1. A un milímetro de los pitones

Con la noche del jueves había llegado Josechu, adormilado preso de tercer grado en periodo de redención de pena por trabajos administrativos en la sección del juzgado de Instrucción.

—¿Dónde estoy? —dice al quitarse los auriculares.

—Otra vez te has metido una rayita o un chinorro, Josechu. ¿A que sí? —arriesga Flor, peloteñido.

—Por la calentura de mi anchoa, que este sitio me suena.

—No sueñes, tronco.

—Te juro que no sueño. Es que el sitio me suena.

—Creí que era la primera vez que venías por aquí.

—¡Toma! Y yo también cuando me lo dijeron. Aquí hacen los santitos de don Valerio el de Nortesa y más allá está el lago y las campiñas de lechugas. Dabuten. Aquí he fumado yo, ¡digo que yo he esnifado nieve! ¡Es tan verdad como When she walks in the room! Lo que no puedo decirte es si hace uno o siete años. Y menudo colocón el que me pillé aquí.

Le ofrezco un caramelo de café:

—Prefiero tabaco o licorcito.

—No bebo fuera de mi trabajo —alargo hasta su mano nerviosilla el paquete de Fortuna.

—Bueno, jai, no te pases. ¿Y con qué coges marcha?

—Con el toreo.

—El toreo es más barato que la maría. Pero es para masocas.

Trastea en el Walkman y se embute los cascos para escuchar Avalon de Brian Ferry junto a peloteñido y el pitillo:

—Mira a la gente que está por ahí pasmada, Flor. Ninguno de ésos —incluidos los del beri— se moja en el tema de las fumatas.

—¿Y esa camisa lila, Josechu? —pregunta Flor al anunciado.

—Me la ha regalado mi biógrafa, porque yo estaba en bolas desde que me pasó lo del trullo.

—¿Tu biógrafa?

—Sí. Una latinoché que tiene muy buen rollo conmigo y me da unas pelillas porque cante sobre mi vida en Pueblo Nuevo y aquello de Rockola y los flipes de Morfa.

—Que no lo sepa Boni.

—Boni sabe de qué va la movida.

—Dinos quién te ha traído. Porque tú has venido en coche, y te han transportado desde el aeropuerto.

—Me ha traído el madero cara de mono a que doble el tirante ¡porque no me negarás que esto es tela de curre!

—¿Y Marta?

—Marta está chunga, reventadilla.

—Dime.

—¿Hay chismes por aquí?

—Te juro que no.

—Han ido a buscarla por lo del Rohipnol y lo de las cabinas. Otra vez al trullo. Puta mierda.

—¿Las cabinas? ¿Qué cabinas? ¿Estuvo trabajando en cabinas eróticas, igual que yo?

—No, tía, Flor, fue una cabina que no pudo sirlar. ¡Una chapuza! Y ahora le vino el beri con la lechera a que se coma la paraguaya. Y ella está para el tinte, joder.

—No puede ser. Dime, Josechu, lo que te has metido.

—Ni coca ni anfeta, fané. ¡Genciana que me ha dado la guay del plis ésa de Kansas City que viene a ser lo mismo; qué pedo, tía, y encima por la legal como si fuera manzanilla!

Ana Mendoza empleó su tiempo trabajando con el fiscal en el despacho de Rodrigo Pomar. Cuando sostiene en un paréntesis el vaso de plástico de café atómico contra la maquinita reconoce haber tenido vocación de arqueóloga frustrada. Eso: Hubiera querido ser, de verdad, arqueóloga. Más o menos es lo que era en el tribunal, excavadora de ruinas, bromeaba el fiscal durante ese intervalo compartido entre dos carpetas y el libro Halcones peregrinos: «¿Y qué es si no también una ruina viviente el personaje que aquí nos ha traído? —comentaba el jurista—. ¿No es una ruina viviente nuestro entorno?, di, tú que ves este oficio como una cría inocente que cree ab-so-lu-ta-men-te en la verdad, restauradora de ruinas morales, ¿qué seríamos sin gente como tú, con esa fe ciega en la aplicación de la justicia? Por eso has dado con un restaurador de lo ostensible, con el dentista hispanoamericano que te embroma con la enfermera». «Me embroma no, Miguel, me engaña, me traiciona. ¡Qué obviedad, con una subalterna!». «Pero si quieres, Ana, medita en el secreto de tu dentista». «¿Cómo?», «¿dime?». «No sabe qué hacer con una mujer tan importante. Lo pasa mal, en serio: O te dedicas a parir niños para que el doctorcito se asegure la presa o lo cienes que llevar al psiquiatra a tu vuelta a Madrid. ¡Sé libre y luego indulta!».

Ana Mendoza censura al fiscal con un par de ojos a mitad de camino entre complicidad y frustración:

—No es cosa de buscar a una especie de Kroll para que nos aclare ciertas dudas.

—¿Cuentas con mil quinientos dólares por agente y día?

—No.

—Pues olvídate.

—Los iraníes sí tienen.

—Aquí trabaja en ese tema Orbe.

—Orbe trabaja por menos con más cosas: robo de documentos, micrófonos ocultos, lavado de dinero y espionaje político y matrimonial. Y para despistar, periodismo de entretenimiento. Tenemos a la chica con Nacho y los soplones. No parece que saque demasiado.

Participo de la conversación desde mi ángulo mientras toman café junto a la maquinita. Siento dañado mi amor propio. No sólo me dan un rejonazo sino que soy el pito del sereno para la gente de la toga, vamos, que «no parece —¡encima!— que saque demasiado». Me indigna. Pero antes de darme tiempo a reaccionar llega Ana Mendoza a nuestro sitio a releer las cartas dirigidas por Aziz a su amante chilena antes de su segundo y fugaz matrimonio y repongo mi ánimo, pues ni me mira ni me ha mandado detener. Eso me reconcilia con la judicatura. En una de esas cartas están las huellas significativas de Arrand. Y la mentira que libraba entre el lenguaje y el silencio mientras fingía que no pasaba nada delante de su mujer primera. Entreveo a Mendoza leyendo nuevos folios del expediente que Nacho coloca encima de la mesa cada cierto tiempo en tanto el fiscal calibra el papel de los testigos antes de que éstos sean llamados por turnos a declarar y decidir qué se hace con un cadáver carbonizado del que no quedan más muestras que una coleta roja. Mendoza solicita de Nacho que le haga llegar de nuevo la carpeta de los servicios secretos alemanes.

—Mejor que venga la americana —dice el fiscal.

—Todavía no —acuerda ella.

—¿Sería impotente? —pregunta Flor en el reducto improvisado para la prensa, el secretario de la Instrucción y el Cuerpo Superior de Policía—. A los hombres no se les levanta por cualquier tontería. Así que imagínate el pobre, con la que llevaba encima, seguro que la cosa no se le ponía nunca en su sitio.

—Ésa es cuestión menor, igual que la política —aclara Nacho.

—¡No es cuestión menor! —protesta Flor.

—Ese tema no mola tanto ahora con el mal rollo del bicho —entra Josechu.

—Calla, mamón —ordena Boni que se resiste a dar su parecer.

Ana Mendoza indaga con el fiscal y el traductor del libro Halcones peregrinos en la infancia del personaje para encontrar otras claves ocultas, y dicta: «La vida de Arrand, desde el principio, ha sido un extravío. Su trasplante a Berlín, aunque lo salvara, produjo en él un conflicto irresoluble. Un conflicto entre origen y destino: Provocar era la forma de estar entre los suyos. El resultado de esta vida, por tanto, es proporcional a la amenaza de muerte. Escribir para él era organizar el pesimismo, revolverse contra la injusticia, y demostrar que la literatura significaba para él la patria y su único seguro moral. Y su escritura representaba un talante doble: la suma de terror y esperanza, aunque nunca supo qué sentimiento estaba por encima. El libro Halcones peregrinos se llamaba primero Buceadores de orillas pero acabó quedándose en halcones como homenaje al ama marroquí que lo criara en el vivero de la tropa española. La editora Argenta ha confesado que fue una novela muy difícil para los traductores. Un técnico puede traducir a Arrand, como a cualquier autor, de dos maneras: una, siéndole fiel; otra, desconfiando de su pluma. Lo que ocurre es que en Halcones peregrinos Arrand hizo una broma sobre los demonios del Corán y sus primos adscritos al movimiento argelino Librán lo aprovecharon para condenarlo. Y es que la broma ofende a la verdad y al dogma».

Cuenta también para el sumario que el libro Halcones peregrinos relataba que en la intolerante España del siglo XV el judío que tocaba una fruta en el mercado la tenía que comprar. Pero a Abdelaziz Arrand ninguno le ha negado la entrada hoy en España por decir eso, ni siquiera los comerciantes que leen —suponiendo que algún vendedor de fruta leyera— le negaban el género dada su raza árabe. Por ello, la propuesta del diálogo de los pueblos del sur de Europa con los del norte de África que insinúa Aziz para justificar el encuentro anhelado es una buena excusa para mirar con esperanza a Europa: «El Mediterráneo que se estrella entre mi tierra y ésta, no une: separa. Al sur de este mar viven las víctimas del colonialismo, y por reconocerse víctimas de Europa desarrollan, contra Europa, una visión totalitaria del mundo y de la religión estimulados por cierta clase intelectual deseosa de que cuaje en un nacionalismo de corte religioso. Así Europa no tiene otro remedio que abrir sus puertas para que entren ellos y apoyar a los gobiernos del islamismo progresista. Pero Europa no les pregunta cómo viven su religión, sino de qué país llegan: somos entonces los gastarbeiters turcos en Alemania, los mexicanos espaldas mojadas del sur de California, los marroquíes del Estrecho, gentes echadas al camino, al vuelo. Yo mismo fui en Berlín un emigrante, es decir, un insignificante muchacho que ni quitó ni puso un ápice a la democracia que me recibía y un desconocido que empezó de cero y nunca acabó de influir en el medio que tuvo alrededor, porque escribía. Siempre sería de otro lugar, retrospectivo en la búsqueda de mi destino. De esa manera, lo mejor de mi exilio —repetía sin pudor en aquel libro— es que me hice humilde».

—Humilde, tanto como humilde, no parece que sea —escucho decir a Mendoza por el telefonillo—. Tráeme, Nacho, la carpeta de los alemanes.

El secretario escarba en la materia judicial en mi presencia mientras ordena bajito a Josechu y a peloteñido:

—Ana Mendoza ha dejado por esto a su marido y a la niña en unos días de puente y justo en plena crisis. ¡No le nombréis a la enfermera!

—Qué mal rollo el de los dubis —murmura Josechu—: Ellos por tirahuevos y ellas por tiparracas… Bueno, la Mendoza no es una cucaracha cualquiera, es una tía legal: me mola.

Josechu se acomoda en el suelo. Abre despacio su mochila apretada y rebusca en el fondo. Saca por fin una mariconera de cuero marrón y dentro un pequeño detector de metales:

—Me ha costado un palo encontrarlo. Y sacar lo de dentro. Pero me lo he mercado sin tirón ni violencia, aprovechando un despinte. Era de unos guiris del beri que sabanean, unos sacabocados, nada de nada. Total, para beneficiarme un bisontfield —extrae la cajetilla de tabaco.

Ricardo Iríbar pone a disposición del tribunal conversaciones grabadas y transcripciones obtenidas por otros medios, además de una lista de etarras sospechosos pertenecientes al comando de Burgos, entre ellos el novio de su hija y la misma Irune que merodeaban por San Javier desde tres días atrás. También incluye el texto de una violenta discusión telefónica entre Bárbara Pomar y don Valerio a propósito de los santitos. Y además, la plática mañanera entre el vikingo Rodrigo Pomar y don Valerio Lido acerca de los votos del congreso político de fin de año, aparte de algunas páginas del libro Halcones peregrinos donde Aziz Arrand criticaba a los pueblos que imponen la ley islámica de manera dogmática. Cuando reviso mis artes electrónicas echo en falta el chisme inserto en la máquina de café, lugar preferido de Josechu para aprender las canciones de su estrella mientras capea la tiranía de lo que queda: «There’s a ligth, certain kind never ever, / Never shone on me, no, no, no, hon». («Hay una luz, una cierta luz que nunca, / nunca brilló sobre mí, no, no, no, cariño»), la canción de su tronca. Alegra a la comparsa y corcovea con el coraje que resucita en él la música y los recuerdos que no mueren.

Una mano inoportuna —que no es la de Josechu— detectó el micro y lo desactivó sin aviso ni acuse. Sospecho de Ricardo Iríbar.