6
Borrachera de pastelitos
A las seis de la tarde, llena de tierra y muy molesta con Julián, Laura se subió al subte. La gigantografía con las estrellas y el zapatito de Cenicienta todavía estaba en la escalera. Ella no podía resistir la tentación de probárselo cada vez que lo veía. No había ningún indicio de publicidad o explicación alguna de por qué estaba ese zapatito y esas estrellas allí. La gigantografía ya estaba siendo afectada por el tránsito de los pasajeros del subte: los bordes del vinilo ya estaban despegándose y las estrellas apenas se divisaban.
El viaje en colectivo hasta su casa fue penoso. A media hora de espera en ese frío que se volvía insoportable, incluso para ella, se le sumaron dos borrachos que venían cantando canciones tristes que ni los Beatles podían tapar. En un momento los borrachines empezaron a lamentarse alzando los brazos y agarrándose la cabeza. Laura tuvo que sacarse los auriculares para entender lo que decían: “No, negro, nos pasamos, nos pasamos, mirá, nos pasamos”, decía uno zamarreando al otro. “Qué hicimos, negro, qué hicimos”, le contestaba el otro. Se bajaron, como pudieron, en Ciudad Evita, agarrándose la cabeza con las dos manos y moviéndose de un lado hacia otro. Todos los pasajeros los miraban y se reían en una mezcla de diversión y compasión. Quién sabe dónde se despertarían al día siguiente.
Laura llegó a su casa muy cansada. Y lo peor no era el cansancio, sino ese fastidio hacia Julián Cavallaro que no se le iba. Pero el aroma que sintió desde la puerta de reja de su casa la hizo sonreír. La tía Claudia había hecho pastelitos o torta fritas para el tío Renato y probablemente para alguno de sus primos y la familia. Como no había ningún auto estacionado, supuso que sus primos ya se habían ido.
—¡Vení, Laura, comete un pastelito! —le gritó el tío cuando abrió la puerta.
Laura fue hasta la cocina y lo saludó con un beso en la frente. Él la abrazó sin dejarla ir.
—Tenés cara de contrariada.
—Estoy cansada, nada más.
—Tu gato anduvo como loco por la casa. Te extrañó.
—¿Te hago un tecito, Lau?
—Haceme tía, por favor. Me baño y vengo. ¿Dónde está Darcy?
—En tu pieza, ¿dónde va a estar?
Por la ventana que daba al oeste se podía ver el cielo de un color azul oscuro manchado de nubes anaranjadas que le dio piel de gallina. Laura bajó la persiana porque le daba más frío ese color del cielo. Había mucho viento y los vidrios de la ventana se movían, haciendo un ruido que de chica le daba miedo.
Darcy ya estaba acomodado sobre la cama contra la pared como esperándola para darse calorcito. Se sentó en la cama, al lado de Darcy, que se extendió para chocar el lomo contra ella. Le acarició la panza y él le mordió la mano. Con la panza no se podía jugar. Se bañó, bajó a comer con los tíos y volvió a subir a su habitación. Necesitaba descansar un rato y ponerse a trabajar otra vez.
Tenía que leer. La mayoría del trabajo consistía en leer y leer hasta que los ojos ardieran mucho. Laura tenía, en realidad, gran parte del material leído. Pero ese material —libros, fotocopias de cartas, testamentos y documentos sobre Rosas y su hija— había sido leído con ojos de una aspirante a escritora y no como una historiadora. Le había cambiado tanto la mirada en esos meses de escritura que ya no sabía cómo ser crítica de textos históricos o cómo usar una fuente para constatar una hipótesis y no para escribir diálogos de ficción.
Laura se sentía descorazonada. Había perdido dos años, que no había manera de recuperar, en una novela que seguía escrita a mano esperando que ella la pasara a la computadora. Volvió a la cama, para acariciarle la panza a Darcy. El gato resopló, y como protestando por la lentitud de entrenamiento de su dueña, la volvió a morder.
—¿Sabés quién te va a comprar atún caro, no? Nadie.
Darcy maulló y se lamió una pata. Después dio una vuelta y se volvió a acomodar contra la pared.
El celular sonó. Era un número que no conocía y no le gustaba atender ese tipo de llamadas. No respondió. Si querían hablar con ella, que dejaran el mensaje. Pero el que llamaba fue insistente y al minuto volvió a sonar el celular. Laura le alzó los hombros a Darcy y atendió.
—¿Hola?
—Hola. ¿Laura?
—¿Quién habla?
—Julián Cavallaro. ¿Cómo estás?
Laura miró a Darcy e hizo un montoncito de dedos con la mano libre.
—Bien…
—Yo también.
Laura alzó las cejas cuando Julián respondió al “¿Cómo estás?” que ella no había formulado. Por un segundo pensó en decirle que estaba ocupada y que no podía hablar pero no lo hizo. Una vez más recordó que Alejandro y Flehr le habían dicho que Julián era alguien interesante. Y lo era: un escritor publicado y un editor que por alguna razón tenía su teléfono y le estaba hablando.
—Decime —dijo alzando los hombros.
—Quería saber en qué andabas.
Laura tapó el celular y lanzó un “¿qué?” en voz baja que hizo que Darcy le tirara una patadita al aire para arañarle la mano.
—¿En qué ando?
—Sí. ¿En qué andas?
—Estoy tratando de hacer un trabajo para mi doctorado. Me retrasé mucho y tengo que trabajar.
—¿Y cómo vas?
—Bien.
—¿Y eso hiciste cuando llegaste a tu casa?
—Antes merendé.
—¿Y qué merendaste?
—Pastelitos de membrillo y té con leche.
—¿Te gusta el membrillo?
—Sí.
—Ah.
De nuevo el silencio. Como Laura seguía sin entender de qué se trataba ese llamado lo dejó hablar. Hablar era ponerle mucho entusiasmo porque Julián hablaba como si necesitara hacer un trámite para cada palabra. Acarició de nuevo a Darcy en la panza, y el gato volvió a morderla. Siguió enojándolo para que la mordiera más. Se cubrió la mano con el puño del pulóver y dejaba a Darcy morderla cuanto quisiera. A Cavallaro, como decía su tía, le habían comido la lengua los ratones.
—¿Dónde era que vivías vos?
—En Isidro Casanova.
Laura le sonrió a la pared después de responder. ¿Era tan distraído Julián que no se acordaba o simplemente no le importaba y lo olvidaba enseguida?
—¿Y no salís?
—¿Cómo?
—¿Estás sola? ¿Con… en pareja?
Laura dejó quieta la mano y los ojos y la boca se le abrieron de repente. ¿Era su propia imaginación o Cavallaro había soltado “la pregunta”? De su boca salió un nuevo “¿eh?” sin sonido. Darcy, enloquecido, se le subió por la espalda y empezó a tironearle del pelo.
—¿Soltera decís?
—Eso.
—Sí, estoy sola.
—Qué raro.
—¿Por?
—Sos muy linda.
Laura se tiró sobre la cama riendo sin hacer ruido. Darcy, enojado por el rebote del colchón, se le tiró encima del estómago. Laura se divirtió luchando contra él mientras terminaba de entender de una vez qué quería Cavallaro. El último comentario de Julián había sido un piropo. Siempre le pasaba que no sabía cómo responder a esos comentarios pero no podía dejar de agradecerlo:
—Bueno, gracias. Estoy bien así.
—Ah, ¿no querés estar en pareja?
—No. Digo, sí, quiero. Estuve con alguien, hasta hace dos años. Tres años de novia. Qué sé yo, por ahora me siento bien sola.
—¿Qué pasó?
Laura se sentó derecha en la cama. Las preguntas de Julián se estaban volviendo demasiado personales, sobre todo cuando todavía no entendía por qué la había llamado en primer lugar.
—Supongo que el amor se terminó. Como pasa siempre.
—¿Vos vivís con tus tíos?
—Sí.
—¿No querés irte a vivir sola?
Laura suspiró con fuerza, tratando de mostrarle que las preguntas le estaban molestando.
—Puede ser. Por el momento estoy concentrada en la tesis de doctorado y no me alcanzaría para vivir sola.
—Ah, está bien.
—¿Vos? ¿Qué hacés? —preguntó para que las preguntas molestas no pasaran solo por Cavallaro.
—Yo estoy divorciado.
Laura pestañeó varias veces. ¿Se estaba volviendo loca o ella le había preguntado otra cosa? Era como si Julián estuviese siguiendo un libreto con un diálogo y ella tuviese uno distinto. De vez en cuando las preguntas y las respuestas coincidían pero a veces eran tan disímiles que no podía hacer otra cosa que reírse.
—Me refería a trabajo —explicó moviendo la mano en el aire para explicarle lo que había querido decir.
—Tengo la editorial y una revista. Y soy escritor también.
—¿Estás escribiendo algo? —preguntó Laura reconociendo que le interesaba mucho que Julián fuera escritor. La razón por la que seguía ese diálogo a medias con Julián era porque tenía la secreta esperanza de que algún día, si él dejaba de hacer preguntas como un robot, los dos pudieran intercambiar algunas ideas sobre escritura.
—Hace un tiempo que no escribo nada —dijo él con una voz rara, como si alejara el teléfono de su cara.
—¿Tenés bloqueo de escritor?
Se tapó la boca con la mano. La pregunta había sido muy ansiosa, como cuando había hablado con Flehr.
—No sé si bloqueo…
—¿Existe eso? El bloqueo de escritor. Siempre me pregunté… Laura le preguntaba haciéndose la inocente, pero sabía que existía. Ella había tenido que aprender a batallar en secreto contra esa dificultad de poner en palabras lo que daba vueltas
por la cabeza.
—Sí, que existe. Pero no sé si en este caso es eso. Tengo trabajo, y me quedo sin ganas de escribir. Con mi socio tengo una revista también y sitio web, Facebook, Twitter y todo eso. No hay mucho tiempo para escribir.
—Te entiendo.
—Y encima en casa están trabajando albañiles.
—Ah, mi pésame —dijo Laura contenta de poder hablar de algo que entendía—. Soy sobrina de albañil y prima de dos albañiles. Sé cómo son. ¿Estás reformando algo?
—Reciclando una casa en Palermo. Con arquitecto, ingeniero y todo. Los obligué a hacerme la biblioteca primero. Y un baño. El resto de la casa son bolsas de cal, ladrillos, arena y fantasía pura.
—Claro —dijo Laura pensando que Julián debía tener algún ingreso importante si tenía una casa en Palermo que estaba reciclando y una editorial pequeña. Le dijo a Darcy: “¡cinco mil libras al año, señor Bennet!”, como si fuera la señora Bennet después de descubrir la fortuna del señor Bingley.
—Y ahí trabajo. Acá estoy ahora.
Laura suspiró. Quizá Cavallaro fuera muy lindo, quizá ganara cinco mil libras al año como el señor Bingley, quizá fuera el mejor tipo del mundo, pero tenía menos conversación que un cascote. La conversación se había estancado de nuevo. No creía que Julián la había llamado para hablar de su casa reciclada, y, si era sincera, tampoco entendía para qué la había llamado. La conversación no tenía propósito y el estómago le decía que había lugar para un pastelito más.
—Vos leés, ¿no? Tenías esas primeras ediciones de Daniel.
—Sí. Son de mi papá —dijo Laura poniéndose de pie y caminando hacia su biblioteca—. Eran. Ahora son mis libros. Mi papá era profesor de Letras en la universidad. Mi mamá profesora de inglés.
—¿Y no se te dio por las Letras?
—Me gustó más la Historia.
—Qué raro.
—¿No te gusta la Historia?
—Sí. Bueno, no mucho. Pero sí… me gusta.
Laura se dio vuelta muy fastidiada. Si Cavallaro intentaba quedar bien con ella no le estaba saliendo. Empezó a caminar hacia la puerta y Darcy corrió para no dejarla salir.
—Bueno… —murmuró con muchas ganas de que Julián entendiera que quería terminar la conversación.
—¿Y allá llueve?
—¿Cómo?
—Ahí, ¿está lloviendo?
—Sí, y se escuchan truenos a lo lejos. Bueno… me llaman, ¿sabés?
—Sí. ¿No salís, no?
—¿Ahora?
—Ahora, sí. No salís.
—No, no salgo, me quedo trabajando.
—Ah, bueno. Nos vemos entonces.
—Dale, nos vemos. Chau.
Le cortó sin darle tiempo a un saludo.
No bajó para buscar un pastelito más. Se sentó, en cambio, frente a su escritorio con dos libros, un lápiz para subrayar y muchas, muchas ganas de olvidar esa conversación. No quería pelearse con Alejandro pero tenía que retarlo por haberle dado su número a Julián. Ni siquiera entendía cómo había sido eso. ¿Julián le había dicho “Che, dame el teléfono de Laura” y Alejandro se lo había dado? ¿Con qué razón? Cada vez entendía menos.
Mujeres, poder y política durante el rosismo, eso era lo importante. Pero leía dos páginas y la cabeza no iba a la tesis. La cabeza iba directo a esa novela que la llenaba de orgullo y de la que no quería desprenderse. Se preguntó qué pasaría si le preguntaba a Cavallaro qué podía hacer con la novela. Pero mejor no. Porque si le decía que era sobre el romance entre Manuela Rosas y Máximo Terrero iba a poner cara de “leés novelita romántica” y ella iba a poner cara de “te voy a sacar los ojos”. Así que mejor no.
El celular volvió a sonar pero sonrió al ver quién llamaba.
—¿Qué hacés, jefa?
—Alejandro. Eso hago.
—Ay, no. ¿Qué pasó? No, no me cuentes. Me acabo de comer tres pastelitos y me los vas a arruinar…
—¿De tu tía?
—Sí, hizo pastelitos porque llueve.
—¡Qué rico! Guardame uno. ¿Dale?
—No sé, no sé…
—¡Guardame! Soy tu jefa. Guardame. ¡Dale!
—Bueno, te guardo. ¿Qué pasó con Alejandro?
—Quiere que lleve una nueva copia del cuadernillo de fuentes porque dice que el que hicimos se lee mal.
—Pero hoy lo vi y no me dijo nada. Deben haber hecho una copia de otra copia y se fue lavando el texto.
—Sí. Eso.
—Ay, no hables así que me hacés acordar a Cavallaro. Hago una nueva impresión y lo llevo yo, no te preocupes.
—¿A quién te hago acordar?
—A Cavallaro. El de la cena con Alejandro y Flehr.
—Ah, ¿a ese amargo, pero sumamente atractivo muchacho, te hago acordar? ¿Por qué, qué pasó?
—Me llamó por teléfono.
—¿Cuándo?
—Hace media hora más o menos. Me arruinó la borrachera de pastelitos. Qué bronca…
—Che, ¿y qué quería?
—Preguntarme cómo estaba.
—¿Eh?
—Eso le dije a Darcy yo. ¿Eh? No sé, Ana, yo cada vez entiendo menos a los caballeros. Nunca dijo qué quería.
—No son caballeros, eso tenés que entender.
—Bueno, cada vez entiendo menos a los tipos. Este no habla nada y me llama para ver cómo estoy.
—¿Hizo “la pregunta”?
Laura se quedó pensando un minuto.
—Sí.
—Epa. Quiere algo.
—No, no puede ser.
—Si hizo “la pregunta” quiere algo, Laura. Si un tipo te pregunta si estás en pareja es porque quiere algo. Y si te llamó, más todavía. ¿Habían quedado en hablarse?
—No habíamos quedado en nada. Él me había dicho que si leía a Austen, me llamaba. Pero yo ni siquiera le di mi teléfono.
—Seguro se lo dio Alejandro, claro.
—Sí, fue Alejandro. Pero digo yo: ¿cómo le va a dar a cualquiera mi celular?
—Son amigos… Se lo pidió, dijo que sí, ya está. Alejandro tampoco es tonto, debe haber entendido. Bueno, concentrémonos: te llamó.
—Sí.
—¿Y qué dijo?
—Nada. Qué sé yo. Cosas irrelevantes, ni le presté atención. Que se está reciclando una casa en Palermo. Que hace mucho que no escribe. Cosas sin sentido.
—Y lanzó la pregunta.
—Sí, pero nada más, no creo que quiera algo.
—Laura Robles, si un tipo te pregunta si estás sola quiere algo. ¡Quiere algo! Es la contraseña. Antes a las solteras le ponían el cartelito de “en venta” pero ahora no es así. Los tipos, los caballeros como decís vos, necesitan saber si estás sola para invitarte a salir.
—No soy anticuada.
—Sos un poco anticuada, asumilo.
—No.
—Bueno, te gusta el amor del siglo XIX. ¿Ahí vamos mejor?
—Sí. ¿Soy anticuada, no?
—Sí, sos anticuada. Si tenés suerte en estos tiempos un tipo te invita a salir dos veces, tres veces. Si te invita. A los últimos tres los tuve que invitar yo.
—¿Vos decís que este me quiere invitar a salir?
—Sí.
—¿A quiénes invitaste a salir?
—A unos. Nada interesante.
—¿A Castiglione?
—Sí. Un error, Robles, un error imperdonable.
—Ya lo sabemos. No más colegas de la facultad, por favor. Que después no podemos saludar a nadie.
—Ya sé, ni me hables. Che, ¿y qué vas a hacer?
—¿Con qué?
—Con este Cavallaro. ¿Era escritor, no?
—Sí.
—A vos te gustan esos.
—Pero no, no. ¿No viste lo que es?
—Sí, te va a invitar. Está bueno. Eso lo dijiste vos.
—Sí, lindo es. Pero nada más.
—¡Ah, pará! —gritó Ana de repente.
—¿Qué pasa?
—La semana que viene no voy al teórico. Tengo reunión en el Instituto de Género.
—Avisale a Alejandro.
—No, avisale vos. Dale. Yo te ayudo con lo de la tesis. ¿Sí? ¿Sí?
—Bueno, le aviso yo.
—Ay. Ay. ¿Y los pasteles?
—Era uno…
—Poné dos en el freezer, dale. Mandale un beso a tu tía. Dale. Dale. Dale.
—Bueno, le digo. Y guardo. ¿Hablaste con Elsa?
—Sí. El marido está mal. No viene bien la cosa. ¿Querés que vayamos a verla el lunes?
—Sí, vamos.
—Bueno, un beso. No te olvides de los pasteles.
—Dale, loca. Un beso.