3. Clima
—¿Y qué coño hace el juez? —pregunta el taxista del Cadillac.
—Creo que la juez salió hasta la avioneta en la que van a transportar al muerto a comprobar algo relacionado con el cadáver o con el carboncito. Pero ya viene. Seguramente es que no encontraban al escolta —dice la limpiadora.
—Antes a quien no se encontraba era a los jueces —observa el conductor de un coche policial.
—Pues ahora toda la pasta de la policía se va en pagar a los escoltas. Luego, cuando el ciudadano pide protección, ni hay policías ni coches. Más de la mitad de los vehículos aparcados que tenemos están averiados —salta otro miembro de relevo del cuerpo con aparente crédito sindical.
Dentro, la bien madura gobernanta —miope de lentes, larga de trenza, cojita de la extremidad izquierda y de marrón— corre en la medida de sus miembros con una factura venteada sin aparente dueño. Detiene el ímpetu tras la hiedra que separa el vestíbulo de los servicios. Pero acosa al recepcionista con ojos saltarines:
—Necesito encontrar a don Valerio Lido.
—Don Valerio está ahora en la capilla de San Javier con el representante de Nortesa en Galicia, Bruno Seoane —aclara el funcionario desdentado que hojea un periódico sobre una mesa situada detrás de la mampara.
—Ha quedado una cuenta sin pagarse.
—¿De quién?
—Del muerto. Esa gente se cree que porque la persiguen se va a aprovechar de los que vivimos de nuestro trabajo.
—¿Era una cuenta de teléfono?
—Una de teléfono bastante elevada.
—La abonará la catalana.
—La catalana no tiene por qué hacerlo, ni en dólares ni en marcos. Las tarjetas de crédito de Arrand se fundieron con la explosión. Y Argenta lo ha pasado todo a la alcaldía.
—Pues lleva los papeles al despachito de Marcial Peña. ¿A ti qué más te da?
—No, a mí no me da igual. El moro nos ha humillado a todos haciéndose el interesante: abandonó sus maletas, que tuve que arrastrar yo con mi santa pierna; además, nos ocultó su documentación haciéndose llamar H. P., ¡como si nosotros fuéramos a avisar a los terroristas!, y encima los periodistas han dado la lata durante todo el santo día. Los servicios secretos igual. Y todo eso para un mierda, ¡eso!, un mierdecilla que no levanta ni dos palmos del suelo. ¿Es que nosotros no podríamos acaso tener las mismas exigencias que él de mimo y de cuidado?, ¿es que no seríamos capaces, si nos lo proponemos, de redactar un libro tan birrioso como el que tiene él, ése de los halcones misioneros?
—De los Halcones peregrinos. Mejor no te calientes, Angus. Lo nuestro es hacer y callar, que ya vendrá el verano. Y recibir con ganas la extraordinaria de este mes de diciembre que no nos viene mal para los tiempos que se anuncian: Toma un poco de anís —alarga una copita.
Angustias levanta los brazos forrados de gamuza negra con pose de sibila. Bebe con parsimonia. Por delante de su dulce aliento, el andrógino de los exvotos y el funcionario mellado ayudan a Seoane a transportar cajas de santos hasta los camiones de Nortesa con dirección a Rusia: San Fulgencio, dice la etiqueta, patrón de los tímidos…
—Pues no me callo, Evaristo. El moro muerto ha hecho cosas de muy mal gusto en las veinticuatro horas que ha estado en Pomar; y alguien tendrá que responder de todo eso.
—¿Cómo?
—De los detalles de mal gusto, de mala educación. Obscenos.
—Ya contarás —el hombre se relame de gusto.
El semicírculo de artistas mengua en la penumbra alrededor del rescoldo de la antigua chimenea del vestíbulo. Los forcejeantes del pueblo que han entrado por fin por la aduana que forman policías al alimón adivinan a los notables al entreverlos reflejados entre fragmentos de cristal empañado. Desisten de acercarse dada la distancia tonal del corro cultural mientras dialogan agradecidos unos segundos con los uniformados que tiritan, como ellos, bajo la noche neblinosa.
Dentro se está de otra manera. El taxista de Puerto Nevado se acerca al mostrador:
—¿No habrá una silla de ruedas por aquí? Es para don Eugenio, el premio América. Se va definitivamente.
Todos giran sobre sus espaldas. Miran al barman y vendedor de exvotos con taxista anexo.
—Esto sí es un traslado y no el del moro —explica el conductor—. ¡A quién se le ocurre salir al jardín! Seguro que fue allí donde le prepararon la galleta cuando vieron al comisario Iríbar.
—Que no salió al jardín, no le dio tiempo. El moro era escritor —dice Biblos.
—Lo de escribir es relativo. ¡El moro era moro! —resuelve el contratado del volante—. Si me avisan que es moro con una semana de antelación digo a los cuatro vientos de quién se trata para que se lo carguen cuanto antes, ¡joder!
Algunos parlantes se dispersan cansados de esperar. Pero el grupo interprofesional que aguanta en el castillo se presta a hacer de silletita en la precariedad para la evacuación finalmente gloriosa del premio América alineado entre la asistencial Amanda y el cachas subeybaja que no acierta a encontrar el medio de transporte ideal hasta el Cadillac, en el que intentarían acomodar sin golpe al ilustrado balbuciente. Éste semeja un paso procesional con tambaleo, basculeo y casi tropezón si no es por la altruista adhesión del guardia civil que en un pispás realiza un extraordinario acto de servicio.
Uno de los uniformados abre la puerta del vehículo y husmea el fondo sin incorporarse a la troupe. Atrás, los improvisados costaleros ponen a navegar la pierna izquierda del genio de las letras sobre el felpudo del vehículo.
—¡No, que así le pueden hacer daño! —grita la oriental que dirige el desfile.
—¿Ésa de los ojillos es la secretaria? —pregunta a lo lejos, desde otro lado de la barrera de seguridad, un estudiante.
—Es la señora filipina —contesta el maestro.
Antes que el Cadillac esté invadido, la limpiadora sortea el camino de obstáculos para ofrecer una esquinita blanca del programa impreso de la constitución de Humanismo y Naturaleza con el fin de que el famoso estampe un garabato o firma:
—¡Pobres! Fírmeme usted, por Dios.
La limpiadora insiste voluntariosa ante el pálido anciano con la mano derecha transparente de lejías.
La asistencial filipina suelta un manotazo contra el programa de Humanismo y Naturaleza:
—Perdone, señora, pero no ve —lamenta la presurosa filipina arrepentida por su duro gesto incontrolado.
La limpiadora sigue en sus cabales llena de confianza:
—No tema, señorita, le llevamos el dedo. Don Eugenio, firme, firme justo aquí. ¡Es tan importante para mi nieta!
—Verá. Es que tenemos que salir ya. Nos lo llevamos lejos del horror que acabamos de ver. Deje, deje, esto es un palo para él; y ahora no vemos un pimiento ni usted ni nosotros. En México le van a conceder la orden más excelsa de América Latina: El manto de Cortés.
—Así se aliviará del drama y de las penas de la edad —dice la subalterna.
—Que es casi un siglo —asiente la oriental con el visón notable.
Rodrigo Pomar también prepara la partida camino del congreso de su partido, donde presentará como logro del año la autopista de Puerto Nevado. Los periodistas menguan y los aún retenidos amablemente ante el puesto de mando acompañan la escena entre solapa y rechinar de dientes bajo el frío y el foco de quirófano de la Guardia Civil.
Poeta anónimo local: —¡Menuda cara dura!
Maestro: —El pobre sin ver y mira cómo lo hacen firmar.
Poeta anónimo local: —Es que la gente es muy pesada.
Transeúnte: —Que lo dejen morirse en paz al hombre. ¿O es que no ha ganado bastante con el paseíllo?
A otro lado del muro el editor de relatos eróticos indaga ante varios cerebros trasnochados:
—Si por lo menos Aziz hubiera dejado un manuscrito… Vamos a ver Asunta si se anima. De entre nosotros, ha sido la única que habló en privado con él.
Intelectual canoso: —Ah. Se refiere a Arrand.
Filósofo mayor: —¡Ah!
Intelectual jubilado: —¡Bah!
Poeta del norte: —Los condenados a muerte tienen mucho morbo.
Columnista: —Menos aquí. Lo que tiene morbo es seguir vivo.
Efebo sedente con los ojos pintados de kohol:
—Más morbo tiene el cura con su papadita y su canesú y la Miraflores ni ha caído. Puestos al morbo, ¡morbo clerical con sotana y botonadura!
Crítico: —Más morbo tiene don Eugenio con la ceguera y la inmovilidad: «Venga, mi don Eugenio; lleva toda la tarde con el susto, tome un poquito de jarabe de esencia de gusano; se está quedando usted en los huesos. Recuerde que debe recoger el manto de Cortés».
Filósofo mayor: —O Pérez con la luna. Ése sí que la pinta calva. Ni siquiera con el ruido se inmuta.
La legítima del artista murmura en otros corros. Por ello no puede contestar, sin duda, a la insinuación en nombre de su Pérez.
Crítico: —Dijeron que a las nueve de la mañana de mañana abre la exposición. Y ahí anda luna de Pomar arriba y luna de Pomar abajo sin cambiar de postura.
Cierto. En una de las alas del castillo, Pérez medita frente a los árboles ancianos acerca de la nocturnidad y el paso, a través de las noches de Pomar, de las distintas lunas del invierno. Los robles soplan un aire frío que el pintor aspira como si la bajísima temperatura fuese también reliquia natural. Mientras, las sombras se agitan entre la luna llena y él. De los asistentes al encuentro, puede que Pérez sea el único habitante de Pomar que ignora el drama. La legítima del pintor pregunta, de uno en uno, a los participantes de H y N de qué manera habría que hacérselo saber, en el caso, rarísimo, de no haber escuchado el estruendo que el atentado provocó. No obstante quienes conocen al artista barruntan que Pérez lo sospecha. Pues si no, ¿cómo ha dejado pasar la conferencia; y cómo, antes en privado, calificó la obra de Aziz de mediocre? A su pictórico entender, Aziz Arrand utilizaba la amenaza caída sobre él para crecerse literariamente. ¿Que para defenderse de sus enemigos debía dejar de servirse del encuentro Humanismo y Naturaleza y olvidarse de recoger abrazos de comprensión y apoyo, pasar al anonimato, operarse, escribir con seudónimo? Pues que no se sirviera, pues que no los recogiera, pues que pasara al anonimato; que se operase, que escribiera con seudónimo. Todo menos hacer el payaso en un país que ni siquiera era el suyo… Y Pérez pintaba y remataba con estos pensamientos entre lunas y lunas el escudo de Pomar al pie de los santitos rellenos en los países andinos y enderezados por la beatífica mirada de don Valerio: «Así quedan perfectos» —repite el de Nortesa por el chisme que sólo recogió esta frase antes de ser trasladado por mí a la bodega en sustitución del secuestrado.
Bajo la araña de Bohemia fundida a la entrada del claustro de columnas de capiteles dóricos, el editor de género erótico se justifica ante un profesor joven en régimen de tesis doctoral y del librero Inocencio Noya. El funcionario melladito y yo los contemplamos algo absortos:
—Asunta Miraflores y Aziz Arrand han estado juntos más de una hora en la bodega: él se habrá llevado un buen recuerdo al paraíso —anuncia el editor—; y Asunta está profundamente afectada. No hay derecho a lo que han montado esos criminales. Quedará un texto de ella. Otro también de Aziz, pues el árabe escribió toda la noche del miércoles en su encierro del sótano. Lo sabe perfectamente usted que vio la luz y estuvo en esa historia, don Inocencio.
—Quedará algo que Argenta editará —corta Inocencio Noya.
—¿Editará?
—El manuscrito. Se lo habrá entregado a su editora Argenta, caballero —sigue el anciano y bigotudo librero.
—O al etarra que ha venido con él —dice el funcionario mellado salpicándome el oído de saliva.
—No es un etarra, sino un ex —intervengo en ausencia de parte.
—Me da lo mismo si ha matado —me salpica otra vez.
—Eso de que ha matado se lo inventa usted —paso a la defensiva.
El crítico Lora, algo taciturno, regresa del lavabo perfumado como un bebé:
—¿Qué séquito llevan en Europa los escritores perseguidos?
Escudriña en el rostro de Inocencio Noya, librero experimentado en el pasado en estampidas en íntima conversación, apartada, con el inspector cara de mono bajo el san Juan Bautista. Pese a aparentar consternación, el librero responde en voz bien alta:
—¡Menos que el premio América, el ciego que nos mira! El mismo que cualquier otro que lo precise: Un coordinador con los servicios secretos del país en el que reside (léase al BND alemanes en el caso de Aziz); luego, lo que se puede, lo que le dejan —responde Noya.
—Y, como es escritor de ventas, la editora. Pero en la casa ¡todos hemos sido su séquito! Desde ponerle un plano de la costa cantábrica en las manos hasta llevarle a su refugio postales de la zona y un catálogo de los santitos de Pomar, a lo que usted y yo nos opusimos —continúa el crítico, con codazo al librero.
La limpiadora de horas tan vitalmente extraordinarias, con el logrado autógrafo del premio América en su movida faltriquera, de negro monacal, recita recogida detrás de la columna la oración preferida de don Valerio con el fin de procurar una buena morada al muerto inevitable: «Contempla la suave luz que inunda el cielo de Oriente. Los cielos y la tierra entonan juntos himnos de alabanza. Y de los cuádruples poderes manifestados elévase un canto de amor, así del fuego flamígero, como del agua fluente, y así de la tierra de suave perfume como del aire impetuoso. Y Dios contigo».
—No es eso —dice el vendedor de exvotos, experto al parecer en letanías.
—Es así —remacha la gobernanta de Pomar, cojita y de marrón—. Por lo menos de esa manera terminamos cuando sale el cargamento que viene de Colombia para Rusia una vez que el pintor les pone el sello.
No obstante, la cojita de marras reprime a la limpiadora enfervorizada con un pellizco punitivo. Conductas tan indiscretas no están autorizadas por don Valerio. El cachas mulato que acompañaba al premio América y al apéndice filipino con visón regresa como un dardo camino del despacho vacío de Luis Cruz: golpea la puerta con los nudillos, abre, entra en él, da un giro de ciento ochenta grados, escapa y cierra en seco. Se encara con la multitud.
—Con la broma de la explosión olvidaron los gastos del viaje desde Uruguay de don Eugenio y su señora. ¡A un inválido, a un premio América! ¿Quién se hace cargo ahora, carajo, de abonarle a don Eugenio lo que es suyo?
Murmura la filipina con tal suspiro de geisha a la vera de su instrumento que el funcionario lo va a solucionar.
—Que esperen un poco a que esto se serene —ruega la gobernanta, cojita y razonable—. ¡No tengan prisa! El aeropuerto de Vitoria está tomado por la niebla.
El cachas mulato (pelo rapado, jersey de ochos algo deslavazado) toma en volandas al premio América y habla para la filipina que finge tener paciencia y que en tono menor se crece cual monjita obcecada en la protesta. Don Eugenio rabia que se quiere marchar. El cachas explica que no pueden abandonar Pomar mientras no lleven compensación de talonario. El cachas vuelve en busca del funcionario mellado, desaparecido, o de Luis Cruz, posiblemente ya con el ataúd en el viejo aeródromo militar. Se tropieza el servicio con Marcial Peña y Bruno Seoane que cambian de mirada y tercio. La pareja de cargadores ignora verdaderamente dónde se ha dirigido el nostálgico de las banderas.
—Pues muchachitos, vengan acá, gallegos de mierda, ¿qué cosa estaban haciendo ustedes con la santería que les importaba más que don Eugenio y más que el mártir de los integristas? ¡Que lo hemos visto, coño!
Marcial Peña y Bruno Seoane no responden a la provocación. Pero enseguida acude Josechu a toda velocidad para marcar el tráfico que ejecutan ambos subordinados:
—¡El tapia, el tapia, el kan es el cobai!
El policía cara de mono entra en acción. Golpea contra el parachoques del Cadillac una figurita que representa a san Fulgencio. Un río de nieve cálida se expande hasta el suelo romano. Yo, que situé la propaganda de la agencia de prensa y traducción de Orbe detrás de la cabeza pelirroja de Aziz Arrand en el estreno, temo pagar el pato.
El columnista don Mariano se fija las lentillas con poco éxito: «¡Mierda de oscuridad! Nosotros llevamos la cosa como buenamente podemos. En cambio él tenía que enchufarse a la televisión hasta ayer para evadirse. Unía a la ansiedad que padecía unos extraños ataques de asma, dicen. Vamos, que estaba hecho un cromito, con pelusa y traje de señora si quería salir por cuenta y riesgo de su menda. Y si se le ocurría sacar adelante su cuerpo serrano sin ningún disimulo, tenía que hacerlo entre guripas. ¡Mejor está en el cielo, coño!».