2. Un picador picado
—¡Jo, qué puente de la hostia! —dice la muchacha teñida en la misma puerta del óbito frente a la vidriera de las Cuatro Estaciones.
—¿Qué te esperabas, tía, venir a un balneario? —pregunta el policía Boni, voz de pito, con un mandoble cariñoso en el culo de la sufriente.
Ella disculpa el azote con abuso de confianza:
—Yo vine por venir, porque mi tronco tiene faena, que para estar en casa de maruja me las piro y saco algo de camino.
En el garito de cuatro por cuatro donde únicamente distingo, deteniéndome, objetos rotos y ennegrecidos por el impacto, se expandieron miembros sueltos carbonizados entre salpicaduras de sangre y jirones de ropa chamuscada que encubren mal la no menos oscura y disgregada carne quemada a ras del mobiliario escaso, aunque la sillería fuera tapizada con tela de Aubusson.
La consola, sustentadora del candelabro celta donde encajé otro chisme y del teléfono convencional, se quebró con los vidrios retorcidos y descuajaringados. La alfombra de Tafalla que hacía tropezar por las esquinas según la gobernanta por mal acabado de la modista acaba de convertirse en un deshilado putrefacto y el fleco de la tela de Aubusson remite a unidad de quemados. Como el auricular que utilizara Arrand, derretido en el suelo.
—Ni médico ni pollas —dice el hombre con bata de expeditiva ida y vuelta por el lugar del desastre—. Que venga el juez de guardia que esto es picadillo de carbón.
Asoma en la escalera la cara contraída de Noya, el mayor de pelliza y bigote blanquísimo, que gesticula ostensiblemente alterado junto al testigo último Luis Cruz, quien oculta el llanto y la impresión y espanta a los fotógrafos poniendo el codo contra su boca a tres metros del inspector cara de mono que sostiene una pistola con la mano derecha, como si fuese un décimo premiado y en la contraria la linterna.
—Y es que en Pomar de Puerto Nevado ha habido de todo y en el convento de San Javier más. Ya lo sabemos, Cruz —dice el librero para calmar al afectado—: comuneros, partidarios de Godoy y de Pepe Botella… hasta nacionalistas, evadidos y fusilados al por mayor durante la guerra civil. El castillo ha sido más internacional y movidito que el Palacio de Oriente de Madrid, aunque explosiones nunca ha habido por más que sean los propios castellanos en territorio vascongado. Y mire usted por dónde ¡nos han tenido que señalar! Déjennos pasar, deje que hagamos nuestra vida, ¡hombre!, a ver, don Luis, usted primero. Ha sido él —aclara Noya mirando al inspector y, de seguido, al doloroso— la última persona que ha hablado con Aziz Arrand. ¡Está muy afectado! Déjenlo en paz.
A través del cristal de la ventana escuchamos discutir a la intemperie al grupo de cultos de Puerto Nevado con dos guardias civiles de mechero bajo el anochecer helado sin conseguir de ellos un pase de misericordia:
—Aziz Arrand no es que haya sido muy extremista de pluma, pero concedía todo su tiempo a los problemas de la literatura. Por eso ha sido un radical —comenta el muchacho de voz de trompetilla—. Y esto es en tiempos de barbarie una buena pasada. No queda gente así.
—¿Han dicho pluma? —pregunta un reportero sin acreditación y tiritona—. Aziz no llamaba la atención por eso, salvo las pajaritas que lo acompañaron. Pero no va a señalarse esta cuestión banal ahora que acaban de matarlo. ¡Lástima de persona!
—Lo que pasa —sigue otro, con voz de trompeta, al que llaman con el nombre de Biblos— es que ha sido la muerte más anunciada de este año. La cosa tiene morbo. ¡Que le pregunten a Asunta Miraflores, la novelista erótica! Dicen que estaba por ahí mirando el mar cuando él salió del escondite y Asunta lo descubrió, dio el chivatazo sin querer, y en eso entraron los terroristas a la habitacioncita contigua a la sala Vivar y pusieron la carga.
—¿El mar, el mar va a verse aquí? —se extraña el reportero.
—¡El mar! Desde la almena más alta de Pomar puede verse el Cantábrico, los barcos del Cantábrico por la noche —aclara el trompetilla.
—Bromista que eres, chico.
—Aquí el mar sólo se muestra en verano y de milagro. Y con la niebla de estos días polares no te aclaras ni a una distancia de diez metros. Por eso, aunque le pregunten a Asunta Miraflores lo que vieron ayer desde la almena, no se conocerá a ciencia cierta quiénes se lo han cargado. Tampoco sabremos de su pluma —sigue Biblos, cartero de profesión.
—La pluma de los escritores va por otra vía —afirma el reportero con la punta de la nariz iluminada por un foco.
—La pluma de los escritores sigue el surco del calamar —exclama la teñida, ahora en la puerta de la calle a la caza de información; junta las yemas de pulgar e índice por el lado legal de la aduana—: ¡Si no hay vida no hay tinta!
—Si no hay tinta no hay vida —dice el reportero a la cabeza del piquete al que se impide entrar—. Encima de todo yo venía para una entrevista con el premio América y, de paso, sacar algo del otro. Debería rellenar tres folios para mi medio. Como no me den vía… ¡la llevo buena!
—El premio América anda a punto de irse. Por cierto, aquélla que lo lleva en volandas, la de los visones, ¿de qué medio será? —pregunta Biblos, el trompetilla con vocación de biógrafo.
—Del medio oriente —aclara peloteñido.
—¡A ver un santo de la zona si mediara! —arriesga con enfado el de timbre atrompetado cuando las luces comienzan a encenderse con regularidad.
Bajo el soberbio cuadro de San Juan Bautista la editora Argenta medita con la mano en la mejilla sentada en la butaca dieciochesca y flanqueada por la novelista erótica Asunta Miraflores, pelo hasta la cintura, minifalda y pantys de corista en Nochevieja igualmente apenada y sonándose cada minuto. Un taxista de paso las mira descarado: primero a Argenta, desencajada; después a la gimoteante muchacha. La semejante a María Magdalena reacciona:
—¿Ocurre algo más o es que tenemos monos en la cara?
—Que va a venir la funeraria y es mejor que no estorben, señoritas.
—Señoras —corrigen ambas.
El taxista se vuelve resoplando de frío:
—Ostras, ¡qué tetas!
Los amotinados del interior acaparan las plazas libres alrededor del fuego coronado con los bronces isabelinos.
—¿Se puede saber dónde coño está el juez? —pregunta el columnista de Zona, don Mariano.
—Ya llega, ya llega el juez de guardia —aclara un poeta del norte y vaso de ron sin hielo—. Dicen que viene de levantar acta de otra catástrofe zoológica en el convento de San Javier, aunque menor. Y, ojo, colegas, que no se puede criticar a uno de ésos, ¡que nos la juega!
—Dirás que nos la juzga —advierte el columnista.
Un muchacho moreno con tres cuartas de gamuza a cuadros hace su entrada portando entre las manos enguantadas en piel con funda de cabrito un humeante pote. Los agentes sin perder ojo lo dejan avanzar. Va acompañado del caniche de Bárbara Pomar. El andrógino enfundado en gris conserje lo observa con desdén. Corre a su encuentro Argenta, poncho mexicano y boquilla plateada, mientras el inspector cara de mono se presenta y reclama la identificación de ambos. El caos que se produce altera al animal que hociquea y ladra, la tetera se parte sobre el suelo romano, el agua caliente salpica el pantalón del inspector cara de mono —que aprovecha para tomar algo de agua con la yema de un dedo y estudiar el sabor—, la caniche salta sobre un guardia civil que esgrime su pistola y se lanza a detener al extranjero quien, a su vez, intenta defenderse de la coacción con medias palabras. A la vista está que es el primer sospechoso según confirma en un susurro para los periodistas el funcionario desdentado. No obstante el árabe debe reducir antes al animal que lo acompaña, minúsculo pero visiblemente fiero:
—Soy estudiante de Biología, todo esto es un error —dice, inclinado, el asediado.
—Es estudiante y trabajador. Yo respondo por él —advierte de salida Bárbara Pomar—. La perra es mía.
Guardia civil e inspector dan marcha atrás en la prevista detención pero exigen de nuevo al árabe que muestre un documento que lo identifique, con el permiso de residencia. El aturdido interpelado no encuentra los papeles. El árabe rasca pausado los fondos del bolsillo del tres cuartas por si ocurriera un milagro de los que pasan en su pueblo. No aparecen papel o documento.
—Tres talegos —dice la teñida cerca del corresponsal de Le Monde que pregunta la tarifa cobrada en su trabajo cuando era dama de la noche.
—Muy poco me parece, criatura. Tú vales más —sugiere el redicho acreditado como periodista que no quita los ojos del amonestado.
—¡Pero iban por delante, tronco! ¡Los talegos, primero! Luego, lo que saliera… Ahora me resulta más guay colaborar con los derechos: soplona para los casos nobles. ¡Ayudante de inspector!
Alarmo a los corrillos con los timbrazos inoportunos del teléfono móvil. Es Lorenzo, mi marido, desde Madrid. La voz no le sale del cuerpo. En cambio yo debo hacer un esfuerzo para no castigarlo con un grito. Reculo hasta el arco que da al claustro de columnas dóricas para ganar intimidad. Iríbar, el comisario de manos enormes y barba —se dice— a lo Guevara, gira la cabeza hacia donde se encuentran árabe, perro y policías:
—¡Vuelve enseguida, Sandra, te lo ruego! —clama Lorenzo al otro lado—. Eso se está poniendo peligroso. La doctora Asensio dice que no te conviene para nada el mal rato.
—No estoy embarazada, Lorenzo —finjo seguridad—. Lo que pase en Pomar es mi problema. Y para malos ratos, los que me das con tu ludopatía.
—¡Te prometo que nunca más me jugaré un solo céntimo! Lo irás notando a tu regreso, Sandrita.
—¿De verdad me prometes que vas a dejar de ir al Casino? ¿De verdad vas a intentar desengancharte de la dichosa máquina tragaperras? ¡No me hagas reír!
—Te lo prometo, te lo prometo, Sandra. ¡Pero vuelve! ¡Nadie te llama allí!
Es la primera vez que me ausento de casa sin despedirme de Lorenzo. Me gustaría que reaccionara. No me acostumbro a verlo toda la santa tarde pegado a la máquina tragaperras, el único lugar donde se olvida de los conflictos en los que nos sumerge su primera mujer. «Un marido de segunda mano es catástrofe doble —dijo mi madre al anunciarle mi noviazgo—. Vas a encontrar a la señora y al hijastro en la sopa». «Yo también aporté un novio a la pareja, madre —le contesté—. Y ese niño no tiene culpa de nada. Vendrán los míos cuando llegue el momento». Sin embargo el momento no llegó. A partir de los dos primeros años de convivencia Lorenzo caía en depresión si no tenía a tiro el artilugio tragamonedas, con noches de duermevela que le hacían, en verano, dar largos paseos por el barrio, con recaída en toda maquinita que avistara. «Lo único que nos salvará de este bache y nos hará vencer los problemas que nos produce mi ex mujer será un niño nuestro, ¿lo entiendes? Un niño ¡tuyo y mío!».
Dos perros machos pertenecientes al séquito de Bárbara Pomar, flacos e insignificantes, husmean en el bullicio. El primero, sucio y orejón; el segundo con aspecto de ardilla. Indago alrededor y ninguna de las personas pululantes los reclama. Salen en procesión finalmente con ella, con la caniche blanca y el sospechoso árabe seguidos del inspector cara de mono.