2. El librero pro-árabe
Inocencio Noya recuerda cuando alcanzaron la tronera por el pasadizo que daba a la biblioteca el miércoles al anochecer. El viejo de bigote blanco burbujeaba entre un ejército de gatos multicolores previsiblemente hambrientos a los que deleitaba al otro lado del laberinto con un menú de versos y de rimas eróticas dedicadas a la manada de cuadrúpedos: «Badajo juega con trabajo, sepultura se invierte en calentura y barullo termina con capullo. ¡Ojo, chavales, a la rima!».
Faenaba cual docente de zoológico cuando la panda apareció al otro lado del pasadizo. No obstante Noya les hizo esperar en tanto terminaba de abrir una enorme lata de carne preparada para felinos:
—Es su hora, amigos, tienen que perdonarme un minuto. Disculpen. Enseguida voy para allá.
El espacio cedido discretamente al librero desahuciado por el conservador de Pomar era incalculable mas grandioso: Un largo y profundo pasillo levantaba a ambos lados estanterías metálicas superpuestas en la noble madera originaria capaces de sostener miles de títulos apilados en riguroso orden en espera de mejor porvenir. Por aquel laberinto habilitado para alojar en su convalecencia terminal los últimos títulos censurados por el franquismo iba y venía el perfume gatuno sin ningún recato. Bajo aquellas mal trajinadas escayolas, disimuladoras del regio escondite que el mismo Noya, antiguo y renovado perseguido por justicia, utilizara excepcionalmente en otro tiempo gracias a la caridad de Cruz, el librero saciaba el hambre de los mamíferos rescatados de enfermedades y catástrofes callejeras. En aquel laberinto de una cultura desusada en la que el zulo protector se confundía con la mesilla particular de Noya sobre la que un espontáneo del collage falsificó en otro tiempo pasaportes para países llamados libres, pululaban nuevos felinos de cuidadoso andar atraídos por suculentas y malolientes latas que distribuían alrededor de su benefactor a los cuadrúpedos como si del flautista de Hamelín se tratara. Cualquiera podía calcular que cada noche los bigotudos dormitaban refugiados por entre numerosos títulos caídos finalmente en el olvido como eran, por ejemplo, El origen de la familia de Federico Engels, Mano y cerebro en la Grecia antigua de Benjamín Farrington, La alienación humana de Carlos Gurméndez o Posibilidad de la estética como ciencia de Eloy Terrón… y otros tantos llamados por Noya «clásicos modernos» exiliados incomprensiblemente de las estanterías contemporáneas. Acostumbraban los bichitos más flacos a rascarse la espalda con el lomo de El manifiesto comunista, bibliografía con cuya epidermis éstos se familiarizaban con igual fruición que cuando, para alegría del librero, aquéllos acudían a saciar su falta al elegir para sus dulces sueños la compañía titular de Alberti, de Arconada, o de Berlinguer, Elorza, Iglesias, Lacomba, Luxemburgo, Marx, Lenin, Sánchez Vázquez, Schaff, Trotsky, Zambrano y algunos más, apilados por riguroso orden alfabético. Tan habituados estaban los bichitos a optar por un color, un grosor y un tipo de papel, que Noya aseguró que cada uno de los animales respondía al nombre propio adjudicado e interpretado estrictamente según la querencia particular. Desde luego el gato más anciano, al que Noya daba el nombre de Alberti, mostraba un lunar en el lóbulo de las dos orejas y pintaba a lengüetazos en semicírculo la parte de estantería correspondiente a la República Española; el gato Berlinguer se esforzaba en mantener la paz del grupo de violentos enzarzados en desgarrar un póster de Icona y la gatita blanca Rosa Luxemburgo paseaba de la sección de Marx a la de Trotsky con el sigilo propio de un trasvase no siempre compatible.
Una vez presentados por Luis Cruz que iba y venía de la bodega, el librero se dirigió a Aziz con una sombra de tristeza antigua:
—Tantos iban por mi librería de Burgos, patria mía y de María Teresa León, aunque empezara allí el movimiento de don Luis Cruz —recordó— para llevarse un título que luego no abonaron jamás… que me cuesta reconocer adónde hemos ido a parar con tanto analfabeto capital consolidado. Este libro, exactamente éste —levantó en su derecha Halcones peregrinos y lo señaló enfático con el índice acusador—, además de ser de los que andan escondidos fue de los caros al salir: ¡nada menos que dos mil pesetas! Y encima, ¡puñetas!, este gobierno sigue sin rebajar las tarifas de Correos. Así van a juntarse más ignorantes en provincias que en la capital y nuestras obras importantes de estos cincuenta años no se conocerán fuera de España salvo por quien los lleva en propia mano como ya es tradición en nuestra lengua. En fin…, perdone, ¡que usted ha llegado de Alemania y no tiene la culpa!
—Es igual —contestó el héroe.
Noya había vivido en su piel las especiales circunstancias de la Segunda Guerra Mundial. Pasó por Saschenhausen, un campo de concentración al que llegaron por la fuerza republicanos españoles huidos tras la guerra civil, período que dejó en la memoria del librero tal cicatriz que prefería no referirse nunca jamás a ello. El lugar quedaba en las afueras de Berlín y eso hizo que viniera muy bien a los S. S. tener allí garajes que bautizaron con el nombre de campo de arresto preventivo. Según Noya, en la puerta de entrada figuraba la frase de «el trabajo libera», que el librero sintió clavada en su frente a lo largo de los treinta y dos meses transcurridos en el interior de una alambrada electrificada alrededor del terreno de prueba para suelas que los nazis distribuían entre los detenidos tres números más pequeños de los habitualmente utilizados.
—En fin, la vuelta fue un poco mejor, por París —terminó Noya—. Ahora, en este invierno de mis soledades, uno anda aquí calentándose gracias a la acogida de Luis Cruz, ese buen hombre.
Aziz pasó la mano por un estante donde abundaban los best-sellers:
—A juzgar por el montón de ejemplares que conserva, parece que el libro más reclamado estos últimos años en este país ha sido La española y los cuernos —y levantó el volumen de portada brillante y llena de color.
Al pronunciar La española y los cuernos se oyó una carcajada: una especie de ratoncito dentudo de biblioteca quedó abiertamente al descubierto detrás de una barrera de devoluciones. Era Biblos, el miope de voz de trompetilla. Emergieron sus cuatro ojos de una colina del rincón en la que se mezclaban catálogos del ISBN y albaranes diversos entre los que el aficionado anotaba —quién sabe si las ventas— con bolígrafo bic.
—Es Biblos, mi ayudante-cartero. No teman si anda por aquí, pues el muchacho es de absoluta confianza. Pero, en fin, el título que toca, señor Arrand, no lo he movido yo —siguió Noya—, ¡nunca lo movería! Pero hubo quien se ocupó de él hasta en la prensa: ¡Lora!, ¡el crítico más importante de este país! ¿Comprende? Para que vea cómo está el paño en estos lares. Perdónenme todos si anda todavía en el estante. ¡Me da una pena quemar papel! En fin, señor Aziz, no querrá usted que le enseñe sus primeras obras, que por aquí están todas.
El escritor impidió que Noya cumpliera el obsceno deseo colocándose de perfil entre el librero y la estantería, desde donde observar disimuladamente en esa posición la fila de ejemplares de Halcones peregrinos que el comerciante esperaba vender a la salida del acto, si es que éste se podía celebrar:
—Los pondremos ante los morros del demandante, faltaría más. Soy capaz de vendérselo a Librán.
Aziz palideció al escuchar el nombre de sus amenazantes perseguidores. Pero, por el momento —pensó— mejor tocar madera. Se limitaba a atender al segundo predicador, absorto.
—Lo que más me rebela son las tarifas de Correos, que, como dice Biblos, garrapata de escritor, o sea, biógrafo nato —dijo Noya con característico retintín— valen el doble que el mensaje. Durante los cuarenta años de soledad que estuve de librero vendí uno a uno todos los títulos que ven —dio un brindis imaginario al carril bibliográfico—, que mi trabajo me ha costado. ¡Pero nunca gasté tanto en los portes!
Nuevos miles de libros reposaban sin elector animados por olfatos y lomos gatunos que, a juicio de Noya, terminarían siendo los únicos testigos del largo porvenir que a unos y a otros aguardaba:
—Ustedes, los escritores, aunque no hablen de obreros, deben seguir siendo perturbadores del orden existente y continuar diciendo que la realidad está mal hecha, para sacar al hombre de todos sus apuros. Porque apuros haylos en el presente, hay tantos apuros como palabras, y ¡si las revoluciones y los libros no sacan a los hombres de sus apuros, éstas y éstos no son dignos de desearse! ¿No cree, señor Aziz?
Aziz no contestó tan rápidamente como se le exigía. Pero sí el ratón de biblioteca:
—Hombre, usted vendió muy buenos libros antiguamente.
—Unos porque se hicieron porque sí, otros porque burlamos al censor y otros porque el censor de entonces, vamos, el que tocó, hizo ya en aquellas fechas la vista gorda… hemos ido tirando. ¿Qué vas a hacer con ese libro? —gruñó Noya con complejo de inquisidor.
—Entregádselo a Luis Cruz. Está a ratos con las Confesiones de Rousseau —justificó el miope.
El barbilampiño se empinó hasta el hombro de Iríbar en actitud pretendidamente confidencial:
—¡Cómo rodó el fantasmón de Luis Cruz durante medio siglo de la historia de España! Él es quien tendría que hablar con Aziz Arrand de Marruecos. De todas maneras, tienen muy poco tiempo.
—¿Cuentas con el biólogo para el reparto de mañana? —avisó el librero a su ayudante.
—Ya sabe, Noya, que no puedo abusar. Ahmed cobra a precio de asistenta española.
—Vaya con el morito.
Al escuchar el nombre de Ahmed los recién llegados cambiaron de color. Entre ellos, no obstante silenciosos, cundió la alarma. Todavía más se alteró Aziz cuando la puerta que daba a la escalera de caracol se abrió de par en par dejando a la vista de todos a una especie de ángel exterminador de ojos negros, pelo rizado y blanca indumentaria que descendía entre zancadas y nombraba a Noya con especial excitación:
—¡Noya!, ¿se puede saber dónde estás metido, Inocencio Noya?
—¡En la barriga del patrimonio nacional! —respondió, incómodo, el librero.
El rostro de Aziz cambió de aspecto. Los ruidos le asustaban. De siempre. También se alteró Iríbar, callado hasta el momento, que corrió a situarse delante del amenazado sin que el librero pudiese impedir la entrada de visitante tan inoportuno. Sin embargo, en escasos instantes procuró Aziz escabullirse a lo largo del pasadizo que comunicaba biblioteca y bodega. La silueta del extorsionado se perdió por donde habían entrado mientras el intruso accedía, sin antesala, al almacén.
—Ahí es donde están los poetas de verdad —apostilló el inesperado transeúnte—: ¡En el patrimonio! —y avanzaba.
Era un hombre de unos cincuenta y cinco años que vestía una camisa blanca, se diría que almidonada. Lo seguían Asunta Miraflores, exitosa novelista erótica, y, en último término, Luis Cruz. El primero, moreno, con entradas y los volados ojos negros clavados en el fondo libresco, grandes y vivaces debajo de las cejas pobladas, logró inquietar a los reunidos:
—Con tanto video juego y tanto director general, ¿quién va a ocuparse de la poesía, quién va a pensar en los poetas?
El semejante al ángel exterminador resultó ser un conocido poeta venido al calor de la llamada de Humanismo y Naturaleza. Miró a Iríbar como si hubiese descubierto de pronto un continente virgen:
—Nunca lo vi, pero usted es el poeta Adonis… ¿Me equivoco?
Iríbar quedó envarado, de espaldas al pasillo por el que Aziz huyera y de frente al estentóreo inoportuno mientras el recién llegado continuaba en sus trece:
—He leído esta mañana uno de sus poemas que empieza así: «Mi bandera es un confín aislado, inencontrable. / Un confín mis canciones… / y yo el rayo de las fronteras. Yo, el primer infierno». ¿Sabe a cuál me refiero?
Iríbar asintió con media sonrisa. Pero después de lo escuchado no perdió un segundo en ordenar en un pliegue del ámbito, por interfono, a los agentes dependientes de él que vigilaran estrechamente a Inocencio Noya, a Biblos, al estudiante árabe sustituto del cartero con obsesiones de biógrafo y al poeta norteño que había irrumpido en la reunión sin cita previa. Más diligencias estaban en marcha, pero Iríbar no abrió los labios para pronunciarse con relación a ETA, paso de obligado recorrido para un ex de su categoría y un territorio como el de Pomar.
Atada a mi lector electrónico de voces bajo el anochecer del miércoles desafiante con los artilugios en un banquito del parque que separa San Javier del castillo, convencida de que nadie me espía, mido distancias y rebobino las banales conversaciones de las estancias conducidas por los dispositivos apostados. Son apenas cinco minutos de trabajo a dos grados de temperatura. Durante su transcurso, reconozco la primera conversación grabada por el micrófono de ambiente disimulado en la bodega. Escucho primero voces pausadas e ininteligibles pero después algo más nítidas y expresivas, correspondientes a un hombre y a una mujer. Hablan en español. La voz del hombre corresponde a Aziz Arrand. Identifico más adelante a la mujer. No es Argenta ni Bárbara. También me suenan las palabras:
—Sabía que eras tú quien se escondía por aquí —dice ella—. Perdona mi atrevimiento. Soy escritora, me llamo Asunta Miraflores y he venido a apoyarte. No debes temer nada de mí.
Silencio.
—Únicamente quiero desearte suerte.
—Gracias —contesta él.
—Me marcharé ahora mismo si lo deseas por el mismo camino que he venido.
Él: —Como quieras…, pero ¿qué tipo de literatura escribes?
Ella: —Vital.
Él: —¿A qué llamáis en España «vital»?
Ella: —Bueno, los de aquí no lo sé. Soy una incomprendida. Escribo literatura erótica por encargo de mi editor.
Él: —¡Qué interesante!
Ella: —Exactamente escribo sobre el despertar del Kundalini, la diosa del erotismo y de la vida. Ya sabes, esa diosa-serpiente se nos manifiesta a través de un cuestionario.
Silencio.
Él: —No, no lo sabía.
Ella: —Si quieres, no perdemos nada por hacerlo. ¿Te atreves?
Él: —¿Por qué no?
Ella: —Primero debes ponerte un pañuelo sobre los ojos. Éste mismo puede servirte. Date la vuelta, Aziz. Bueno… Así está bien.
Silencio.
Ella: —Toca aquí. Aquí. ¿Cómo está?
Él: —¿Cómo está, de qué?
Ella: —De temperatura.
Él: —De temperatura… está frío.
Ella: —¿Qué escuchas?
Él: —Un discurso de Luis Cruz a lo lejos y un cuestionario de Asunta Miraflores más cerca.
Ella: —¿Qué hueles?
Él: —A rosas.
Silencio.
Ella: —¿Te gusta lo que estamos haciendo?
Él: —Me intriga.
Ella: —¿Qué color ves?
Él: —Negro.
Ella: —¿Qué te roza en la frente?
Él: —No lo tengo claro.
Ella: —¿Qué te roza en la cara?
Él: —Un papel.
Ella: —No. ¿Qué te roza en los labios?
Él: —Una pluma de halcón.
Ella: —¿Te gustaría ir más deprisa o más despacio?
Él: —Ni más deprisa ni más despacio.
Ella: —¿Qué color ves?
Él: —Azul. Azul y blanco.
Ella: —Comienzan a abrirse los pétalos de tu cerebro, Aziz.
Él: —Blanquiazul. ¡Blanquiazul!
Ella: —Tu lengua es un buen amplificador.
Él: —No es verdad. Está reseca.
Ella: —Pero el tantra te ayudará a inundarla de saliva.
Él: —No lo percibo.
Ella: —Tu lengua es un polo de batería, Aziz, y la diosa del Auparishtaka ya está lista para el despliegue en 36 lanzadas: ¡Como es arriba, será abajo!
La bandeja dorada que se apoyaba en un pie de tijera debió rodar unos metros como cantata de cascabeles desbocados incluyendo la alarma electrónica. Una gata maulló. Yo iba anotando, meticulosa, todo lo que ocurría en aquel espacio a través de los chismes. Entre nota y nota atendía a los sonidos de mi estómago, por si éstos anunciaban alguna novedad de vómitos u ovulación. Revisé a distancia, ya desde la celdita de San Javier en donde me tocaba descansar, los micrófonos de mayor rendimiento —por estar desbordados de palabras— en la máquina de café y en el cuadro del Bautista. Conecté en otro intento con el situado en la maceta alpina de la bodega dentro de la que anidara la matita de menta que el escritor llevaba consigo trasplantada en caprichosa contribución por el propio Arrand. Bárbara se lo había pedido encarecidamente para integrar más adelante esas hojitas verdes olorosas en las exploratorias infusiones del grupo. Poco antes de la medianoche, la cuña de la bodega funcionaba suficiente para transmitir tras pasos y ruidos de puertas —Arrand y Miraflores debieron de cambiar de escenario— cómo Iríbar transmitía a su central desde la mesa árabe ya erguida el hallazgo, a través de radio, de mensajes cifrados entre miembros locales de ETA acerca de la urgencia de dar un giro a la borroka (lucha) en la guerra nacional: «Vayamos a por todas, pues aunque peguemos a txakurras y multipliquemos las ekintzas, a los zipayos y a los traidores nunca les toca. Pues hay que dar de hostias al enemigo y montar en el tren de alta velocidad y hacer la prueba de una vez por todas con los traidores, como ése que tenemos en Pomar. ¡Vayamos a por él! Euskadi Ta Askatasuna».
Guiada por un impulso irracional, antes de que Luis Cruz pusiera en funcionamiento las alarmas y bloqueara el doble acceso al sótano, me compuse en segundos, eché escaleras abajo por la hostería, crucé el jardín sumido en una espesa niebla. El inspector cara de mono me flanqueó la entrada. Mostré indignada el salvoconducto de Pomar sobre el carnet de Orbe. Una vez en la puerta de la bodega llamé con cinco toques, primero dos y luego tres seguidos, según acostumbraba Bárbara en aquella y otras ocasiones por distinto motivo. Resultó. El comisario abrió la puerta con naturalidad. Debí decir una obviedad mientras investigaba con los ojos en signos inexistentes de alarma que motivaran mi especial precaución.
—¿Tienes una aspirina? —me preguntó Iríbar por toda invitación mientras cerraba tras de mí.
Ricardo Iríbar trabaja con el silencio y con los ojos y quienes tiene alrededor han de intuir en qué plano pueden estorbar menos. Yo no sé adivinar, conozco algo merced al micrófono instalado en la maceta de esta bodega donde él actúa y ahora aguarda que amanezca. Mientras, Aziz y Cruz discursean al otro lado del pasadizo, entre las revistas del Marruecos español: «¿Recuerdas, Aziz —escucho en la distancia decir al conservador bien entonado—, cuando el gran visir Sidi Hamed Ganmia, a quien Franco le dio la laureada, estaba en Tánger el 18 de julio durante el bombardeo republicano que alcanzó a dos mezquitas y mató a quince civiles, y tuvo los santos cojones de ir hasta Tetuán para frenar la manifestación antiespañola y hacer que los árabes regresaran pacíficamente a sus casas?». «No. No me acuerdo, yo estaba a punto de nacer —replica Aziz—. Pero cuéntemelo».
«Disponemos de poco tiempo, si quieres escuchamos juntos a Ferré» —propone Iríbar—. «¿Ferré?» —digo ignorante—. «Ferré es una vieja voz que me acompaña en momentos como éste de hoy». Me da igual. Acepto. Con los hombres de esta generación no hay otra forma de entenderse que dándoles la razón y aceptarlos con lo que llevan a la espalda. Las piñas que Ricardo Iríbar reunió en el paseo por el jardín recién anochecido forman una minúscula montaña al lado de la hamaca de lona en la que habitualmente medita Bárbara Pomar que hará en la noche de improvisada cama del comisario cerca del custodiado, a su vez amenazado de insomnio por la tabarra de Luis Cruz. No sé quién es Ferré, pero me hago con un asiento transportable frente al radiocasete más preocupada y culpabilizada por haber espiado con mi trampa electrónica a los del Kamasutra de esta tarde que por desconocer al cantautor francés. El lector de micros pesa en mi bolsillo. Sigue registrando esta misma escena desde el chisme de la macetita de hojas de menta sin que me atreva a desconectar para librarme de él con un gesto visible. Iríbar espera mi aspirina de pie. Yo no me doy por aludida. Compruebo el perfil de la pipa del comisario bajo la axila izquierda. Sin recibir el analgésico me ofrece, en cambio, él, una cocacola de lata, refresco repugnante que me produce taquicardia. La agarro sin mirar. Finjo que bebo. No hablamos. Al fin Iríbar sube el volumen del radiocasete que contrarresta las palabras de los conversadores de la biblioteca y se deja caer en la hamaca de lona como si se hundiera de espaldas en una piscina en la que no hace pie. La voz vívida del cantante Ferré recita en francés, «Un rob’de cuir comme un fuseau / Un’fille qui tangue un air anglais / C’est extra / Un moody blues qui chant’la nuit / Comme un satin de blanc marié / Un’fille que tangue et bien mouiller. / C’est extra. C’est extra». Espío el reloj. Faltan tres minutos para la medianoche. Siento las manos grandes de Iríbar presionarme con fuerza los hombros por detrás y enlazarse alrededor de mi cuello. Descubro un puf salvador detrás del taburete sobre el que me acurruco con el fin de ocultar el artilugio bajo mi codo. Ferré mantiene su «C’est extra» pero yo no logro mi equilibrio por temor a que se me resbale el pillavoces. «¿Cómo estás?», me da tiempo a decir sin mirarlo de frente con pavor de incurrir en una acción si no delictiva, al menos, censurable. «Regular», responde él en un exceso detrás de mi cabeza, sus labios en mi pelo, en mi cuello la barba. A punto de infarto beso su brazo próximo enfundado en el anorak para ponérmelo a favor y liberarme decididamente, tartamudeo excusas, toreo la situación con la derecha. Le doy distancia, pero recibo sin querer sus embestidas alegres; abuso de los derechazos durante diez minutos, le hago llegar dos avisos que el vasco no contempla, es más, se acerca con tremendismo de rodillas. Contraataco a continuación con naturales desangelados, pero sufro, sin buscármelo, un desarme, aunque retomo en un segundo el entusiasmo perdido con tal de impedir una estocada. Al otro lado Cruz avisa que va a conectar las alarmas mientras cierra las puertas. Lo cierto es que antes de resignarse a que me doble cuando apunta a los bajos, Iríbar no puede evitar que me deslice bajo el cerco que me inmoviliza y escape de estampida con la izquierda metida en el bolsillo. El lector elecrónico de voces está a salvo. Pero Iríbar se lleva los dos puntos con bastante honor.