Huele a humedad dentro de la avioneta cuando nos despedimos de ellos. Nos ha caído encima una lluvia de campeonato hasta llegar arriba y la calefacción no termina de ir. Quien más, quien menos, tirita aunque no lo aparente. Lo exterioriza sin rubor el pintoresco Luis Cruz, cabeza del grupo de Spandau con su Loden enorme, las botazas, el vanidoso sombrero, las gafas negras. Igual que yo: Mis guantes de lana no sirven para aminorar estas temperaturas. Los sabañones me impedirán conducir hasta casa desde el aeropuerto de Barajas, si es que llegamos contra la tormenta desde las pistas de Vitoria. El aparato que aguarda a los viajeros de Spandau tampoco ofrece demasiadas comodidades, pero ha sido una suerte que lo pudiera conseguir Vargas Llosa tras su misteriosa desaparición de ayer tarde.

Rozo una mano contra el foco de luz situado encima de la cabeza del pasajero embutido, reconcentrado en el asiento más próximo al ataúd y con el pulgar en la boca saboreando sus recuerdos, con el fin de procurarme un poco de calor, aun artificial, y de paso peinar con la mirada el espacio —mi deformación profesional—, la rejilla del aire acondicionado, las intersecciones del maletero. No detecto posibles escuchas. Le digo adiós y él cariñosamente me oprime la derecha hasta hacernos daño con los anillos. Avanzo por el raquítico corredor que limita con el ataúd encajado en su cola bajo el silencio expresivo de Luis Cruz. El humo de la boquilla de Argenta lame mi cuello cuando el piloto está a punto de encender los motores del aparato en plena noche. Aspiro el vaho sospechoso de esta heredera de la Dama de Elche que asciende en espiral hacia el centro del bimotor: Unos se enfrentan al miedo con las drogas, otros con el poder. Argenta prefiere la nicotina y los aromas. Bárbara pretende resolverlo con genciana.

Iríbar, mascando otra tira del regaliz inseparable, la aborda de inmediato a comprobar qué fuma:

—No es un porro —reivindica Argenta en su defensa.

—Es por seguridad. No es bueno fumar en estas condiciones.

—Quien fuma, querido, sus males espanta.

Argenta intenta controlar sus nervios. A la vista lleva la cajetilla de Honeyrose libre de nicotina con la que intenta deshabituarse al Ducados del que depende irremediablemente. En cambio Iríbar, con corbata, aprovecha para abalanzarse sobre la rubeniana sin pedir permiso, incluso bruscamente, hasta leer con detenimiento la etiqueta de la atractiva cajetilla en la que comprueba que, en efecto, los pitillos están elaborados con hojas de tusílago, malvavisco, rosa, trébol y zumo de manzana. Yo continúo vestida con el traje de cuero rojinegro que termina en estas botas ajustadas seguidas insistentemente por el mudo Luis Cruz, desde sus gafas negras, en la esquina. Ninguno de nosotros ha podido cambiarse desde ayer, cuando el pequeño detector que brilla en el reloj de Luis Cruz rodó por la bodega. El mío marca las dos de la madrugada del viernes: Treinta horas que parecen un siglo.

Ricardo Iríbar mantiene distancias con juez y editora, cada una en su escala. «Las mujeres profesionales ruborizamos al más pintado», decía Flor, soplona peloteñido en un exceso generalizador. Los hombres nos comparan, hablan en general de «ellas». Y en el caso de las dos encumbradas, la magistrada Mendoza y la editora Argenta, ambas muestran un crédito aproximado al que disfrutarían sus oponentes sexuales en semejante circunstancia. En cambio las psicólogas atemorizan más si preguntan: «¿Tu madre te acariciaba de pequeño o no?, ¿era muy posesiva?, ¿tu primera esposa se parecía a ella?», como aquella rascadora de sentimientos y recuerdos que realizó el primer diagnóstico existencial de Aziz Arrand, para quien —señala una de las publicaciones con las que contamos en el informe— estas presencias femeninas que se mueven alrededor suyo despiertan mucho interés biológico o literario e incluso entre los críticos.

Afuera advierto las precarias señales luminosas del pequeño campo de aterrizaje militar en desuso. Iríbar prefirió eludir el aeropuerto de la capital en beneficio de esta precaria pista. En el camino de la entrada, sellado durante largos años, aguardan todavía tres vehículos que acharola la oscuridad. Han acudido con sus bichos conmocionados a despedir al grupo de Spandau: El Mercedes del tribunal, el Golf del policía judicial Bonifacio Segura y el todoterreno de Nacho Otero en el que me trasladaré al aeropuerto de Vitoria y, desde ahí, a Madrid.

A menos de un kilómetro el bosquecillo de árboles helados se anilla alrededor de este extraño palacio de finales del siglo XV en cuyo centro la pompa de Pomar se ha removido. Puede que sea sólo la sensación. Todavía percibo un frío hiriente y sesgado que me hace de nuevo temblar al contemplarlo en la distancia. (¿Cómo ha podido ocurrir todo esto en un jueves?).

Los últimos vencejos de ruidoso aleteo surcan el cielo hacia el oeste y yo observo con atención la maniobra. También ellos lo hacen.

—Ésos ¿adónde irán? —recita Argenta, evocadora mirando al cielo, desde lo alto de la escalerilla—. Por cierto, ¿cuántas veces tardas tú en mirar? —señala, hacia dentro, a Luis Cruz entre el ruido infernal del aparato que comienza a calentar motores.

«El vuelo de los pájaros cuando éstos se aproximan al lugar elegido es como la mirada de los hombres», escribe Aziz en Halcones peregrinos. Humanos y aves se posan rítmicamente —según escribe él— en el árbol escogido en uno, en dos o en tres tiempos desde la distancia en la que deciden su hábitat. De ahí que cada animal parta de un número de veces, más o menos fijas, en el posarse: así se comportan las personas cuando contemplan un paisaje o toman posesión de un rostro.

El caos de la editora amenaza mi orden. Me incorporo a la insinuación:

—¿Cuántas veces tardas tú en mirar? —pregunto a Iríbar que revisa la documentación del fallecido con la rodilla apoyada en el brazo de uno de los asientos.

—Hablar de uno es de mala educación —responde el vasco, sin alzar la cabeza ni quitar la rodilla del posabrazo.

—No estás obligado a contestar —aparento que no me frustra su escueta explicación.

Argenta se cura de la melancolía en la que está sumida dejándose caer transitoriamente al lado del piloto a quien alarga la cajetilla de falso tabaco que el técnico ha solicitado comprobar para mayor seguridad del vuelo.

—Por razones obvias en menos tiempo y veces que el vecino —dice Iríbar con retraso descomunal.

—El vecino no mira, descubre. Sabemos, por ejemplo, que Luis Cruz, recuperándose del susto de ayer, fija en dos veces su objetivo. Aparte de callado por el trauma, es un posibilista. En cambio tú echas los ojos de lado, en media vez, aunque sueles acertar en lo que aprehendes, con olfato privilegiado —lo retrato.

Sonríe con gesto de suficiencia mientras repiensa mis palabras, como acostumbra. Pero no es partidario de hablar mucho. Cuando no habla, Iríbar es feliz, da pocas pistas. Es un hombre de acción. Se considera menos comprometido que si se extendiera en detalles. Sin embargo, más radical que él era todavía Aziz Arrand: Felicidad significaba no tener necesidad de compañía, marchar a una distancia respetable de los demás. «El sufrimiento —escribe en Halcones peregrinos— lo traen ellos si es que alguien padece una amenaza». Influido seguramente por su propio caso, Aziz Arrand dejó escrito que «cualquiera es capaz de ponerte en peligro si llega de improviso hasta ti». Era su experiencia de varias décadas de exilio libremente elegido y algunos años de relativa reclusión.

La puertecilla del aparato permanece abierta. De un momento a otro este precario transportador ascenderá con un estruendo más propio de avión de combate que de aeroplano modestísimo hasta acabar con las aurículas, los vuelos y las alas de las aves de invierno de los alrededores, aparte con los tímpanos de quienes nos quedamos.

—«Salvo el águila, acostumbrada a descender en picado sin miedo a los obstáculos —insiste la rubeniana Argenta con la nariz girada contra la ventanita—, las demás aves danzan alrededor de un objetivo en círculos concéntricos, en cascada o en escalones escrupulosamente calculados, según la especie». ¿Te acuerdas bien o no? —pregunta a Cruz.

—Tampoco los halcones dan rodeos —Cruz se lanza suavemente a la conversación. Su voz lenta me confirma en la idea de que el trauma del atentado ha dejado al conservador sin su verborrea habitual. Incluso afónico.

—Tampoco los halcones; los halcones bajan en picado a toda mecha —supone Argenta.

—Partir es otra cosa —dice despacio el hombre—. Todos los pájaros, incluidos los mecánicos, se dejan absorber por la luz en línea de reactor; no hay círculos que valgan. ¡Se sale de estampida! ¡Como nosotros!

Argenta estira sus brazos forrados de amarillo bajo el poncho hasta tocar el techo.

—Cuando no llueve —objeta con su voz de pastel.

—Cuando no llueve —repite él.

Mientras tanto, Iríbar estudia con el piloto la niebla que cubre la avioneta en posición de brazos cruzados y clava después el par de ojos castaños en la montura de mis gafas. Aún no me he despedido. Muestro un hondo disgusto cuando tengo delante de mi vista a un hombre que ve el mundo con los brazos cruzados. Sabe que pienso que no deseo hablar con personas que me dirijan la palabra en tal postura. Manifiesto mi disconformidad:

—Lo siento. No puedo evitar que me disguste que la persona con quien converso cruce los brazos.

—Los psicólogos y los investigadores gestuales se pasan un poquito. Por cierto, ¿qué significa apagar un cigarro a la mitad?

—En un hombre es miseria moral, en una mujer, independencia.

—Las dos veces que te he visto fumar has apagado a la mitad —descruza. Pone distintas caras (¿se confunde?).

—¿Y cómo sabes que he estudiado Psicología? —le increpo.

—Poseo un servicio de información relativamente eficiente.

Lo castigo con una palmadita en el hombro y se extraña. Actúo así para que advierta mi molestia. Le deben fastidiar las palmaditas en el hombro y más de las mujeres —¿qué demuestra con ello?, pensará—. La gente de aquí disculpa el zaleo cuando semejan palmadas de borracho o palmadas de anciano sobre joven como diciendo, «chaval, la que tienes encima». Pero los más audaces tocan madera si se trata de una investigadora gestual, o, por supuesto, pudiera parecer palmadita de suficiencia de un perdonavidas.

En el asiento que ha escogido, Argenta se libera del poncho que pone en evidencia la túnica de seda amarilla dando la nota, como Ciro Laguardia acostumbra a provocar en las corridas, con amarillo y plata. Mientras dobla el cubretodo mejicano y lo arrincona en el portaequipajes recurre a su experiencia de editora:

—El criterio de Aziz es que cada persona guarda parentesco con un animal. En el francocondado, entre los siglos XVI y XVII, se creía que el cuerpo podía transformarse en animal, de ahí la opinión extendida de la conversión de ciertos hombres en lobos o en pájaros, hecho que solía ocurrir durante sueños causados por las drogas. Historias de demonios, sin más, que ahora sublimamos con aficiones como ésta de Aziz a la ornitología.

—Uno se puede entretener con ello —dice Cruz, agotado y casi afónico, la cabeza entre ambas palmas.

—A mí me despierta mucha curiosidad… —entro en la conversación de los mayores. Iríbar nos observa cuando estrechamos el cuarteto.

—No tienes hijos, claro —me interrumpe el vasco.

Argenta apaga el cigarrillo a la mitad contra el cenicero de su asiento y reta, enfurecida, al comisario:

—¿Se puede saber, Ricardo, qué tienen que ver las aficiones con la maternidad?, ¿insinúas que las mujeres sin hijos debemos llenar un vacío?

—Es un simple comentario, no he pretendido ofenderlas ni a ella ni a usted.

—No me ofende. ¡Faltaría más! —responde Argenta.

—Creo, al contrario, que las mujeres sin hijos parten de una ventaja enorme con relación a quienes son madres —se justifica Iríbar mirándome de frente.

—¿Por ejemplo? —pregunto igualmente molesta.

—Dedicarse a la investigación. ¿Te parece poco?

Observo a Cruz rebuscando en la niebla con inquieta mirada perdida. En su mano chispea el anillo nepalí de Aziz Arrand con el que se ha cruzado el mío al estrecharse nuestras manos, que Bárbara Pomar rebuscó insistente en el garito del conferenciante con el fin de sacarle partido a los contrastes de la energía universal del yin y el yang y que Josechu detectó con sospecha en el anular del conservador. Me detengo también en la alarma minúscula que brilla en su muñeca. Tomo la iniciativa sin apartar la vista del metal:

—Dígame, señor Cruz: ¿Cómo es el halcón peregrino?

—De ojos redondos —se adelanta Argenta.

—¿De ojos redondos? —repito, inventariando las características—. ¿Qué más?

—Caza en el aire —enuncia Argenta.

—Caza en el aire… ¡Como él! —entro y señalo en el espacio de Luis Cruz que gira bruscamente la cabeza hacia mí, las gafas negras incluidas cual invencible parapeto.

—¿Cómo? —pregunta el embozado. ¿Que yo cazo en el aire?

—¿Qué más? —pregunto a Argenta.

—¿Qué más? —repite ella, que pasa la pregunta a Iríbar.

—¿Qué más? —Iríbar se sacude responsabilidades con un encogimiento de hombros—. ¡No hay más!

—¿Qué más? —insisto—. Sí hay más: ¡que resucita con un muerto!

—¿Como quién? —Iríbar se interpone, extrañado, entre Luis Cruz y yo.

—¡Como él! —digo marcando a Cruz y echo a correr pasillo adelante hacia la puerta—. ¡Como él! —repito en el camino—. ¡Buen viaje señor Aziz Arrand!

—¿Como él? —repite Iríbar detrás de mí a zancadas.

—¿Como él? —se extraña Argenta, con su boquilla libre de tabaco.

—¿Como yo? —se autoseñala el llamado Luis Cruz, verdaderamente alterado y afónico sin remisión.

—¡Como usted! —repito—: ¡Usted ha resucitado con un muerto! ¡Usted es el Halcón!

Lo he visto claro al reconocer el anillo nepalí de Aziz Arrand en el dedo blanquísimo y reencontrar la alarma sobre la esfera del reloj perteneciente al escritor amenazado. Por otro lado, el micrófono de Orbe grabó, antes de saltar por los aires la víctima, el momento de la despedida de los dos hombres tras la conferencia de Arrand con Ahmed Nasiri de testigo. Cruz y Aziz hablaron por última vez a la salida de la disertación en el garito del conferenciante (la grabación realizada por la cuña del candelabro celta antes de la explosión no ofrece duda): La cinta quedó impecablemente impresionada: «Ponte esto, muchacho; estarás más seguro —indicaba el mayor al comenzar el intercambio de chaqueta, camisa y pajarita por abrigote, sombrero, gafas y botazas delante del candelabro celta donde el chisme anidara. Y, al árabe—: Ayúdale, Nasiri». «No importa —desistía Aziz—. El hábito no hace al monje, señor Cruz, no se preocupe por mi seguridad. Y si es por frío, este anorak de Iríbar me servirá igualmente». «¡Deja el anorak, chico! Ponte este abrigo, chaval, pasarás aún más desapercibido. Hazlo por mí. Sólo esta vez, Aziz, por favor —dijo Cruz, obcecado—. Ayudémosle, Ahmed, que esto va a salir bien».

Se intercambiaron los ropajes poco antes que el árabe abandonara la salita seguido del escritor disfrazado de Cruz con Loden, botazas, sombrero y gafas negras. Mas se olvidaron del anillo nepalí detectado por Josechu el soplón en las manos del verdadero Aziz que, al igual que la alarma, interpretamos como simple regalo del difunto. Por otra parte, el abrigo de Cruz envolvió las espaldas de Aziz, que hubo de desprenderse en el improvisado vestidor de zapatos, camisa y chaqueta y pajarita por deseo expreso del conservador. A cambio, hubo de contentarse con el jersey burdeos de punto y cuello alto del frustrado poeta. A su vez, el anorak del vasco con el adhesivo explosionable quedó en manos de Cruz como prenda sobrante.

Ricardo Iríbar abre la portezuela del aparato para facilitarme la escapada:

—Las verdades, como las despedidas, hay que comunicarlas con toda rapidez. A veces es incluso mejor no decir nada. ¿No crees?

Leo en sus ojos que conoce datos que aún yo no he descubierto.

—¿He dicho una verdad? —inquiero.

—Has dicho la verdad, aunque sea tarde. Pero repito: Una despedida a tiempo cuando la historia va a cambiar de sentido es una piedra filosofal o un gran error. Mejor dejarlo como está. ¿No te parece?

La niebla pone en seria dificultad al trasto contratado por Humanismo y Naturaleza. Ricardo Iríbar, que me sigue los pasos, no tarda en confirmarme, tras una indicación en eusquera al piloto con quien habla a través de walkie-talkie, que supone que el procedimiento que instruye el atentado seguirá un curso de rutina hasta quedarse en punto muerto en lo que toca al paradero de Luis Cruz.

—Estaba tan habituado a estos viajes con Aziz que se me va a hacer muy cuesta arriba a partir de ahora el cambio de misión: «¿Cuándo tienen previsto que viaje el halcón peregrino? —imita con impostada voz—, ¿comunicarán al Ministerio del Interior su llegada? Enviaremos mañana por fax la documentación del interfecto incluido el testamento en sobre cerrado con lacre, amén de los contactos oficiales por si hubiera un contratiempo o similar». Pero es mejor así.

—Podría quedar bien terminado si el perseguido, ahora libre, se adaptara a vivir de otra manera. No obstante Aziz tendrá que acostumbrarse a la nueva andadura. ¡Como todos! —generalizo.

Juez y fiscal se despiden a distancia de Cruz con una mueca amable y aguardan hacer lo propio con Ricardo Iríbar. La cabeza del disfrazado de conservador funde sus gafas negras con el cristal, el pulgar en la boca, justo para atender con sonrisa incipiente al fiscal que aconseja a voz en grito desde la pista:

—¡Escriba sus memorias, don Luis, una vez que llegue a la vieja Europa!

La editora está a punto de intervenir como cómplice distribuidora. Sabe mejor que nadie que a un escritor se le insulta si se le pide que continúe escribiendo, pues «están abocados a la escritura como los ríos al mar». Por suerte calla. Una indiscreción acabaría con el anonimato de su autor predilecto.

—Hasta la próxima, Ricardo. El caso Aziz va a cerrarse aunque se abran otros sumarios en Puerto Nevado —concluye Ana Mendoza a modo de despedida del vasco al pie del aparato—. ETA y Librán lo prepararon en Argel y ultimaron el tema en la hostería de San Javier con la vista gorda de Echegaray, nacionalista visceral, como ya nos temíamos. Por otra parte, bien que siento el problema de Irune: Suya fue la mano que adhirió el minúsculo y potente explosivo en el revés de tu anorak.

Ricardo Iríbar no contesta.

—¿Cómo? ¿Por qué crees que se cierra el caso Aziz? —interrogo al secretario del tribunal desde mi asiento de copiloto en el Suzuki todavía con las puertas abiertas.

—Porque está demasiado claro —ratifica el flaco.

Ricardo Iríbar, sin nombrar a su hija, lamenta ante Mendoza el estruendo con el que han de partir como si todos en esas latitudes fuesen tan sordos como Valerio Lido: «Este bicho grita como mi pueblo. Parece que le paga el enemigo. ¿Llevará combustible?» —dice con dirección a mí mientras alarga hasta mi bolso una tarjeta de visita plegada. (¡Qué afán con las tarjetas! La suya va a juntarse con la de Seoane). Y, al piloto, por walkie-talkie—: «Argia ezta ikusten».

—«Argia ezta ikusten», que debe de ser una barbaridad —prevengo a Nacho con el fin de que me escuche Iríbar y, a ser posible, éste haga la versión:

—«La luz no se ve» —traduce el vasco de manera automática.

El piloto fue contratado a nombre de Humanismo y Naturaleza y Ediciones Argenta: Ida y vuelta desde el campo de aterrizaje militar de Puerto Nevado con pago adelantado y extremada reserva.

—Está el dossier en regla. No ha fallado ninguna previsión —recuerda la editora, cumplida—. Vargas Llosa lo resolvió. ¡Esa criatura es infalible!

—Argia ezta ikusten —repito—. ¿Vale así?

—Bai (Sí) —dice el vasco sin dejar de mirar a la escalerilla de la avioneta. No acaba de embarcarse.

Desde hace horas perdimos claridad. ¡Qué tardecita de apagones y velas! «Kavafis —repetía el premio América cada vez que intuía un bulto humano en sus proximidades— no encendía las luces de la casa donde vivía para jugar con los recuerdos y las imágenes prohibidas».

—¿Era vuestro primer caso de terrorismo? —pregunta Iríbar a Nacho que me empieza a dar prisa para que me acomode de una vez en el todoterreno.

—¿Esta pregunta va sin segundas?

—Esta pregunta va sin segundas.

—Pues sí, mi primer caso. Ana Mendoza lleva un poco más.

Ricardo Iríbar se despide de Nacho. A mí me aprieta la derecha sin disimulo. No me abraza, estratégico. Por fin emprende la subida por la escalerilla. Elige el asiento anterior al ocupado por Cruz. (¿Girará la cabeza hacia atrás todo el camino como un don Nicanor circense?).

—¿Cómo se sentirá ese vasco custodio con otros ojos detrás de sus espaldas? —digo a mi conductor entretenido en ajustarme el cinturón de seguridad.

—Rarito. Es cómico tener al protegido detrás de las espaldas de tu ángel de la guarda. Al final el revés va a parecer mejor que su derecho.

—¿Lo dices por lo bien que han salido, en el fondo, las cosas contra todas las previsiones?

—Las cosas no han quedado mal, no han resultado demasiado mal. A ti tampoco, Sandra.

Cierto. El caso Aziz ha salido adelante pese al horror vivido ayer. Ojalá que Luis Cruz haya asumido el cambiazo con absoluto conocimiento de causa. En fin. Yo estoy inquieta por otros temas —me cuesta, pese a todo, reconocerlo ante mi compañero—: «Estoy preocupada por asuntos míos, personales —me lanzo a tomar la confianza de Nacho—. El asunto Aziz, que es el que me ha traído a Puerto Nevado, está terminado en lo que toca a los informes. Sin embargo, otra cosa es investigar en lo que sigue, incluyéndome a mí».

En el asiento trasero del Suzuki descansan las carpetas del sumario. En muchas de estas páginas los psicólogos dicen que Aziz había aceptado convertirse en confesor de sus interlocutores, triste destino de los amenazados: Todo el que se aproximaba a su persona entre medidas de seguridad y miedo pavoroso parecía convencido de que un condenado era siempre, por sistema, un par de orejas fáciles y seguras para la confidencia que, en último extremo, un disparo se llevaría a poco de lucirse. No es, por lo tanto, indiscreción soltar toda la carga depresiva ante un bicho tan arriesgado como él. La primera mujer de Aziz, Rebeca, creía en la crítica «constructiva» al recriminarlo antes de tomar la decisión de divorciarse, por ver si corregía su manera de ser y de actuar: «Eres el mago de la autopromoción, Aziz, no te hagas el Kafka ni el Salman Rushdie… Aquí el que más y el que menos tiene persecuciones. Mira yo, con un campo de concentración a cuestas y no he montado jamás ruedas de prensa; ¡eres un caradura que hoy sería un simple y romo guionista de cine! Te pasas todo el tiempo con una imagen ideal que no te corresponde; la del gran oculto que se quedará poco a poco sin público hasta que deje de existir en la vida de los demás, pues a pocos interesará lo que escriba. ¡Porque llegará un día en el que nadie se ocupe de tu miedo!».

No obstante, Rebeca soñaba todas las noches con camaleones: comer o ser comida. Parecía que no hubiera otra ley en ese matrimonio. Transcurrieron dos años sin saber si era la persona comida en su pareja, o si ella, por el contrario, era quien devoraba. Ni camaleón ni nada: Rana. Comprobó que era rana. Tenía ancas, seguro, porque saltó, saltó a una distancia de tres manzanas de la casa común: Otro apartamento, un amante, la famosa póliza de seguros a favor de los niños y de ella. Y a esperar otros cambios.

Ahora sabe que está libre del camaleón. Feminista a la fuerza con el tiempo: «Somos medio millón en el mundo y estamos haciendo historia». También lucha en Berlín contra los anuncios de compresas de la televisión. Íntima amiga de Eloísa: «De buena nos libramos, querida», es la expresión más repetida entre las dos mujeres cuando se llaman por teléfono.

Por su parte, Ricardo Iríbar era para Aziz una compañía diferente. Pasó aquellos años épicos de juventud con contraculturales y nacionalistas hasta llegar a la mismísima boca del lobo. «Aziz, en Nanterre —le dijo el vasco la noche del miércoles en la biblioteca mientras pugnaban por librarse de Cruz—, íbamos a la toma del poder político; en Norteamérica con el ecologismo y en el norte de España jugábamos a policías y terroristas. Ahora la mayoría ejercemos de funcionarios del Estado. Ni me avergüenzo ni me enorgullezco. Así nos fue: Huele peor el congelado de lo mismo. Yo soy leal a mi conciencia e infiel a viejos credos. Nunca me arrepentí».

Pasan azores con ala de puñal. Me rechinan los dientes.

—Si no te importa, Nacho, me gustaría confesarte una cosa —expreso mi deseo cuando el secretario del tribunal pone el contacto del Suzuki:

—¿Con este frío?

—Con este frío —¿Y bien…?

—Quiero cambiar de vida.

—Me encantan las personas que dicen que «van a cambiar de vida» —advierte Nacho frente al sonar de la avioneta— en los aeropuertos y en las estaciones. Igual que al arrancar de un coche, como en este momento. Por supuesto, cambiar de vida cuando regresen, cuando estén de vuelta de un viaje.

Casi me hace devolver de pura indagación. Interpreta el silencio con el que le replico:

—¿Tienes recambio? —me pregunta.

Contesto con una mueca de extrañeza. Creo que me aprovecho de mi complejo de culpa y mi tipo de insignificante corresponsal:

—¿Por qué he de contar con un recambio? —Ocurre. Suele ocurrir según los casos. Aplicado a la vida matrimonial, que no es lo mío —reconoce Nacho—, cambiar de vida, tanto como cambiar de vida, suele plantearse cuando existe un nuevo soporte, que es la manera de comportarse, digamos, de los hombres.

—Y ¿por qué crees que la idea del recambio es un tema fundamentalmente masculino?

—Porque la sociedad la han hecho ellos, quiero decir, nosotros; justo es que los términos de la comedia nos sean favorables, ¿no? Hemos creado las reglas del juego según nuestro particular interés. No olvides que tenemos potencia de riego limitada. Y a pesar de eso convencemos a los demás para que sean rehenes de esta limitación. Son muchos siglos de práctica y manipulación desde el poder.

Recupero las teorías de la Bárbara y Argenta.

—¿Una comedia favorable a vuestro sexo porque la realidad es desfavorecedora?

—Porque ellos, nosotros, somos las mujeres de la película, el sexo débil con el que definimos al enemigo fuerte: Arrand, Lorenzo, el dentista… han tenido reacciones propias de su debilidad. Todos, menos Pomar, en apariencia: Pomar contrarresta su fragilidad ejerciendo el poder. Es el más peligroso —concluye el flaco.

Me siento ridícula al situarme en esta clave. Y recuerdo aquello que la presunta primera viuda de Aziz Arrand dijo ante su abogado: «Arrand necesita tener siempre una mujer alrededor; si no es incapaz de vivir».

De pronto se produce el milagro:

—Nacho. Déjame darte un beso.

—¿Te tengo que felicitar por algo? ¿Es tu cumpleaños?

No voy a ser mamá: ¡Acaba de venirme la regla!

Nacho pasa por alto la importancia de lo que manifiesto. Su capacidad de reacción deja mucho que desear. En cambio, por mi mente pasan aceleradamente continuas escenas de mi pareja con la doctora Asensio buscando con nosotros el momento más oportuno del ciclo…, los subsiguientes esfuerzos de Lorenzo por acertar en su nueva paternidad sin ningún resultado, los conflictos con su ex mujer que aparecían donde menos cuenta traían, en nuestra cama, en su impotencia de hombre que se siente castrado por mi antecesora en el hogar. La conciencia de mi fracaso electivo ante Ciro Laguardia…

—También yo he sido infiel, pero con culpa, dentro de lo legal, Nacho. Tuve un descuido con el torero Ciro Laguardia… En fin. ¡Qué importa eso después de todo lo vivido en estas horas! Te lo repito, Nacho: deseo cambiar de vida. Ensanchar la mente un poco, volar un poco. ¡Tengo treinta años! Andar sin culpa. Lo he aprendido en el castillo, con vosotros, con Iríbar, con Josechu… Hacer otras cosas dentro de una lealtad a mí, a mis dudas, a mis cambios, a mi evolución.

—Nadie cambia de vida al regreso de nada —Nacho se cree mi consejero, me aplica sin avisos un jarro de agua fría—. En los regresos se regresa y en paz. De todas maneras, si quieres interpretarlo así, te servirá de estímulo. A lo mejor pasan algunos años hasta que de verdad asimiles lo que terminas de manifestar.

—Pareces optimista —respondo al chaparrón.

Soy optimista. Cada uno tenemos una vida en nuestro haber y eso es hermoso. Nos la vamos haciendo. Tú también. Ahora, a la vuelta, tampoco tú eres ya la misma persona que llegó ayer aquí. Estoy convencido. Nada: Un par de baches más y te haces más persona.

La avioneta del grupo de Spandau echa a rodar con lentitud semejante a un reptil y abajo, como cariátides polares, saludan desde tierra a los salientes la juez Mendoza y el fiscal. Y tras ellos Boni y su trío (cara de mono, peloteñido y Josechu) se limitan a despedirse con vuelta de cabeza sobre Puerto Nevado. Flor entregó previamente a Cruz un paquetito de ciruelas para el viaje: «Trances como el de hoy producen estreñimiento y otras gaitas». Las gafas negras del falso Cruz también se clavaron en la fachada del castillo, águila en piedra y capiteles dóricos cuando Argenta recordó ante Arrand sus miedos de editora: «Se te va a adelantar Messari, Aziz; está preparando el mismo tema en Yemen. Ya sé que no es igual, tú tienes más tensiones que él en el lugar que estás y por ti mismo; aparte eres mi favorito, pues si no ¿qué hago yo en este lío sacrificando mi dieta, mi tiempo, mi dinero, por ti? ¡Pero escribe, joder, que es lo único que sabes hacer medianamente y déjate de melancolías! Cuando Lora me pregunta por tu nueva obra yo no sé a qué pretexto recurrir para dejarte en buen lugar».

En el fondo Aziz amaba secretamente a Argenta desde hacía veinte años: Amaba sus infidelidades, sus trajes amarillos, sus chantajes con Lora, sus comparaciones, hasta el punto de constituir Aziz con ellos un trío morboso. «No es un triángulo lo vuestro, qué más quisieras, no presumas, ellos son tu papá y tu mamá», le echó en cara su primera mujer en uno de los ataques cada día más frecuentes de histeria conyugal sin entender que, al fin y al cabo, el tercero de todos los triángulos está obligado a poco y, al mismo tiempo es el protagonista, el tema, la historia romántica de los que quedan. «La editora te obliga a escribir, que es lo que a ti te gusta; yo a que me cuides, y para eso tú eres absolutamente incapaz: El dilema está claro», fue la despedida de Eloísa la víspera de una intervención quirúrgica, fecha asimismo de la segunda ruptura matrimonial de Aziz.

La viuda Argenta era, pues, la sustituta del ama Malika desde que comenzaron a visitarse en Berlín, en la casa de Mökernbruke y siguieron después a través de encuentros esporádicos, amén de una fructífera correspondencia. En el fondo, este retorno a la soltería había hecho sutil a la señora: Con qué atención y refinamiento ella le corregía los manuscritos; con qué entusiasmo subrayaba cada uno de los aciertos de Halcones peregrinos y en el último mes, centrada por propia voluntad en el acto de Puerto Nevado, ¡qué dedicación manifestó al inventar Humanismo y Naturaleza y organizar el viaje de Aziz Arrand a España! ¡Qué preocupación ante Pomar de todo lo relativo a su seguridad; ante Noya para que éste exhibiera para él los fondos bibliográficos del castillo; y por teléfono ante Cruz al procurar que Aziz no se aburriera demasiado! Al final Argenta sintió la famosa corazonada (el muerto no era el suyo) y calló como tumba ante el benéfico cambiazo.

La alargada sombra del fiscal nos hace retomar el hilo de la historia. Él y la juez prohibieron el acceso de la prensa a las pruebas audiovisuales y al sumario. Interpretaron, a su vez, las razones por las cuales Luis Cruz quería perderse de España, deseaba, en definitiva, morir a la primera oportunidad que se le brindara: «Cuando uno ha hecho todo lo que debe y sabe lo que necesita saber, ha de prepararse para la partida», dejó anotado el conservador en su diario. Pausadamente y algo melancólica la juez Mendoza abrió el sobre lacrado que lo contenía, prescindió de las pruebas sonoras —incluidas las que pude aportar a través de Ricardo a pesar de las amenazas de Marcial Peña— y resolvió el asunto. Cruz deseaba por encima de todo culminar en una muerte heroica que sirviera, de camino, de garantía a una existencia injustamente asediada. Y él conocía los movimientos del castillo: Cuando supo de la existencia de un explosivo en ese entorno se entregó como víctima de quienes iban al encuentro de Iríbar aprovechando la confusión.

—La juez Mendoza no ha querido identificar los restos con más pruebas extraordinarias —señala el secretario.

Mendoza y el fiscal miran sis prisas las maniobras de la avioneta: De todos los dioses, la justicia fue la última en barrer la tierra. Al final la juez será quien apague la luz.

Quim me telefonea y sobresalta sin reparar en la hora, como acostumbra, para decirme que las principales cadenas de prensa destacan, impresa ya en la noche, la noticia: «El cadáver de Aziz Arrand sale para Spandau». Y en tipos de tamaño menor: «El encargado del castillo de Pomar, Luis Cruz, acompañará los restos del escritor asesinado para recibir sepultura» («cristiana», arriesgaba el diario conservador). Nuestra emisión llegó a tiempo a su juicio, pero quedó muy por detrás del programa Medianoche contigo del canal privado presentado por Asunta Miraflores. En esta conversación acelerada, Quim amenaza con mandarme a La Habana tras rescindir el contrato de Lozano que «nos ha salido con el síndrome de Estocolmo y se ha hecho de Fidel Castro».

El librero y su despierto ayudante no han podido acudir a despedirlos. Semivigilados en la biblioteca del castillo aguardan la nota de Interior que exima de responsabilidades a Ahmed y Biblos y embalan al alimón gatos y libros porque Pomar ha ordenado «que se les cierre el grifo» de una vez por todas. El político, en cambio, corrió al congreso regional de su partido acompañado de Marcial Peña —en el punto de mira de la brigada de estupefacientes junto al socio de Nortesa Bruno Seoane—, avalado por la inauguración de la autopista local que le pondrá más cerca la cartera ministerial. Son los asuntos de su categoría.

Asuntos de esta categoría. Pensemos en las categorías. ¿A qué categoría pertenece Aziz?, ¿a los que opinan, a los que se ocultan, a los que necesitan que los defiendan? Rebeca hablaba de categorías en la entrevista con la juez y el comisario europeo: «Ciertos hombres entran en la vida de una mujer como caballos de jeque árabe y salen como burras yugoslavas. Así ocurrió con mi difunto esposo». Para manifestar su antipatía por la señora, Ricardo Iríbar se refirió seguidamente a las categorías humanas, urbanas, que andan en la ciudad: «Todo es según: Para aguantar, los viejos y los niños; las cabezas de las gambas son para sembrar el suelo de los bares; en los manicomios grandes no se conoce a nadie; así hasta el infinito».

Por su cuenta, Aziz terminó por reconocerse en momentos de depresión de la categoría coñazo: disfraces para salir, desarraigo para moverse, cinismo para escapar a tiempo de un cazador de mitos o de un mercenario de Librán; cubo de agua permanente para las mujeres que le manifestaban algún interés, objeto de deseo de escritoras eróticas («¿y tú cómo vives el sexo con tanta marcha?» —le preguntó Asunta Miraflores con la bandeja árabe de mesa de tijera rodando, al igual que la alarma, por el suelo de la bodega—). Un cautivo que redimir para las masoquistas, el destino dramático de las suicidas ilustradas: «No te preocupes que no me apartaré de ti; a partir de ahora no pensaré en mi vida sino en tu muerte», como grabó en su contestador una tarde de otoño la chilena Eloísa.

La nieve reaparece sobre las pistas.

—¿Dónde se encontraría esa pareja de ejemplares curiosos, Noya y Cruz? —pregunta Ana Mendoza al fiscal mientras el motor del coche del juzgado es puesto en marcha.

—Cosas de España —dice él—. Restos de España, nuestras ruinas: Ya sabes, la guerra civil primero y la posguerra después, y ellos dos son parte de la conserva nacional como los mejillones de Galicia y el aceite de oliva de Jaén.

—Cruz escribió una última nota hablando de «la beligerancia doctrinal que impidió hallar la clave para entender la historia de nuestra civilización». Era un poquito antiguo —señala Mendoza.

—Noya anda también elaborando una teoría sobre la «la crisis que el imperialismo y el capitalismo crearon en los países del socialismo real» sin darse cuenta de que de aquello no queda hoy más que la ceniza.

—Eran dos banderas del pasado —marca la juez.

—El eco de dos banderas de nuestro pasado —reconoce el fiscal—. Ecos de voces diferentes que lucharon a lo largo de todo el siglo que tienden a unirse ahora como un problema más de la ecuación tiempo más la ecuación espacio: cuestión de patrimonio. Son las ruinas que tenemos, repito. ¡Y ojalá que sigan siendo nuestras ruinas! Lo peor de todo es que la historia casi siempre tiende a repetirse.

—Debían estar como cencerros —dice Mendoza—. Sin embargo, Cruz salvó a Noya de un campo de concentración.

—¡Faltaría más, con lo que Cruz mandaba dentro del cuerpo de censores al terminar la guerra! —continúa el fiscal—. Cruz podía haber ignorado a su viejo amigo, como es habitual hacer en las posguerras con el antagonista ideológico, y, sin embargo, se comprometió por él. Igual que Cruz, hubo también fascistas que tenían un concepto de la familia y de la amistad por el que estaban dispuestos a morir. Él no llegó a tanto. Al fin y al cabo se trataba de que perdieran el expediente de Inocencio Noya. Lo consiguió. Otra cosa hubiera sido arriesgar la vida en el intento. Entonces, igual que ahora, Luis Cruz sólo era capaz de inmolarse por los Pomar. O por sí mismo, por su aureola épica, como hizo ayer. Menos mal que no supo que de la histórica prisión de Spandau de su adorado Rudolf Hess, no queda ni la valla.

—¿Leíste despacio los bodrios que publicó en aquella revista africanista que, dicen, recitaba en el sótano para quien lo quisiera escuchar: «Formados en hilera de uno en uno / segamos las malas hierbas…», etcétera? Era un homosexual reprimido. ¡Pobre! Debió de sufrir bastante.

—Más bien fue un sentimental: Cuentan que cuando estuvo en Alhucemas visitaba en las noches de luna llena el cementerio de nazis de la villa y leía en voz alta y gesticulante fragmentos del Sigfrido en conmemoración del encuentro germano-español de petición de ayuda a Hitler cuando empezó la guerra civil. Ha preferido suicidarse al tener oportunidad de ayudar a escapar a Arrand de la condena: Suicidarse en un acto terrorista avisado intuido por él— antes que denunciar las maniobras de quienes intentaban quitar de en medio a Iríbar y de camino al escritor. En cambio a Iríbar le ha salido redondo. No me lo imaginaba con corbata y chaqueta, y, para colmo, hoy ha abandonado el castillo de Pomar impecable. Sin anorak pero ajustado.

—Los alemanes tienen más formas que nosotros, aunque en el fondo se nos parezcan. Trabaja en contacto con ellos. Además, a las madres clásicas les chifla ver a sus hijos con corbata: No me extrañaría que con ello le hiciera un homenaje a la amatxu, cuando la ve, de Pascuas a Ramos. Y siempre, siempre de noche por si acaso.

—Por una pizca se salvó: Aziz y Cruz se cambiaron de ropa en tres minutos. Un poco más y saltan por los aires los dos.

—Los tres. Estaba el marroquí con ellos.

—El tal Nasiri que investiga en los genes de un pez para conseguir fresas en el monte nevado. ¡Capaz es hasta de conseguirlo! En tesitura más difícil ha estado.

—Lo que sigo sin resolver del todo es el tema de la coleta. Y las razones del suicidio de Cruz.

—El marroquí es peluquero en ratos. Fue quien más ayudó al cambio de personalidad. ¿O es que no recuerdas la declaración? Cuando Cruz agarraba la coleta y el anorak andaba entre sus brazos, estalló el explosivo. Ya habían salido Ahmed Nasiri y Aziz Arrand, el último con el corte de pelo.

En paralelo al Golf de Boni compruebo que la dentadura de Josechu es la de un fumador irredento y ejemplar: nunca cierra la boca. Argenta, maestra de boquillas, se despidió de él con gran admiración: «Así me gusta, carbonizada, como la dentadura de los grandes golfos y escritores de por aquí. Por lo que yo he leído, Larra debió tenerla igual, y Galdós, y Bécquer, y Cervantes. ¡Ahora los escritores empiezan a enseñar dentaduras de institutriz inglesa, y si no es de nacimiento se la ponen!».

Él fue quien ayudó a descubrir primero la existencia de los santos con aliño al reconocer la ruta de sus cuelgues; después reparó en la fingida sordera de Valerio Lido, cabeza del movimiento económico de Nortesa. Luego el anillo nepalí de Aziz en el dedo del falso Luis Cruz le hizo avisarnos sin que tuviéramos demasiado en cuenta su acelerada argumentación.

Emplazo a Nacho para que satisfaga mi curiosidad, y, de camino, alimentar mi última experiencia.

—¿Qué significa Irune?

—Trinidad —dice—. Imagínate que Irune fuera beneficiaría de una póliza que la haría inmensamente rica si el padre la palmara. Y para colmo su novio lleva pipa.

¿Planearían juntos el atentado?

El tribunal ha comprobado la participación de ETA y Librán a través del novio de Irune y la complicidad de la propia hija de Ricardo Iríbar. Llevaban tiempo preparándolo, viajes a Argel incluidos. No fue difícil apuntar a la presa. El explosivo hubiera acabado con los dos inseparables, Aziz e Iríbar, a no ser porque Aziz acortó su disertación y Luis Cruz se interpuso en el ritmo previsto alterando el final. Luego hubo personas, como Argenta, que sospecharon la verdad desde el principio y a la postre contribuyeron al encubrimiento. Pero, de todos ellos, Iríbar fue el único que siguió paso a paso lo ocurrido desde el momento en que explosionaron su anorak. Y se calló por efectividad.

Ana Mendoza se despide la tierra vasca antes de regresar a sus lares dudosos. La tristeza doméstica de la magistrada se universaliza:

—Es complicado hacer justicia aquí.

—Ya no es como antes —dice el fiscal, ahora más consejero que colega—. Hoy, además, es desolador… y descarnado. Si lo prefieres es más… familiar. Antes tiraban sobre guardias civiles. Actualmente tienen bastante con los que llaman arrepentidos. Y si son primos suyos mejor, o ex amantes o pre-suegros. Aquí se mata a los traidores con más saña que a los uniformados del enemigo, como hacen los clásicos del dogma… Fueron, seguro, por Iríbar y, de camino, metieron en el paquete al otro infiel para dejar contentos a los árabes de Librán. Si se lo ponían fácil, un atentado por partida doble y, si no, simple. Colocaron el explosivo en el anorak de Ricardo Iríbar, más accesible para Irune que Aziz Arrand, su inseparable, el mismo que cubrió los hombros de Aziz cuando éste tuvo frío; pero la misma prenda de la que Cruz se apropió. Cruz, que lo temía y en su recóndito interior a lo mejor lo deseaba, se inmoló voluntariamente en acto heroico que casa bien con su personalidad.

—Espero que Aziz llegue tranquilamente a viejo —murmura Ana Mendoza mientras le da cuerda al reloj— y firme sus nuevos libros con seudónimo. ¿Sabes que hemos librado a este hombre de una pena de muerte?

—Pero no te hagas muchas ilusiones. «Entre la vida y la obra», escribe Aziz, «un escritor escogerá la obra» —lee el fiscal en su agenda.

—Vamos a verlo. A lo mejor no es tan narciso como señalan sus mujeres. Como cree en la escritura, que es su manera de vivir, la defenderá. En cambio, si considerara, por diversas razones que él es sólo un nombre, nos va a dejar en evidencia. Convocará una rueda de prensa en Berlín a su llegada, contará la verdad y a nosotros nos caerían como plaga los colegas y, lo que es peor, los periodistas… Pero estoy segura de que no será así. Colaboremos esta vez con la víctima: Confiemos en quien se despidió de nosotros con el signo de la victoria como agradecimiento. Enredado en sus dedos estaba el famoso talismán del ama, aquel objeto que, cuentan, llevaba impresa en árabe la leyenda de «sólo el verbo es omnisciente». El resto ya es su vida. Hemos librado a un hombre de la pena de muerte. Definitivamente.

Dentro del Golf de Bonifacio Segura peloteñido opina que la sal de la vida es la vejez, atalaya de extraño privilegio. Y puesto que la vejez es una perversión de los exploradores sexuales, explica, todos los hombres y mujeres hemos deseado, en el fondo, alguna vez, ser objeto de deseo de nuestros abuelos y abuelas. Nada de los papás. ¡Los abuelitos!: «Lo que ocurre es que a veces no da tiempo porque la cascan». Justifica así Flor su fijación morbosa con Valerio Lido, el mecenas de Nortesa, sordo forzado ante el tráfico que hace Bruno Seoane con el apoyo de Marcial Peña bajo el marbete de la industria santera de Pomar.

Por mi parte imagino la conversación del grupo que viaja a Spandau: Iríbar, convencido de la mala suerte que trae hablar de ligues en los aviones, buscará tratar de un tema político relacionado con la tierra en la que ha nacido porque, a su juicio, en los vuelos hay que discutir acaloradamente de política para pisar la realidad. Es el mejor antídoto del miedo. En cambio Aziz preferirá, seguro, para sonsacarle otra experiencia que le alimente la imaginación referirse a los amores que llevan los amenazados tras de sí. «Ellas están divinas con un condenado en sus brazos —irá anotando en su agendita si es que no voló ésta con el anorak—. No puedo evitar acordarme de las santas mujeres en la pasión de Jesucristo. ¡Cómo gozaban entregándose a un agonizante! En cambio, la buena salud y la prepotencia espanta al más pintado sea del sexo que sea».

Detrás de Boni se adormece Josechu, piel clara y fina como flor del almendro, objetivo obcecado del mercado adulterado de papelinas, Rohipnol, Buprex y chocolate. Vuelve a la carga entre cabezadas para sacar del trullo a Marta con el apoyo de peloteñido aunque la lumi tenga que presentarse como refuerzo en el despacho de Serrano (bigotes para Flor). Entre caída de cabeza y despabile Josechu memoriza la canción de cada uno de sus amigos muertos para hacer realidad el principio de que los que se abren no la palman jamás porque la muerte es un invento de los cobardes: «Nadie muere, no hay marrón ni cortazo como vosotros lo pintáis. ¡Coméis cerillas, titis! Cuando cantamos su puchela ellos bajan a enrollarse, nos acarician la garganta. ¡Yo lo siento!».

Librán cambia por oro las cenizas del muerto —de recuerdo al secretario del tribunal—. ¿Pagarán la famosa recompensa? ¿Cobrará ETA?

La teoría de Librán más ETA va cuajando. El contacto de ambas organizaciones se produjo en Argel. Allí ETA aprovechó la posibilidad de hacer su agosto con Aziz como cebo de Iríbar, el renegado más odiado del grupo terrorista de Puerto Nevado cuyo precio, si moría con el custodiado, podrían rentabilizar unos y otros de cara al integrismo argelino en esta época de vacas flacas. El lugar de la cita previa al atentado pudo ser el monasterio de San Javier y la ocasión uno de esos almuerzos de cuscús fraternos entre árabes y vascos de paso con la anuencia del sacerdote ultranacionalista Echegaray.

—¿Cobrará ETA? —insisto.

—Eso no es cosa nuestra: Que cobre Humanismo y Naturaleza, que cobren las viudas, que cobre Ahmed si es que puede. No debe resolver el tribunal —como dijo Mendoza ante el fiscal y un té— materias ilegales como el rescate, el tema de las mafias, etcétera: «Lo que sí está muy claro es que hay una pena de muerte menos y un suicida cumplido camino de Spandau. El resto es cosa del investigador futuro».

Observamos que la avioneta cruza, al fin, el cielo como un águila temeraria sobre nubes y truenos nocturnos. Si el Halcón ha muerto víctima de atentado —como parece que oficialmente ha ocurrido— Aziz está salvado.

—Todo ha quedado en orden —dice Nacho—. Mejor, incluso, que no se estudien los micrófonos de Orbe tal y como la juez Mendoza ha decidido.

—¡A-g-u-r! —pronuncia Boni mientras gira rumbo a la autopista y se despide hasta la próxima—. Date cuenta, Flor, se acabó un zulo como dicen aquí.

—Ahora toca la Marta, espeta. No me la juegues —templa Josechu— que el baranda Serrano está de nuestra parte.

Menudo puentecito. Después de esta curiosa pesadilla abundan resultados: Argenta tendrá el libro, los lectores la historia, el tribunal un caso menos, la viuda las pelas, yo el informe, Aziz la vida. Y Luis Cruz las cenizas en Spandau. Pero ¿qué espera Iríbar?

«El nuevo caso queda para después de Navidad —me escribió en la tarjeta con letra verdaderamente ilegible—. Cuento contigo y con los chismes de Orbe si te apetece porque Rusia sigue estando en mi demarcación y el viaje de Nortesa me interesa como creyente de buena voluntad. ¿Has estado? Habría que seguirle los pasos a san Fulgencio. ¿Te animas? El ruso es el chocolate mejor». Memorizo la dirección y escribo en clave su teléfono en la esquinita de mi tarjeta de crédito. Rasgo las pruebas. Conservo ambas mitades. No obstante, Nortesa y los santitos de Puerto Nevado son los únicos frenos que me marcara Quim: «No toques los santitos de Nortesa ni el ministerio que viene de camino para Pomar, que está previsto que nos financiarán el robot que nos tiene quitado el sueño». Lo imagino a mi llegada diciendo que Marcial Peña está muy descontento del servicio —un moratón me lo recuerda—; que me he pasado a personas que trabajan para el enemigo, gobiernos extranjeros y leguleyos, lo peor para nuestros intereses; que me he cargado la financiación de su robot espectacular por parte de Nortesa. Pero no me acobardo. He decidido cambiar de vida, ¡pese a quien pese, pese a Quim! Planearé mi aventura.

Mientras la puerta del castillo se cierra ante la sola vigilancia del claustro de columnas de capiteles dóricos, en la biblioteca de Pomar, Noya, Ahmed y Biblos releen la página que cierra Halcones peregrinos como homenaje a los ausentes. Hacen un alto en las pesadas tareas de embalaje en el ya caducado refugio del librero mientras los gatos circulan sin sentido del límite alrededor de una torre de ejemplares devueltos de El origen de la familia de Federico Engels, que debió de ser, en tiempos, un título sonado. Biblos, cartero infiel, pone voz a la página final de quien los ciudadanos de todo el mundo creen el mártir último de la escritura. La tetera caliente burbujea en la bandeja árabe sobre la mesa de tijera testigo de los hechos. El aroma conseguirá que la señora de Pomar, que practica sus ejercicios de yoga en la esterilla al lado de la hamaca de lona bajo la serie gráfica relativa a la relajación corporal y la mirada amorosa del lanoso caniche blanco, los acompañe. En ausencia de su marido por razones congresuales se ha citado con el trío del sótano para despedirse, por el momento, de ellos, con la infusión de la felicidad a punto: Verbena, menta, tila, manzanilla… ¡y genciana purísima! El chisme repuesto en aquella estancia antes de mi salida, la única representación de Orbe en Pomar, ahora reinstalado por motivos sentimentales que me recuerde, en la distancia, lo vivido, resuena en el Suzuki camino del aeropuerto de Vitoria:

… «No encontramos a nadie por la calle, tan sólo un carruaje, y al llegar allí Malika se quitó los zapatos, cruzó los dedos para evitar el mal de ojo y extendió los brazos cuando el color de la tarde cambiaba en la terraza de la casa del halcón. Arriba, las aves rapaces olían un tipo extraño de carroña en las proximidades. Éstas parecían tigres sobre la vieja colina de Yebel Dersa dispuestos a saltar sobre la ciudad blanca. La rama más alta del sauce le rozaba las plantas de sus pies descalzos. Malika parecía de otra especie. Sus brazos se alargaban como alas y las aves de la casa del halcón la contemplaban con un entrecortado runruneo. Había mascado durante unos segundos la hojita de laurel y todavía tenía en la boca parte del jugo que a ella, especialmente (según decía), la protegía del rayo. En efecto, la protegió del rayo pero no de un pájaro de plata que fue descendiendo lentamente sobre la terraza del vivero y acabó por elevarla cielo arriba hasta absorberla en su interior cuando Malika entraba en trance, pues era la hora de rezar y ella, aunque no rezara, lo hacía a su manera mentalmente, por lo que supe entonces que habíamos dejado en el Teatro Español todas las lágrimas porque el vuelo del halcón estaba mostrando que había llegado la hora de cambiar el sino: Y era verdad. Como decía Malika, el último carnero sobre el que pasaron el cuchillo había llegado vivo a la mezquita y eso era señal inequívoca de que ese año tenía que ser feliz, no desafortunado como pudiéramos creer y preconizaran los aguadores del pellejo de cabra, de la cadena y de las campanillas. Parecía mi ama más que feliz, libre. Ella dijo con los brazos al cielo: “Alá, akbar, Dios, que es grande, nos ayudará en ésta, Aziz, aunque no nos ayude nadie”. Y seguía mascando el laurel y mientras más lo mascaba aún más le brillaban sus ojos almendrados y más suavemente bailaba el caftán de colores alegres: “Vendrá otra vez la guerra antigua —dijo—, con los cristianos y los árabes y las gentes de otras religiones más viejas divididos y ensangrentados. Otra vez las ciudades, los pueblos, las aldeas, verán de nuevo andar por los caminos a los viejos, a las mujeres y a los niños, mientras los hombres engrosarán igual que antaño las filas de los prisioneros o de los verdugos. Los muelles de la vieja Europa que se estremecieron ayer por ballenas metálicas dirigidas desde debajo del océano contra las costas, volverán a sonar. Y en esa guerra de prisioneros y de verdugos volveremos a ser nosotros, el pueblo que no tiene sus armas bruñidas, que no muestra sus ametralladoras terminadas quienes nos veremos obligados a actuar otra vez. Porque estas armas, igual que nuestros pájaros y nuestras canciones, no han sido fabricadas para un dueño concreto, para ganar objetivos determinados de poder y conquista, sino que han pasado de mano en mano, hasta apoyarse en el sendero que pisamos quienes hemos perdido todo lo que poseímos a lo largo de las generaciones. La vieja Europa nos mira y está aquí y hoy Europa frena un mar de sangre aunque mañana, como ayer, sus ríos se llenen de nuestras cabezas y las ciudades de los cristianos vuelvan a amurallarse igual que ayer con nuestras lápidas y nuestros ojos vuelvan a ser velados por la oscuridad a la que nos releguen… cuando la épica de cada lengua cante de nuevo las hazañas de quienes se definen por la falta de color que el sol no ha trabajado en sus caras frente a las nuestras; de quienes se definen por el tipo de sangre o por la forma particular que tienen de golpear a los vecinos y se acomoden, otra vez, a pisar nuestras manos los orgullosos del pasado, los desconfiados de cualquier diferencia. En cambio nosotros no sabríamos dirimir nuestro pasado y no querríamos dirimir exactamente lo que ha de ser nuestro futuro de expulsados del mundo. Sin venir de un lugar inequívoco amamos como ellos nuestra tierra y si alguna vez tenemos la oportunidad de respirar en la tierra de ellos al par que ellos y vivir y amar donde ellos aman seríamos los primeros en reconocer esa tierra como si fuese nuestra y contemplarla y defenderla como a la niña de nuestros ojos. Pero a diferencia de ellos nunca estaríamos dispuestos a perder el olor a madera quemada de los que van a pie por los caminos y nunca diremos que hemos llegado al final del sendero en el que alumbre nuestra llama en la noche solitaria de frío, sino que cada día, al amanecer, siguiendo la llamada del desierto, levantaremos silenciosos la vista al horizonte. Nosotros que no tenemos nombre, que no tenemos patria, que no tenemos credo sino vuelo. Porque el vuelo de los halcones es su casa.

»Y Malika se perdió en el aire entre un estrepitoso aleteo de palomas y de aves salvajes hacia el puente del Lukus».


—Ya ves, Nacho —digo tras el primer silencio—, cómo en todas las casas cuecen alas.

—Será habas, Alejandra —el secretario pretende corregirme.

—No dije habas sino alas, a-las, Nacho, que sé lo que me digo.

Estallamos en una carcajada cuando el Suzuki lame el asfalto en cuarta y la grabadora de Orbe, ya cumplida, reclama un nuevo carrete de reserva del que prescindo. ¿Será esta risa la mejor manera de asumir una cuestión tan seria? Nuestra risa, que sube al cielo como el humo del cigarrillo que reclama re-construirse a través de la noche.

Las Navas del Marqués, 21 de julio de 1994