… Mi ama Malika no había cumplido veinte años cuando cuidaba cada tarde por decisión del Auxilio Social de Tetuán y del ejército español allí instalado la casa del halcón, reservada por éstos para la subsistencia de sus palomas mensajeras y otras aves de paso. Malika la tenía a su cargo sin recibir a cambio salario alguno, con el consentimiento del abuelo que decía a la familia que el único día que ella estaba dispensada de realizar esta tarea era en la fiesta de Aid El Kebir o del cordero, pero el resto del año lo debía hacer para expiar su mala conducta por no avisar a los soldados españoles de un acto de sabotaje que se realizó delante de ella a comienzos de la guerra civil española.

El abuelo Amín era un hombre bueno. Él fue quien —según nuestra costumbre— degolló el cordero al alba al séptimo día de mi nacimiento: tras la invocación de la fatiha o azora inicial del Al-Corán, elevó las manos al cielo y pidió a Dios que yo fuese hombre de bien pese a haber nacido de una mujer infiel. Alrededor del samovar solía referirse largamente a la prosperidad que había llegado a nuestra tierra que el Hach español despertó en poco tiempo al bienestar y a la luz de la sabiduría a pesar de las difíciles circunstancias por las que atravesaba el mundo y el norte de África. El padre de mi padre decía que el Hach había conducido la nave en medio de las tempestades y en nombre de una misión inmortal. Por eso en todo el norte de Marruecos España era considerada una potencia amiga.

Siendo yo todavía un niño alcanzábamos ambos a paso ligero la Puerta de Ceuta y la Plaza de los Parados donde harían corro poco más tarde los jubilados de la guerra española para cobrar el salario del Hach (que era el nombre por el que conocían en mi casa al jefe español) y luego caminábamos un buen trecho de tierra entre las filas de arrieros. En Tetuán los soldados españoles eran admirados por su audacia y valor en las misiones de peligro y temidos al mismo tiempo porque eran imprevisibles. Los árabes del norte acostumbraban a decir que los españoles primero empezaban la guerra y después identificaban el objetivo contra el que disparar. Y es que los militares españoles deseaban hacer, desde toda la vida, guerras de tiros y no guerras de desfile, como acostumbraban siempre los franceses. Se dice que los españoles tiraban y tiraban en la guerra del Rif, y cuando caían lo hacían al grito de «¡Viva la Legión!». En cambio, en las etapas de pacificación y de pactos con los rifeños, los españoles no sabían a qué dedicarse salvo a cazar halcones, y no era cosa dejar todo el norte de África sin aves. El Hach dijo delante de mi abuelo y de mí que las guerras sin tiros eran una verdadera porquería, un trabajo como otro cualquiera, mientras que las guerras de tiros y el llamado patriotismo militar empezaban a ganarse el premio de la gloria. Patriotismo que se extendía al ejército de Marruecos donde España prolongaba a pocos kilómetros de distancia su misión imperial. Para ello, el Hach deseó durante la dictadura de Primo de Rivera desembarcar en Alhucemas para reforzar así la idea de un protectorado en toda regla frente a la parodia de una ocupación sin demasiadas alharacas que hubiera alimentado la insurrección de las cabilas. En cierta manera los españoles eran también queridos porque frecuentaban los barrios de los nativos —en contra de la costumbre gala de separar la ciudad árabe de la europea—, considerándonos vecinos a todos los efectos y, al final, colaboradores en la guerra española llamada «de liberación».

Delante del Hach y de su gente el abuelo no solía referirse a las antiguas luchas de España contra los marroquíes del norte, porque no pensaban lo mismo. Comentaba, no obstante, el paisaje hermosísimo y variado de España, la historia común y la creencia, compartida, en un Dios único y misericordioso, como muy bien ambos constataban en las azoras del Al-Corán. Reconocían que los musulmanes reclutados para el ejército del Hach en la guerra española miraban las montañas de la península Ibérica como si se tratara de los jardines del paraíso prometido y entraban en combate con el estómago vacío a imitación del Hach cristiano, que comulgaba en las misas de campaña pensando en la batalla y guerreaba en idéntica actitud de vigilia.

El abuelo Amín escuchaba al cristiano con admiración y atendía cuanto murmuraba acerca de los defectos de las familias antiguas del norte de Marruecos, salvo la nuestra («ustedes son moriscos españoles, más españoles que moriscos, por el Arrand, apellido igualmente de un estrecho colaborador de nuestra guerra»), a las que tachaba de hipócritas y de camaleones por el cambio de voto y de criterio a favor de la República, y por sus conchas.

Sólo en una ocasión mi abuelo pidió al Hach (como nunca lo había hecho delante de nadie ante los ojos de la propia Malika y los soldados españoles de guardia) misericordia para el grupo que resistió en el pequeño aeropuerto militar en los primeros días de la rebelión contra el gobierno legítimo de la República, entre quienes se encontraba casualmente mi padre. Pero el Hach, muy serio, lo acompañó hasta la salida del cuartel y cerró contundente la puerta sin darle los dos besos. Como Malika iba algunos metros por detrás, los soldados españoles hubieron de abrir la puerta de nuevo para que ella saliera. (Ocurrió tras el sabotaje aéreo que realizó el puñado de españoles republicanos y sus compañeros marroquíes para frenar el envío de tropas a la costa española ante los cómplices ojos de mi ama, sin que ella avisara a los soldados rebeldes de lo ocurrido ni pudiera evitarse dada la acción el retraso en el envío de efectivos aéreos militares de apoyo a los rebeldes de la orilla española todavía en manos de la República).

De ahí que Malika fuese castigada por aquellos hechos a cuidar, mientras viviese, de las palomas mensajeras del ejército del Hach en la llamada casa del halcón. No obstante, las pequeñas diferencias iniciales entre el abuelo Amín y el Hach se resolvieron alistándose toda la tribu de los Arrand, menos mi padre —desaparecido por azar en el primer enfrentamiento consecuencia de la guerra española— en el ejército mixto que invadió el sur de España «en el nombre de Dios» rememorando los dos grupos la hazaña de Tarik en el año 711. Fruto de ello fue la construcción de nuevas mezquitas en el norte de mi país.

Malika había aprendido a hablar en la lengua de aquellos españoles fusilados dentro de la misma fortaleza cuartel cuando comenzó el llamado, por sus ejecutores, Movimiento Nacional, en la escuela que éstos habían fundado en una dependencia exterior de la Mezquita Grande en el barrio de Bled, a cargo de la cual se hallaba un estudiante de Derecho y republicano llamado Carlos Alba, escapado por mar en una barca desde Ceuta hasta la costa de Málaga que lo salvó de los fusilamientos que tuvieron lugar en Tetuán, aunque lo puso en peligro semejante al verse arrastrado por la corriente del Estrecho y, probablemente, tragado por una de aquellas olas gigantescas. Contaban que a los dos días del sabotaje los soldados del Hach encontraron el cuerpo de Alba en una playa cercana a la ciudad, que alguien dijo haber enterrado sin honores militares dada su vinculación con el grupo de leales al gobierno republicano. Pero Malika no los creyó del todo. Y como si obedeciera a un impulso incontenible, tomaba y retomaba el libro que le entregó el cristiano para hacer prácticas de lectura, y tras haberlo acabado una vez, lo releía otra, convencida de que las letras del alfabeto español acabarían atrayendo al mentor a la escuela del Bled en la que nunca más hubo maestros españoles. O lo devolviera, en su defecto, a la casa del halcón.

Por las tardes cuando llegábamos al cuidadero de aves Malika colocaba en el pico de la paloma mensajera más vieja una copia de las letras aprendidas con el fin de que, dondequiera que estuviera el español, el mensaje llegara a su destino como muestra de agradecimiento y afecto.

—Malika, ¿qué has escrito? —pregunté una tarde lleno de curiosidad.

—He escrito «alif» —nombraba así la primera letra del alfabeto árabe.

—¿Para qué?

—Para que el estado de gracia llegue a quien la lea.

Vestida con un caftán de colores alegres, Malika se movía con soltura de hada entre las jaulas y los nidos de las palomas llevándome de la mano hasta que yo aprendía los nombres de los pájaros de crianza cautivos y de todos aquellos que iban de paso por el norte de África y repostaban a lo largo de aquellas galerías desmesuradas. Y los pájaros de la casa del halcón le debían estar agradecidos, porque piaban y piaban cuando la veían aparecer con algo de comida y agua fresca con su caftán de colores vivísimos y, en cambio, al irnos, todos languidecían.

Asumí que Malika amara a aquellos pájaros bastante más que a mí porque, a su juicio, yo estaba más protegido por ella y mi familia que los pájaros libres, acechados por venenos, disparos y cepos en unos años en los que todavía no habían llegado al norte de Marruecos los pesticidas empleados en el territorio marroquí ocupado por los franceses. Así me presentó al pájaro ratonero, que vimos en cosa de segundos planear, lanzarse sobre su presa y devorarla detrás de un matorral que ocultaba un cañón. Al alcotán, que pasaba los inviernos en la cornisa de nuestra residencia y nunca entró en la del halcón. Explicaba Malika que parecía, más que alcotán, arqueólogo, porque siempre andaba pegado a las construcciones antiguas frente al gusto experimentado por otras aves migradoras. Mis preferencias iban por los pájaros de cría (Malika y yo seguíamos el proceso de siete semanas hasta que, finalmente, los pollitos abandonaban el nido), un buen número de ejemplares pequeños que daban los primeros pasos en la buitrera y luego se escapaban hasta la colina de Yebel Dersa, adonde los seguíamos en los viejos Ford de los soldados españoles cuando hacían nuestro mismo camino y se prestaban a llevarnos. Alguna vez las águilas que venían de Yebel Habibi nos asustaban con el característico «auc, auc, auc» sobre nuestras cabezas como si desearan confundirnos y dispersarnos… pero Malika y yo les hacíamos frente desde el suelo con un «uac, uac, uac» que daba resultado y de manera automática las espantaba.

—Esos aguiluchos son las almas de los yins, los demonios que vienen a la tierra a castigar a los hombres —señalaba muy seria.

—¿Por qué nos tienen que castigar los yins, Malika?

—Porque ése es su oficio. Si no nos castigaran sobrarían en el mundo. Así que reza, Aziz, para que no te vengan a castigar los yins.

Dije que no con la cabeza.

No sé por qué Malika me aconsejaba rezar si nunca la escuchamos orar a ella en voz alta. En cambio hablaba de las letras del libro del cristiano como si fueran azoras del Al-Corán. Al ver que yo no rezaba a pesar de su ruego, me dio una palmadita en el cogote y dijo:

—Di ha.

—¿«ha»?

Ha es la letra del misterio, la letra mágica que neutraliza el poder del diablo. Di ha, Aziz.

—¡Ha!

—Muy bien, Aziz. Ya podemos volver de la casa del halcón.

Dentro de la casa del halcón, al final del patio, había un sauce cuya copa alcanzaba la amplia terraza a la que accedíamos por una estrecha escalerita de cemento en la que el ama tendía su ropa recién lavada, y ante la copa de este sauce Malika susurraba las lecciones que había aprendido del cristiano como si se confiara a aquellas ramas decadentes y repitiera, con ellas por testigo, las susurrantes palabras u oraciones. Alguna vez lloró en mi presencia sin que apenas yo lo notara: Casi siempre lo hacía de espaldas a mí, a la abuela, a las aves y al halcón. Pero otras no lo podía disimular. A la vista de esta conducta creí entender que en la casa del halcón, separados por toda aquella tribu de aves multicolores y chillonas, Malika tenía dos rincones para cantar o para llorar, según, por este orden, cada una de las tardes en las que llegábamos de la mano al criadero. En cambio, en la casa del abuelo Malika sólo tenía la cocina para sus expansiones y gimoteos inesperados. En la cocina llorar no era difícil dadas las cantidades de cebolla que se empleaban en el tayín que Malika preparaba con la abuela Aixa para el almuerzo una vez por semana. Sin embargo cerca del sauce ella lloraba muy gustosamente, pues —según me explicó— el sauce es un árbol que agradece mucho que le lloren al lado. Por eso regresaba con un brillo de cara especial cada vez que ocurría.

—Muy lejos de aquí existe la ciudad de los sauces, que es la estancia de la inmortalidad —señaló con el índice en dirección a Larache y el Puente del Lukus.

—¿En la inmortalidad se llora? —le pregunté.

—Seguro —dijo—. Porque si no llorásemos, ¿qué tipo de inmortalidad sería?

El más fuerte y viejo de los pájaros que transitaban por aquella nave era el halcón peregrino. Su vuelo desplazaba automáticamente a las palomas mensajeras, a los azores y a las gaviotas. El halcón no veía tanto como la urraca, de eso estábamos convencidos, pero ostentaba, en efecto, don de mando. Tenía la nuca roja y una mancha naranja en el centro del pecho. El plumaje era pálido y esbelto, la cola corta, las patas amarillas y el ala de puñal. En los inviernos solía escaparse a la playa y en los veranos se resguardaba en la cornisa del vivero. Tomaba la comida en vuelo picado y si sentía necesidad de identificar un objetivo sobre el que caer, movía, oscilante, la cabeza. Nunca le vimos hacer nido.

—¿Por qué no hace nido el halcón, Malika?

—Porque es un halcón peregrino. Su vuelo es su casa.

—Pero es un halcón sabio. ¿Por qué no sabe hacerse un nido?

—Es fuerte y sabio porque ha bebido agua bendita de Mulay Driss. Por eso parece más bien un ángel que un halcón —explicaba Malika.

—Pero la ciudad de Muley Driss la tienen los franceses. ¿Cómo puede ser un ángel quien ha bebido de una fuente en la ciudad que gobiernan los franceses?

—Antes que de los franceses Mulay Driss era del sultán —concluía mi ama muy segura.

Después de suspirar a la sombra del sauce, Malika cerraba la casa del halcón y nos encaminábamos siguiendo el vuelo de este pájaro a la residencia del abuelo Amín. Malika era mi hada. No había duda. Así lo expresé cuando contaba alrededor de siete años delante de mis primos para darles envidia, puesto que ella y yo manteníamos una relación más estrecha que la que ambos, de hecho, practicaban con el ama que me crió:

—Malika es un hada. Ha venido del cielo.

Yamal y Hassan acababan por hacerme llorar como en otras ocasiones:

—Malika no es un hada, sino una prostituta. Ha venido de un burdel de Casablanca por el puente del río, a pie, y desde que está aquí se encuentra por la noche con los soldados españoles en la Puerta de la Luneta. Terminará escapándose otra vez al burdel.

Yo no cedía:

—Eso es mentira. Malika es un hada y sabe de pájaros más que nadie en el mundo.

Mis primos Yamal y Hassan estaban confundidos porque mi ama sólo hablaba, con los cristianos, de letras. Malika me contó que poco antes de la guerra de España, ella fue enseñada a leer por aquel soldado de diecinueve años destinado en el aeropuerto de Sania Ramel a las órdenes del jefe de la aviación de la zona, Ricardo de la Puente Bahamonde, primo del Hach español. Este maestro cristiano de la mezquita grande de El Bled, a quien más adelante ella mandaría ilusoriamente letras en el pico de las palomas, había comenzado el año de 1936 en el que yo nací estudios de Derecho. Pero a Malika no le enseñaba leyes sino generalidades. Por otra parte, Malika no podía verse con los soldados españoles, como decían mis primos, en la Puerta de la Luneta porque todas las tardes, al anochecer, el centinela del cuartel español más próximo llegaba a la casa del halcón y cerraba la puerta de hierro con un cerrojo enorme sin comprobar si Malika estaba con las palomas o en el patio o nos habíamos marchado ya, hecho que ocurría generalmente cuando Malika dormía en la cocina en la casa del abuelo Amín. Pero alguna vez se olvidaba de regresar o esperaba hasta el amanecer a que su ropa recién lavada se secase y dormía bajo las estrellas.

Desde que yo tengo recuerdos, Malika me llevaba todas las tardes sin faltar una a la casa del halcón donde aprendí a cantar con los canarios y desde donde ella, en agradecimiento a su maestro, enviaba cartas imaginarias a quien le había enseñado a hilar palabras en su lengua española, aunque todos suponíamos que el estudiante había caído desgraciadamente al mar en su arriesgada y peligrosa retirada. Es decir, que las cartas dirigidas a él por Malika debían ir a parar a manos de otras personas, por casualidad. Y así como los aviones Fokker, el hidroavión Dornier y el Douglas DC-2 ya reparados por las gentes del Hach partían de Tetuán en viajes militares de ida y vuelta a la costa española mientras hubiese luz, las palomas mensajeras y los halcones de Malika hacían recorrido inverso ante los propios soldados españoles de la Legión, cuya aureola de valientes y de violentos en Tetuán se tejía paralela a la fama de salvajes, de cobardes y de traicioneros que los cristianos achacaban también, en los peores momentos, a las gentes norteafricanas.

Cuando el domingo 19 de julio el Hach español hizo su entrada en la ciudad desde el aeródromo, el abuelo Amín fue uno de los pocos privilegiados que lo escucharon decir: «España se ha salvado, España se ha salvado». El abuelo siguió en la comitiva hasta Dar Riffien en representación de los aliados marroquíes del ejército de ocupación y fue condecorado por los generales del Hach junto con el Gran Visir Sidi Ahmed el Gamnia, pues ambos habían contribuido la víspera a acallar un motín antiespañol después de un bombardeo con víctimas entre los musulmanes. El abuelo Amín actuó así para honrar también a otro amigo, Francisco Arranz, jefe de la disminuida aviación franquista en los comienzos de su guerra, a quien llamaba hermano dada la coincidencia del apellido del cristiano con el sobrenombre de nuestra familia.

—Primero salvaremos España, después Marruecos —dijo el Hach al abuelo como si hablara un santo.

El abuelo asintió con la cabeza y ambos marcharon juntos a comer el cordero a la sede del Alto Comisariado español en Tetuán y luego el abuelo Amín paseó alrededor de la Plaza de España con el señor Beigbeder, quien sería ministro de Asuntos Exteriores, el mejor contacto del Hach con los nacionalistas alemanes.

Recuerdo el bigotito del señor Beigbeder, su cabello pegado con fijador y unos ojillos escudriñadores detrás de las espesas gafas, el día que asistí con el abuelo y mis primos a la proyección de la película Paz en la guerra. Era enero de 1940. Por esos días se preparaba en Tetuán la fiesta de Aid El Kebir en la que el Hach se gastó medio millón de pesetas bajo el lema de «ni un solo hogar musulmán sin cordero». Estaba probado que el Hach español amaba Marruecos, como antes se sintieron fascinados por mi medio país los africanistas Primo de Rivera y el mismo rey Alfonso XIII, que visitó Marruecos con la reina Victoria Eugenia en un alarde evangelizador. Y sus hombres, generales y amigos, también: Mola amaba Marmecos, Yagüe amaba Marruecos, el señor Beigbeder amaba Marruecos, Serrano Suñer amaba Marruecos. Pero necesitaban hacerse desde allí con una recomendación ante Hitler para obtener una decena de aviones de transporte de tropa alemanes con la tripulación correspondiente. Los aviones habían sido saboteados por los soldados fieles a la República española mientras Malika llevaba tabaco a los destinados en la base aérea y esperaba a su maestro Carlos Alba en la mezquita grande del barrio del Bled. Pero como estos aviones no pudieron cruzar el Estrecho, los soldados del Hach se encontraron con bandadas de halcones que iban y venían a su antojo con mensajes republicanos mientras el jefe de los rebeldes, primo hermano del Hach, era fusilado con los suyos al amanecer por la actitud defensora mantenida, en tanto el español de la mezquita grande se echó al mar en una frágil barca rumbo a la costa española fiel a la República justamente cuando entró en la de África la última bandada de halcones del verano:

—Éstos son los pájaros de la victoria —murmuró, según cuenta la abuela, la misma Malika apretando un paquete de tabaco Manila que nunca más podría entregar a aquel maestro de español—. Viene de España: El Hach ha ganado la guerra.

Y se marchó a llorar al sauce.


… No sólo lloraba Malika a la sombra del sauce sino también en la oscuridad cada vez que tenía ocasión. Lo constaté el día que me llevó junto a mis primos y con el abuelo en la tribuna de notables al Teatro Español donde ponían la película Paz en la guerra, al final de la cual los jefes militares entregaron al Hach la Cruz Laureada de San Fernando. Los fondos así obtenidos se destinaron a la construcción de un sanatorio antituberculoso en Tetuán. Durante la proyección de la película, los pequeños carraspeábamos con ganas para contribuir a tan grande y humanitario gesto del Alto Comisariado General. Malika, sin embargo, lloraba en silencio hasta que prendieron la luz y entonces no tuvo más remedio que tragarse el llanto y ocultar la cara tras el velo de seda bordado con punto de Fez. Sobre esta manera de ser la abuela Aixa decía que el llanto era bueno para la piel y también para expulsar los demonios del cuerpo, aparte de ahorrar meadas a lo largo del día. Tras oír el sermón, Malika asentía con un suspiro, pero, en el fondo, no hacía caso. La verdad es que nunca la vimos entrar en el retrete. Sin duda evacuaba por medio de las lágrimas que a su vez impregnaban directamente el velo bordado con el punto de Fez, con crucecitas.

El día de la proyección de la película Paz en la guerra en el Teatro Español de Tetuán, tras empapar el pliegue del chador que le ocultaba el rostro, mi ama hizo lo propio con la manga de su caftán y casi llega al codo si no es porque tuvimos la suerte, que en el caso de ella fue desgracia, de que las luces se encendieran para dar por comenzado el acto oficial que sucedió al fin para que el llanto de Malika fuese aplazado. La expresión de sus ojos caramelo se recompuso por el momento al tener lugar la entrega al Hach de la citada Cruz Laureada de San Fernando por parte de los generales de Tierra, Mar y Aire, la guardia marroquí del Jalifa y el pueblo musulmán, y el Hach se hizo oír con voz frágil y severa y los asistentes guardamos un respetuoso silencio.

El discurso del Hach era esperado fervientemente por dos filas de miembros destacados del Ejército y del Gobierno acomodados en sendas sillas tapizadas de terciopelo oro. A la derecha del orador, el señor Beigbeder y Serrano Suñer, representantes de la llamada por el Hach «conciencia nueva, juvenil y operante ante la hipocresía e ineficacia de los viejos sistemas liberales», parecían refrendarlo como poseedor de la verdad.

Tras una espera de cinco minutos, el Hach leyó el discurso que le entregó Beigbeder con una revencia:

«Mi general, señores generales, jefes y oficiales de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire: Habéis querido tener la gentileza de valorar este preciado galardón, queriendo ser vosotros los que me ofrecieseis, como muestra de cariño y lealtad, esta preciosa Cruz de San Fernando que compendia los ideales de todo militar por su significado en el orden de los servicios a la patria. No podemos en este día y en estos momentos dejar de recordar su significado, y como esa Cruz de San Fernando ha ido tejiéndose, día tras día, con las esperanzas, las ilusiones y los laureles de las sucesivas victorias, como también se fue dibujando su venera con la sangre de nuestros caídos, sobre las espadas y bayonetas de nuestros soldados, sea, sobre mi pecho, rúbrica de un mandato de nuestros muertos, y sobre el corazón, símbolo de estima, de caballerosidad y de unidad, y en todos los momentos signo que nos acerque a los caídos y un motivo de evocación en el cotidiano batallar con las asechanzas humanas, legítimas y necesarias para templar el espíritu de los hombres y para fortalecer el coraje de los soldados…».

El Hach leía contemplado como un dios por la guardia mora de las primeras filas, los parados de la Plaza de España apostados delante de los palcos, los funcionarios amnistiados de Aid El Kebir con nuevo juramento y los jubilados del patio de butacas que aireaban las llaves de las viviendas municipales recién adjudicadas mientras Malika empapaba de nuevo sus ojos a lágrima tendida atenta a las palabras cantarinas del Hach:

«Hemos hecho un alto en la batalla, pero solamente un alto. No hemos acabado nuestra empresa, no hemos hecho la revolución; no se ha derramado la sangre de nuestros muertos para volver a los tiempos decadentes del pasado; no queremos volver a los tiempos blandengues que nos trajeron los tristes días de Cuba y Filipinas. No queremos volver al siglo XIX. Hemos derramado la sangre de nuestros muertos para hacer una nación y para forjar un imperio. Y al decir que hemos de hacer una nación y crear un imperio, no pueden ser éstas palabras vanas en nuestra boca, y no lo serán. Hemos de forjar la unidad de España, una España mejor, plena de grandeza y de contenido político. Hemos de hacer política, señores; mucha política. Y digo política llenándoseme el corazón con la palabra. No la política mala de los tiempos del siglo XIX; no la política liberal, que enfrentaba al hermano con el hermano; no la política de nuestras clases, que despertó vuestro desprecio y justamente os encastilló en los cuarteles, sino la política de la unidad de España. Pues habéis de saber que esos siglos de oro de nuestra historia, esos siglos que miramos como cimientos de la nación española, los siglos en que Isabel y Fernando llevaban sus pendones por España, eran hermanos del que ahora alumbramos. Una España dividida, una España sojuzgada, una España llena de miserias, una España rica en cicateros y egoísmos fue la que ellos encontraron. ¿Y qué es lo que hicieron los Reyes Católicos? ¿Qué fue su primer acto político? El matrimonio de Isabel, el de preparar la unidad de España, uniendo los dos grandes pedazos en que estaba dividida, sacrificando las conveniencias y el corazón por la grandeza de la patria. Acto político, eminentemente político, de una reina ejemplar. ¿Qué significó el derrumbamiento del poder de los señoríos y el alivio de la miseria de las clases del pueblo con la supresión del despotismo secular de las tierras de España, sin los actos eminentemente políticos de los Reyes Católicos? Y cuando asumió el rey todos los poderes y vinculó en la Corona las Maestrías de las Órdenes Militares, las fuerzas de choque de entonces, ¿qué hizo más que un enorme acto político para fundir el poder de los ejércitos de entonces con el soberano?».

Casi al término del recitado se unían en cantinela las palabras del Hach cristiano y, otra vez, las lágrimas de Malika sobre el haik o manto. Ella permanecía empapada por las lágrimas al mismo tiempo que el Hach lo era por el sudor. Más que una pena, parecía un cante a dúo en la penumbra del Teatro Español de Tetuán bajo las candilejas.

—Malika, los cristianos no usan la mano para limpiarse las lágrimas.

—No. Tienen pañuelos grandes.

—¡Ah! Y cuando hacen sus cacas se las quitan con papel que llaman papel higiénico. ¿Es que no hay agua en la tierra de los cristianos?

—Sí que hay, Aziz, pero les gusta menos que a nosotros.

—Por eso no hay fuentes en los retretes de los cristianos, sino papel.

—Eso, Aziz.

Mientras tanto, el Hach alzaba la voz desde el centro del escenario:

«¿Y qué fueron Cisneros y Mendoza, al lado del rey, abrazados estrechamente a él, más que la unidad de la cruz y de la espada presidiendo un pueblo? ¿Y qué significado tuvieron las epopeyas de la Reconquista más que la ejecución constante y sistemática de la directriz política de la nación en busca de su unidad? (…) El mandato de Gibraltar, la visión africana, la unidad política, expresión política, mandatos políticos que pasados cuatro siglos aún perduran en eterna lección. Ésta es mi inquietud, que sintáis toda esta vida de España, que abráis vuestros corazones a la unidad, que aprovechemos la lección que estamos recibiendo. Vivimos los momentos más interesantes de nuestro siglo. No queremos la vida fácil y cómoda; queremos la vida dura, la vida difícil, la vida de los pueblos viriles. Nos asomamos a Europa y en África estamos con títulos justos y legítimos. Quinientos mil muertos por la salvación y por la unidad de España ofrecimos en la primera batalla europea del orden nuevo…».

—Cuando termine el Hach iremos a la casa del halcón a dar de comer a las palomas y a enviar letras en español con ellas —dijo Malika entre suspiros.

—¿Tan pronto? ¿No esperaremos a los juguetes?

—En el momento en que lleguen los juguetes iremos a ver al halcón. Ya sabes: el halcón es el dios del aire, no podemos fallarle.

—¿El halcón es más importante que el Hach, Malika?

—El halcón es más importante que el Hach.

—¿Y más importante que el abuelo Amín?

—Más importante que el abuelo Amín. Los halcones son los mala’aika, los ángeles del más allá, Aziz. ¡El vuelo del halcón es tan importante como el vuelo de Dios!

Allá en el escenario, el Hach sudaba frente abajo, guerrera abajo, mangas y piernas abajo. También los generales. Yo escuchaba a la vez el cloc, cloc del sudor del Hach y los generales y el bup, bup del llanto de Malika con sus correspondientes suspiros sobre el haik. El Hach terminó al fin:

«No estamos ausentes de los problemas del mundo; no han prescrito nuestros derechos, ni nuestras ambiciones. La España que tejió y dio su vida a un continente, se encuentra ya con pulso y con virilidad. Tiene dos millones de guerreros dispuestos a enfrentarse en defensa de sus derechos, pero no serían nada estos guerreros, no sería nada nuestro material, ni nuestra fortaleza, si entre las decisiones de un pueblo pudiera el enemigo abrir su brecha (…) Ésa es la disciplina. Uno que manda con su ejemplo, responsable ante las jerarquías superiores, cuando no ante el supremo juicio de la historia, y otros que, ciegos, le siguen y obedecen, como siguieron a Fernando e Isabel, como siguieron a nuestros caudillos en las tierras remotas de América y como me seguiréis desde esta villa africana a la victoria. En homenaje a nuestros muertos, en recuerdo de éstos, afirmad conmigo: ¡Arriba España! ¡Viva España! ¡Viva Marruecos español!».

Tras el largo aplauso de los allí reunidos, tomó la palabra el abuelo Amín, situado en el estrado de los notables marroquíes quien comenzó a disertar sobre nuestra bella ciudad, nuestra ciudad blanca, la gran ciudad de Tetuán, de aspecto elegante, de sorprendente hermosura, magnificencia admirable y singular situación geográfica en la historia del despertar musulmán, que trazó páginas de renglones resplandecientes y fue el más relevante modelo entre las ciudades del Marruecos despierto, habiéndose distinguido por sabios que tanto consagraron facultades para la difusión de las más destacadas ciencias y la inculcación de la luz del saber. El abuelo habló en el nombre de Dios:

«Aunque sólo hubiera perpetuado —dijo en perfecto español— la memoria de hombres tan preclaros como el Kadi Aliad, Abul Hassan el Metiui, Abu Zraa, autor éste de la célebre obra Al Muzar, y el primero que introdujo y propagó el Corán en Marruecos, según refiere Abul Abbas Al Asafi, por boca de su maestro Iben Mohammed El Hayui, sería ello suficiente para la gloria del norte».

Señalaba el abuelo que el norte de Marruecos se había distinguido por sus bibliotecas científicas que ascendían en la historia al número de catorce mil doscientas ochenta, las cuales estaban dedicadas a los estudios, siendo la más antigua de ellas la del cheij Abul Hassan Chari y también la primera que se dedicó en Marruecos a los amantes del saber, habiéndose distinguido asimismo por sus ribat y sus zauias, cuyo número fue de cuarenta y siete entre las que se destacaban como la más notable la llamada Ribat Said y la zauia destinada para asilo de forasteros y caminantes, cuya construcción se debió a la generosidad del sultán Iben Ainan el Merinida.

En el bolsillo del caftán, Malika guardaba un paquete de tabaco Manila junto con un frasquito de aguardiente de higos. Dada la estrechez del lugar y el amontonamiento de los aposentados, yo percibía ambos objetos al menor roce:

—¿Tú fumas, Malika? —intenté distraerla.

—No. Es para el halcón. ¿Sabes? El halcón a veces se aburre.

—¿También bebe el halcón aguardiente de higos?

—No, el halcón no bebe.

—Entonces, ¿por qué llevas en el bolsillo mah-hia?

—Es para curarme el resfriado, Aziz.

El abuelo continuaba el panegírico del norte de Marruecos ante el Hach, quien ya estaba impaciente por cantar con los generales el himno de la Legión y marchar a desfilar a otros cuarteles.

«Mas de este maravilloso progreso y de este adelanto no igualado por nadie —dijo el abuelo Amín desde el lugar del escenario destinado a los notables árabes—, fue extinguida su luz y marchitada su flor, condenados sus monumentos y manifestaciones por las vicisitudes de los tiempos, hasta que Dios le otorgó una voluntad que velara por los derechos a fin de que no quedasen sepultados y por sus monumentos al objeto de que no continuasen abandonados. Esa voluntad, poderoso sostén de la grandeza, es la desarrollada por S. E. el Hach en nuestra tierra. Él ha mirado al norte con ojos de amor y cariño, ya que lo primero que ha realizado para cicatrizar sus heridas ha sido la edificación de una Gran Mezquita musulmana, debida a los afanes del hermano predilecto de los marroquíes, don Juan Beigbeder. Por eso, en este grandioso acto en que recibimos la llave de esa Mezquita de manos de S. E. el alto Comisario, no podemos por menos de expresar la inmensa satisfacción y alegría que alberga nuestro corazón, haciendo presente nuestro agradecimiento por sus manifestaciones amistosas expuestas en términos delicados. Aquí debemos recomendar a los hombres de esta comunidad musulmana, cuyo rango está representado en esta bella ciudad por la Gran Mezquita, que se esfuercen no sólo en vivificar el patrimonio de sus antepasados sin limitar sus voluntades a uno solo de los aspectos del progreso, sino que deberán adoptar los medios del saber y de la acción que les garantice el éxito y hagan renacer en ellos las glorias de sus predecesores y la grandeza de esta hermosa ciudad».

En este punto Malika arrancó a llorar con nueva fuerza. Emotiva, silenciosa, expresiva, dejó caer, una tras otra, nuevas lágrimas. Llegué a pensar que Malika se emocionaba cuando oía al abuelo, o que era una mujer-lágrima, desvelada por una pena que nadie lograba expulsar de ella. Una mujer de humo. Sus ojos enneblinados lo probaban.

—Eres una mujer-lágrima, Malika —señalé.

—No. Soy mujer-halcón y tú también eres un niño-halcón. Y cuando crezcas lo verás. Pero hay que llorar mucho para poder sacar las alas y volar alto y lejos un día, como haré yo, como harás tú cuando seas grande. Ahora lloro por lo de la mezquita.

—¡Ah!

Nos preparamos para ir a la casa del halcón mientras los demás continuaban celebrando la fiesta de Aid El Kebir y sonaban los ecos de las últimas palabras del abuelo: «Quien se esfuerza, logra lo que persigue. Alabado sea Dios».

Cuando los asistentes al pase de Paz en la guerra —entre quienes había montañeses de Yebel Habibi— se disponían a salir cantando «Alá bendiga al Hach español, Alá bendiga al Hach español» en ordenada fila, Malika dejó que su cabeza reposara en el hueco de sus manos, cerró los párpados sobre el par de ojos brillantes, en los que el kohol se había corrido dejando un suave tono celeste en sus concavidades almendradas y comenzó a musitar interiormente unas palabras ininteligibles.

—¿Qué haces, Malika? —le increpó mi primo Yamal, que estaba situado al otro lado del ama.

—Rezo —contestó ella.

—No rezas, Malika, pues no mueves los labios.

—Rezo.

—No rezas. Con los labios quietos no se reza, sino que se blasfema. Tú blasfemas, Malika. Me chivaré al abuelo.

Malika y yo nos preparamos para salir del teatro antes que los demás con una excusa relativa al trabajo del ama ante mis primos, pues en la puerta esperaba una concentración de carneros para ser fotografiados con el Hach junto a los niños necesitados y otros actores de Aid El Kebir. Mis primos aguardaron junto a la taquilla hasta hacerse la fotografía con los juguetes regalados por el ejército español y los carneros que fueron comprados con la suma de medio millón de pesetas que el Hach cristiano donara a la comunidad musulmana. Por todo ello aquel día mis compatriotas pequeños y mayores gritaban sin parar «Alá bendiga al Hach, Alá bendiga al Hach», las mujeres entonaban algórgolas y el grupo de mutilados de la guerra lanzaba al aire las llaves de las casas que acababan de recibir de la edificación de la Junta de Servicios municipales como premio a la ayuda prestada por las distintas tribus a una de las partes en liza en la guerra española.

Mientras mis primos (cuya piel brillante y dorada siempre envidié) se lanzaban al lugar donde las cajas de juguetes eran entregadas a los más rápidos y despiertos, yo di mi mano derecha al ama, primero porque ella me lo pidió y luego para evitar ser expulsado por mi palidez del corro de niños tetuaníes. De pronto sentí sobre la mano el goteo de otra lágrima y supuse que al tener Malika empapados el velo de seda bordada con el punto de Fez, así como las mangas de su caftán, me tocaba suplir con el dorso de la mía la falta de empapador mayor. Me encontré sin juguetes e inmovilizado definitivamente por la humedad deslizante y silenciosa de las lágrimas de Malika. Todos los niños que salían del Teatro Español portaban en sus manos los regalos del Hach: pequeños fusiles de madera, tarjetas postales con las efigies del Hach y del Jalifa —que ese día, como vimos, concedía amnistía a los funcionarios depurados por apoyar tiempo atrás a la República—, las mujeres iban abrazadas a los corderos entregados por los vendedores de El Trancat y los jubilados punteaban el aire con las llaves de sus viviendas recién adjudicadas. Yo tuve, en cambio, el llanto de Malika en la palma de mi mano derecha, como una gotera de las de antes que, al secarse, me dejó un cristalito de sal junto al pulgar, sabor que yo recuerdo cada año el día de la fiesta de Aid El Kebir. Pero no me dio tiempo a protestar porque en breve espacio de tiempo hicimos el recorrido proyectado. Y cuando estábamos a punto de llegar a la casa del halcón, Malika me contó un sueño. En el sueño estaban ella y el español echados bajo la sombra del sauce. El español tenía sus ojos cubiertos con un pañuelo de seda blanca bordado como el pañuelo de Malika con el punto de Fez, de crucecitas, y ambos jugaban al «siento-toco-gusto-huelo». Malika imitaba las voces de ambos para recitar el sueño entero: «Si un sueño se comunica a alguien con todas sus palabras, se cumplirá como historia verdadera».

De acuerdo con esa convicción, Malika me lo tuvo que contar a mí, porque esperaba que un día su maestro de español viniera en un halcón gigante y la recogiese y trasladara hasta el Puente del Lukus —que era el río que dividía la parte francesa del protectorado español— el día que los americanos entraran en mi medio país.

—El español no vendrá porque se ahogó en el mar —dije, cruel.

—No digas nunca, Aziz, que alguien ha muerto, porque la muerte no existe. Es que los vivos, cuando llega su hora, se pasan a una sombra que sólo pueden ver quienes saben mirar.

—Dime, Malika, cómo podría ver a mi padre que dicen que se ha muerto.

—Sigue el último vuelo del halcón antes de que anochezca y lo verás a través de su ala de puñal, sin apartar la vista de ella. De esa manera dejarás de sentir que no está. Pero antes he de contarte el sueño de esta noche para que se cumpla si Dios quiere.

Entonces Malika me sentó a horcajadas sobre su falda, y mirando el vuelo del halcón peregrino me dijo igual que si rezara: «Amanecía en el puente del Lukus y a la orilla del río había un sauce con las ramas tan altas como éste. Y el español y yo nos ocultábamos de los aviones alemanes que sembraban el miedo por el mundo. Y las cosas que dijimos fueron éstas que voy a repetirte para que se cumplan algún día. Tú también debes hacerlo si llegas a soñar con un deseo cuyo logro pueda hacerte feliz. Nuestras palabras, una a una, fueron éstas que siguen:

Malika: —Toca aquí. ¿Cómo está?

El español: —Templado.

Malika: —Oye aquí, ¿qué escuchas?

El español: —La palabra “alif”.

Malika: —¿Qué hueles?

El español: —Jazmines.

Malika: —¿Te gusta lo que estamos haciendo?

El español: —Me asusta un poco.

Malika: —¿Qué color ves?

El español: —Verde.

Malika: —¿Qué te toca en la frente?

El español: —El dorso de tu mano.

Malika: —¿Qué te toca en la cara?

El español: —Una pestaña tuya.

Malika: —¿Qué te toca en los labios?

El español: —Una pluma de halcón».