Agradecimientos

En el principio fue la línea de comandos

La intuición de verdad puede no deleitar tanto como la Verdad que se persigue…

SIR ROBERT SOUTHWELL

a WILLIAM PETTY, 1687

En 1956, a la edad de tres años, me dirigía a casa con mi padre, el físico Freeman Dyson, tras salir de su despacho en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, Nueva Jersey, cuando me encontré una correa de ventilador rota en la calle. Le pregunté a mi padre qué era. «Es un pedazo del sol», me respondió.

Mi padre trabajaba en teoría de campos bajo el patrocinio de Hans Bethe, que durante la guerra había sido el jefe de la División Teórica en Los Alamos y que, al aceptar el Premio Nobel por el descubrimiento del ciclo CNO que alimenta a las estrellas, explicó que estas «tienen un ciclo vital muy parecido al de los animales. Nacen, crecen, pasan por un desarrollo interno definido y finalmente mueren, devolviendo el material del que están hechos para que puedan vivir nuevas estrellas».[1] Para un ingeniero, las correas de ventilador existen entre el cigüeñal y la bomba de agua. Para un físico, las correas de ventilador existen, brevemente, en los intervalos entre estrellas.

En el Instituto de Estudios Avanzados había más personas trabajando en mecánica cuántica que en sus propios coches. Con una notable excepción, Julian Bigelow, que llegó al Instituto en 1946 como ingeniero jefe de John von Neumann. Bigelow, que dominaba con soltura la física, las matemáticas y la electrónica, era también un mecánico capaz de explicarle hasta a un niño de tres años cómo funcionaba una correa de ventilador, por qué se rompía y si era de un Ford o de un Chevrolet.

Bigelow, que era un hijo de la Depresión, nunca tiraba nada. El Instituto de Estudios Avanzados, que ocupaba el emplazamiento de una antigua granja (Olden Farm), contaba con un granero grande y vacío, donde se almacenaban piezas y equipamiento sobrantes de la construcción del ordenador de Von Neumann entre balas de heno, gradas de dientes flexibles y otros restos de la actividad laboral de la granja. Yo formaba parte de una pequeña pandilla de niños de entre ocho y diez años que pasábamos nuestro tiempo libre explorando los bosques que rodean el Instituto, y de vez en cuando visitábamos el granero. Unos cuantos rayos de sol perforaban el tejado, atravesando el polvo que levantaban las palomas que revoloteaban por encima de nuestras cabezas huyendo de nosotros.

En varias ocasiones en que hacían falta piezas ya se había hurgado en el alijo de Julian de componentes electrónicos sobrantes de la guerra. Nosotros no teníamos ni idea de lo que eran la mayoría de las cosas que había allí, pero eso no nos impedía desmantelar cualquier cosa que se pudiera desmontar. Sabíamos que Julian Bigelow había construido un ordenador, almacenado en un edificio prohibido a los niños, del mismo modo que sabíamos que Robert Oppenheimer, que vivía en la casa solariega a la que pertenecía el granero, había construido una bomba atómica. En nuestras expediciones a los bosques ignorábamos a los pájaros y los mamíferos, y en cambio buscábamos ranas y tortugas, que podíamos capturar solo con las manos; para nosotros todavía seguía siendo la era de los reptiles. Los dinosaurios de la informática, en cambio, eran de sangre caliente; pero los relés y tubos de vacío que extraíamos de sus restos ya habían perdido su calor vital.

Permaneció en mí una curiosidad imperecedera en torno a las reliquias que habían sido abandonadas en el granero. «Los institutos, como las naciones, probablemente son más felices si no tienen historia», afirmó en 1936 Abraham Flexner, cofundador y primer director del Instituto de Estudios Avanzados. Gracias a esta política del doctor Flexner —mantenida por sus sucesores, incluido Oppenheimer— con respecto a la historia del Instituto en general, y a la historia del Proyecto de Computador Electrónico en particular, gran parte del material documental que hay detrás de este libro se mantuvo en secreto durante muchos años. «Estoy razonablemente seguro de que no hay nada aquí que pueda interesarle», escribió en 1968 Cari Kaysen, el sucesor de Oppenheimer, en respuesta a una consulta sobre los archivos relativos al proyecto de ordenador de Von Neumann formulada por un profesor de ingeniería eléctrica del MIT.[2]

Gracias al ex director Phillip Griffiths, y con el apoyo de los administradores Charles Simonyi y Marina Von Neumann Whitman, fui invitado a pasar el curso académico 2002-2003 como profesor visitante en el Instituto de Estudios Avanzados, obteniendo acceso a ficheros que en algunos casos no habían visto la luz del día desde 1946. Marcia Tucker, responsable de la Biblioteca de Estudios Históricos y Ciencias Sociales, y Lisa Coats, documentalista, empezaron a trabajar para preservar y organizar los archivos que se conservaban del Proyecto de Computador Electrónico, mientras que Kimberly Jacobsen transcribió miles de páginas de documentos de los que aquí solo aparece una muestra dispersa. Gracias a los esfuerzos del actual director, Peter Goddard, y a una donación de la Fundación Shelby White y León Levy, se ha podido crear un Centro de Documentación permanente en el IAS. Las documentalistas Christine Di Bella y Erica Mosner, y todo el personal del Instituto, en especial Linda Cooper, colaboraron en todos los aspectos, al tiempo que los actuales administradores, sobre todo Jeffrey Bezos, han prestado un estímulo y apoyo constantes.

Muchos de los testigos que aún viven —entre ellos Alice Bigelow, Andrew y Kathleen Booth, Raoul Bott, Martin y Virginia Davis, Akrevoe Kondopria Emmanouilides, Gerald y Thelma Estrin, Benoit Mandelbrot, Harris Mayer, Jack Rosenberg, Atle Selberg, Joseph y Margaret Smagorinsky, Francoise Ulam, Nicholas Vonneumann, Willis Ware y Marina Von Neumann Whitman— dedicaron parte de su tiempo a hablar conmigo. «Le faltan como máximo unos cinco años para no tener a ningún testigo fidedigno», me advertía Joseph Smagorinsky en 2004.

En 2003, la familia Bigelow me permitió examinar las cajas de papeles que Julian había guardado. En una de ellas, entre informes técnicos de la Oficina de Investigación Naval, hojas de especificaciones de tubos de vacío de la Segunda Guerra Mundial, cartas de la Oficina de Normalización e incluso un manual de mantenimiento del ENIAC con el sello de «RESTRINGIDO», Había una hoja de papel pautado que resultaba evidente que había sido arrugada y tirada a la papelera, y que luego había sido alisada de nuevo y guardada. Estaba doblada sobre uno de los lados, y en la parte superior había una línea de texto escrito a mano que rezaba:

Órdenes: Sea una palabra (40 bd) 2 órdenes, cada orden = C(D)

= Comando (1-10, 21-30) • Dirección (11-20, 31-40)

El uso de la abreviatura bd por «dígito binario» (en inglés binary digit) data esta hoja de papel en los comienzos del proyecto de Von Neumann, antes de que la abreviatura de binary digit pasara a ser bit. Era esta, pues, una página del Antiguo Testamento, antes de que Von Neumann trajera el Nuevo.

«En el principio —decía Neal Stephenson— fue la línea de comandos.» Gracias a Neal y a muchos otros que me dieron su apoyo, especialmente aquellas personas e instituciones que me permitieron acceder a sus sótanos, durante los últimos ocho años he pasado una desmesurada cantidad de tiempo sumergido en los diversos estratos de documentos depositados cuando el universo digital tomaba forma. Desde Alex Magoun, de la RCA, hasta Willis Ware, de RAND, pasando por muchos otros guardianes de la memoria institucional —incluidos los Anales de la Historia de la Informática y la colección de historia oral del Instituto Charles Babbage—, estoy en deuda con todos aquellos que han guardado archivos que de lo contrario podrían no haberse conservado. A una larga lista de historiadores y biógrafos —entre ellos William Aspray, Armand Borel, Alice Burks, Fio Conway, Jack Copeland, James Cortada, Martin Davis, Peter Galison, David Alan Grier, Rolf Herken, Andrew Hodges, Norman Macrae, Brian Randell y Jim Siegelman— les debo más de lo que aquí se reconoce. Todos los libros deben su existencia a otros libros anteriores, pero entre los antecedentes de este habría que destacar (en orden cronológico) History of the Institute for Advanced Study, 1930-1950 (1964), de Beatrice Stern; The Computer from Pascal to Von Neumann (1972), de Herman Goldstine; History of Computing in the Twentieth Century (1980), de Nicholas Metrópolis; Alan Turing: The Enigma (1983), de Andrew Hodges; The Universal Turing Machine: A Half-Century Survey (1988), de Rolf Herken, y John von Neumann and the Origins of Modern Computing (1990), de William Aspray.[*]

Julian Bigelow y sus colegas diseñaron y construyeron el nuevo ordenador en menos tiempo que el que yo necesité para escribir este libro. Agradezco a Martin Asher, John Brockman, Stefan McGrath y Katinka Matson su paciencia por haberlo permitido. La familia Bigelow, el Instituto de Estudios Avanzados, Francoise Ulam y, especialmente, Marina Von Neumann Whitman me proporcionaron acceso a los documentos que dieron vida a esta historia. Gabriella Bollobás tradujo un extenso corpus de correspondencia, interpretando no solo los matices de la lengua húngara, sino también el contexto emocional e intelectual de la Budapest de la época. Béla Bollobás, Marión Brodhagen, Freeman Dyson, Joseph Felsenstein, Holly Given, David Alan Grier, Danny Hillis, Verena Huber-Dyson, Jennifer Jacquet, Harris Mayer y Alvy Ray Smith me realizaron diversos comentarios sobre los primeros borradores. Akrevoe Kondopria Emmanouilides, que mecanografió y corrigió los informes sobre los progresos del Proyecto de Computador Electrónico del Instituto de Estudios Avanzados cuando era un adolescente, en 1946, detectó errores que de otro modo podrían haber sido pasados por alto.

Por último, vaya mi agradecimiento a quienes patrocinaron el trabajo que constituye el tema de este libro. «Mientras unos ancianos en congresos y parlamentos debatían la asignación de unos pocos miles de dólares, hubo generales y almirantes con visión de futuro que no dudaron en desviar sumas sustanciales para ayudar a unos excéntricos en Princeton, Cambridge y Los Álamos», observó Nicholas Metrópolis al repasar el desarrollo de los ordenadores tras la Segunda Guerra Mundial.[3]

Los primeros ordenadores se construyeron en muchos lugares, dejando fósiles que permanecen bien conservados. Pero ¿qué fue exactamente lo que, una vez dado todo lo demás, provocó la reacción en cadena entre la matriz de direcciones y los códigos de instrucciones, engendrando el universo digital en el que actualmente nos hallamos todos inmersos?

Lo único que hizo falta fue C(D).