1. Temples
El taxista del pueblo, sin carrera, abre un corro local con la punta roja de su nariz judaica:
—Después de lo ocurrido aquí, no van ni las águilas a venir a esquiar a Puerto Nevado.
Biblos, biógrafo vocacional absolutamente integrado en el discurso de los corresponsales:
—Se lo ha cargado ETA. Pero lo acordaron en Argel, con el visto bueno de Librán, que son los que ahora apoyan. Lo hemos discutido en el sótano.
El cachas mulato que acompañaba al premio América, con retraso imperdonable reclama los supuestos emolumentos no recuperados por el prócer, y, por las mismas, los avisados desvían al meteoro asalariado hacia el guardaespaldas de Pomar, cabello crespo y corbata de gansitos:
—No se preocupe, que en cuanto aparezca el funcionario lo resolvemos. ¡Faltaría más, don Eugenio! Súbaselo a la habitación, señora; enseguida estamos con ustedes —suplica a la oriental.
—Hay que ver el miedo que pasamos —lamenta la filipina sacando los ojos sobre el suelo romano del vestíbulo hasta encontrarse con los de Bárbara—: Hay que ver el miedo.
—No hay que tener miedo, señora. El miedo destruye la posibilidad de ver, el miedo nos enferma, es el tirano de nuestra sociedad. ¡No temamos! Lo aconsejan las ánimas —predica Bárbara en sus trece.
—Bravo, Bárbara, pero no exageres —objeta Argenta, que acaba de acompañar a Cruz a la avioneta con los restos de Aziz Arrand y regresa enfundada en el poncho mexicano—. Que las ánimas no han llegado todavía a Puerto Nevado. Seamos optimistas por una vez. Tengo que recoger, que nos marchamos.
—Anda que no han llegado las ánimas, señora Argenta —alienta el premio América con la punta del pie en absoluta duda—. ¿No es viernes hoy?
—No, maestro, viernes es dentro de media hora —ajusta Bárbara—. ¡Qué muerte absurda! Pero la de hoy ha sido una de las formas rápidas y horrorosas que existen de marcharse de este valle de lágrimas. Pero el espanto es lo que queda atrás, no lo que te llevas en el viaje, aunque, una vez sucedido, los testigos han de actuar para que no se imite en adelante.
Noya aterriza con la mirada perdida en la muralla de paquetes que también evacúa con dirección a la Biblioteca Municipal del pueblo —por lo menos, alguno se beneficiará—, cumplido el trámite de declarar ante juez y fiscal. A su vez, don Valerio y el aristócrata Pomar no ignoran a las fuerzas del orden. Es más: después de la bendita tarde se consideran colonizados por ellos y el equipo de la Instrucción. Pomar observa con disgusto su despacho tomado por la magistrada sin que le haya dado tiempo a sacar la maqueta de la autopista, para solazarse con la idea de la solemnidad del día siguiente bajo el consejo paternal de don Valerio, igualmente gozoso ante el logro asfaltado, metro a metro, gracias a la generosa contribución de Nortesa. El vikingo, chaqueta Verino y capa españolista, toma pulso a la actualidad junto a su guardaespaldas:
—¿Qué fue de San Javier?
—Se resolvió —dice don Valerio sin usar la sordera.
Supongo que ambos se refieren a la invasión zoológica de aquellos animales que entraron en el convento huyendo del frío por un acceso que debía restaurarse, accidente del que no me libré que me ha proporcionado además un nuevo rédito de especialista en droga adulterada.
Cara de mono pasa por alto mis avales e indaga desconfiado en la salita donde escribo:
—¿Orbe alquila micros o los produce?
—¡Usa micros legales como materiales de trabajo e investigación! —respondo enfurecida—. Somos legales. Utilizamos exclusivamente los espacios públicos.
—De eso no tenía noticia. Hablaremos después. No te vayas.
Hasta el gorro del mono, espío la despedida de Argenta y Bárbara con promesas firmes de reencuentro. La legítima de Pomar se lamenta ante la experta dama editorial de que Rodrigo sea marido irrecuperable de su señora y hombre de monopases por demás en lo que toca a su actuación política: Un sombrerazo a don Valerio y sale la autopista. Un sombrerazo a Echegaray y todos los beatos lo votan en compañía; un sombrerazo a Aziz Arrand y cree tener a favor a los perseguidos de la tierra. No obstante, no hay sombrerazo a Bárbara Hill. «O me dedico a la política o a la vida matrimonial, ma chère, sabes que escojo la política. Tú arréglate con tus hierbas gencianas o hazte lesbiana, que a mí me deja igual. El único mandato que te doy es que el día de la foto estés conmigo, y luego te lo montes con el yoga y la perra o el lucero del alba, que te autorizo».
Por lo tanto, la vida de Bárbara en el castillo en ausencia de su marido, ha transcurrido hasta la fecha en el sótano de Pomar entre infusiones compartidas, cartas a los amigos, yoga y largas horas de conversación con los realojados del sótano incluido el musulmán de la sospecha.
—Verás —dice la americana a Argenta que la contempla comprensiva—: Hay que pasar por los siete escalones y luego cruzar la puerta del conocimiento para desposarnos con el dolor. El verdadero dolor suele llegar después de lo que nos creemos. Y luego, lentamente, sólo luego, llega la plenitud. Ésa es mi única esperanza.
Inocencio Noya lamenta cerca de un radiador y en mi presencia que ambas estén a punto de hacer mutis no se sabe hasta cuándo y las rescata para poner su guinda:
—No me sean irracionales, señoras. Aquí hay un delito antes de todo, antes del escalón del dolor y antes de la Virgen del Camino. ¡Faltaría más! Tienen que encontrar al asesino. ¡Al verdadero! ¡Aunque nosotros tengamos que pasar por sospechosos! Pero no se me vayan, que antes tenemos que leer en voz alta la última página de Halcones peregrinos, el mejor homenaje a nuestro mártir.
Es cierto. Pomar dio la orden de evacuar a los realojados, humanos y felinos, del sótano. Una vez puesto Cruz camino de Spandau (¡oh, su soñada Spandau, su Alemania mitificada!) los demás —el moro, el cartero y el librero— sobran ya dentro del castillo.
Cuando Ricardo Iríbar y el delegado de Interior abandonan el despacho ocupado transitoriamente por la Instrucción, topan con el grupito encabezado por el vikingo a la altura de la vidriera de las Cuatro Estaciones. El comisario pregunta directamente al conde:
—¿Recibieron amenazas de ETA?
—Sé lo que hay en mi casa, señor Iríbar. Mire hacia el sur, mejor.
—¿Tan convencido está de que no es ETA?
—Sé lo que hay en mi casa, comisario. El sospechoso árabe en principio inocente acabará reconociéndose culpable —se dirige al delegado con la primicia—: Algunos lo han debido de manipular o utilizar. Ha pululado en los últimos días por los alrededores gente de esa calaña —se ajusta la capa funeral—. De ahí ha debido de salir la conexión fundamentalista. El acceso a la sala Vivar no es nada complicado, ya lo han visto.
—Es una suerte que lo tenga tan claro —replica Iríbar.
—Vuelvo a decirle que conozco mi casa.
—¿Conoce San Javier y cada uno de los hospedados del monasterio con la misma profundidad?
El delegado de Interior se ajusta el cinturón ante Pomar, grande de España, amo de la casa y delfín de cierta derecha regional y cumple igualmente con guiño cordial delante de Nacho y Bonifacio. Aún en retirada, se anima a describir los hechos cuando Valerio Lido se hace ver:
—Ha sido un atentado demasiado limpio, más parecido a los de ETA que a los realizados por Librán con una precisión que ni el que sufrió Carrero Blanco, que en paz descanse. Sólo hay una víctima: Arrand. El escritor está irreconocible, debió pillarle de lleno. No obstante deberíamos barajar la doble posibilidad, la conexión.
Pomar no parpadea. Concede la palabra al mecenas de la autopista.
—¿De verdad cree que ETA se ha implicado? —pregunta don Valerio, que ha seguido perfectamente el hilo de la conversación:
—Puede que lo sea —masculla el funcionario desdentado—. Estos señores —por el delegado— tienen información.
—¡ETA no es esta vez! —niega enfático Rodrigo Pomar con una intensidad que pide la intervención de quienes cierran la investigación al otro lado de la puerta—. ¡No diga más sandeces, Sevilla! Tenemos una trama terrorista árabe. ¡Y siguen diciendo que es ETA!
—Estamos terminando —dice tras un ostentoso taconeo Mendoza que al fin se hace presente—. ¿Hablaban casualmente de limpieza? Debo decirles, señores, que no hay atentados limpios. Siento, de verdad, tener que recordarles lo que es un atentado. Disculpen esta precisión. Pero no me hablen de limpieza cuando traten de muertes, por favor.
Ana Mendoza, cabello bien planchado, gafas de armadura cuadrada y cartera de cuero negro, se muestra tranquila y exultante de seguridad. La juez, la jueza. (¿Olvidaban acaso los presentes que el tribunal permanecía en el despacho de Pomar hasta agotar la documentación que Nacho iba proporcionando tras las indagaciones dictadas por ella?).
El comisario europeo me saluda con una mueca escasamente formal y queda atento a los discutidores:
—El País Vasco es el País Vasco, señor juez —apunta don Valerio.
—Estamos en Castilla, si no recuerdo mal. Y lo de señor, mejor lo deja —ordena ella.
—¿Jueza, entonces, le parece bien?
—Bueno.
—Perdone, jueza. Si conoce la zona, sabe probablemente lo que digo —Valerio Lido gira sus cervicales hacia Mendoza.
—Cuando digo que no se refieran a limpieza si se trata de muertes, señores, es por una cuestión de estilo —insiste Ana Mendoza en retirada—. Que eso lo digan los violentos, vale, pero que unas personas como ustedes lo apliquen, está un poquito feo, en fin…
Jóvenes como Irune Iríbar, hija mayor del ex etarra y comisario internacional de coordinación con el BND para cubrir la presencia de Arrand en el norte de España, pensarían que esa violencia lanzada contra Aziz era limpia, pan cotidiano del País Vasco que el jueves de la Constitución sumaba un muerto más. ¿Que el muerto había sido el escritor amenazado sobre quien su mismo padre tenía en ese desplazamiento responsabilidades de protección? ¿Que le tocó este jueves de la dichosa Constitución españolista —lo pensaría ella así mientras copiaba apuntes de Física o, ¡quién sabe!, otra cosa— a un escritor germanoárabe? Pues fallarían en el objetivo; ocurriría lo que se llama en su jerga un error militar. Pues ¡qué pena para el gobierno; qué pena para su propio padre!
Irune supone que un atentado es inevitable cada poco tiempo en el norte de la Península hasta que se resuelva el eterno conflicto, a fin de cuentas provocado por el gobierno de Madrid (¿qué es si no Pomar, enclave castellano en tierra vasca?); aunque sus efectos pudieran notarse, de manera también inevitable, sobre la otra parte. Así lo piensa ella retomando las palabras de Txema, su novio desde hace algunos meses. Lo declara también cuando es interrogada.
Debió de existir un tiempo lejano en el que lo explicaba también de esa manera el mismísimo Ricardo Iríbar, padre ausente en la década última y de nueva andadura conyugal. Su hija Irune lo imagina en el pasado, a sus idénticos veinte años, semejante a Txema, con pipa, zapatos de correr, casa con zulo y euskogudariak, como también lo ha recordado Petri, la abogada divorcista que tiene por madre, especialista en cargar las tintas en las relaciones de pareja —y más de su ex pareja—: «Tu padre va envejeciendo, pero sigue sin madurar, es igual que las frutas artificiales, lo mismo que los carneros nacidos de inseminación artificial. Sin chicha ni limoná, como dicen en Andalucía. Lo del trabajo es otra historia. Cada uno se ocupa en lo que puede o sabe. Pero Ricardo está en su derecho si se arrepiente de lo que fue de joven. Es muy libre. Nadie lo debe criticar y mucho menos escarmentarlo».
Cuando la conocí, recuerdo que la espigada Irune desapareció por el vestíbulo tras extraer una barra de labios de su gabán y marcar una huella de carmín chocolate en su boca frente a la única puerta de cristales intacta. Se perdió con una levantada de flequillo.
—¿Ha salido el juez? —pregunta Echegaray al unirse al corro de nuevo, la papada impecable.
—Ha salido la jueza —señala el funcionario desdentado sin especificar la vía— y ha vuelto a entrar de nuevo.
Me acomodo en el sofá sobre el que se han cebado todos los humos de la tarde. Un puñado de filósofos insiste en constituir la asociación de marras para la que vinieron pese a quien pese. El columnista observa el panorama serpenteado por su larguísima bufanda que sólo deja sobresalir el arco de sus cejas. Apunta con la cabeza a la cúpula del recargado techo y protesta caudalosamente:
—Un país que tiene doscientos filósofos es que no tiene ninguno. ¡Que se callen, coño!
A su derecha medita lacónico el poeta del norte:
—Sólo nos dio tiempo a conversar unos momentos antes de lo que más le preocupaba: de los humillados del sur. Ya ve usted, don Mariano.
El delegado, de marino, no excluye finalmente la sospecha de los grupos neonazis europeos desplazados por los países del Mediterráneo como presuntos contactos del comando asesino, dado que Arrand procedía de Alemania, era nieto de nazi y su última actividad en ese país fue redactar un manifiesto a favor de los inmigrantes.
—Lo volvieron loco con tanta persecución —concluye Iríbar—. Andaba en los últimos años con un ordenador portátil del tamaño de una agenda viendo cómo la gente huía de él como de la peste. Su cercanía podía costar la vida. Ninguno se arriesgaba a permanecer con él más de cinco segundos. Ni las mujeres. ¡Era una presión demasiado fuerte para esta sensibilidad tan exquisita!
—Alguna alegría se llevaría la criatura —sugiere el de mayor predicamento, don Valerio, que se repone al mirar el reloj—. Por cierto, ¿cómo va Pérez con su luna? Debemos proceder, sin perder más tiempo, a preparar la inauguración de la autopista cuanto antes, como la apertura de las Lunas de Pomar prevista. Perdonen que los deje.
Debaten los intelectuales resignados al filo de la madrugada acerca de la incontinencia urinaria de Rousseau, quien, como todos saben, además de ser un padre desnaturalizado, tenía el pene deforme.
—¡No me diga! ¡El pene deforme! ¿Hacia arriba o hacia abajo? —pregunta un profesor de bachillerato a distancia.
—¿Qué cree usted? —interviene el efebo.
—Hombre, se supone que lo más alto serían los pensamientos. De todas maneras, de penes deformes están llenos los campos de la gloria.
—Arrand deja esposa y tres hijos —confirma la fuente más fiable del semicírculo poético.
—Deja dos viudas —rectifica un corresponsal extranjero en el vestíbulo bridado por la pesada cámara—: Rebeca, la judía rica, madre de sus tres hijos que lo protegió los primeros años haciendo de mamá del genio y Eloísa, la maestrita chilena, con la que se casó al final. Aparte, la editora.
—La judía es mujer de negocios —afirma el editor de género erótico— y tiene pasta por un tubo.
—Eso es lo que hay que hacer —recomienda el columnista al cámara, nervioso por partir—: ¡Acogerse a la ley de mecenazgo conyugal! A mí siempre me han mantenido las mujeres. Igual que a él: A pesar de su pinta escuchimizada lo tenían las mujeres en palmitas. ¡Nada menos que tres!
—¿De qué iba la chilena? —pregunta el meritorio del diario liberal.
—¡De negra! —aclara el crítico Raimundo Lora.
—¿De negra? —repiten columnista y efebo.
—Claro —contesta el crítico Raimundo Lora—. Eloísa se hacía con los libros que él necesitaba. Es maestra de español. Como él huía de un lado para otro, no siempre tenía a mano una biblioteca, se supone, para consultas, para espiar los plagios de los colegas… Aparte del trabajo en los invernaderos andaluces, los moros que viven en Europa están empezando por noviembre a llenar las salas de lectura. Él no podía, obviamente, pisarlas. Y si encima ganan la recompensa prometida, ¡pues mejor! Para todo lo público tenía una mandada, hasta que ésta se hartó. La editora es mujer de derechos.
—Siga, siga —pide el profesor.
Corresponsal: —Quien se gana las pelas aquí es el cachas del premio América.
Efebo: —Dirás «el que acompaña a la filipina».
Corresponsal: —O a los dos.
Columnista: —Mucha cacha para tan poco peso.
Crítico: —Los escritores no dejan viudas. Las únicas viudas de los escritores son sus lectores, porque las otras, cuando se mueren ellos echan los libros a la calle para barrer mejor. Y hasta en eso tiene suerte el morito: No creo que lleguen a siete los lectores de Arrand.
Novelista cubano en el exilio: —Además, se ha portado muy mal con sus amigos, muchachos. Los escritores que más le ayudaron aparecen en ese libro como personas detestables: Los nacionalistas españoles. ¡Era un degenerado!
—Querrá decir desgenerado —corrige el columnista.
Noya imagina lo que dirían estos murmuradores si supieran que Luis Cruz definió el comunismo, para obtener currículo en los años cuarenta, como «raza degenerada desposeída de valores humanos» —pronuncia bajito para mi uso exclusivo con subrayado tonal don Inocencio Noya balanceando su bigote.
—¡Qué acierto! —exclama el policía cara de mono, que merodea.
—No tiene importancia —salta Noya—. Porque Luis Cruz se arrepintió a tiempo de editar el bodrio. Es un hombre cabal. Aquello pasó en los primeros tiempos, cuando nuestra locura incivil.
—Pero la bomba, lo que es la bomba, la ha debido poner Librán —dice el intelectual contra el poder con melena a lo jipi.
—La bomba han debido ponerla las beneficiadas, por este orden —profiere el columnista—: primero, la editora, que será quien más rentabilidad saque. Segundo, la judía que se casó con él. En tercer lugar, la chilenita.
Asiente el crítico Raimundo Lora.
—¿Cómo dicen? —pregunta una voz con acento andaluz—. ¡Vuélvanmelo a contar!
Las cábalas del columnista se concretan de nuevo en boca del crítico Raimundo Lora:
—Las tres han suscrito con distintas compañías hace meses sendas pólizas de vida a nombre de Arrand y son (si él es asesinado) beneficiarias de enormes cantidades de dólares. ¡He aquí las fotocopias! —y atrae hacia los papeles al corro en pleno.
Que Aziz no es el primer muerto en el castillo de Pomar por vía de dinamita ya lo sabemos. En San Javier, a dos pasos, existen muertos de todas las nacionalidades, sobre todo desde el siglo XIX: No es difícil encontrarse tanto ahí como en este castillo con pudrideros sin luz ni ventilación que conectan las dos casas a través de un pasadizo subterráneo excavado bajo el jardín poblado de restos nobilísimos. Siempre se han repartido listas de reyes, presos, vivos y muertos, violentos, entre las dos instituciones. Hay incluso quien tiene el valor de decir que les corresponden a ambas casas como patrimonio, en igual medida, los fantasmas de los ajusticiados y los conspiradores. Tantos muertos hubo entre las dos casas que cuando entró en el castillo de Pomar el ejército francés al mando de Quillet y los vecinos de Puerto Nevado le mostraron las tumbas de los muertos históricos como el mayor tesoro, Quillet dio una patada en la correspondiente al regente de Navarra y gritó: «¡Traigan el oro, que estos metales ya se han oxidado!». No obstante en Pomar y San Javier durmieron y comieron los ejércitos que iban de paso para Francia. Y también europeos —«alemanes», recuerda Noya a cada paso— que embarcaban con dirección a América tras la guerra mundial. La juez lo ha escuchado. Pero el turno ahora ante la auditora es de Pomar. El vikingo asegura en el asiento de las visitas de su propio despacho (presidido por un grabado que representa a su tocayo y antepasado Díaz de Vivar), tras un breve periodo de concentración, que don Valerio, Echegaray y él esperaron a Aziz Arrand las cinco treinta en la base de la escalera, con Luis Cruz situado respetuosamente a una distancia de tres metros. Parece que Arrand, que se aproximaba en animada charla con Mario Vargas Llosa, se colocó entre don Valerio y el vikingo y así anduvieron por el pasillo abierto entre los asistentes. («Perdonen que les diga que parecía la escena del prendimiento»). Detrás iba Ricardo Iríbar. («Pero que conste —insiste— que parecía una escena del prendimiento»). Verdaderamente la sala estaba repleta. Por ella pululaban policías fingiéndose técnicos de sonido y periodistas en busca de exclusiva. Arrand se detuvo un momento a abrocharse la chaqueta tierra cruzada. No le gustaba, dijo, parecer descuidado a pesar de las arrugas habituales. Se abotonó la chaqueta mientras decía que empezaba a quedarse descontento del nuevo plan de adelgazamiento recomendado en Berlín por su dietético. Tenía frío. Iríbar dejó caer fraternalmente sobre los hombros de Aziz su anorak negro. Aziz Arrand gesticulaba tenso entre los dos acompañantes y refería anécdotas sin importancia para no reparar en lo que más le preocupaba: Que alguien de entre el público actuara de manera imprevista y disparase contra su abreviada figura. Por eso habló de pie ante los ojos atemorizados de su público. No quiso de ninguna manera sentarse durante los treinta minutos de su conferencia, con la única intención de estar preparado para escapar, caso de ser atacado como se temía, o listo para agacharse en un segundo bajo la mesa dando un asalto, hacer frente, incluso, a lo que pudiera venir de golpe desde cualquier punto cardinal. Allí, en el salón, habían tomado asiento con anterioridad a su llegada filósofos, escritores, periodistas y otros adscritos a Humanismo y Naturaleza. Las primeras tres filas de asientos estaban ocupadas por un grupo de diez ecologistas de Puerto Nevado avisados por la Fundación que iba a constituirse con el apoyo de Nortesa y entre ellos Biblos y el muchacho árabe, con Noya.
—Había entre el público presencias extrañas que no acabaron de identificarse. Y el musulmán sin certificado de residencia —completa el fiscal bajando el tono en el despacho de las audiencias—. Y anoche visitantes de la casa de adscripción política excesivamente conocida.
—¿Izquierdistas? —pregunta la juez.
—Nacionalistas y simpatizantes del terrorismo etarra —concluye el fiscal—: ¿Quién los dejó entrar, quién les informó de la llegada de Aziz Arrand?
Pomar se extraña con los ojos puestos en el cuadro:
—Que nosotros sepamos, nadie. Bueno, andaba por ahí un cubano —el conde desvía el tiro.
Juez: —¿Quién?, ¿dónde?
Pomar: —El secretario del premio América, llamado popularmente Cachas. Pero ése no tenía otra causa que la económica. Protestó, cobró —creo— y se marchó contento, como buen ex marxista.
Fiscal: —Los antimarxistas no la necesitan. La causa económica, se entiende, porque ellos la provocan, señor Pomar. Parten de ella. Perdone, por favor, señor Pomar. Continúe.
—Arrand saludó de nuevo en la tribuna. Y al conocer la identidad de quienes estaban preparados para escucharlo, empezando por los ecologistas, recordó que por razones a veces de traslado, o de accidente o de reparación en la sección de la cárcel en la que andaba refugiado, se quedaba aparcado durante semanas en caravanas de un cámping de invierno con peluca y ropa de mujer sin más reserva que una botella de litro de agua mineral, y cualquier movimiento que él o los agentes que lo vigilaban hiciesen —el más temido movimiento de todos, el de darse a conocer— podía acarrear un serio peligro de su vida. Lo que menos podía pensarse era que se trataba de un escritor perseguido por Librán. Luego gastó una broma relativa al ministro sueco que declaraba, al encontrarse con él en estos avatares, ducharse cada dos días «porque hacerlo a diario no era bueno para la piel y se desperdiciaba mucha agua», hasta el punto de afirmar que su política persona se lavaba «sólo con una manopla». Don Valerio y yo estábamos muy distraídos escuchándolo —terminó de contar Rodrigo Pomar.
Echegaray, recién cenado, de moflete encarnado y con sonrisa abierta, entra en el despacho de Pomar sin llamar a la puerta. Se interpone en el cuadro:
—Señorita, ¿usted es de la prensa? —pregunta.
—No, señor. Ni señorita ni de la prensa. ¡Juez!
—Perdone, hija. ¡No me había dado cuenta de que era usted! Es tan agraciada y joven que me cuesta trabajo imaginarla en tan difícil cometido. Perdóneme que no la haya conocido con el chaquetón. Sea bienvenida a Pomar de nuevo.
—Gracias, padre. Pero no soy agraciada. Soy doctora en derecho. Y, además, casi me marcho ya.
—Perdone. No he querido ofenderla, magistrada. Tengo tantas sobrinas de su edad…
Mendoza indica a Nacho que busquen a don Valerio para contrastar algunos datos («imposible, está como una tapia, ha de ser por escrito», con gesto negativo por parte del índice de Josechu). Enseguida ordena a quien la confundió con un florero:
—Por favor, reconstruya usted también los hechos, ya que está aquí, señor Echegaray, si no le importa, para completar la información.
Echegaray gesticula con sus gordotes dedos sobre un radiocasete de bolsillo:
—Pues mire. Que yo recuerde, después de saludar a Arrand en la constitución de la Fundación Humanismo y Naturaleza donde tenía tantos amigos, y de contentar a la prensa posando con don Valerio Lido y don Rodrigo Pomar —Pomar asiente con leve inclinación— el señor Arrand comenzó con la fórmula de «señores, señoras, lectores» y disertó así, como lo pueden comprobar por las fotografías, tenso y en pie… Voy a intentar reconstruir lo que dijo, de forma aproximada, claro. Pero aquí está la cinta —señala el aparato.
Arriba llueve sin compasión. Echegaray pone en marcha el aparatito que recrea la voz original de Aziz Arrand:
«Pertenezco a un grupo de personas que trabajan con las palabras en el límite del pensamiento. Unos seres que por el hecho de pensar y decir herimos sin querer sentimientos de quienes no desean seguirnos, ni realizar el esfuerzo de comprendernos, sino aplicarnos al pie de la letra una manera de practicar unas creencias que nos vigilan a toda hora, salvo cuando se decide comprar o vender, momento en el que no existen —tampoco para ellos— ni dioses ni reyes ni virtud. Es grotesco que un hombre deba defenderse ante un tribunal público de la inocencia de sus palabras, del ensanchamiento de sus límites. Que otros pongan precio a esa forma de conducirse o disentir, y que el gran testarudo de cada secta condene a quien se cruce, disienta o se exprese, al auto de fe o a la muerte violenta». Quienes estábamos con él nos cercioramos de la expresión morbosa de los asistentes, tan conscientes como él del riesgo que corríamos. Estábamos asustados y amenazados, señoría. Pero la expresión de muchos era, como le digo, morbosa —a Echegaray le brillan los ojillos enrojecidos—. Por cierto, ¿cómo se dice «misericordioso» en árabe?
La juez Mendoza indica con don de mando al secretario por el telefonillo interior:
—Pregunta al intérprete cómo se dice «misericordioso» en árabe.
Ricardo Iríbar inquiere a través del mismo conducto al inspector cara de mono. Un mechoncillo de pelo remolinea a ambos lados de su frente:
—Pregunta al traductor cómo se dice «misericordioso» en árabe.
Otero consigue al vuelo, en el vestíbulo, al traductor que hace cábalas entre Noya y Ahmed Nasiri y se dispone a acercarse al despacho:
—Que dice el tribunal que cómo se dice en árabe «misericordioso».
—Rahmán —pronuncia el árabe Nasiri, en la antesala.
—Rahmán —dice Otero a la juez Mendoza por el telefonillo, palabra que todos tienen oportunidad de escuchar sin esfuerzo, incluso repetir como un eco.
—¡Rajmán, rajmán! ¡Esa es la palabra que dijo Aziz en la mesa antes de salir por la puerta de atrás a la salita del teléfono! —sigue Echegaray—. Me di cuenta de los buenos deseos que Aziz había expresado al comenzar la disertación con referencias a su infancia, a la ciudad de Tetuán, al ama Malika. Pero curiosamente nadie de los allí reunidos seguía lo que contaba Arrand a propósito de su obra, de la función del escritor, etcétera, sino que se consideraban espectadores de una exposición que podía durar, o no, o interrumpirse en boca de un autor que muchos enemigos habrían querido ver despanzurrado. Yo, que estaba pendiente de ver cómo se acomodaban los últimos, escuché frases como éstas: «Ha vendido su correspondencia con Ginsberg para comprarse una casa en Florida». «¿Otra?». «Ahora sólo ve la televisión». «Lee a Voltaire, a Pascal, a Montaigne». «Vive en una ciudad en la que las necrológicas duplican a los nacimientos». «Pues entonces que se aplique el cuento». «Toca la armónica». «Con el buen oído de que hacen gala los árabes… sería un peligro tenerlo de vecino». «Hubo una época en la que le gustaban los chulos y las putas». «Putas nosotros, que entregamos la columna por veinte duros; por veinte duros que les cuesta a ésos, los lectores, verdaderos chulos del diario, mojan tu columna en el café con leche por la mañana, ¡menudo placer matutino tienen nuestros lectores de periódico!». En cambio los filósofos indagaban por otros territorios: «¿Es voyeur?». «Los escritores buenos, todos». «Hay escritores que cuando escriben no piensan en su vida ni en las ofensas que producen; llevan la lengua más allá que su imaginación». Desagradable. Muy desagradable —lamenta Echegaray con los ojos puestos en el fiscal—. Luego terminó con aquello de que «uno escribe sobre la vida, el dolor, el amor y la muerte y de pronto —sin saber por qué— te encuentras, cuando menos lo esperas, con que te meten tres balazos en la cabeza ni más ni menos que gente de tu pueblo».
—En Marruecos todavía eso no pasa —dice la juez—. Sus primos están en Argel.
—En Marruecos, aún no —suscribe el fiscal—. Pero podría empezar. En fin: ¿Tenían ustedes controladas todas las salidas del castillo?
—Por dos veces —Pomar le pisa las palabras a la magistratura.
—¿También en San Javier? —pregunta el fiscal a Echegaray.
—En San Javier no hace ninguna falta —concluye el sacerdote.
—Entonces, ¿a quién achaca usted lo ocurrido? —pregunta Mendoza.
—A un imprevisto —contesta Echegaray.
Por la ventana interior siguen los pasos de la editora Argenta, humareda pensante, y la esotérica americana Bárbara Pomar, en diálogo con el africanista, apoyadas ahora ambas encima de la arqueta mudéjar:
—Hay convicciones que, por muy arraigadas que estén, se desmoronan ante personas como Arrand. Él era un escritor agradecido. Agradecía las palabras de los demás sobre su obra —precisa Argenta.
—Pero también se pasaba. A veces era algo insistente —matiza el traductor.
—Digamos pesadito —sigue Argenta—: «Dime, dime lo que tú sabes con tanta sensibilidad y tanta penetración… Aunque me conocen en Europa y en el Magreb, yo soy un escritor desconocido en España. Quizás tú puedas ayudarme a que me conozcan en España un poquito… Nunca he aspirado a ser más que un aprendiz… Y que me salven de paso». No atendía otra razón que la suya. Pero eso lo hacen todos los escritores.
Quedaba en evidencia que Arrand era amable pero también interesado, y aprensivo en todo lo relativo a sus asuntos. Aprensivo con las frecuentes afecciones de laringe que le sobrevenían sin saber por qué y una colitis crónica que arrastraba de nacimiento. ¡Cuántas veces se le perdió al custodio Iríbar en busca de los cuartos de baño, fuera cual fuese el lugar en el que él se encontrara! ¡Con cuánto apuro aludía a ello para que lo cuidaran!, ¡cuántas veces a su programa de trabajo! A sus traumas de exiliado especial como los riesgos pasados por los españoles muchos años atrás —este argumento lo utilizaba siempre para ablandar a Argenta— y que definían sus amigos crípticamente como «enrarecimiento del clima Arrand». A su hartura por escribir y escribir a fondo perdido sin poder recibir publicado nada de lo que con tanto esmero enviaba a la prensa a través de H y N… Era evidente, porque nadie sabía —por razones obvias— la dirección en la que se encontraba en cada fecha.
La juez posee la lista de llamadas emitidas desde el teléfono de la pequeña dependencia en la que se produjo la explosión y no ve nada extraño en la serie: Todos los números correspondían a Berlín. Llamadas a Eloísa, que al responder a través de contestador, escuchaba cortarse inexplicable y bruscamente la comunicación. Imposible se considera que hubiera filtraciones en tan poco tiempo. El padre Echegaray, los labios apretados y la papada más colgante que ayer, va recogiendo velas:
—No sé por qué lo hice. San Javier me guió cuando le di un abrazo al terminar la exposición. Le pregunté a bocajarro cuando estuvimos cerca (y nadie nos escuchaba, ni siquiera los periodistas), si se arrepentía de haber escrito Halcones peregrinos. Él me miró y remiró antes de responderme secamente: «No. Un escritor vive porque escribe lo que desea escribir. Negarme a lo que hago sería mucho más que un suicidio físico: No. No me arrepiento. Mire: Los escritores y los lectores comprenden lo que quiero decir; los sacerdotes muy difícilmente. Yo no creo en casi nada; pero de creer en algo creería en mi palabra, en mi silencio y en el mal de ojo: nada más». Entonces sentí un deseo irreprimible de darle la absolución (cosa que hubiera hecho de haber sido él católico) como el único remedio a mi alcance antes de reconocer la imposibilidad de continuar hablando. Luego caí en la cuenta de que Arrand se refería a sí mismo en exceso: insistía en que la disciplina del escritor acostumbrado a la soledad y a largos periodos de vida interior le servía para soportar ese encierro forzoso, pero que todavía se preguntaba cómo seguía en pie; me confesó que el encierro modificaba sus hábitos literarios, que había dejado de ser fetichista a su pesar y tenía que conformarse a veces con escribir un poco en cualquier parte y de cualquier manera. Y refería que la poesía, en cambio, no era incompatible con los saltos y los desplazamientos. Por eso él deseaba, en esa fase, volver a la poesía. Hablaba y hablaba, es verdad, demasiado de su persona. Así no sería de extrañar que se fueran a pique las familias que iba fundando. Porque, aparte de hombre huido —concluye Echegaray con palabras que ruedan por su papada hasta el zapato a lo largo de la sotana—, está muy claro que Arrand terminó siendo un padre y un esposo fracasado. ¡Y un hombre sin nación!
—Bueno, bueno, padre Echegaray, dejemos los temas familiares y patrióticos para más adelante y ayúdenos un poco a recordar qué ambiente había en la sala cuando Arrand entró a llamar por teléfono —indica la juez.
—No tengo mucho más que añadir, señores. Hubo un grupo muy descarado que comentaba las declaraciones (previas a la actuación de Arrand) de una folclórica que saludó a los periodistas con quienes se encontró en la escalera diciendo que España era el país en el que ella amaba y al que debía mucho. Los literatos hacían bromas: «Ha dicho bebo». «No. Ha dicho debo». «Ha dicho bebo». Y así varias veces. Otros lo llamaban mediocre escritor catapultado a la fama por sus perseguidores. Lo cierto es que los mensajeros son los mensajeros y Aziz Arrand imaginó al Mensajero de su religión como homosexual. Ésa es la idea que late en Halcones peregrinos.
—Depende de las épocas —sigue el fiscal—. Hoy ése no es un dato escandaloso.
—Las religiones son las religiones —dice el profesional del cielo— como la tierra de cada uno, que es intocable y aquí debemos tener respeto por ella. Hay quien opina que se podía haber disfrazado un poquito, haber dejado de escribir, dedicarse a la naturaleza, escapar a su desierto a meditar, escribir con otro nombre. ¡A escribir menos, en suma!
—Pero entonces no sería él —dice el traductor que no pide permiso para poner la guinda y se reserva para otros términos—. ¿Saben ustedes que le aconsejaron que cambiara de sexo?
—Ni lo sé ni lo quiero saber —responde, seco, Echegaray.
—Van todavía por el tema del cambio de sexo —canta Argenta con la oreja pegada al picaporte, rodeada de un nuevo tumulto que la secunda:
—¡Jesús! —apostilla el librero—. Y todo para asegurar que ellos no son los padres de los trinos.
Intelectual barbudo: —Bernard Shaw dijo que la censura es peor que la pena de muerte.
Crítico: —Pues ahora ya tiene las dos cosas.
Efebo: —Lo mismo que Oscar Wilde.
Columnista: —Como Spinoza, joder.
Poeta social: —Somos ametrallados como si fuéramos indeseables, gángsteres. En una sociedad en la que manda el dinero, cualquiera es un asesino en potencia.
Efebo: —Quevedo también estuvo así.
Biblos: —Ése era, además, un hijoputa. Lo que hizo con Góngora no tiene nombre.
Intelectual contra el poder: —Es que las malas personas escriben mejor.
Profesor: —O se leen más por morbo. Escribir con libertad y sin maldad es lo arriesgado y admirable.
Poeta social: —Ahora parece que se puede ser buena persona y buen escritor de nuevo.
Crítico Lora: —No sabía. ¿Desde cuándo se puede en España ser buena gente y escribir?
Profesor: —Desde hace poco. Desde la muerte de Juan García Hortelano.
Intelectual barbudo: —Ah.
Efebo: —¡Ah!
Columnista: —Esto es la historia de Sísifo, la historia de la Edad Media. ¡Otra vez!
Intelectual barbudo: —¿Habéis visto al premio América?
Efebo: —¿El ciego que nos enseña a ver?
Columnista: —¿El ciego que vio?
Biblos: —Vino, pilló y se fue.
Cantautor vasco: —Pues anda.
Viuda: —Pobre hombre, don Eugenio, si no puede ir a recoger el manto de Cortés por la niebla.
Corresponsal de Le Monde: —El Cachas le preguntó al propio de Pomar si por venir le daban algo, además de la gloria, y anduvo una pila de horas parlamentando hasta que se llevaron el talón.
Efebo: —El tal Cachas y la novia del premio América.
Viuda: —El tal Cachas y la esposa del premio América.
Columnista: —El tal premio América y la novia del Cachas.
—Menuda lista, el lazarillo —dice el crítico Lora—. Se ve que escribe más deprisa que la anterior, por las memorias que me envía: usa un ordenador cuando el viejo le dicta. Y encima le hace una paja los domingos.
Profesor: —Ah.
Viuda: —¡Ah!
Porteño: —¡Bah!
Columnista: —De ilusión también se vive.
Profesor: —Por eso Arrand decía en Halcones peregrinos que los escritores son halcones, los únicos pájaros que vencen la concupiscencia.
Crítico: —Por eso hay halcones encapuchados que simbolizan cosas.
Poeta social: —La esperanza.
Crítico: —«La esperanza de ver del que está ciego», dice el libro de Arrand.
Columnista: —Así que el halcón volvió al puño. Por eso canta Arrand que los halcones son los dioses y no el dios del mensajero.
Crítico: —El personaje que no puede nombrarse.
Columnista: —La cagó. Con razón escribió en el libro ese del copón que lo más sagrado del poeta es su excremento, su palabra, la síntesis de lo que sabe con lo que se mete.
Crítico: —Por favor, don Mariano, que hay menores.
Efebo: —Pero sí, dijo que los poetas éramos halcones encapuchados.
Poeta social: —Halcones peregrinos.
Cantautor vasco: —Peregrinos y encapuchados.
Columnista: —Y algunos ciegos.
Corresponsal de Le Monde: —Estuvo en el sótano aguantando a Luis Cruz. Se ganó el cielo.
Poeta social: —¡Con un fascista de esa envergadura!
Biblos: —Estaba también el librero Noya. ¡Un momento!
Columnista: —¡La Virgen de Fátima y Stalin en la misma cama!
Corresponsal de Le Monde: —Hubo alguien más. Un angelito que apoyaba.
Crítico: —Un angelote de los de aquí que confundió al comisario internacional con el poeta libanés Adonis. ¡Habráse visto!
Efebo: —Ah.
Viuda: —¡Ah!
Crítico porteño: —¡Bah!
Echegaray da a entender con los ojos en blanco que su presencia no es tan necesaria en el despacho de Rodrigo Pomar convertido en judicatura. Abre la puerta y cede ante el librero:
—Usted, usted primero —indica el viejo comunista.
La juez Mendoza ratifica en voz alta, ante Interior, el nuevo interrogatorio del muchacho árabe; del cartero con vocación de biógrafo y de Irune, la hija de Ricardo Iríbar: Los primeros como sospechosos de encubrimiento criminal y la tercera en calidad de cómplice de banda armada. Iríbar, por su parte, investiga a Echegaray.