1. El precio de morir

El jueves es el día de matar. No se me escapa, con lo que aquí ha pasado, que la semana guarda relación con los ritmos de la propia muerte. ¿Alguien duda de la afición secreta que tienen los suicidas al lunes, los depresivos al domingo tarde, al miércoles los acelerados…? Pero los terroristas siempre escogen un jueves, laboral o de fiesta, para sus tropelías.

—La culpa la ha tenido el gobierno, que no ha protegido suficientemente el castillo —dice el vikingo Rodrigo Pomar, de Verino, delante de los testigos alarmados y los micrófonos de Radio Nacional, iluminado por un foco precario.

La brutal explosión hace trizas los vidrios del vestíbulo, destartala por añadidura la cabina telefónica de la entrada (única en un kilómetro) y produce tres apagones sucesivos y otros anuncios perturbadores de la paz del castillo de Pomar antes que los presentes corran la voz del atentado terrorista con la víctima y sus ejecutores bien definidos, como ya se temía desde bastante tiempo atrás. Simultáneamente, la enorme puerta de espejos que da a la sala Vivar escupe de un tosido la cristalería suntuosa con sello de la casa. Y para más inri, sobre el mármol y medio a oscuras se tira al suelo una limpiadora bien encarnada —edad ecuatorial y pelo recogido— que pretende llorar y tiene el tiempo justo de gemir caída bajo el enorme cuadro de un Ribera oscilante que representa a Juan Bautista. La apartan rápido para evitar más víctimas, pero ella exclama desconsolada: «¡Ay señor, ha tocado esta vez en Pomar! ¡Y por culpa de un moro!».

Corbata de gansitos, guardaespaldas de Pomar, el comisario Iríbar, el librero Noya y yo escuchamos en la humareda gritos de conserje y taxistas alternados en la valoración del pavor con un tropel de intelectuales sin carpeta en diferentes direcciones para hallar un destino de más benevolencia. Dos conocidos se preguntan en el encontronazo por don Valerio Lido, honorable mecenas de Pomar y presidente de Nortesa, algo duro de oído, que fue visto —a juzgar por lo contado por las voces— unos minutos antes en la capilla de San Javier junto a la exposición de santos locales:

—Cuando termine de rezar informamos al meapilas —dice un inspector trasquilado sacudiéndose la nieve del hombro.

Timbres de alarma instalados alrededor del edificio suenan en vivo desafuero sin que nadie sepa a ciencia cierta cuánto y de qué hay que alarmarse. No obstante, personas más cercanas a la prensa empiezan a suponer lo inevitable. Un rasguño en la cara del clérigo local —a juzgar por la familiaridad con la que revisa y nombra recovecos— no le impide, todo papada y rígido, aconsejar al joven amo de la casa y político emprendedor Rodrigo Pomar —el rubio gobernante regional que se hace visible, desencajado, unos instantes—, dar absoluciones y bendecir unos restos que nadie se atreve a contemplar pese a las cuatro gotas de rojo chamuscado y el coro de quejas remitente a los campos de concentración de la penúltima guerra europea. La corriente de aire helado se inyecta en las guerreras de los miembros de la Cruz Roja mientras que las arañas de Bohemia fundidas son sustituidas por luces artificiales de alimentación ajena a la red improvisadas por técnicos de distintos canales de televisión para contrarrestar los apagones.

Hiere los oídos de todos el chasquido de los cristales contra el mármol: Tres cabezas correspondientes a los santitos que apuntalan los maceteros del rincón bajo una discreta hornacina que resguarda a la Virgen del Camino ruedan ante el impotente resuello de los reunidos. La traspuesta (y compuesta en un segundo) gobernanta de la casa, cojita y de marrón, precisa ante una de las cámaras:

—Ha sido poco después de que don Luis Cruz ordenara retirar el cartel de Orbe Radio Agencia que han colocado sin permiso detrás de la tribuna, justo encima de la cabeza del escritor ése que nos ha mareado todo el santo día. Así que ¡que responda de todo esto el fotógrafo!

La telefonista uniformada de negro y pelo en moño (lazo de raso perla que envuelve su cabeza como huevo de Pascua) continúa en su puesto, inmóvil al otro lado del mostradorcito mas oteando en varias direcciones, no sabemos si para descubrir en la penumbra al comando asesino o uno de sus pendientes expulsado en el susto contra el cristal más próximo. Tiene a dos pasos a un ser andrógino encargado de exvotos y recuerdos de la ruta de religiosidad del monasterio de San Javier:

—Estas cosas no pueden salir bien. ¡Lo veíamos venir! —exclama el andrógino embutido en gris indumentaria y ambas manos en la cabeza mientras se pone a salvo de la estocada de un casquillo de lámpara todavía por caer.

—¿Dónde está, dónde está don Mario Vargas Llosa? —grita la gobernanta cojita y de marrón.

—Busquen en el gimnasio. Salió disparado a hacer sus ejercicios poco antes del lío —responde la mujer del locutorio—. Este señor es muy disciplinado con los horarios. No ha debido enterarse. Te lo cambio por el ministro de Cultura que está al caer con la desgracia.

Andrógino y telefonista observan atentamente bajo el dintel un conflicto menor y de familia: el comisario Iríbar, de espesa barba negra y de mediana edad —funcionario europeo encargado de la custodia del escritor explosionado— corre con dirección a donde crujió el suelo mientras una muchacha de flequillo y gabardina fucsia se encoge de hombros extrañada:

—¡Y ahora te vas, Irune, mierda, ya han empezado tus amigos! —grita, la cabeza girada para atrás, el barbudo a lo Guevara mientras sus pies quisieran reparar lo irreparable.

La llamada Irune —gabardina fucsia y vaqueros— replica con timbre de monjita:

—Te equivocas, papá, no han sido mis amigos —y marca amigos con un remate hostil al hombre, visual y tonal.

Por lo que veo, la joven debe de pensar que no son sus amigos los autores de aquellos violentísimos humos. Va a decirle adiós con la mano izquierda elevada a lo abertzale cuando ambos son abordados mansamente por un miembro local de la seguridad del edificio:

—No hay nadie a quien auxiliar —explica escéptico este último—. Ahí tienen unos kilos de despojos que habrá que recoger parte a parte en bolsas de plástico de la Cruz Roja cuando el cadáver sea levantado por el juez.

Lo expresa más despacio ante el dintel de marras el hombre de confianza de Pomar, corbata de gansitos, ancho de espaldas y perfume Egoïste, canalizador meticuloso de la actividad desenfrenada de sanitarios de urgencia y policías:

—¡No empujen! ¡Por favor, no empujen! Primero entrarán don Rodrigo, el médico y el juez —alza la voz convencido de que nadie lo escucha.

Es contestado por un inspector cara de mono que contiene a los periodistas que acababan de levantar del suelo en tres secciones la que debió ser silla estilo imperio, provisto de una linterna muy potente por si hay más apagones:

—Mejor que entren el médico forense, el juez y don Rodrigo, por este orden. Después ya se verá.

—El que manda en la policía es el que manda. No hay más vueltas, perdone —cierra el guardaespaldas, la corbata impecable.

Sin embargo Pomar avanza y nadie se le opone. Rubio de pelo casi albino, gafas de montura invisible, chaqueta Verino y corbata con los colores de la bandera asturiana (al descender por línea materna de la mismísima doña Jimena de Vivar emparentada con la nobleza de la tierra) llega al lugar mismo de la detonación flanqueado por el guardaespaldas corbata de gansitos y, al fin también, del anciano espíritu de Nortesa, Valerio Lido, visto bueno de todo lo que reluce en el castillo entre temblores propios de la edad.

—Don Valerio no debería llegar hasta allí —dice, bajo, el vikingo buscando la sombra que repisa, obviamente, sus huellas—. El pobre, con esa edad y la sordera, tiene bastante. Lo mismo que Luis Cruz. Con lo excitable que es… Que entren, primero, el médico y la televisión.

Frente a las vidrieras de las cuatro estaciones y apoyada en la chimenea entre dos bronces isabelinos paso nota del hecho con el oportunísimo transmisor de urgencia. Enfundada en mi chaquetón de cuero negro huyo por estos cascos que contienen la dispersión de mi cabello demasiado largo para ser rizado y comunico de espaldas lo que pasa por un micrófono conectado a la red de Radio-investigación Orbe Agencia: Mi empresa y su discreta publicidad han dado que hablar a la gobernanta del castillo. El colega de Le Monde emite también desde la escalera inmediata y sin embargo nadie se extrañó.

Recupero con parsimonia la siembra de la víspera: una cuña de ambiente adherida a la máquina de café que hace de bar mientras se barre; otro segundo aparato en la maceta de la bodega que desde ayer no emite señales; la tercera escucha desaparecida con la explosión en el garito del conferenciante y cuyo contenido anterior intento pasar a limpio en mi lector electrónico de voces, pues se quedó prendido dentro de un candelabro ahora destruido, sin vela ni cera que le arda tras el estallido. Anoto el caso persiguiendo la dramática historia, al margen de la utilidad posterior de lo que grabe.

En estas idas y venidas me saludan Marcial, el guardaespaldas de la corbata de gansitos, el comisario europeo Iríbar y el secretario del tribunal que instruye el sumario —el flaco y adelantado Nacho Otero— cuando se hace visible. Sostengo el micrófono de Orbe en la mano izquierda y, por la delantera, combato con el pequeño artilugio del tamaño de un libro que pasa por ser una grabadora convencional en la que limpio y archivo materiales «robados» de improviso en escenarios poblados de palabras poco antes y después del horror.

Una voz sin cara susurra delante de uno de los micrófonos de ambiente:

—Se le ha jodido la autopista a Pomar.

La muchacha del flequillo contesta, en el momento, al desastre. Ella es de todos los presentes quien menos extrañeza refleja. En pleno ataque de insumisión exclama contra quien se escapa, casi invisible, de su lado dadas las circunstancias de la urgencia con agravante de nocturnidad. A la altura del grabado de Mazzola responde:

—Mira, papá, se lo han cargado. ¿De qué hay que sorprenderse si hubo aviso? —lanza insolente al tiempo que enrosca alrededor de su alto cuello en dos vueltas y a la manera del ahorcado una larga bufanda color lila.

Flaca hasta la anorexia, como bastantes niñas de padres consentidores, Irune es —por la misma razón— igualmente rebelde. Hacen pagar a sus progenitores la sustracción desde la infancia del afecto de que se sienten legítimas depositarias. En este caso, el comisario Iríbar se lo ha ganado a pulso. Iríbar piensa que para entender realmente a una mujer, sea la madre de Irune, Irune misma o su actual señora, habría que cursar un doctorado. Nunca acierta. Por eso se conforma con degustar los platos que su segunda mujer prepara en Berlín durante interminables horas y que él devora entre servicios. Así ha engendrado a sus dos hijos nuevos, entre presiones —como un aparte en su entregada vida—, digresiones de fin de semana entre duras tareas. A la postre rescata su paternidad trasnochada y juzga la cocina y la mesa, el centro irrenunciable de quien está de vuelta ya de todo, como la primera y exclusiva compensación. Pues si no es en la mesa ¿dónde se advierte la presencia de un hombre que ha pasado de una cuadrilla armada en la ilegalidad cuando era casi adolescente a la legal y bien legal actividad de defensor internacional del Estado?

Otro apagón puebla de nuevos gritos el vestíbulo hasta ese momento en penumbra que obliga al barbudo a abrirse paso sin atender a quejas. En una esquina el vendedor de exvotos se explica delante de una vela con la llama briosa en la barbilla:

—Hay energía solar en el ala meridional, en el estudio de pintura. En cambio aquí tenemos que arreglarnos por el momento con lamparillas, encendedores y linternas como en los velatorios y en los recitales de Serrat.

—¡Qué sabrá usted, paisano, de velaciones! —clama la gobernanta cojita y de marrón.

Los maceteros ruedan una y dos veces camino de la puerta. El viento ulula contra los viejos cuadros que se balancean sonoros con desconcierto y más de una docena de desconocidos nuevos policías y guardias civiles empuñan armas reglamentarias contra fantasmas imaginarios entre las sombras. En el lugar de la acción, los primeros curiosos con aspecto de salvadores —empleados de la casa acaudillados por un funcionario mellado y jóvenes de la intendencia vestidos con impermeables— retroceden al comprobar que el aparato policial autonómico, con cuya colaboración voluntariosa se cuenta, incluidos los previstos rifles en ristre entre la confusión, prohíbe el acceso a cualquiera que no sea artillero. Se complica la tarea atolondrada y terca de proteger y ayudar a los posibles agredidos del gremio intelectual, pero también se identifica a los más próximos (en algún caso con interrogatorio instantáneo a presuntos testigos o dolientes). Comenta la masa que desde que se ha tenido noticia del drama el mecenas Valerio Lido desea aislarse en la capilla de San Javier, sin conseguirlo dada la actividad desenfrenada de los dos edificios.

El inspector trasquilado grita si se halla presente todavía el médico del pueblo a fin de reclamar el acta de defunción antes de que se vaya, razón por la cual se aproximan turbulentos fotógrafos y otros inútiles auxilios que a la luz de ridículos encendedores de gas y linternas son reprendidos por la famosa editora catalana Argenta vestida con un poncho mexicano y peinada a lo Dama de Elche a quien acompaña, de puntillas y seguida de una fila de tres perros tímidos y abreviados, la larguirucha dueña de la casa en modelo sastre, Bárbara Hill.

—Ésa que va como una fallera es la persona más cercana al finado de las aquí presentes —dice una voz atrompetada de muchacho con bolígrafo bic.

Argenta alardea de poseer el regusto poético afirmado en los Cantos de vida y esperanza de Rubén Darío, libro que oculta con colofón sonante de Argenta Ediciones dentro de una bolsa enorme de piel esmeralda que la abastece de tabaco.

La editora no ha renunciado al perfume Chanel número cinco y tampoco a continuar silenciando su verdadera edad que disimula gracias al tinte azabache y a sus trenzas enroscadas con flequillo en cascada que oculta aún más su estrechísima frente. No obstante hay quien dice poseer fotocopia de ese carnet de identidad, donde aparece nacida en Barcelona en 1932, cuatro años antes que Aziz Arrand.

En el pasado, Argenta, hija de republicanos españoles exilados en México —país en el que entablaron casualmente relación con los padres de Bárbara Pomar, norteamericanos de turismo en la zona—, adoleció de veleidades marxistizantes en una disipada y pronta viudedad que le hicieron prestar su cómodo apartamento en Cataluña para reuniones ilegales del sindicato Comisiones Obreras, al que la editora ofrecía en los duros inviernos de los sesenta meriendas a la inglesa en tetera de plata con grata complacencia del sindicato clandestino sublimando a sorbos una vida incompleta. Ahora, envuelta en el poncho mexicano y con boquilla, habla con ojos entornados para su acompañante de traje sastre y cabello a la garçonne:

—Espérate un momento, Bárbara. He tenido una corazonada.

—Me lo cuentas después. Ahora le pediremos al mozo una de nuestras infusiones.

El inspector cara de mono observa fijamente la escena mientras la acicalada y madura dama empuja al grupo de informadores hacia afuera hasta dejar la zona del desguace sin una sola cámara de fotos. Casi zozobra en el intento, tras de lo cual inspira algo de humo de la boquilla y sopla hacia la izquierda liberando el placer. Al mismo tiempo, un guardia civil de graduación intermedia pendiente de los movimientos de ambas señoras las imita. Y con la misma fórmula, entre órdenes contradictorias y coscorrones indiscriminados, aleja hasta un extremo del vestíbulo (donde han quedado intactos la vidriera representando a las cuatro estaciones, igual que imperturbable se mantiene el mosaico romano del suelo) al corrillo de intelectuales a punto de desbordar la frontera de agentes y de curiosos recién llegados. La editora Argenta solicita impaciente una jarra de agua que le sirve al minuto el funcionario mellado:

—Los sustos deshidratan —justifica éste al dejar la bandeja sobre una mesa rinconera de madera de haya al alcance de las señoras.

Bárbara Hill, la espigada y evanescente esposa americana de Pomar, corte de pelo a la garçonne, se adelanta a su vieja amiga, toma la jarra y se encamina hacia el lugar del óbito. Introduce la mano derecha en el líquido frío y salpica con él todo lo que parecen restos dispersos, protegidos, no obstante, a su criterio por fuerzas especiales.

Hacía tiempo que circulaba por la prensa local la rara afición entre mística y mágica de la burbujeante señora de Pomar, quien llevaba consigo, allá donde se hallara, una docena de fotocopias representando posiciones de yoga a las que recurría arbitrariamente en determinados momentos del día. Así, del techo de la bodega del castillo pendían unas figuras que representaban en miniatura las distintas posturas de un cuerpo sedente hasta el número de catorce, gimnasia que, a juicio del servicio, ponía en práctica al caer la tarde en el lugar donde ella misma recibiera a Aziz Arrand con este mensaje: «Mi hermano, sé bienvenido a Pomar. Cada vez que temas procura realizar estos ejercicios que habrán de librarte del mal que pese sobre ti».

Parece claro que los curiosos ejercicios de respiración que Aziz Arrand realizó antes de aparecer delante del público en la sala Vivar pusieron en contacto al escritor con esta potencial terapeuta. Pero, a la vista estuvo, aquel método no dio gran resultado. Sería realmente cómico imaginar medio desnudo a Aziz Arrand con su minicoleta cobriza en actitud de saltamontes o Shalabhasana según la postura tradicional de yoga (boca abajo, con las extremidades relajadas, el mentón sobre el suelo y una pierna levantada) en espectacular intercambio con la señora de la casa provista de un monumental equipaje esotérico, sobre el que todo Puerto Nevado opinaba con sorna achacando esa parafernalia a la ociosidad de una criatura que se encontraba en perfectas condiciones de ser, cuando menos, intérprete de su marido, político local de porvenir.

Días atrás el director del periódico de la región, agradecido al prócer, había ofrecido a la señora —en un exceso de colaboración con las instituciones— la sección astrológica, pero era notorio que Bárbara Pomar no estaba dispuesta a mercadear con afición tan exquisita. En una ocasión fue entrevistada en la bodega de la casa —su rincón favorito— y desde allí el periodista del rotativo interesado relató con detalle el sustancioso patrimonio pendiente y el arsenal que, a juicio de la exótica americana, neutralizaba los malos efluvios: varias ramas de tamarisco para apartar los maleficios; numerosos tarros de miel en formación según tamaño que salvaban a largo plazo de los brazos de la muerte; y otros muchos racimos de dátiles perfectamente comestibles, ristras de ajos sanadores o dientes largos de un perro negro, productos protectores; un puñado de tierra en la que se hubiera revolcado la lechuza local en una bolsa atada con un cordón bermejo; y cimbreantes varas de álamo para llevar por los caminos como benéfica compaña, etcétera. El caso es que la inventora de tenderete tan oloroso y pintoresco dice delante de la cámara —y en ello cuenta con la editora Argenta por testigo— que la noche anterior había recomendado a Aziz Arrand colgarse del cinturón una raíz de ortiga que ella misma extrajo en una última expedición recitando un rito de las afueras de la ciudad de México. Pero Aziz Arrand, por más que aceptó de niño parecidas manías en el ama Malika que lo crió, no acabó de dejarse.

Corbata de gansitos repite al inspector cara de mono:

—¡Pobre Aziz Arrand! Y eso que le descubrió Bárbara una larguísima raya de la vida…

El anciano don Valerio Lido, llave económica de la casa y delicada oreja, medita en la capilla de San Javier, entre temblores, acerca de la primera pista: el grupo terrorista árabe Librán infiltrado sibilinamente en la casa. La pista árabe, pues, encuentra eco inmediato:

—Creo que tienen arriba retenido a un musulmán de Puerto Nevado. Cantará —anuncia una voz ronca.

La editora Argenta, poncho mexicano y boquilla, manifiesta calmosa y resignada la letanía ilustrada:

—Sólo en Argelia van por siete escritores en lo que llevamos de año: Yidani Lianes, Laati Tlici, Hafid Sennadi, Tahar Naut, etcétera, sin contar los heridos y los amenazados.

—¡Ni los europeos! Están, no lo olvidemos, a pocos kilómetros de España —sigue el anciano con pelliza y bigote blanco que cuida el almacén de libros del sótano y responde al nombre de Inocencio Noya—. Aunque me parece, doña Argenta, que los confunde un poco. En España no sabemos lo que pasa en Argelia y en general somos muy malos para recordar los nombres propios. Por ejemplo, sabemos decir Arrand porque es apellido morisco y español. Si no, lo confundiríamos también.

Noya habla solo cuando no tiene quien lo escuche. Pero lo propio es dar la batalla delante de testigos. Excarcelado de un campo de concentración alemán en la guerra mundial, ha convertido el sotano de Pomar (para el que no tiene otro permiso que la palabra machacona de Luis Cruz) en un hiperpoblado cementerio de libros y un centro de atención de felinos de entre los que destaca la gatita de vientre de lunares Rosa Luxemburgo, dada la fruición del animal por recorrer a lengüetazos los lomos de los clásicos del marxismo.

—Todos esos señores argelinos han sido acusados de comunistas, lo mismo que achacaban a Aziz Arrand —remacha el inspector cara de mono y mariconera de piel negra.

—¿Comunistas a estas alturas de la película? —replica Noya—. ¡Como no sea en el quinto mundo…!

En pocos segundos se aclara:

—¿Usted es Inocencio Noya? —pregunta el policía cara de mono al viejo librero, cejas blancas y ceño anguloso.

—Hombre, claro, para lo que usted mande —dice un usted marcado por la historia.

—Es preciso que responda a unas preguntas. Puro trámite. Por usted y por Cruz. El hombre está tan deprimido… mejor que se vea únicamente con el juez.

Corbata de gansitos, guardaespaldas de Pomar, se reafirma unas gafas quitaipón y señala de frente:

—No conviene llamar excesivamente la atención. Vayan a ese despacho.

La pareja desaparece tras una puerta de nogal labrado. A pocos pasos de ella, el puñado de intelectuales con tiritona a medio cubierto en la penumbra rodea a la editora catalana con poncho mexicano y a la espigada señora de la casa en traje sastre. El secretario de la Asociación de Escritores procura entretener el tiempo cerca de Bárbara Pomar:

—¿Es usted neoyorquina? —levanta su mirada a la jirafa de Pomar.

—No. Soy de Kansas: Wichita —responde ella con acento y voz de pajarito.

—Lugar de tradición, señora.

—¿De tradi… qué?

—De tradición balística, quiero decir.

—Ustedes tienen tradiciones también. Decimos en mi país que aquí queman libros desde que se inventó la imprenta y ahora los echan a la basura como si fueran cáscaras de fruta. Y lo que es peor. Y eso lo sé por experiencia propia —carga en las pes una pizquita de despecho—: Que martirizan al ganado.

—Perdone usted si la ofendí, señora —recula espantado el intelectual.

—No es momento —corta la caballito.

Alcanza la asamblea la periodista de Interviú, voz acaramelada y nariz agresiva:

—¡No se le ve la cara!

—Cierto —confirma Argenta—. Lo único que queda de él es la coleta, su fina cola de caballo…

—Pegadita en techo quedó. Lo demás es un budin, ya lo ven —apostilla la americana.

Con tal suave frialdad se explica Bárbara Pomar, corte de pelo a la garçonne, que mueve al comentario en voz baja.

Bárbara Hill, americana de Wichita, suele ir acompañada casi siempre de su caniche blanco. En esa ocasión el animal va y viene entre otros perrillos callejeros. El ama, practicante de yoga y estudiante de naturismo, dedica largas semanas de soledad y ausencia por razones de patria y excelsa ocupación regional de su marido Rodrigo Pomar a prender incienso frente a la pared rugosa de la bodega de la casa. Allí, tumbada en una alfombra persa, cuenta ejercicios de respiración en solitario; habla con un espejo de borde plateado; busca un tónico natural entre su colección de frascos y ramajes en momentos de depresión y echa mano de una raíz blanca que combina con hierbas diversas con el fin de encontrar la infusión de la felicidad. Con la visita de Aziz Arrand ha visto llorar por primera vez a un hombre cuando habló de su pueblo (una lágrima, no más, aunque suficiente). Ha sentido el placer de compartir su primer llanto a dos. Porque Pomar no llora.

—¿Ésta era la anfitriona que le ha dado clases de respiración a Aziz Arrand esta mañana? —pregunta el policía cara de mono al informante, camarero de seca y ronca voz.

—Anfitriona o no es especialista en herboristería —completa el camarero— de las que desayunan zumo de zanahoria con una cucharada de germen de trigo. ¡Yanqui pura y algo pirada, la señora!

En una de las esquinas del vestíbulo contra el que hace ángulo la arqueta mudéjar recuerdo de viejos pactos entre los ejércitos cristiano y sarraceno, enfilada por la omnipresente cámara de seguridad de lamer nervioso, un grupo de personas contribuye a la evacuación en volandas del ancianísimo premio América padrino de Humanismo y Naturaleza acompañado de su casi viuda de rasgos orientales Amanda Domínguez, flanqueados ambos por un cachas mulato que no se despega de la pareja en el tramo de siete peldaños a recorrer. Superadas las primeras urgencias, la troupe parte en retirada.

Don Mariano, columnista de Zona embozado en una larga bufanda de alpaca blanca. Tras el acto de caridad, es el primero que guarda las distancias:

—Por si fuéramos pocos parió la abuela.

Intelectual canoso contra el poder, con desdén:

—Que no resbale, que sería la segunda vez en este año.

Filósofo retirado y recuperable dada la nueva legislación sobre jubilaciones:

—Y el segundo caído.

Cantautor vasco en actitud de bostezar:

—Aquí van varios miles. Uno o dos más no hinchan la cuenta.

Novelista uruguaya de fama:

—Tiene una buena mina el abuelito. Por lo menos salvemos este punto.

Crítica literaria porteña en circuito de conferencias:

—Che, no hay nada que salvar en esta mierda. Legítima de artista —ella responde al teléfono, cocina, limpia la casa, peina al genio, le compra los zapatos, etcétera— de la provincia de Zamora con abriguito:

—¡Dios mío, lo que temíamos! Hay que cuidar tanto de ellos, Señor… ¿Usted —a un escritor de Cádiz— habría venido hasta esta tierra tan conflictiva de estar en el pellejo del marroquí?

Escritor de Cádiz con la cabeza entre las manos:

—Déjeme, señora, que estoy pensando.

Viuda de poeta de posguerra con chaquetón de piel sintética limándose las uñas:

—Yo, a esas edades no lo sacaba.

Efebo en campaña pro-premio juvenil:

—¿A quién, al herido?

Poeta hispano en Nueva York:

—Vámonos, Bárbara, vámonos de aquí. Vámonos con Argenta y Luis Cruz.

Bárbara Pomar reclina la cabeza en el cuadro del Bautista. Su giro proyecta un ensordecedor ruido en la cinta en el instante de rebobinar:

—Esperemos a Ahmed que anda preparando una infusión por ahí abajo. Y olvidaros del pobre Cruz por el momento. Mejor que duerma un poco para alejar el mal rato, digo, porque tendrá que hacerse cargo del cadáver.

Policía camuflado con cámara de fotos:

—¿Ha dicho Ahmed, ha dicho árabe? Deme los datos de ese árabe ¡Es muy importante que podamos tener todas las pistas, señora! —el inspector cara de mono reacciona tecleando un teléfono portátil.

Entre el caos de cabezas (una joven teñida y dos guardias civiles) la viuda de poeta continúa con lo suyo:

—¡Al anciano, muchacho, al anciano! ¡No sacaba al anciano de casa! Y del herido, vamos, del muerto mejor no comentar. Acaban de decir unos que entienden de bombas por estos andurriales que se ha convertido el pobre en una tableta de carbón: Nada, ¡un amasijito! Lo único que ha quedado con alguna apariencia es su coleta pelirroja incrustada en el techo. ¡Qué violencia! ¡Qué desparrame! Menos mal que le ha pillado solo.

Periodista grandote de Le Monde sorbiendo de un vaso de plástico:

—Es un lujo para mí tener esta noticia. Yo que Pomar convertiría el castillo en un hotel para europeos ricos y cada viernes cobraría a mil pesetas-barba la sesión de ese vídeo: Porque, deben saber —aparenta secreteo— que todo cristo ha grabado la conferencia, la última del condenado a muerte por los fanáticos que andaban detrás de él. ¡Las últimas palabras de Aziz Arrand antes de la catástrofe! No me extrañaría que algún negociante pactara la venta del mismo a beneficio de cualquier vicioso. ¡Tampoco es manca la coleta en el techo! Por cierto, ¿cuándo aterriza Woody Allen?

Investigador con acento aragonés y pasamontañas de borla colorada:

—Sean positivos. Mientras no haya cultivos ésta será una tierra pobre, desasistida y expuesta a la violencia.

—¡Tendrá que ver la velocidad con el tocino…! —dice el columnista con una uña en el pómulo derecho—. ¿Qué quiere usted sacar de este glacial, hombre, además de santitos?

Investigador aragonés:

—¡Fresas! Creo que aquí podíamos intentar sembrar fresas. El problema es la fórmula.

Economista de la nueva generación:

—En estas condiciones no podemos rendir. Con golpetazos del calibre de lo explosionado y sin subvención no crece ni la mala hierba en las regiones.

El anciano y ciego premio América cercado por su mayordomo mulato saluda en el descansillo con oscilante palma a los inquietos transeúntes y dedica —instruido por la muchacha filipina con visones procurados con el cheque anterior del honorable— un reojo al corro de invitados que tirita bajo la luz intermitente. Pretenden llegar hasta el Cadillac de la Junta regional para el traslado de esta excelsa persona cuando el genio de blanca cabellera pronuncia lento y adormecido:

—¡Pobre Aziz Arrand, qué desolación! ¡Y lástima de Pérez con sus lunas si tarda en despedirse! Después de lo que acaba de ocurrir tenemos que quitarnos de este lugar, ¿no te parece, Amanda?

El Cadillac deseado no aguarda delante del castillo.

La asistencial filipina Amanda, dos colmillos de oro, toma del interior del bolso serpentino una toalla de papel para retocarse la mejilla oriental. El premio América explora inquieto y rastreante los alrededores con ojos de vaca en matadero conocido. Chirría en el regreso tras dar palo de ciego:

—Por cierto, Amanda, ¿dónde está el retrete?

El par de ojos saltones se comporta como si atravesara una autopista en viernes cuando avanza sobre el mosaico romano de Pomar, tanteando el hombre la siniestra del lazarillo filipino liada en visones de tornasoles atigrados. La dama del oriente y la entregada esposa del pintor encargado de exponer en la galería acristalada de la primera planta la serie Lunas de Pomar, con motivo de la creación de Humanismo y Naturaleza, cruzan miradas de cordialidad que llevan a la señora de Pérez a incorporarse al trío para rendir debida pleitesía a la gloria latinoamericana que aguarda en el vestíbulo que acuda el Cadillac regional. La mayor alisa maternalmente aquella frente galardonada ayer y surcada hoy por el tiempo y los Congresos de Escritores con la complacencia de la oriental, callada y servicial. A la luz de los encendedores pretende conformarlo:

—Se lo diré yo —mira a la cómplice—. Vayamos despacito a hacer pis con Amanda. ¡Ánimo, don Eugenio, que son muy pocos escalones!: Venga, ¡uno! No se preocupe por despedirse de Adolfo, que él irá a verlo muy pronto a su país. ¡Dos! El pobre, metido en el taller retocando las Lunas de Pomar ni se ha debido de enterar del lío. ¡Tres! Pero no se preocupe, don Eugenio, que cuando exponga mi marido en su tierra irá a encontrarse con usted para inmortalizarlo en un retrato. Lo prometemos. ¡Cuatro!

—Prometa, prometa usted, señora.

Adolfo Pérez no está visible. Tampoco Vargas Llosa. La tertulia los echa de menos, en especial al pintor, que da esta noche los últimos toques a la serie Lunas de Pomar bajo el estímulo permanente de don Valerio, el altruista industrial presidente de los productos Nortesa y obcecado distribuidor entre la devoción norteña de unas estatuillas de santos de tradición local, selladas, en pincelada del mismísimo Pérez, con el escudo de Pomar que van y vienen por el mundo. Quienes lo admiran aseguran que en las telas ordenadas en el taller las lunas suben y bajan, retozantes, por paisajes nevados y se ocultan entre sábanas de nubes de armiño mientras Pérez nombra su poética ajeno a lo ocurrido: «Nubes, lunas y sábanas blancas son la misma cosa: Lugares naturales de los sueños. Sólo las perversiones de la moda han podido concebir sábanas que no sean blancas, nubes que no sean blancas, lunas que no sean blancas, de esa blancura que alude a la nada en la que se acurruca el ser, ¡oh!» pronuncia una vez y otra ante el quinto micrófono de ambiente —colocado bajo la enorme mesa del taller sobre la que el pintor acopla el tipo— que controlo a distancia.

Por las vidrieras tenuemente iluminadas cruza veloz una sombra que va del corredor que da a la chimenea hacia el estudio de pintura. La sombra rueda sobre los bronces isabelinos y las corteses figuritas de Meissen y pasa de largo, estrecha como un dardo, por mis hombros helados a pesar del chaquetón negro de cuero. De haber mirado de frente o volcado mis ojos por el fondo infinito del enorme espejo frente al que tomo nota habría visto al tipo cetrino que viajaba a mi lado en el vuelo a Vitoria: Bruno Seoane.


El motorola comienza a emitir señales de llamada. Me aparto hacia un mural en el que reza el lema de «La espalda de Europa» cuando un policía judicial entra en el vestíbulo nervioso gritando con un solo de pito: «Ya se ha politizado, ya se ha politizado». A un lado del aparato de televisión disimulado a pocos pasos de la mesa de juego, Marcial Peña, el guardaespaldas del vikingo, identifica al arabista que comenta el atentado contra Aziz Arrand en un avance del telediario. El catedrático-traductor de la edición española del libro Halcones peregrinos por el que Arrand había sido amenazado, con la tez demudada, se explaya con animosa disertación mientras aguarda turno otro africanista de la London School of Economics: «Aziz Arrand —dice el arabista— pertenecía por parte de padre a una familia marroquí muy bien considerada. Su madre era hija del hombre de negocios alemán más importante del norte de Marruecos, pero él, huérfano de padre, con quien realmente se crió fue con su abuelo Amín. Aprendió a leer en las escuelas españolas. Por lo tanto casi toda su obra (menos el libro que yo le he traducido, Halcones peregrinos, por el que lo han amenazado de muerte los integristas de Librán) ha sido escrita en español».

La llamada procede de mi vicioso jefe, desde Lanzarote, a donde se ha escapado con la masajista del gimnasio Valores con el pretexto de mantener una reunión con mecenas canarios. Me lo imagino boca abajo entregando su espalda a todo tipo de pellizquitos anticelulíticos que no le impiden perseguir a distancia cada uno de mis avances. No tengo otro remedio que aceptar las órdenes que dicta a través de un aparato que utilizan como coartada los infieles de toda relación, los infieles políticos, los infieles laborales, los infieles matrimoniales. Para curiosidad, la de él:

—¿Que todavía no has dado con las viudas? ¿Que te importa la vida de ese hombre? ¡Déjate de biografías, Sandrita! Para biografía buena la del tío que se lo ha cargado, que va a cobrarse una pasta de Librán. ¡Ése es el héroe! Pero tú trae una entrevista con las viudas, ¡las dos juntas!, y si montas el culebrón, mejor que mejor, ¡eso es lo que necesitamos! ¡Y no el drama de un musulmán con culpa!

Interrumpo la comunicación tras recordar a Joaquín Lanzas que me apuro en plena revisión de materiales y escuchas. Al tomar asiento en el vestíbulo ninguno de los allí reunidos se interesa por mi conversación, motivo que es suficientemente explícito para desconfiar de las cuatro personas que hacen su trabajo al par que yo y para que, a su vez, los cuatro pululantes desconfíen de mí: al poco tiempo los reconozco como Nacho Otero, secretario de la Instrucción, Bonifacio Segura, policía Judicial, Flor Naveros —soplona de este último— y el inspector cara de mono.

El fax de la casa vomita teletipos alusivos al integrismo musulmán para ilustrar a los colegas periodistas. Los grupos sospechosos son, por este orden: Librán, con sede en Argelia, en cuya gestación intervinieron dos primos hermanos de Aziz Arrand; en segundo lugar, el movimiento libanés Hezbolá, culpable del asesinato del Imán Turán Dursan cuando se convirtió en su adversario, de la teóloga islámica Bhariye Ucok, del jurista Mohamed Aksoi y de los treinta y seis muertos de un hotel de Sivas; como tercera posibilidad, el denominado Gamáa Islamiya egipcio, aparte de los iraníes, los primeros y más fuertes baluartes del fundamentalismo islámico.

Interrogado telefónicamente en París acerca de la tragedia argelina, el escritor marroquí Tahar Ben Jellum, de la generación de Aziz Arrand, dice que «lo que no entienden ni Estados Unidos ni Europa es que los pueblos que hoy se rebelan y dan su voto a los islamistas están reaccionando contra la corrupción generalizada de los que están en el poder y contra la complicidad de Occidente con esos regímenes». Todos rebuscan en las hemerotecas de sus medios el minucioso reportaje sobre la situación en Argelia publicado en El País muy poco tiempo atrás por Juan Goytisolo, quien esgrimía la necesidad de establecer un diálogo entre el Gobierno de ese país y el FIS a través de Madani y Belhach, líderes que debían ser liberados y escuchados con el fin de terminar con tantas muertes del terror en el nombre de Alá.