros. Se sacó las sandalias, todavía sentada en el piso. Le gustaba el silencio de la casa sola. Los ruidos de la calle llegaban todavía dormidos por el calor del atardecer. Se escuchaban los pajaritos afuera, calandrias que cuidaban a sus pichoncitos recién nacidos en el tilo del fondo de la casa.

Abrió las ventanas para que entrara aire. Entraba calor y viento seco, pero no le molestó. Pasaba un tren, y más allá, en el horizonte, sobre las casas vecinas, se veía en el cielo una línea negra que anunciaba una tormenta. Laura, distraída, acariciaba las hojas que formaban su novela. No había cansancio ni obligaciones que la alejaran de esos papeles.