CAPÍTULO I La meseta de Gizeh
A través de las innumerables cartas que hemos recibido, muchas de las personas que nos han escrito se han informado sobre el estado actual de la Gran Pirámide y nos han pedido que les proporcionemos nuevas precisiones sobre el emplazamiento y las condiciones de visita del mayor de los monumentos humanos.
Con el fin de facilitarle la comprensión al lector y familiarizarlo con estos lugares simbólicos, junto con un conciso mapa de la meseta,7 a continuación le ofrecemos también algunas informaciones concernientes al acceso a los edificios de Gizeh.
Hay que salir de El Cairo para llegar al pueblecito egipcio cuyos alrededores están poblados de ruinas faraónicas y donde se asienta, ante las generaciones, el eterno enigma de la Esfinge.
Nada más salir de la capital de las bellas mezquitas, se pueden atravesar los dos brazos del Nilo. Antaño, esto se realizaba a lomos de un asno, y es en el traqueteo bíblico de las primeras tribus errantes que los viajeros, a través de un silencio y de un salvajismo casi desérticos, tomaban el camino de los misterios sepultados.
Pero en la actualidad todo está modernizado: podemos encontramos con una carretera transitable, un gran número de coches y unos autocares (con todo tipo de lujos) que convierten esta excursión en algo realmente fácil y banal.
El viaje dura muy poco, apenas un cuarto de hora, a través de las hermosas villas y de los jardines que se prolongan en campos cultivados. La ruta principal se termina al lado de un declive por el que suben dos caminos muy empinados: uno que conduce al opulento y novísimo hotel de Mena-House y el otro, el de la izquierda, que termina en la Pirámide de Keops.
La impresión de estupefacción y de respeto, casi religioso, sigue siendo la misma cuando llegamos frente al más prodigioso monumento de todas las épocas desde el cual, no cuarenta, sino como mínimo cuarenta y cinco siglos «nos contemplan» y cuya inmensa colina de piedras desprende una impresión de inmortalidad.
La Pirámide, en su estado actual, ofrece un aspecto caótico. En efecto, el revestimiento exterior de caliza, que la convertía en un monumento perfectamente regular, liso y blanco, ha desaparecido. Ahora, las hileras de arenisca resultan visibles, unas debajo de otras, similares a unas escaleras gigantes con escalones de un metro de grosor. La tonalidad de las piedras, su tamaño y esta especie de desorden ordenado y de gigantesca mutilación provocan, desde un principio, una enorme sorpresa.
Toda una vida bulle a los pies de las Pirámides: árabes medio desnudos y gesticulando, guías ruidosos y tenaces, mendigos sin ningún tipo de vergüenza, vendedores ambulantes que venden de todo y de nada y que os asedian y aturden sin cesar.
Por unas pocas monedas, los indígenas suben y bajan en un tiempo récord (ocho minutos, por ejemplo) las aristas de la Pirámide. Cualquiera puede realizar esta proeza y lo cierto es que un gran número de mujeres también lo hacen. No es que la altura sea excesiva en sí misma, pero las piedras, al ser todas tan altas, exigen un verdadero esfuerzo de escalada y, por mucho que se escojan los lugares en ruinas y las brechas abiertas por el tiempo en las hileras, a veces resultan necesarios tres árabes (dos que estiran hacia delante con las manos y un tercero que empuja por detrás) para ayudar a subir hasta la cima a los menos ágiles.
Figura I. Breve plano de la meseta de Gizeh.
¡Por fin el visitante ha llegado hasta la cima!
El panorama resulta realmente satisfactorio. A lo lejos se puede contemplar el desierto libanés en el que abundan las dunas y los monumentos antiguos. Las ruinas se amontonan en la base de Keops: se trata de un viejo templo de Menfis nivelado por el tiempo. En la dirección este-sureste, la Esfinge está arrodillada en el polvo e interroga al destino con su rostro mutilado. Y, finalmente, la Pirámide menor, la de Kefrén, en cuya cima lleva un resto de gorguera, oculta en parte las últimas pequeñas, aquellas que señalan hacia el sur. También por desgracia, nos encontramos con el cuadrilátero del palacio, una especie de impiedad arquitectónica que, afortunadamente, la Pirámide aplasta con sus cuatrocientos pies.
La Gran Esfinge con la Pirámide de Gizeh (Keops) al fondo.
La Esfinge vista de perfil, desarenada, y la estela.
Se sabe que la cima de la Pirámide no está constituida por una punta, sino por una plataforma de seis metros sobre seis; ésta representaba un altar de ofrendas. Además, esta construcción no se terminó intencionadamente y vimos en Le Secret de la Grande Pyramide el valor de símbolo vinculado a esta laguna, así como su enorme significado.
Por ahora, y si no padecéis de vértigo, deberéis conformaros con recorrer la pequeña explanada perdida entre el cielo inmutablemente azul y la arena uniformemente amarilla. El infinito desierto se extiende hacia el oeste, mientras que en el levante, el Nilo muestra sus anillos y sus oasis. A lo lejos, El Cairo, ciudad blanca, distribuye sus casas, las más viejas de las cuales son hijas de las Pirámides, puesto que la piedra inmaculada que se utilizó para construirlas fue hurtada en gran parte del revestimiento de Kefrén y de Keops.
El Nilo sigue sirviéndonos como hilo conductor en el sur y en el norte, ya sea porque asciende hacia las elevadas mesetas de Nubia, ya sea porque se extiende perezosamente hacia el Mediterráneo, donde se ramifica en cien bocas cenagosas que vierten sus aguas en el mar.
En alguna parte de la Danse sur le Volcan (Continentes sepultados y continentes futuros), hemos estudiado los fenómenos del olvido y mostrado cómo, tras siglos de vanas búsquedas, los arqueólogos tan sólo encontraron los cimientos del templo de Éfeso cuando lo buscaron en el cruce de las pistas beduinas, que siguen siendo las mismas desde hace 2.300 años.
Continuando con los capítulos del libro Le Secret de la Grande Pyramide dedicados al modo de construcción del edificio, no sin falta de interés ni de gusto, nos decidimos a indicar por qué medio de procedimiento análogo se pudo llegar a encontrar la antigua ruta de carros, de ochenta kilómetros de largo, que unía una parte de las primitivas canteras a la meseta misma de Gizeh. Podemos atribuir este descubrimiento a la misión británica del Survey Department, dirigida por Sir G. W Murray y a su expedición automovilística. Durante el transcurso de sus investigaciones, lo primero que encontraron los sabios ingleses fueron los túmulos o jalones dispuestos sobre las alturas. Estos amontonamientos parecían destinados a guiar la vista de los transportistas por medio de la superposición de los bloques de diorita escalonados de colina en colina. Pero los arqueólogos no tuvieron la certeza hasta después de esta constatación inesperada: «En los lugares —dice el informe Murray— donde la ruta era lo bastante ancha, se podían ver por centenares las huellas de cascos de animales, probablemente de asnos; allí donde era más estrecha, estas huellas convergían paralelamente».
De esta forma, desde hace varios millares de años, el gran desierto de Libia ha seguido conservando las huellas de los innumerables y pequeños asnos que transportaron o arrastraron los bloques destinados a las canteras gigantes.