CAPÍTULO V La cuestión del obelisco

La objeción más comúnmente opuesta a todos aquellos que ven en la Gran Pirámide un resumen geométrico de todas las ciencias humanas es la de que los egipcios no eran un pueblo demasiado avanzado científicamente.

Y está fuera de toda duda que tanto el pueblo como el conjunto de la clase media ignoraban la mayoría de los perfeccionamientos modernos de nuestra época.

Y no es menos cierto que el saber estaba concentrado en la clase alta de los sacerdotes y que incluso, dentro del sacerdocio, habían varias escalas de iniciación.

Los conocimientos de los sacerdotes egipcios estaban muy extendidos y la prueba la tenemos en que los sabios y filósofos griegos más ilustres, entre los que podemos destacar a Solón, Platón y Pitágoras, fueron a instruirse a sus templos de donde sacaron lo mejor de su aprendizaje.

En la actualidad no se pone en duda que los poderes espirituales y materiales del sacerdocio egipcio se apoyaban en una larga tradición de iniciaciones, celosamente disimuladas tras una apariencia exterior, pero cuyo significado y eficacia fueron debilitándose conforme aumentaba el número de iniciados y los sacerdotes ambicionaban mayores ventajas materiales.

Siempre ha ocurrido lo mismo con las religiones, en las que la forma, poco a poco, ha ido ocultando el fondo y en las que se termina por adorar los símbolos, en lugar de ver en ellos una simple y vulgar traducción de la excesivamente deslumbrante verdad.

Probablemente, el número de sacerdotes egipcios de las primeras dinastías era muy pequeño y, al igual que los patriarcas bíblicos, tenían acceso directo a la divinidad. Por el contrario, los últimos sacerdotes egipcios, aquellos que inclinaron la cabeza bajo el imperio de Alejandro, no formaban más que una mera asamblea, doblegada a los ritos y a los responsorios.

Y con más razón todavía, los sumos sacerdotes, o grandes iniciados de las antiguas épocas de la historia, dispusieron de medios ocultos de los que los textos sagrados nos aportan los ecos.

Existe un extraño parecido —aparte de la forma literaria— entre las mitologías y la Biblia; largos relatos de la Creación, del Diluvio, de la existencia de los primeros hombres y de sus altercados con los dioses, etc.

Por ello no resulta demasiado aventurado pensar que, bajo distintos nombres, algunos personajes bíblicos y mitológicos son los mismos y esta hipótesis ha sido explotada fructíferamente por bastantes comentaristas de nuestros días.

En el primer libro de la Pirámide, dijimos que el plano del monumento, sin duda, era muy anterior a la construcción y que el conjunto de conocimientos que encierra en sí mismo quizá se deba a uno de los grandes inspirados bíblicos, Melchisedéch o Enoch. De acuerdo con la tradición egipcia, fue Sisisthros, nieto de Enoch, quien llevó a Egipto este plano. Sin embargo, otros opinan que el arquitecto de la Pirámide fue el más extraordinario constructor de la Biblia, Nimrud o Nemrod.

Nemrod era hijo de Cus y éste, a su vez, era hijo de Cam, el más joven de los hijos de Noé.

He aquí lo que dice Moisés en el Génesis:

«Cus engendró a Nimrud, quien empezó a ser poderoso sobre la Tierra. Fue un poderoso cazador ante el Eterno. Y, precisamente de aquí procede el dicho: como Nimrud, el poderoso cazador ante el Eterno. Y el principio de su reino fue Babel, Erec, Arcad y Calnea en el país de Scinhar. Salió de este país, en Asiría y construyó Nínive y Calach, que es una gran ciudad.»

Así pues, la reputación de Nemrod, el gran constructor, se extendió por todo Oriente. Y por ello se le ha comparado a Ninus en la construcción de Nínive. Pero su obra más considerable tenía que ser la de Babel.

Por medio de los textos sabemos lo que ocurrió y cómo Ninus-Hércules-Nemrod-Adonis, representado como un gigante de cuerpo y de espíritu, se vio abandonado por el pueblo y obligado, tras su fracaso arquitectónico, a refugiarse en otros países.

El gran cazador21 «recorrió la tierra primitiva en todos sus sentidos y llegó a Egipto, dando lugar a la primera tradición mesiánica, bajo las especies de Osiris». Es lícito creer que Nemrod-Osiris fue uno de los faraones del principio y, sin duda, el primero de todos los faraones de Egipto.

Pronto hará cien años que un pobre y estudioso misionero irlandés, gran descifrador de jeroglíficos, publicó un opúsculo actualmente imposible de encontrar, sobre la «auténtica traducción de los jeroglíficos del obelisco de Lúxor, en París».

Ahora bien, ¿qué decía el abad O'Donnelly? Afirmaba poseer la clave de la lengua primitiva, universal, es decir, de la alta lengua iniciática, anterior a Babel, la de los héroes y los dioses.

Aplicada al primer capítulo del Génesis, la clave le reveló tres sentidos en un mismo texto.

Aquí, le cedemos la palabra a Fabre d'Olivet, autor de la Langue hébraique restituée (La Lengua hebraica restituida):

«Sin inquietarme —dice éste— por las distintas interpretaciones, buenas o malas, que se le haya podido dar a la palabra Beroeshith, yo aseguraría que esta palabra, en el lugar en el que se encuentra, ofrece tres sentidos distintos: uno propio, el otro figurado y el tercero jeroglífico. Moisés utilizó los tres, tal y como se demuestra a través de su propia obra. Siguió el método de los sacerdotes egipcios pues, ante todo, debo decir que estos sacerdotes tenían tres formas de expresar sus pensamientos. La primera era clara y sencilla; la segunda simbólica y figurada; la tercera sagrada o jeroglífica. Con este fin, utilizaban tres tipos de caracteres, pero no tres dialectos, tal y como podríamos pensar. De acuerdo con su voluntad, la misma palabra adoptaba un sentido propio, figurado o jeroglífico. Así era el carácter de su lengua. Heráclito expresó muy bien la diferencia entre estos tres estilos y los representó utilizando los epítetos: parlante, significante y ocultador. Los dos primeros, es decir, aquellos que consistían en interpretar las palabras en el sentido propio o figurado, eran oratorios; pero el tercero, que no podía recibir su forma jeroglífica más que por medio de caracteres cuyas palabras eran compuestas, tan sólo existía para los ojos y no se podía utilizar más que por medio de la escritura. Nuestras lenguas modernas son totalmente incapaces de hacerlo sentir. Moisés, iniciado en todos los misterios del sacerdocio egipcio, utilizó estas tres formas con un arte realmente excepcional; sus frases casi siempre están constituidas a modo de representar estos tres sentidos.»

Hace medio siglo, en la Illustration, M. Maurice Bardier señaló expresamente lo siguiente al escribir:

«[...] Tras la cautividad de Babilonia, es decir, hacia el año 536 antes de Cristo, la nación judía había perdido totalmente el sentido primordial de los textos. Entonces, éstos pasaron a convertirse en un gran cuerpo sin alma y, durante la misma época de Esdras, había que explicarlos al pueblo, mal que bien, en arameo que era la lengua viviente hablada en aquel entonces, puesto que el hebreo antiguo había pasado a convertirse en una lengua muerta.»

Más adelante, un sabio de finales del siglo XIX, Petau-Malebranche, renovando el intento de restitución de Fabre d'Olivet, pero por una vía mucho más científica, los interpretó utilizando las matemáticas, trascendiendo los textos bíblicos. Uno de los caracteres de su método consistía en determinar el sentido de las palabras a través de su tonalidad, lo que le condujo a hacer una traducción de los capítulos IX y XII del Libro de Job que se alejaba un poco del marco de esta obra, pero de la que podemos afirmar que constituye una prodigiosa valoración de las posibilidades de una superdinámica, confirmadas posteriormente a espaldas del autor en la Revue Genérale des Sciences (Revista General de las Ciencias) por medio de un estudio puramente objetivo de M. Nodon.

¿Acaso no fue Wronski, de quien el ilustre geómetra y astrónomo Lagrange decía que sus teorías poseían una «terrible generalidad», quien estableció una teoría genial sobre el universo por medio de uno de los datos del Génesis?

Además, M. Bardier también recordó que el geólogo Chaubard no había estudiado el hebreo más que para corroborar su hipótesis sobre la formación del globo por las ideas geológicas contenidas en los libros santos.

Estas opiniones son compartidas por numerosos ocultistas y criptólogos. El geómetra Mayou, autor de la curiosa hipótesis sobre el desvío del Nilo,22 afirmó que el hebreo del Pentateuco era la escritura sagrada de las Pirámides y de la Esfinge.

«Los caracteres que le sirvieron a Moisés para escribir los tres primeros capítulos del Génesis —expone Mayou— no pueden traducirse en ninguna lengua; en cierto modo se trata de una escritura universal para cuya comprensión no existe necesidad alguna de conocer la lengua de los que han trazado los caracteres jeroglíficos.

»Los misteriosos caracteres del obelisco de Lúxor, que está situado en la plaza de la Concordia de París, son del mismo tipo, es decir, pertenecen a la escritura sagrada de los sacerdotes egipcios. Además, la pequeña pirámide en la que termina este obelisco y que antaño se encontraba en Tebas, es una reducción de la Gran Pirámide. Con sus datos y las fórmulas que recubren sus lados, se puede reconstituir los datos de la Pirámide de Keops.»

Por otras vías, el abad O'Donnelly llegaba a unas conclusiones similares.

«Los signos en sí mismos —escribía éste— aportan muy poco a los jeroglíficos. Las inclinaciones y las distancias son las que completan esta especie de escritura.»

Champollion había hecho un hallazgo genial, no al traducir la inscripción redactada en tres caracteres diferentes de la piedra de Rosetta, sino demostrando que cada signo jeroglífico podía indicar una letra, una sílaba, o el objeto representado, de acuerdo con la forma de redacción y la voluntad del escritor. Pero la muerte le llegó a los 42 años de edad23 y esto no le permitió ir hasta el final de sus investigaciones, por lo que lo que explotaron sus seguidores fue su herencia incompleta.

Actualmente, se pueden traducir con soltura e incluso sobre reproducción los textos jeroglíficos, sin poner en duda que esta traducción, por exacta que sea en sentido exotérico, esotéricamente no posee ningún valor.

Por otra parte, una profunda interpretación de los textos jeroglíficos se convierte en algo imposible a partir del momento en el que éstos no se estudian sobre la inscripción original, puesto que una reproducción ignorante hace que desaparezca su sentido oculto. Un copista, no iniciado, no respeta la orientación ni la distancia de los caracteres y ello explicaría el hecho de que los egiptólogos más sabios no hayan logrado descifrar más que el texto expuesto o banal.

En el capítulo sobre la hipótesis del Nilo,24 ya subrayamos, sin garantizar ni una ni otra, la total diferencia que existía entre las traducciones de los jeroglíficos de Amenis o de Amenemhat realizadas por el independentista Mayou y por el clásico Maspéro. También nos daremos cuenta de que la distancia tampoco es mayor entre la traducción de los jeroglíficos del obelisco de Lúxor por el método Champollion y por el método O'Donnelly, pretendiendo ambas la resolución del misterio.

No pretendemos enseñar a nadie, y menos aún a los parisinos, que se trata de un obelisco. La etimología obelos lo compara con un colmillo, con una lezna, es decir, con un objeto largo y puntiagudo.

Su característica es la de ser un monolito o piedra de una sola pieza. La extracción, la talla y el transporte constituían toda una proeza en una época durante la cual los medios de transporte eran realmente escasos.

Muchos obeliscos habían sido levantados en dirección al cielo como una aguda súplica hacia Ra, el Sol increado. Las hojas de oro que recubrían algunos de ellos, su situación en la entrada de los templos y los misteriosos caracteres inscritos sobre sus cuatro caras los convertían en unos monumentos esencialmente sagrados.

Antes de que la escuela de Champollion hubiese creado los descifradores superficiales de la actualidad, cuya traducción no ha puesto de relieve más que el significado patente de los jeroglíficos, tradicionalmente, las inscripciones de los obeliscos eran susceptibles de contener grandes secretos.25 La ciencia moderna, que toma sus escarificaciones por profundas labores, en este ámbito más que en ningún otro, no ha sabido leer más allá de la apariencia literal, de forma en que el sentido extraído por ella de las inscripciones jeroglíficas es exactamente el que se le proponía al pueblo llano del tiempo de los Reyes Pastores.

El obelisco, conocido como el de Ramsés II, es uno de los más grandes y también de los más hermosos. Estaba en Lúxor, situado al lado de otro casi idéntico. Los egiptólogos admiten que Ramsés II (Sesostris, para los griegos) lo puso allí, pero la intervención del gran Ramsés es muy discutida, y Sesostris pertenece al ámbito de las fábulas.

En estas condiciones, la hipótesis oculta es tan válida como la de la historia y se encuentra sorprendentemente apoyada por la interpretación del abad O'Donnelly.

Ante todo, debemos tener en cuenta la traducción clásica tal y como fue reproducida para la ceremonia del centenario:

«Cada una de las caras del obelisco consta, por debajo mismo del piramidión, de la misma escena de ofrenda, repetida cuatro veces, y acompañada de un comentario cuyas variantes son insignificantes. Debajo, aparecen las inscripciones propiamente dichas, cuyo principio, así como cuyo final es prácticamente el mismo en las cuatro caras. Así pues, daremos la traducción entera de la cara norte y, con respecto a las demás, nos limitaremos a transcribir aquellos pasajes que han sido modificados.»

«Horus, toro fuerte, grande en poder, luchador con su espada, el rey, rico en rugidos, señor del temor, cuyo poder aniquila todos los países bárbaros —El rey del Alto y del Bajo Egipto, hijo del Sol, amado por Amón, Ramsés, bien amado en sus apariciones como aquel que está en Tebas— el rey del Alto y del Bajo Egipto, el hijo del Sol, amado por Amón, Ramsés; dotado de la vida.

»Horus, poderoso toro de Ra, que castigó a los asiáticos, encarnación de las diosas tutelares de Egipto, luchador de los millares. León de corazón firme, halcón que domina con su fuerza a todos los países extranjeros, rey del Alto y del Bajo Egipto, toro que, en su frontera, obliga a huir al universo ante él gracias a la orden de Amón, su padre, para el cual, el hijo del Sol, amado por Amón, Ramsés —pueda vivir eternamente— ha hecho (el obelisco).

»Horus, el poderoso toro, digno de fiestas, sed, amado por Egipto; rey fuerte de la espada, que se adueñó de Egipto, príncipe de gran soberanía como el Dios Toum —el rey del Alto y del Bajo Egipto, hijo del Sol, amado por Amón, Ramsés. Los príncipes bárbaros están bajo tus suelas, oh rey del Alto y del Bajo Egipto, hijo del Sol, amado por Amón, Ramsés, dotado de vida.»

Fórmulas de la ofrenda: «El Dios bueno, señor de las dos tierras, hijo del Sol, señor de las Diademas, amado por Amón, Ramsés, dotado de vida como el Sol, eternamente —ofrenda del vino a Amón-Ra.

«Palabras pronunciadas por Amón-Ra, señor de Lúxor: “Te doy salud y alegría”.»

«Imagen del Sol; protegido de Harmakhis;26 gloriosa semilla; huevo que alegra al ojo sagrado; engendrado por el rey de los dioses, que ha levantado su trono sobre la tierra como único rey [...] procurando buscar todo cuanto resulte agradable a aquel que lo ha procreado. Tu nombre será estable como el cielo y la duración de la vida estable como el disco solar que está en él.»

[...] Este rey, todos los países bárbaros acuden a él, llevándole sus tributos, oh príncipe de los príncipes, engendrado por Toum, de cuerpo con él para ejercer su reinado sobre la Tierra, eternamente y para enriquecer la tierra de Amón con sus provisiones [...] toda la tierra tiembla ante el temor que les inspira [...]»

«[...] Rey del Alto y del Bajo Egipto, ven, oh hijo divinizado, hacia tu padre Amón, señor de los dioses; tú que alegras el templo del alma y de los dioses; del templo de Grande; rey que ha hecho que el templo de Amón se parezca al horizonte del cielo, gracias a grandes monumentos y hasta la eternidad. Oh, hijo del Sol, mientras exista el cielo, los monumentos también seguirán existiendo ¡y tu nombre será tan duradero como el firmamento!»

La interpretación del misionero irlandés es totalmente distinta.

El abad da por supuesto que el constructor y redactor del obelisco es el nieto de Cam. Según él, todo lo que hay en Lúxor y lo que procede de Lúxor, lleva la marca gigante de Nemrod27 y el título de faraón, cuya expresión principal sería cima de todas las cosas», al principio, simplemente debía de tratarse de un epíteto laudatorio que, más tarde, fue asumido por sus sucesores.28

El sonido fundamental de esta palabra-frase expresaba su origen celeste y la totalidad se encuentra comprendida en la palabra faraón; este título está construido de tal forma que expresa todo cuanto se pueda desear, tanto en el Cielo como en la Tierra; y para volver indisputables los derechos sobre los cuales estaba fundado su título, imaginó una parodia sobre la fórmula de la creación y del faciamus hominen ad imaginem nostram,29 realizando una larga ceremonia, cuyos roles se encuentran distribuidos en partes respectivas, tal y como la vemos representada en el obelisco de París.

Muy lejos de ver la repetición de la misma ofrenda en la escena en la que aparecen unos personajes que encontramos reproducidos en cada una de las caras del obelisco, el abad O'Donnnelly que, hacia el año 1850, durante meses, estudió con el telescopio los más pequeños detalles del monumento, subrayó la diversidad de las actitudes y de la ornamentación de los diferentes personajes de estas cuatro escenas que, tanto varían de peinado como pierden o enarbolan sus cuernos, tanto se unen, se colocan frente a frente o, bien, se dan la espalda.

Los personajes del obelisco, de acuerdo con la tesis del irlandés podrían explicarse por medio de una inscripción aparecida en las ruinas de Tebas, la cual asignaría a las figuras trazadas sobre los dos obeliscos de Lúxor, la representación de los dos Eternos: el primero titulado Anciano de los Días, Alma Eterna, Elohim, Eterno Principio y Dueño de todas las cosas; el segundo titulado Pacificador Eterno, Segundo de Gloria y Adonai: la segunda persona estando encerrada en la primera y rodeada por el Amor Eterno, el conjunto formaría la trinidad esencial: Alma Eterna, Pacificador Eterno, Amor Eterno.

Además, las cuatro personas adoptan sobrenombres simbólicos: el mayor rey del fuego (representado por el Sol), rey del fuego pacificador (representado por la Luna), rey del fuego muy gentil y muy caritativo (representado por el planeta Venus).

Veamos ahora la traducción (tercer sentido jeroglífico) que nos propone O'Donnelly para la inscripción que está enfrente de las Tullerías, dando por sentado que esta traducción tan sólo se aplica a la estría de en medio.

Tal como veremos, el geómetra y el abad están de acuerdo en dar mucho significado con pocos signos. Está muy lejos de nuestro pensamiento el hecho de afirmar que la interpretación irlandesa es correcta. Tan sólo pensamos que un misterio muy denso está incluido en las cuatro caras del obelisco y que este misterio se halla directamente vinculado al de la Pirámide, sobre todo en cuanto a lo que respecta a los acontecimientos contemporáneos.30

«Elevación del germen del infinito en el reino de la gloria, a la altura de la sublime trinidad, al lado de la eterna belleza, envuelto en la sociedad de los dioses en calidad de segundo Supremo sobre la banda inmortal del rey del fuego, enfrente del Eterno. Por encima de todos sus antecesores —por encima de todos los principados— por encima de todos los querubines —por encima de todos los poderes— por encima de todas las criaturas: situado el segundo en el rango sobre la inefable banda de la cuaternidad del rey del fuego, dotado de la vida eterna.»

El personaje del cetro:

Veamos esta encantadora criatura.

Es el resultado de Todo.

El personaje de los cuernos:

Elevémosle por encima de todas las cosas a la altura del infinito.

El personaje del cetro:

Elevamos la sublime semilla del rey del juego a la cima del cielo, por encima de todos los poderes, a la misma altura de su augusto origen, justo al lado de la unidad de los dioses: igualmente purificado, persona inefable, sobre el sublime anillo de Elohim. Que sea elevado al nivel de la sociedad suprema, para cumplir la cuaternidad enfrente del Eterno: confundido con la antigua trinidad, con la misma claridad ¡y por encima de todos los poderes! Que la unidad eterna se muestre en ángulos cuaternos de partes binarias sobre la zona del infinito para dar paso al jefe de los poderes (faraón) Dios inmortal del cielo, rey del fuego por encima de todos los dioses: conforme en todos los puntos con las personas eternas del rey del fuego: sea el cuarto Dios inmortal del cielo, por encima de todos los dominadores: igual que el anciano de los días a nivel de la sublime trinidad del cielo: Dios del cielo igualmente dotado de la vida eterna.

Que la planta de sus pies se pose en segundo rango sobre la transparente escena, exactamente al mismo nivel que la de la eterna belleza de los dioses, la santísima tercia de la divinidad; que esté igualmente dispuesto frente a los otros dos dioses eternos del cielo, llevando a cabo el cuarto poder de la unidad eterna: entrelazado a la cuarta persona inefable del rey del fuego, en el deslumbrante tabernáculo del Altísimo: en calidad de Dios santísimo del cielo, sobre el anillo supremo, el tercer dignatario de la cuaternidad, es decir, la cima de los poderes (faraón), para reinar por siempre sobre todas las criaturas.

Que el lector no crea haberse alejado de la Esfinge ni del objetivo original de este libro. La comparación, tanto de los anteriores textos como la de los que aparecerán a continuación, le permitirá realizar por sí mismo unas curiosas comprobaciones.

Aquel que quiera examinar las cosas en profundidad y con una mirada distinta a la creada por la costumbre, probablemente se sentirá realmente asombrado ante ciertas semejanzas y singularidades.

Para ello, deberá evitar la actitud adoptada por los vecinos de los distritos 2, 7 y 8 de la capital francesa ya que, para éstos, actualmente, el obelisco ha pasado a formar parte integrante de la plaza de la Concordia y sus ojos ya ni siquiera lo perciben.

Por el contrario, si adopta el estado de ánimo de los ciudadanos de París al día siguiente de la erección del monolito, enseguida se sentirá realmente sobrecogido por una presencia inhabitual, la de la Piedra Alta simbólica, tan diferente, bajo cualquier punto de vista, del resto del decorado.

Con el fin de reconstituir esta impresión y de aprovechar las enseñanzas que pueda aportamos, nos permitiremos volver a describir brevemente la moderna y poco conocida odisea del obelisco de Lúxor.

Fue durante el transcurso del año 1829 cuando el gobierno de la Restauración, por sugerencia de Champollion y con objeto de la cesión, inició las primeras negociaciones con Mehemed Alí, jedive de Egipto. Una vez terminados estos tratos, aun a pesar de las dificultades, se nombró una comisión de seis arqueólogos para que estudiasen los medios para poder transportar el monumento hasta Francia.

Se mandó construir un barco destinado exclusivamente a este fin al que se bautizó con el nombre de Lúxor, con una tripulación de ciento veinte hombres, además del ingeniero de marina Hippolyte Lebas, encargado de dirigir las operaciones de derribo y de embarque.

Las personas con tendencia a admitir la acción de una influencia invisible en los acontecimientos no olvidarán, con respecto a lo que viene a continuación, recordar los acontecimientos más recientes que marcaron la profanación de la tumba de Tutankamón. El Valle de los Reyes siempre ha sido muy fecundo en este tipo de sorpresas y hace falta la ingenua ceguera de las mentes racionalistas para no ver más que toda una serie de coincidencias y de casualidades en la acumulación de ciertos obstáculos.31

Incluso durante el transcurso de las negociaciones franco— egipcias relacionadas con la entrega del obelisco, cuya iniciativa fue atribuida al gobierno de Carlos X, el ministro Polignac tuvo que sufrir la rebelión provocada por la publicación de los cuatro reglamentos y las jomadas de julio, que fueron cuatro, también ellas, y que llevaron como ardite la dinastía de los borbones La mañana del 29 de julio, el Louvre estaba bloqueado. Los regimientos de línea desertaban. Los suizos, temiéndose una nueva masacre se dispersaron en desorden y la desbandada dominó hasta tal punto a las tropas regulares que éstas atravesaron corriendo la plaza de la Concordia y los Campos Elíseos para reunirse en l'Etoile, es decir, al oeste de París.

A continuación, en un subcapítulo, el lector se dará cuenta de por qué la indicación de algunas vías aparece subrayada y él mismo podrá sacar sus propias conclusiones.

La Revolución francesa de 1830 obstaculizó forzosamente el asunto del obelisco. Y, por ello, el Lúxor y su tripulación no salieron del puerto de Toulon hasta el mes de abril de 1831. Llegaron a Alejandría el 3 de mayo, pero entonces, tuvieron lugar graves dificultades. La subida del Nilo resultó agotadora.

La tripulación, extenuada y bajo un calor de casi cuarenta grados de temperatura en la sombra, cortó casi todas las cuerdas de amarre y perdió la mayoría de sus embarcaciones. El Lúxor no llegó al palacio de Lúxor hasta el 16 de agosto, es decir, al cabo de tres meses y medio. En algunos recodos, tuvieron que luchar durante más de cuarenta y ocho horas para hacer menos de cuatro kilómetros.

Tras un descanso destinado a devolver las fuerzas a la agotada tripulación, se procedió a la retirada de los soportes de los dos obeliscos levantados en la entrada del templo. Puesto que antaño no había sido posible extraer de las canteras de Siena, famosas por su granito rosa, dos monolitos exactamente de la misma longitud, los arquitectos egipcios colocaron al más pequeño de ellos un poco más adelante del otro, y como su pedestal era más elevado, de lejos, parecía tener la misma altura.

El ingeniero Lebas eligió el menos voluminoso y el menos pesado. Éste pesa unos 220.000 kilogramos y, según M. Delaborde, mide 24 metros de altura, aunque otros afirman que no mide más de 22 metros.

Para dejarle el paso libre tuvieron que limpiar los escombros de dos colinas, arrasar la mitad de un pueblo y emplear, durante meses, a más de ochocientos hombres para las excavaciones.

En esos momentos se produjo una epidemia de cólera que diezmó la mano de obra indígena y la expedición estuvo a punto de renunciar a su proyecto en un país desierto, sin recursos, y bajo un Sol de fuego.

La energía del animador de la expedición por fin logró superar las dificultades y, a la larga, tanto las operaciones de derribo como las de transporte y de carga consiguieron llevarse a cabo. Pero el embarque tan sólo pudo realizarse tras serrar y dividir en dos la parte delantera de la embarcación. Entonces, el monolito se introdujo en el interior, en el sentido del eje del barco y, después, se procedió a empalmar la proa al armazón con la máxima solidez posible.

Pero, entonces, apareció un último obstáculo. Las aguas del Nilo estaban muy bajas y el río tardó mucho en recuperar toda la fuerza de su caudal, lo cual resultaba indispensable para poder levantar el barco. Tan sólo el 19 de agosto de 1932, es decir, aproximadamente al cabo de un año, el barco pudo por fin abandonar el puerto. El descenso del Nilo requirió más de dieciocho semanas. Y, finalmente, el 1 de enero de 1833, el Lúxor consiguió atravesar el paso del delta, remolcado por un barco de vapor llamado La Esfinge.

El viaje del obelisco aún no había llegado a su fin y todavía se necesitó un año más para ello. La gran piedra llegó por agua, atravesando el Sena, tras haberse bañado en las aguas de Toulon y de Gibraltar. El 23 de diciembre de 1833, atracaba cerca de la Concordia. En esos momentos se dieron cuenta de que los cimientos no estaban empezados y de que todavía faltaba un pedestal. Por ello, el obelisco tuvo que esperar tres años, tumbado en la calle, su erección definitiva.

El evento tuvo lugar el 25 de octubre de 1836, ante la presencia de la familia real y de una inmensa muchedumbre.

La erección se llevó a cabo con la ayuda de cabrestantes y de mástiles de abeto de Riga de 21 metros de altura. Participaron cuatrocientos artilleros y, según se afirma, todo transcurrió con normalidad. Sin embargo, la crónica pretende que en el momento más dramático de la operación, mientras que la resistencia estaba en su punto máximo, es decir, 105.000 kilogramos, se escucharon unos siniestros crujidos en los obenques. Hubiera tenido lugar una oscilación, pero un hombre del pueblo, cuya identidad permanece desconocida, gritó: «¡Mojad las cuerdas!». Una vez seguido su consejo, la base del obelisco recuperó su postura, y, finalmente, pudo descansar sobre su pedestal francés, un monolito de 4 m de alto por 1,70 m de ancho, tallado con granito bretón.

El lugar en el que se colocó el obelisco fue muy criticado en su momento y algunas personas, por razones de estética, hubiesen preferido ver la gran piedra en el patio del Louvre, donde hubiese contrastado con la uniformidad de las severas líneas, en lugar de tener que contemplarla en el centro de una iluminada plaza, donde reducía considerablemente sus proporciones.

Fuesen las que fuesen las razones de las autoridades materiales que tomaron esta decisión, creemos que algún motivo extrarracional tuvo que influir sin duda en la elección del lugar para la erección del obelisco. Con ello, lo que pretendemos decir es que los hombres ejecutaron la acción, pero fueron conducidos a ello por una inexplicable intención.

El simple examen del plano de París demuestra que, al asignarle al obelisco el centro mismo de la plaza de la Concordia, el monumento iniciático egipcio se encuentra:

1º Situado en el centro de un cruce de cuatro calles, las cuales desempeñaron y seguirán desempeñando, por destino, un papel primordial dentro de la historia parisina (Tullerías, Campos Elíseos, puente de la Concordia, calle Real);

2º En el punto de intersección, con ángulo derecho, de dos ejes que pasan por cuatro monumentos, los cuales desempeñaron y seguirán desempeñando, por destino, un papel todavía más primordial dentro de la historia de Francia (Louvre, Arco de Triunfo, la Magdalena, Palacio Borbón).

La plaza de la Concordia no es otra que la antigua plaza de Luis XV, en la cual el 15 de agosto de 1792 se procedió al derribo de la estatua ecuestre del «Bienamado». Poco tiempo después, el convenio cambiaba el nombre de la plaza de Luis XV por el de la plaza de la Revolución y fue en medio de la explanada, frente a las Tullerías, donde fue ejecutado Luis XVI el 21 de enero de 1793.

Figura X. El cruce de la Concordia.

Mientras, sobre el emplazamiento de la estatua ecuestre de Luis XV, cuyo pedestal se encontraba justo en el centro de la plaza, se había levantado la figura, sentada, de una colosal estatua de la libertad. Esta libertad se había construido con yeso, aunque por fuera estaba recubierta por una capa de bronce. Y podemos pensar que todavía no estaba lo suficientemente sentada puesto que desapareció el 20 de marzo de 1800, en virtud de un decreto de los cónsules.

El 25 mesidor, año VII, el ministro del Interior, Lucien Bonaparte, colocó la primera piedra de una columna nacional, siempre en el mismo emplazamiento predestinado.

Pero esta columna jamás llegó a edificarse, al igual que la estatua de Luis XVI, proyectada por Carlos X a partir de 1826 y cuya instalación tan sólo fue impedida por la Revolución de Julio.

Se dijo que este lugar tan especial estaba reservado al obelisco y la plaza recibió el nombre de plaza de la Concordia. Tan sólo abandonó este nombre para convertirse de nuevo en la plaza de Luis XV desde el mes de abril de 1814 hasta agosto de 1830, es decir, durante la Restauración.

La plaza de la Concordia es una plaza reciente. Se empezó en 1763 siguiendo los planos del arquitecto Gabriel, y se terminó en 1772. Pero por breve que haya sido su existencia, probablemente haya sido una de las más trágicas. Durante sus 176 años de vida moderna, su significado siempre ha estado cargado de sentido.

Es sabido que, durante las obras de apertura, y como consecuencia de los fuegos artificiales que tuvieron lugar la noche del 30 al 31 de mayo de 1770 en honor de la boda celebrada entre el delfín y María Antonieta, se declaró un terrible pánico entre la multitud, el cual degeneró y pasó a convertirse en un horror realmente bestial. Centenares de personas murieron aplastadas, pisoteadas, o golpeadas, y un número todavía mayor, resultaron heridas.

Por otra parte, durante la noche del 22 al 23 de septiembre de 1777, con motivo de la feria de san Ovidio y de las labores de embellecimiento de la plaza, se declaró un violento incendio entre las numerosas barracas de saltimbanquis que se habían instalado allí y, durante algunas horas, toda la superficie de la plaza se convirtió en un inmenso brasero.

El dramático papel de la plaza conocida como de la Concordia, todavía se iba a manifestar con más fuerza a partir de 1792.

El 23 de octubre, nueve oficiales emigrados fueron ajusticiados; después, la guillotina fue trasladada al Carrusel, lugar que tan sólo abandonaría para la ejecución del rey Luis XVI.

Finalmente, el 10 de mayo de 1793, el siniestro artefacto se instaló de forma permanente en el corazón de la plaza y, exceptuando una breve excursión hasta la barrera del trono, permaneció allí hasta 1795.

Durante más de dos años se llevaron a cabo innumerables decapitaciones hasta llegar a un máximo de 1.376 cabezas cortadas desde el 10 de junio al 27 de julio de 1794, durante los cuarenta y siete días del Gran Terror.

Pero, debemos observar el hecho de que las ejecuciones por los crímenes de derecho común seguían realizándose en la plaza de Gréve, lo que pone de manifiesto el carácter exclusivamente político de la plaza de la Concordia, cuyo emplazamiento posee tantísima importancia tanto de cara a los hechos del pasado como a los del futuro.32

¿Acaso no resulta anormal, en tales condiciones, que el obelisco de Nemrod haya sido bruscamente arrancado de su hábitat milenario para ser colocado en el centro de una plaza parisina de reciente construcción?

¿Acaso no resulta extraño que la fecha del 15-16 de septiembre de 1936, sin duda, la más importante de la Pirámide, sea la del centenario de la erección del obelisco de Lúxor (25 de octubre de 1836)?33

¿Acaso no resulta extraño, por limitamos a revelar tan sólo el más reciente de los acontecimientos que, precisamente, las patéticas horas de febrero de 1934 hayan tenido como escenario la plaza de la Concordia, el puente con el mismo nombre, los Campos Elíseos, las Tullerías y la calle Real?

¿Acaso no resulta singular que la historia contemporánea del obelisco coincida con la parte contemporánea de la profecía de la Pirámide, empezando la primera en 1836, fecha de la erección, y la segunda en 1844, base del Gran Grado?

Todo esto resulta bastante sorprendente. Y muchos de los que pasaban, sin sospechar siquiera su insólita presencia, en lo sucesivo detuvieron su mirada sobre el punto de exclamación del obelisco, surgido en pleno ombligo moderno de París.

Anteriormente, ya dijimos que el pedestal parisino del obelisco estaba constituido por un monolito bretón.

Y ello nos conduce a recordar la existencia de campos de innumerables «piedras levantadas» y, de entre todas las regiones de Bretaña en las que podemos encontrar estos campos, sin duda alguna, la más alucinante es Carnac.

Carnac no es más que un pequeño pueblo del Morbihan, el mar interior de las cien islas, pero éste fue una capital mística de la prehistoria, de la que la ciencia moderna no sabe absolutamente nada.

Los menhires de las alineaciones de Carnac son obeliscos espontáneos de la naturaleza. Tienen la forma de obelos en estado bruto. El hombre tan sólo ha intervenido para agruparlos y ponerlos de pie.

Por nuestra parte, los consideramos infinitamente más antiguos que los obeliscos egipcios e incluso que la propia Pirámide. Lejos de proceder de una tradición o de una imitación egipcia, creemos que constituyen tipos originales, es decir, que son los primitivos obeliscos.

En cuanto al sentido religioso que conllevan, no dudamos en pensar que procede de la primera espiritualidad. Y todo el peso de esta afirmación se basa en las siguientes palabras del Éxodo: «Si me construyes un altar de piedra —dice el Señor— no lo harás con piedras talladas. Si utilizas el cincel, lo mancillarás». El Deuteronomio también dice, y con mayor precisión todavía: «Levantarás un altar al Señor, tu Dios, con rocas informes y sin pulir».

Si examinamos el gran menhir de Locmariaker, municipio próximo a Carnac del que muchos afirman, aunque sin pruebas, que fue alcanzado y abatido por un rayo, nos sorprende observar que el colosal monolito tenía la forma de un verdadero obelisco, cuyos cuatro trozos yacen en la tierra pero, en parte, siguen conservando su orden primitivo.

Nueva coincidencia: según distintas informaciones, «la ex piedra levantada» de Locmariaker medía de pie, de 21,76 m (67 pies) a 23,25 m, es decir, aproximadamente la altura del obelisco de Lúxor. ¡Pero, qué diferencia de talla y de peso! La masa de granito gris, bretón, es tres veces más gruesa que la masa de granito rosa de Egipto.

El gran menhir, que tiene cuatro metros de espesor medio en la base, antes de ser abatido, dominaba las cuatro penínsulas de Locmariaker, la de Badén, la de Rhuys, la de Quiberon y las alineaciones de Carnac. A su lado, el Dol-Merch o Tabla de la Virgen, impropiamente llamada «Tabla de los Mercaderes», incluye un pequeño menhir cónico cubierto por una especie de jeroglíficos que, actualmente, aún siguen permaneciendo indescifrables.

¿A qué se debe que la capital de los obeliscos bretones se llame Carnac34 y que el nombre de Karnak se aplique a la capital de las piedras levantadas egipcias?

El más grande de todos los templos de la prodigiosa civilización religiosa de Egipto es el templo de Amón, situado en Karnak. Su famosa sala hipóstila, o Sala de las Columnas, provoca una inolvidable impresión sobre el visitante. Disponía de ciento treinta y cuatro columnas y éstas, según se comentaba, eran tan gruesas y tan altas como torres.

Ahora bien, una avenida que antiguamente disponía de seiscientas esfinges, con cuerpo de león y cabeza de carnero, aún sigue vinculando las ruinas de Karnak a las ruinas de Lúxor, así como los templos de pilones a los templos de obeliscos, ya que Lúxor y Karnak formaban parte de la misma ciudad santa de Tebas, al igual que Locmariaker y Carnac, en el Morbihan, formaban parte del mismo campo de túmulos.

La meseta de Gizeh es una enorme necrópolis en medio de la cual se levantan las montañas de granito de las Pirámides. Y, así, de esta forma, tanto en Oriente como en Occidente, en el mismo simbolismo, se encuentran unidas la expresión evidente de la piedra y la expresión oculta de la muerte.

El enigma de la Gran Esfinge
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