El ángulo del comedor habilitado en la urgencia como sala de prensa es un casino a media noche.
—¡Quien llame primero al nueve cero dos siete cinco cuatro ciento quince y acierte el nombre del escritor asesinado, se llevará cien mil pesetas! —dice la rubia del canal tres.
—¡ASIS, ASIS ARRAN! —vociferan niños, amas de casa y ancianitos con o sin conexión por radios y pantallas entregadas al acontecimiento.
—¡Te cambio el reportaje de la carnicería por el de su discurso! —grita el enviado del periódico liberal que ha llegado a los postres—. ¡Pásamelo por fax!
Nadie responde.
—Lo avisamos. ¡Este acto nunca debió celebrarse! —protesta el policía cara de mono al dar su parte en público al inmediato superior—. En lo que a nosotros respecta, quedó claro que no éramos partidarios de asumir el riesgo de meterlo precisamente en una ratonera a veinticuatro horas de un congreso político regional. ¿No pudo el plumilla haberse quedado en su país de residencia? El único que ha tomado bajo su manto un acto así ha sido don Rodrigo Pomar, con la anuencia de Nortesa. ¡Y todo por los votos y el turismo santero!
—Como Pomar no tiene mando directo en el gobierno del país, puede hacer, si lo quiere, encaje de bolillos —sigue un agente desplazado del Ministerio de Interior, que anota.
Quim tiene el detalle de enviarme desde la habitación del hotel de Canarias, donde se hace el drenaje linfático con la experta en pulgares del gimnasio Valor, el siguiente recado: «Tu retraso ha hecho que perdamos la venta del primer extracto a los diarios, y lo que es peor, que se decidan por lo que escribe el mequetrefe ese amarillista que está dando como primicia una fotografía del cuaderno mojado por la propia sangre de Aziz, objeto que sustrajo, supongo que en la confusión y por despiste, otro corresponsal: Así que si tienes algo parecido y presentas alguna mancha, ¡no se te ocurra eliminarla, no te quites las huellas del muerto que es la única ocasión que nos queda para constituirnos como primera agencia de investigación y noticias!», insistía en la misiva.
El Ojo gráfico de Radio Nacional en los estudios centrales de Madrid enlata la programación de su sección Tírate a las cinco donde se iban a escenificar nueve cartas adúlteras escritas de la mano del príncipe de Gales para, a cambio, emitir en registro original del mejor entonado actor Juan Diego de una parte de Halcones peregrinos del mártir a modo de homenaje. BBC de Londres y CNN suscriben ante miles de orejas un pacto con el canal estatal número uno con el fin de emitir en exclusiva planos del atentado. A cambio se juran promesas de transmitir en el telediario de las catorce horas del día siguiente las primeras imágenes de las sucesivas familias del escritor separadas por las constantes y suspirantes evocaciones de la rubeniana editora Argenta —las moñas en su sitio— en la silla tapizada de Aubusson a pocos metros del garito desde donde la víctima se despidió de Cruz.
Con la mano en la frente y la sedosa vestimenta amarilla bajo el poncho, Argenta suspira iluminada con focos de alimentación solar tras perder al más querido de sus editados:
—He dicho que a falta de algo superior me traigan un vaso de agua mineral sin gas con jotabé —dice, alterando la transmisión ya de por sí desafiante al vestir la catalana el color gafe para los cámaras de no importa el canal.
Media docena de policías aparecidos por los siniestros montes de alrededor, desde donde vigilan a las órdenes de un jefe, terminan de acordonar el camino de Puerto Nevado. Los terroristas aprovecharon el momento en que Aziz terminaba de despedirse de alguien en el garito del conferenciante para hacer estallar el artefacto y pulverizar a la criatura.
Hiela. Me siento víctima de congelación. Los colegas sitúan los micrófonos abiertamente para captar el vuelo de una mosca. Reviso las cuñas de ambiente colocadas en el marco del Bautista y la máquina de café que ninguno movió. Intento localizar en San Javier al guardaespaldas de Pomar, Marcial Peña, para aclarar algunas dudas acerca de la autoría del atentado, pero la nieve, la niebla, el viento y el calzado me impiden avanzar por el jardín. La editora de boquilla y poncho esquiva a bocanadas de humo las preguntas de aquellos reporteros que emprendieron la excursión a Pomar nada más conocer la desgracia que los eligió. Pero las fuerzas vivas no se quedan atrás: el alcalde de Puerto Nevado en hábito de gala formula la primera propuesta ofreciendo en nombre del municipio el salón noble del Ayuntamiento para la instalación de la capilla ardiente «o lo que hubiere menester» dice, al comprobar, como su buen olfato le dicta, que el cadáver es un tronco azabache vestido con harapos. Ninguno de los colegas lo entrevista. Marcial Peña dio la orden de que los carboncitos se llevaran a la galería acristalada, desde donde Aziz contemplara horas antes el atardecer de Puerto Nevado. Después se localiza el testamento del difunto en un sobre confidencial que la editora Argenta traslada al tribunal instructor: Caso de muerte súbita, que las cenizas sean dispersadas sobre las aguas alemanas del río Havel después de ser leído el párrafo final de Halcones peregrinos a la vista del lago-cementerio del distrito berlinés de Spandau, el pueblo de la cárcel-hotel de Aziz Arrand: su última voluntad.
—El despacho donde ha ocurrido la explosión tiene una ventana que estaba vigilada desde el exterior —comenta un agente local a otra autoridad de paisano— y un acceso al salón de actos que controlé y revisé previamente. ¡No se puede explicar!
Mientras llegan refuerzos de prensa y porra un inspector foráneo y el director general del Libro discuten acerca del destino del cadáver: Si el ministro decide acompañar al féretro unas horas, el traslado debe esperar a que el ministro llegue el tiempo que haga falta.
—¿Qué horas ni qué nada? —profiere la mujer de cabello cortado a la garçonne y señora de Pomar vestida con traje pantalón verde de lana de Dustin e irreprimible acento extranjero—. ¡El ministro querrá venir a hacerse la foto y nada más! No parará un segundo.
Callado y meditabundo permanece un colega del escritor proscrito, secretario de la Asociación de Escritores Perseguidos por Causas de Opinión (AEPCO) vigilado o defendido respetuosamente por los inspectores hasta serle tomada declaración, que llaman «de rutina». La pareja de guardias autonómicos llegada de Vitoria se justifica ante la estatal que ofrece carta blanca en la acción y colabora en tareas de vigilancia en el vestíbulo. Preguntan a la gente de paso, preferentemente a aquellos —cuyos nombres constan alistados en una fotocopia de uso interno— que habían manifestado alguna vez en algún sitio su apoyo a la causa árabe.
—¿Informó usted, sin darse cuenta, a alguien que pudiera avisar a los terroristas de la venida a esta provincia de Aziz Arrand? —pregunta al intelectual un policía que presenta aspecto de bachiller superior.
—Seguro que no. Bueno, ahora que caigo —rectifica el culto— en el edificio donde editamos la revista limpia el portal una norteafricana.
—Vaya usted a saber —matiza el pulcro director de teatro con golpe de bastón—: Si desea que le den la dirección de alguna de esas almas, que sea con el permiso de Derechos Humanos. Pero no creo que encuentre mucho a través de esa pista.
Dos féminas preguntan al biógrafo miope —verdadera garrapata en acción— acerca de la calidad sentimental del escritor ausente que el meritorio escritor asociado glosa. Sospechamos que hay rareza por medio: «No hablaré de sus problemas sexuales, que es pronto todavía».
Nadie dentro del grupo logra identificar al autor que más conversa, a la sazón admirado académico:
—Me han traído engañado a este episodio —sopla en el oído del crítico porteño—. No hay derecho a mostrarse tan sensacionalista. Este señor, por muy muerto que esté, no ha sido un escritor sino un oportunista que se ha aprovechado de esta historia de las amenazas para forrarse, ¡sí!, ¡forrarse! Y lo del atentado son gajes del oficio, por la misión de saltimbanqui que ha elegido de ganarse la vida, ¡de vendérsela!
El tropel corre hacia el parking al grito de «éste es el detenido, éste es el detenido», señalando al tipo de claros rasgos árabes que reconozco como paseador de los perros acogidos por Bárbara Pomar y suplente de Biblos en oficios postales.
—¡Soy cartero de cartas! —se defiende exaltado el recién prendido por dos guardias civiles.
Me aproximo. El miope ayudante del librero destaca entre la masa, pero avanza en sentido contrario a los demás. Casi chocamos. No ofrece disculpas. Palpo mi hombro doliente. El árabe prendido conduce a sus captores al encuentro del librero por la escalera de caracol limítrofe con la bodega-biblioteca:
—¡Este muchacho es inocente! —salta una voz remota de vejete enfurecido igual que si clamara desde el fondo de un pozo.
—Lo he notado por el olor —dice el taxista, desde arriba.
Cambio de tercio. Rozo la barandilla de la escalera de caracol en el descenso cuando me llama por mi nombre una voz masculina:
—¡Alejandra!
Es Marcial Peña, guapo, traje príncipe de gales, doble botonadura. Me alcanza afectuoso. Nos besamos. Es la primera persona que me topo en el camino que sonríe. Lleva consigo unos paquetes. Hablamos. Está convencido de que Noya, el viejo comunista venido de Burgos que anda por ahí abajo es quien va a dar la lata cuando se investigue. Tendrá que ver con la trama terrorista árabe infiltrada en Pomar —susurra al darme un beso en la mejilla perfumada con Egoïste. Yo me siento querida—. Parte rápido porque lo espera fuera Bruno Seoane, delegado de Nortesa en Galicia y comparsa mía en el vuelo a Vitoria. Insiste en que nadie va a impedir mi investigación y movimientos; que cuento con la confianza de Rodrigo Pomar y con la suya. Tengo enfrente de mí a un guardaespaldas cualificado. Reviso mentalmente parte del material entregado y le sonsaco ciertos aspectos económicos mientras corbata de gansitos hace ademán de despedirse tras ofrecerme un caramelo de limón:
—Cobrará la señora del explosionado. O, a lo mejor, Ediciones Argenta.
Marcial Peña inicia el paseíllo por el claustro de columnas dóricas camino de la hostería de San Javier. Vuelvo la cara para verlo mejor, culisalido. Ha dejado tras él un hilito de perfume Egoïste. Son las ocho del jueves y retorno al vestíbulo inundado de medios. El sacerdote de sotana y mano cortita y roja actúa veloz y ritual por los alrededores del óbito. El vikingo Rodrigo Pomar y el juez de paz ultiman en un aparte los detalles pendientes al lado de la puerta entreabierta del despacho del político regional. «Todo va para la Instrucción. Yo tengo que atender a San Javier primero. Los sanfermines que se están montando en la capilla no pueden esperar, dice al vikingo el juez de paz».
Un colega de Zona solicita permiso para fotografiar el túmulo que no es autorizado, pues deben abstenerse todos en presencia del juez de paz —el hombre bueno de la tierra, dueño de la panadería de Puerto Nevado— quejoso, en retirada, que opina sobre las condiciones de trabajo de la región: «A ver —se suena, convulsivo—: ¿Cómo no me voy a desahogar? El teléfono de nuestras dependencias sólo atiende llamadas porque no hay presupuesto para hacerlas. Y si decido que se limpie, he de mandar a Tero, el jubilado, con dinero de mi bolsillo a buscar detergente y lo que sea preciso para adecentar un poquito el local que hemos habilitado. ¡Que lo resuelva la Instrucción de Madrid! ¡Les deseo suerte!».
Se me une en el descansillo procedente del sótano el librero Noya a paso lento y apesadumbrado con estornudo múltiple. «Otro demonio fuera, mecachis», refunfuña al subir. Estornuda de nuevo. El viejo librero comunista «parece salido de una página de Gorki», murmura el corresponsal de Le Monde. Molesto por la culpabilidad que se cierne sobre sus ayudantes —Biblos, el biógrafo-cartero y el árabe de quien sospechan en primera instancia— Noya masculla que la casa de Pomar tiene definitivamente mal de ojo, como le insinuó el mismo Aziz la primera vez que conversaron:
—¡Dejen en paz a los muchachos, mecachis, que no han tenido nada que ver en esto y encima me han ayudado toda la tarde a descargar!
—¿Y aquél con ese don de mando, quién es? —se sorprende el vikingo Pomar sacando su cabeza del corro de autoridades eclesiásticas y militares reunidas frente al claustro.
—¡Amigo y colega de Luis Cruz! —entona el preguntado—. ¡Deténganme a mí, que ya estoy viejo!
—Entiendo —Pomar sonríe forzadamente—. Yo debería venir más por aquí para que no me parezcan los dedos huéspedes. ¡Es Noya! —fija las manos en las sienes: Las mangas Veri no de la chaqueta crean un plisado majestuoso. Pomar contempla a Noya con extraña curiosidad—: Bárbara me habla muy bien de usted. ¡Y Cruz!
—Su señora es lectora, señor conde. Pero no es momento de cumplidos. Quiero aprovechar este encuentro, don Rodrigo, para decirle que en esta casa suya y destino mío provisional, han aterrizado en los últimos días más demonios que en cualquier mazmorra del Renacimiento europeo.
—Diga, diga —se aproxima con familiaridad el que llaman padre Echegaray, la papada oscilante.
—No sé, no sé…
Noya escapa a la tutela clerical. Exterioriza su ateísmo con un mutis a tiempo. Sabe por Luis Cruz (y relata sin freno por su cuenta para quienes nos aproximamos mansamente) que el rey europeísta estuvo decidiendo en una de las celdas que hoy constituyen el castillo, su abdicación. Y así echó el tal monarca por la borda un imperio, lo que se dice el Imperio español, cambiado por una tarde nublada de las de Pomar de honda meditación mientras que los peones, los herreros y los oficiales del pueblo se convencían entonces de que sólo el claustro de capiteles dóricos era muy poca cosa para un trono como el de aquella majestad. Quizás por eso ayudaron al mismo rey a decidirse por los planes de construcción del vecino monasterio de San Javier con capilla soberbia aunque rehabilitable por abandono.
Ante el poder político y religioso el librero enmudece. Me reclama con desmedido interés el libro que paseo para ver la etiqueta del colega que me lo vendió y frunce el ceño al conocer la procedencia, «¡En unos grandes almacenes!». Entorna los ojos y guapamente me hace partícipe de su vida azarosa de soldado republicano: «Era el 17 de julio de 1936 en Melilla. Los rebeldes detuvieron al Alto Comisario que era Álvarez Builla y al general Gómez Morato. Vosotros ¡qué sabéis de aquello!; Aziz, ¡qué sabe de aquello! El 18 de julio en Tetuán el Gran Visir Sidi Hamed Ganmia contuvo a la población después de un bombardeo republicano que alcanzó nada menos que a dos mezquitas. Y ese detalle se lo premió el dictador luego con la Laureada de San Fernando. Por allí habría nacionalistas marroquíes que fueron vigilados como Abdeljalak Torres y un grupo musulmán de izquierda que protestó en Ginebra por la presencia de marroquíes en el ejército de Franco. ¡Hasta el mismo Mohamed V firmó un manifiesto donde lamentaba que una parte de su pueblo sostuviera a quien se levantaba contra el gobierno legal de España! Todo eso lo viví por la prensa y los amigos y lo leí en un libro de Dolores Ibárruri. Y Franco, que eliminó en España los partidos políticos y los sindicatos, tuvo que permitir que naciera el partido reformista de Abdeljalak Torres y el de la Unidad Marroquí de El Nasiri. ¡Así de zorro fue!».
—Me gustaría consultarle algo. Soy periodista —digo.
Nos apartamos de la vista de los presentes en un vericueto al lado de la máquina de café.
—Es verdad, hija, lo que te he dicho: Demonios y fantasmas ha habido tantos por las almenas de Pomar que el último suceso no hace más que confirmar el peso de lo habido por encima de lo que está pasando. Hagan el favor de escribir contra estas detenciones. Es un abuso, mecachis, por parte de la fuerza pública. ¡Yo avalo a estas criaturas! Ahmed y Biblos han colocado todos mis libros gratuitamente en el sótano de Pomar y nada tienen que ver con tramas terroristas. No se dan cuenta de que esto es un error. ¡Un enorme error!
—No se preocupe, que son pequeñas diligencias o pruebas —dice a su espalda el alto inspector cara de mono—. Lo que ha ocurrido nos obliga a todos a colaborar.
—¡Cómo ha cambiado España! —murmura Noya sin alzar la cerviz.
Noya se tumba en el sillón dieciochesco crema apuntalado con la mesita imperio. Los narcisos bostezan. Noya señala que el bostezo suele impregnarse de toda la basura de alrededor. Terminan de barrer los vidrios rotos bajo enormes bastidores de sauce que presentan las obras de Mazzola y Teniers. Algunas arañas se han salvado.
—Ése de ahí es san Juan Bautista. Impotente para evitar lo que ha pasado —señala Noya con semblante trágico—. Ya lo ves, muchacha.
Me sorprendo a mí misma con un conato de bostezo mientras ruego a Noya que me acompañe hasta el reducto de los grandes destrozos. Me extraño al sorprenderme yo también en un estornudo en toda regla sin ser alérgica ni padecer un resfriado. Combato el frío haciendo de tortuga en mi caparazón.
—¿Usted sabe, señor Noya, dónde podemos tomar un traguito? —pregunto con intención de trabajar con recursos que me hagan ganar tiempo.
—Bueno, lo que tenemos aquí es esta mierda de maquinita, pero lo mejor está abajo. Allí se pasan pronto los berrinches. Enseguida emprendemos retirada.
Rodeamos el socavón que ha provocado la explosión y, de camino, arropamos con nuestra lástima al célebre cadáver. Dos cámaras acuden en reprobable competencia al paso nuestro, todavía, a reflejar lo visto. El inefable Valdeón, de la cadena TST, indica a un joven subalterno que primero se haga la toma de sur a norte del recién llegado delegado de Interior de impecable marino y que luego se ocupe en reflejar en plano largo lo que quede del bulto masacrado.
—Ése que husmea en el cuadro del Bautista es Ricardo Iríbar —comenta Noya—, buen conocedor de terroristas. Antiguo etarra aunque no lo parezca.
—Antiguo etarra, dígalo, Noya. No pasa nada —se aproxima a nosotros el corresponsal de Le Monde fastidiado por la bronca que su nuevo director, un mequetrefe de treinta y pocos años, le ha infligido. Noya lo calma:
—Yo soy respetuoso con todos los ex del planeta. Hay una edad en la que el ser humano siempre es un ex. Y si no es ex seguro que es peor. ¡Se es joven!
Tengo la impresión de que el vejete sabe más de lo ocurrido que lo que exterioriza. Me acerco (sin moverme, como acostumbro cuando me sirvo de los aparatitos) al cuadro del Bautista con mi lengua electrónica, los servicios secretos de espionaje Orbe, que conste, sólo en espacios públicos. Me coloco los cascos. Resuenan en mi oído los pitos pectorales del comisario Iríbar contra el cuadro del Bautista donde se aloja uno de mis chismes. Reconozco que respira mal.
—Los asesinos se han dejado muchos pelos en la gatera. El episodio tiene el sello de los Euskadi ala hil —señala Iríbar.
—Patria o muerte —traduce el librero cuando repito en la distancia el nombre de esta organización—. Lo mismito que en la Cuba de ayer.
Echegaray, impecable sotana abotonada y sonrisa de quinceañero, objeta a las espaldas del barbudo:
—No arriesgue falso testimonio y deje a las autoridades autonómicas actuar, que hay árabes por medio, señor Iríbar.
—Esto pasa por no contar con el gobierno —recrimina el alto cargo de Interior—. ¡A quién se le ocurre traer sin más medios que su editora Argenta al hombre más buscado de Europa! Veremos moros terroristas a puñados debajo de las piedras aquí mismo, en Pomar, si nos ponemos a buscar.
Alcanzamos a ver con dos chaparros de la prensa en la pantalla recién instalada cómo informa sobre aquel mar de picadillo de cristal el locutor del Canal Uno Jesús Arribas —corte de pelo acepillado, rotulador en ristre— acerca de la increíble presencia en la provincia de las grandes nevadas del último condenado a muerte por Librán para, enseguida, dramatizar acerca de la inexplicable detonación: «El acto se hizo y el pobre moro se jodió» como resumió el librero Noya en un arrebato impertinente.
Se difunden las tomas —idénticas, con ligera diferencia de encuadre— de aquellas carismáticas gafas alusivas al archiconocido astigmatismo de Aziz Arrand al borde del agujero abierto a pocos metros del salón de actos: la chaqueta de ante color tierra que mostrara el finado en la emotiva y agitada sesión pública quedó deshecha en jirones salpicados de sangre quemada. Del anorak prestado por Iríbar no quedó rastro. Lo demás (caóticamente embarrado por la tierra abierta bajo los mocasines y la marea producida por el reventón espectacular) fue introducido por el equipo de Cruz Roja en grandes bolsas de plástico naranja entre toallas de papel absorbente. Contemplamos una vez y otra y mil más los mechones de pelo rojizo húmedos de escarlata pegados contra el techo, el cabello significativo de Aziz, cebo de reporteros masoquistas. Encima de nuestras cabezas se balancea la fina cola semejante a tela de araña zanahoria, trofeo diabólico del hecho criminal. Y Argenta, extravagante mentora de Humanismo y Naturaleza con boquilla de plata y Chanel cinco da en nombre de los dolientes ante una cámara de teuve local la primera impresión autorizada del suceso. Algunos testigos se arremolinan en la puerta y, en uno de los centros, la última galardonada de novela erótica, Asunta Miraflores, posa conmocionada en brazos de su editor sin que éste logre encontrar argumento que le ayude a guardar la compostura:
—Comprende, Asunta, que estaba amenazado —dice una voz que le aproxima una mecedora cuando la Miraflores entreabre sus entregados ojos.
—La última alegría que se ha llevado la compartimos él y yo, Arturo —musita ella entre sollozos al salir del sofoco.
Al aire de su vuelo —bajo la minifalda de gasa violeta veo las bragas de encaje carmesí que el padre Echegaray pretende de inmediato evitar—, Argenta dedica un corte de manga a los mirones.
—¡Qué alegría de pena! —salta un eco.
Dos reporteras de Interviú se aproximan buscando un titular. Fotografían convulsas la escena en siete goles flasheados y desaparecen en pos de su revista. Cuatro muchachos en edad militar del puesto sanitario conducen a la erótica presa hasta el somier tapizado de terciopelo dorado con el fin de apartarla de idas y venidas generalizadas. El librero Inocencio Noya pregunta por su ayudante retenido en alguna improvisada dependencia, más preocupado por los vivos que por el invisible destrozado, pero alarga su vista hasta el sofá de la sedente y, por un instante, admira en bragas, falda y tapizado, los denostados y añejos colores de la vieja República española. Argenta frota sus ojeras con una toallita de papel:
—Las palabras escritas sobreviven a los hombres y al miedo.
Inocencio Noya se ve en la obligación de secundarla:
—Con la edad que tenemos no nos conviene nada el soponcio. ¡En los países socialistas no pasaba esto, mecachis!
—¡Ya no hay países socialistas, Noya, que no se entera! —runrunea el columnista de Zona en trance de meter moneditas en la ranura de la máquina—. ¡Pero entonces tendremos que empezar otra vez los que no nos chupamos el dedo! Hombre, con un poquito más de individuo y un poquito menos de estatalismo. ¡Que por algo las sociedades cambian!
—O sea, que nos queda otra guerra —apostilla, casi agraviado, el librero de todas las batallas.
El par de piernas separadas del tronco saltaron fuera del pantalón tabaco y pendulearon alquitranadas debajo de una silla art nouveau por la parte de atrás del escenario, en el garito, hasta que fueron recogidas como el tronco quemado por voluntarios que no hicieron ascos. De la cabeza nadie encuentra el seso: Rasgada en dos pirámides de cuyas bases brotó en el momento una especie de crema sanguinolenta aderezada de blanco escayola y amasijo de cabello quemado sobre víscera carbonizada, era difícilmente combinable. Todo fue depositado bajo los cubretodos rotulados de la Cruz Roja hasta que el librero Noya y su ayudante miope Biblos, obcecado biógrafo, recuperaron una bandera española desusada registrando en el armario particular de Cruz y envolvieron discretamente los desechos.
Aquel mueble disimulado en el desfiladero de maullidos abierto entre bodega y biblioteca sabe de tragos dulces y de amargos tragos cuando los dos amigos de contrarias banderas hablan del hundimiento de las ideologías que, cada uno por su lado, defendieron con sacrificio en días más crédulos. Biblos los escuchó el Primero de Mayo suspirar, cada uno como niño con el juguete preferido roto por azares perversos mientras desdoblaban por última vez los trapos (el comunista con su estrella de cinco puntas, el martillo y la hoz esquinados que bordara con mayor afición que recursos una nueva Mariana Pineda burgalesa; el español preconstitucional con nostalgia de imperio) enlazados en el cajón de la ruina y el descrédito, abrazados incluso, también, los antiguos contrincantes en la melancolía y la desolación en esta nueva crisis de las ideologías. Y fue en la última de las noches de lágrimas y tinto cuando Cruz esbozó un leve susurro que Noya adivinó más por el roce del gesto que por el de los labios: «Sí, Inocencio, estoy cansado de servir a ingratos».
Por eso o por lo que quiera que fuese, el librero Inocencio Noya trasladó hasta el lugar del óbito el estandarte más afín al contexto y cubre lo que queda con la vieja bandera española que el delegado de Interior —calvo pero no tonto— llama, clavada la mirada en el vikingo Rodrigo Pomar, «preconstitucional».
Enseguida Pomar repite «¿preconstitucional?» con evidente énfasis de denuncia.
No obstante, el manto rojigualda deja el desaguisado con alguna apariencia. A la primera insinuación de dudosa constitucionalidad replanteada por el vikingo, Marcial Peña salta como si fuera víctima de un cólico miserere:
—¿Qué hace ese hombre con un trapo franquista?, ¿nos hemos vuelto todos locos?
Echegaray, que conversaba animadamente con don Valerio Lido y el cetrino comerciante santero Bruno Seoane, también reacciona desgajándose de la tertulia:
—El librero Inocencio Noya, ese amigo de Cruz instalado en el sótano, nos la ha proporcionado. No me había dado cuenta del escudo.
Con la estructura por los suelos y los apoyos retenidos, Noya afronta lo que sea menester a pocos metros de la escena:
—Luis Cruz —mi aval aquí— está en su habitación recuperándose del trago, don Rodrigo. Y sobre la bandera, sepan ustedes que no tenemos otra a mano en Pomar que sirva para el hecho de hoy. Además, como es noche cerrada y más oscura aún por la avería terrible —si es que podemos denominarla así— tendremos que fijarnos mucho para darnos cuenta de que la hicieron el año de la polca. ¡No vamos a echarle encima la ikurriña, que es la de la tierra! —Noya enrojece, pero los calla—: Sabe que no soy sospechoso de facha. ¡Pero antes de sacar de aquí a este buen hombre, no hacemos mal cubriéndolo con una bandera española, aunque sea por aproximación!
—Bueno, dejémosle el tapete —resuelve el vikingo—. Pero recuerde que el suelo de Pomar es castellano. ¡No es tierra de ikurrriñas! A ver si los libreros hojean alguna vez volúmenes de geografía política. No obstante, alguna bandera como Dios manda tendría que haber por aquí —mira de reojo a don Valerio Lido que, desde la derecha de Pomar enfila, quisquilloso, al funcionario melladito—. Por cierto, si no le importa, páseme el listado de su catálogo para saber exactamente lo que se encuentra en esta casa. Impreso, se supone.
—Ha sido un atentado de mal gusto —dice para un micrófono con voz de fumadora empedernida y boquilla Argenta, perfume Chanel número cinco—. Imposible de describir.
Desempeña el papel de rubeniana convocante de Humanismo y Naturaleza con poncho mexicano y peinada a lo Dama de Elche delante del micrófono de Radio Nacional: «Nadie nos va a callar —continúa ella— porque se atente contra la vida de un pensante: Las palabras son inmortales y los escritores están hechos de la sustancia de los dioses. La muerte no impide que el lector los proyecte y los multiplique a voluntad».
Un joven corresponsal de El Mundo pregunta, desmitificador:
—¿Es cierto que Aziz Arrand tenía una pierna más corta que otra?
—Amén —dice el efebo—. ¡Ya están buscando la exclusiva!
Desde el corro de los notables, Pomar apoya sus ojos de vikingo en Echegaray, sotana contrariada y presta en bendecir lo destrozado y recubierto cada cinco minutos. Los acompaña Noya, lento y escéptico. La noche avanza y el frío de perros me agujerea los huesos. Noya, apretado contra el radiador, admira de soslayo las piernas de Argenta antes de reemprender la peregrinación a la bodega y procurarme noticias más concretas:
—De compañera de viaje de rojos en el franquismo —dice, melancólico—, lectora impenitente de Rubén Darío, a quien edita sin parar, una señora bien, con sensibilidad, a capitana de este herbolario-fundación a sus sesenta. Porque, ¿qué no es sino una herboristería este tenderete neoliberalecológico de Humanismo y Naturaleza? Hace poco abandonó Barcelona para poner en práctica entre viajes y derechos la aventura. Gracias a ella y con lo que ha pasado, también, a su pesar, se ha hecho realidad esta desgracia. Pero Argenta es inocente de lo que aquí ocurrió.
—Venida sin regreso —apostilla el funcionario melladito que revisa el lugar—. Venida sin regreso, don Inocencio.
Varios corresponsales se encogen dentro de plumas marinos con marquitas propias de empresa pública para dictar entre soplido y resoplido desde teléfonos Alcatel el drama. Se acercan hombres uniformados y un policía de pantalón Renoir hasta el librero cubierto con pelliza:
—Era amonal —dice el más joven de los policías en trasiego del grupo noticiero al de los empleados y grandes de la casa. El librero se encoge de hombros.
Noya y yo (él con puñito de bronce por medalla, yo con los vengadores cueros rojinegros) nos encaminamos a la bodega.
—Don Inocencio —le pregunto—: ¿En qué lugar e-xac-ta-men-te le pilló al gafas que todos llaman Biblos? ¿Dónde encontró al muchacho miope que tiene con usted y al moro que le ayuda?
—Yo no los encontré, hijita; me encontraron los dos a mí —reconoce—. Esperemos que no sea para mal.
El vendedor andrógino de exvotos reclama al funcionario mellado ayuda para limpiar todavía la barra de cristales bastardos estrellados entre las beatíficas figuras y reafirma sobre la superficie algunas piezas de santitos de barro polícromo que representan toda la hagiografía de la localidad con el sello de Pomar al pie. Un conductor alternativo con Audi sopla a los cuatro vientos:
—En el fondo tendría que darme igual, yo me alquilo por horas, pero de pronto me sale que mi abuelo era republicano y me pongo reinvindicativo yo también —dice exactamente «reinvindicativo» y al terminar de pronunciar respira por haber conseguido la proeza—: ¡Asco de vida!
Noya sigue en sus trece. Murmura que lo que le aguantan a Saramago y al viejo Graves no se lo han tenido en cuenta a Aziz Arrand:
—¿Qué pasa? —protesta el viejo ex comunista—: ¿Que la viuda del profeta no ha de tener tara, que si el personaje de marras enseñaba las paletas separadas es que poseía baraca y, por lo tanto, lo que el profeta tiene entre las paletas superiores no es una mella sino el rayo de Dios que lo inspira; y si te sales de eso y corriges un párrafo de la leyenda vienen y te la juegan? ¿No escriben ahora los cristianos lo que les sale de su credo, que si Jesús de Nazaret tenía un defecto físico, que si José el carpintero era un jetilla; y no los amenazan como en el siglo XV? ¿Qué habrá que hacer para que respeten a quienes opinan de otra manera a la oficial, al disidente del delirio religioso, agobiados nuestros precarios sin defensa por el estatalista, el integrista y el nacionalista, que nos marcan como blasfemos a los que andamos a nuestro aire? ¿Y quién me dice a mí que en Europa y en España no hay otro integrismo llamando a nuestra puerta, como es el que nos impide publicar y pensar, o el que tira a la calle a un librero de poesía, por ejemplo, ya que no tengo reparo en señalarme? Pro-árabe he sido, pro-árabe soy y pro-árabe me he de morir. ¡Pero pro-árabe de Aziz y de todos los que hacen compatible cualquier credo o sistema (incluso el ateísmo) con la libertad de pensamiento! ¡Contra el fantasma de las intolerancias!
—Noya, no se pase de rosca —avisa encima de la oreja del declarante el funcionario mellado—. Que hay árabes aquí de los de pata negra.
Reemprendemos la marcha hacia el sótano por el descansillo alfombrado y la escalera. Un plafón de vidrio alumbra difícilmente arriba.
—Dígame, don Inocencio: ¿De qué conoce a Biblos?
—Me lo recomendaron para que hiciera unas horillas. Es cartero de oposición. Cuando tuve que cerrar vino a ayudarme para evacuar aquellos títulos gloriosos. Aunque es cartero rural prefiere la literatura y ordenarme los lomos de los títulos, empaquetar, trasladar, salvar, ¡joder! El problema ha venido por el pobre Ahmed, el estudiante marroquí que tiene que ayudarse en los estudios con trabajillos por aquí y por allá y que resulta ser, mira por dónde, el sospechoso principal. Pero él es inocente.
Escuchamos todavía el barullo del «quita un poco, vete hacia allá, que no lo tomo bien» y «de qué medio eres, ya decía yo» que se impone al gesto bienaventurado de camilleros en retirada y guardianes de turno. Noya mete la cabeza hasta el bigote blanco dentro de la gruesa zamarra:
—Esto es cuestión de mundos, chavala. Estamos muchos mundos en este guirigay.
Nombran dos veces reiteradas por un sistema improvisado de megafonía a Ana Mendoza. El librero reacciona:
—¿Ésa es la instructora del caso? ¿Ana Mendoza?
También el vikingo pregunta, grave, desde la balaustrada:
—Pero ¿ha llegado Ana Mendoza? ¿Ana Mendoza?
Reaparece el desgarbado Nacho, secretario del tribunal cargado con carpetas etiquetadas dentro de un maletín de piel gris. Observa atento a una señora de mediana edad con chaqueta de punto blanco y falda negra bajo pieles de nutria que discute por el teléfono privado del edificio. A una distancia respetable, dice Noya, el fiscal:
«¡Qué te he dicho, Raúl, que volveré cuando me plazca! Tengo mucho trabajo. No me persigas, por favor. Acabo de llegar y ya me estás buscando. ¡Te lo ruego! ¡Déjame en paz!».
«¡Que eres un hombre sin escrúpulos, un memo, un violador de subalternas! ¡Eso es lo que yo pienso!».
«¿Que no eres violador y te cepillas a una persona que depende de ti? ¿No es coacción eso? Y encima soy la última en saberlo, ¡no te fastidia! ¡Y me entero de chiripa!».
«Lo he sabido esta tarde en la reserva de las plazas de hotel desde mi oficina antes de salir para este pueblo: “Claro que sí, señora de Briones, que ustedes ya estuvieron en ella el último verano, yo fui precisamente quien los atendió, nos acordamos estupendamente del niño. ¿Verdad que les gustó la habitación que daba a la piscina?”. Y yo teniendo que tragar. ¡Ésta me la pagas, bandido! ¡Qué regalo de Navidad!».
«Te juro que si sobrevivo a este episodio, que lo dudo, vas a enterarte de lo que vale un peine, ¡adiós!».
…
Nadie esperaba, tras el drama de Aziz Arrand, disfrutar del conflicto matrimonial de una representante de la judicatura. Por la mordida de labio superior del librero calculo que él tampoco. Con toda naturalidad me adapto los auriculares:
—Perdone, don Inocencio, creo que he grabado mal mi anterior entrevista.
El librero decide darme hospitalidad e independencia:
—Trabaja, chavala, trabaja. Aquí en el almacén tienes un sitio. Acomódate en la sillita o en el sofá de por aquí si no te dan asco los gatos.
Percibo la inconfundible voz de Ana Mendoza en conversación utilitaria con Iríbar y el vikingo a pocos centímetros del cuadro trampa que representa a Juan Bautista:
—¿Cuál es la hipótesis de Interior?
Voz de Pomar: —¿Cuál es la hipótesis de la BND?
Voz de Ricardo Iríbar: —Ha sido ETA… No sé el fiscal qué piensa.
Voz masculina de fiscal: —¿Desde cuándo ETA colabora con el fundamentalismo islámico, comisario?
Voz de Iríbar: —Algunos líderes han estado en Argelia, base importante del fundamentalismo magrebí. Allí toman contacto unos y otros y planifican programas de colaboración.
Ana Mendoza: —No me imagino a uno de esta tierra vestido de peregrino de La Meca. La única semejanza que veo entre vascos y árabes es la manera de ir por la vida a través de pandas masculinas.
Iríbar: —De ahí al comando no hay más que un paso, pues.
Delegado: —No comparto su punto de vista. Demasiado simple, y siento definir así la impresión.
Ricardo Iríbar: —¿Cuál es el suyo entonces?
Delegado: —Alguien vino a través del librero. No me refiero a Biblos, o al inmigrante, que serían pistas bastante sencillas. Me refiero al librero. Noya tiene una faceta extraña como editor de libros de poesía. De poesía árabe.
Iríbar: —¿Se refiere a esas torres de material impreso y maloliente pisado por los gatos?
Pomar: —¿Cómo? ¿Gatos en el castillo?
Delegado: —Me he entretenido en la primera inspección en mirar uno a uno los títulos, sin distinción: Noya es un librero más que pro-árabe. Fíjese, por ejemplo, qué títulos: Tregua con los mongoles de Mahmud Darwish, Una canción de Mihyar el de Damasco de Adonis y luego toda la lista de Al-Bayatis, Kabbanis, Gibranis, etcétera. No es normal que un modesto editor viejo marxista que se queda sin trastienda en Burgos saque todo ese material de la nada.
Fiscal: —¿De dónde piensa que lo saca?
Delegado: —De su deformación.
Fiscal: —¿Cómo «deformación»?
Delegado: —Su, seamos claros, fanatismo.
Fiscal: —¿Plantea que el librero sobrevive editando a los árabes, vamos que casi se ha convertido al islamismo (porque, evidentemente, no saca un duro así)?
Delegado: —Puede haber subvención de algunas embajadas árabes, incluso de particulares interesados. Pero a la vista está que en el caso de Noya no hay dinero pagado a mercenarios. Hay, simplemente, fe.
Fiscal: —No siempre fe, visto desde los musulmanes, es sinónimo de fundamentalismo. Algunos de los nombres de los poetas —parece que son poetas, ¿no?— que ha citado han sido, ellos mismos, amenazados por los integristas al vivir en Europa y abandonar la poesía religiosa. Al menos eso relatan los informes.
Pomar: —No acepto esta versión de los hechos. Disculpen. Vamos a analizar la documentación que poseemos. Más tarde hablamos.
Voz del fiscal: —Vayamos con permiso de la juez Mendoza.
Ana Mendoza, sin asentir: —Por cierto, ¿en qué se apoya, Iríbar, para avalar la hipótesis de ETA más fundamentalistas a través de Argelia?
Ricardo Iríbar: —En razones históricas: He visto a un par de viejos compañeros que hoy son tachados de arrepentidos y ambos, cada uno por su cuenta, me han invitado a tomar un cuscús como almuerzo en la intimidad. Es la primera vez que ocurre tal cosa en nuestros círculos. Un viejo camarada te invita a bacalao o a cocotxas, pero llegar hasta el cuscús es algo insólito. Sin ir más lejos, la última vez que hablé con mi ex mujer tenía henna en el pelo.
—No sé qué es eso. En fin, puede significar que aquí salen del histórico primitivismo, con perdón —dice la juez.
—¿Cómo «primitivismo»? —pregunta Ricardo Iríbar—. ¿De verdad habla en serio?
—Dice «primitivismo» absolutamente en serio o, por lo menos, lo parece —contesta el fiscal.
—¿Con qué base? —Ricardo Iríbar introduce en la conversación un matiz de molestia.
Pierdo sonido. Fiscal y comisario se retiran juntos. Puedo seguirlos con dificultad:
Fiscal: —Con su experiencia personal.
Ricardo Iríbar: —Ya. Estudió en Deusto.
Fiscal: —Tuvo un novio en Bilbao.
Tuvo un novio de Bilbao, me lo confirma después Nacho, el flacucho secretario del tribunal que transporta la documentación. Un novio que le regaló una rosa al declararse con la misma contundencia, dice entre bromas el flacucho, que si hubiera asaltado una comisaría —ambos se cayeron, incomprensiblemente para ella, contra la acera—: De encontrarme dentro del grupo le hubiera preguntado si el tal mozo era comisario o etarra. O si, quién sabe, estuvo a punto de hacerse jesuita.
Lo que vienen a concluir es que seguramente ETA hizo el trabajo de los integristas islámicos cuando tuvo conocimiento confidencial de que en la zona se esperaba a Aziz Arrand a cambio de permisos de residencia de su gente y la cesión de campos de aprendizaje armado cerca de Argel junto a los guerrilleros del Frente Polisario que entraban clandestinamente en Marruecos. Y todo ello tolerado por algunas autoridades argelinas. Falla, no obstante, el argumento del «conocimiento confidencial» que se tenía en la zona de la presencia de Aziz. Nadie pudo saber, salvo Interior, que el escritor llegaba a Pomar, por lo tanto levantaría la liebre alguien del propio Ministerio del Interior o del gobierno regional. «No es demasiado complicado encontrar un fisgoneador en esas oficinas. Hay a puñados» —dice Mendoza—, aunque la historia del llamado Halcón, nombre de guerra de Aziz Arrand, y la venida de éste a Puerto Nevado nunca debió salir de la carpeta de Interior. Si no partió de Interior pudo salir del castillo de Pomar. Y ahí nos encontramos otra vez con el librero pro-árabe Inocencio Noya, refugiado de Cruz. Y con Librán.
Las puertas del sótano que unen la bodega y la biblioteca de Pomar permanecen abiertas. Dentro conversan en la sombra Argenta, poncho mexicano y copa de licor y Bárbara Pomar, cabello cortado a la garçonne. Noya y yo tomamos asiento sin que nos lo hayan ofrecido.
La editora me impreca en una media arrancada:
—Hola. ¿Tomas tabaco rubio o algo más?
—Hola —ofrezco mi paquete-cebo de Fortuna.
—Te pregunto si fumas otras cosas —dice la rubeniana—. O bebes. Ha sido un día muy trágico que pide tomar cualquier veneno, ¿verdad, Noya?
—Yo soy cronista de sucesos —me presento.
—¡Ah! Cuando te vi pensé que eras directora de una revista de dietética con tu carita y tu gafita, aunque no es poco cuelgue hacer hoy de cronista del suceso.
Los pendientes de la americana son dos granos de plata. Ella apenas atiende. Cambio de rumbo. Desconecto lo que sigue su curso sin que adivinen mi dura labor entre cintas y pregunto a las damas lo que voy precisando para avanzar en mi trabajo. Se prestan.
—¿Cómo era Aziz personalmente?
—Un hombre como hay muchos. No tenía, como has podido ver, un cuerpazo: bajito, debilucho. Buena pluma —describe la editora.
—¿Practicaba la religión islámica?
—A su manera. A veces, en plena conversación, movía los labios como si rezara. Son las fidelidades del escritor a los recuerdos de infancia, pienso. Creía en los ritos de la memoria, en su gente. Y en el mal de ojo. ¿Iba a renegar de todo porque lo amenazaran unos desalmados?
—Pero se casó con una judía la primera vez. Eso es fuerte para ser musulmán.
—Vete a saber por lo que se casó. Los escritores no tienen más pareja que quienes los leen. Lo demás es teatro. Él amaba a Malika, a su ama, la protagonista de su libro Halcones peregrinos.
Bárbara asiente. La americana hace memoria y enseguida rebusca en un estante detrás de un cenicero rebozado de colillas las canciones de una egipcia «que canta —explica— casidas muy hermosas: Echale el guante, por favor, Noya —dice—. Ahmed fue quien me la regaló ayer noche. Dijo que al entierro de ésta fue más gente que al del mismo Nasser».
Argenta se aplica a preparar una chinita de hachís de casera fabricación que me es indiferente. Las paredes de la bodega están forradas de moqueta color café. El aire acondicionado obliga a Noya a quitarse el zamarro.
—Lo de los muertos es hasta que te habitúas a ellos, entonces se hacen imprescindibles. Pero a la gente en general le trae muy mala suerte hablar de un duelo. Habría de todas formas que habituarse a los fantasmas —dice Bárbara manejando un radiocasete—, incluso a convivir con ellos, dejarlos expresarse cuando estamos callados: por eso dicen que pasa un ángel cuando hay silencio absoluto. Convirtamos a Aziz en un fantasma. ¡Veamos!
El humo del canuto de Argenta nos envuelve a los cuatro. Bárbara no pierde turno. Sobre la mesita árabe, entre media docena de copitas vacías y algunas tazas, descubro otro ejemplar del libro Halcones peregrinos con portada de paisaje de costumbres en la plaza de Tetuán del pintor de la tierra Mariano Bertucci. «Es una novela de la época del protectorado —se queja la editora—. Apenas se ha vendido, la verdad».
La cantante egipcia sube y baja por la casida pidiendo al amado (habibi) que éste la mire (chuftu), coreada en directo, según la grabación, por cientos de feligreses musulmanes y por la misma Bárbara. Ella y Argenta se han sentado en el suelo en posición de loto. Y otra vez la cantante reclama al amado (habibi) que la mire (chuftu). Bárbara cierra los ojos y acompaña gesticular el ritmo de la música. Un incipiente temblor le hace decir, incoherente: «Soy yo y no soy yo, pues yo misma puedo reconocerme en estado de reposo. Sueño despierta que asciendo con fuerza al infinito como si un cono de viento me succionara a través de un relámpago invisible y a medida que el espacio cobra luminosidad veo el mundo a vista de pájaro. Formo parte del dibujo que imagino y lo asimilo como un viento que toma velocidad por la abertura fría del cielo que me aloja cordial. Mis sentidos están en perfecta forma. Puedo tocar la luz helada por la que me deslizo, veo a lo lejos unas playas pobladas de escamas, desiertos repletos de cristal, acantilados de mármol que se alzan conmigo y se invierten tejiendo un tapiz de color plateado. Mi frente es un glacial y en ella siento cierto sabor de sal en mi desplazamiento, de sal helada, compatible con el impulso que cruza a intervalos mi paseo paracósmico mientras el aura trae el espectáculo de los bosques nevados cuyo brillo yo sigo en pos de mi destino. Es el contacto agradable y arriesgado del vacío total. ¡Somos!».
—¿Dónde habéis aprendido todo eso? —pregunta Noya.
—Se nota que te has bañado en el Jordán muy pocas veces, pequeño —tercia la rubeniana peinada a lo Dama de Elche.
Acomodados en el vestíbulo, una señora de aspecto extranjero elegantemente vestida y un caballero con enorme cartera de piel negra con clave y voz de falsete actúan delante de Ricardo Iríbar y el fiscal. Ella estampa su rúbrica sobre unos papeles extendidos en la mesita de Carrara. El caballero pasa bajo el plumín de oro de la señora cada tres segundos documentos que ella firma religiosamente con la misma expresión interdental y crítica: «Un egoísta, eso ha sido toda su vida, un egoísta». Y vuelve a firmar el nuevo documento, y de inmediato torna a la misma frase: «Egoísta es poco. Pero, en fin…».
—Es la legítima primera de Abdelaziz, no hay duda —confirma Iríbar al pagarme un segundo café—. En tres minutos ha resuelto el tema de la póliza de seguros, los derechos de autor y todo el patrimonio personal de Aziz. No tiene interés en acompañar los restos del padre de sus hijos. Se marchará enseguida. No quiere verlo. ¡Vaya con las parejas!
Igual que Iríbar, también Noya está convencido del poder destructivo del vínculo matrimonial. «Mejor vivir con gente que a uno no le importa nada, si no es muy complicado. La verdadera felicidad no dura. La felicidad es una pasión casual, como el jazmín de primavera». Eso explica, a su juicio, la buena cara que tienen las viudas o las divorciadas. Y tanto uno como el otro admiraron desde el claustro de columnas dóricas la belleza precariamente desolada de la viuda de Aziz.
Años atrás habría sido diferente, como ilustran los archivos del BND. En la primera crisis de pareja de Arrand, Rebeca tuvo la bíblica paciencia de tirar la dignidad por la ventana, recorrer en su busca el barrio de Kreutzberg, abandonar el coche en plena calle ante una manifestación de okupas, caminar a pie con pulso acelerado hasta el número diecisiete de la primera por Tempelhofer-Ufer y observar detenidamente las ventanas iluminadas del tercer piso del inmueble para, de inmediato, subir las escaleras viejas de piedra con indignación de vengadora y llamar a un timbre al que responde la chilena Eloísa Enríquez con la bravura necesaria: «Querida, dile a mi marido que salga un instante, que le tengo que dar un recadito». «El marido de usted no está, señora. Mi casa no es un volteadero».
¡Con lo bien que hubiera resultado una escena violenta entre las dos mujeres de Aziz, a ser posible con uñas y tacones y golpe de manos con efecto especial! Pues no. La chilena era educada: «Si desea tomar un trago, pase». Y allí, en el centro de la mesa, con la luz de una vela amarilla prendida y dos vasos de tinto de las viñas de Dresde, parece que ambas repusieron el ánimo hasta dejar vacía la caja del rencor:
—Lo educaron mal —dijo la esposa.
—Lo jodieron —siguió la amante.
—Bueno, lo educó una marroquí que escapó del norte de Marruecos hacia la zona francesa por el puente del Lukus ayudada por un republicano evadido de la zona franquista el día que entraron los aliados en Casablanca. Se quedó a los seis años huérfano y sin ama. Lo demás te lo puedes imaginar —dijo la esposa.
—Claro, estaba la abuela Aixa. Pero tenía que cambiarse —siguió la amante.
—La abuela Aixa era una vieja loca. Aziz salió a ella, es un fantasioso. Todo el tema de la persecución se lo ha montado él mismo —dijo la esposa.
—Le faltaron sus padres. Siempre iba a salto de mata —siguió la amante.
—La madre era una alemana aventurera y el padre murió con los republicanos españoles que resistieron en el campo de aviación de Tetuán mandados por Ricardo de la Puente Bahamonde, primo de Franco, quien lo mandó fusilar. El padre murió en el tiroteo cruzado que precedió a las ejecuciones. Luego, Aziz se crió en la pajarería del ejército español y en la cocina de casa del abuelo Amín. No salió maricón de milagro.
—Marica no salió, señora. Ya veo que no lo quiere, ¿verdad? —preguntó la chilena.
—Tengo tres hijos suyos. ¿Qué te puedo contar?
—Yo, no obstante, despacho todavía con él, señora.
—Porque no lo conoces.
—Sólo tiene un defecto.
—Es torpón en la cama.
—No me refiero al catre. Yo ya he pasado varios, no me hago grandes ilusiones.
—Dime, por si puedo aclararte alguna cosa.
—Tiene la manía de meter su cuchara en mi plato cada vez que almorzamos juntos. No resisto cuando así se comporta. Mis comidas con él se acaban en ese momento. Hace poco, tomando locos de Santiago me hizo tal desaguisado en el plato buscando entre la cebolla y el tomatito al pobre loco que se había hundido en el fondo que no tuve otra posibilidad que levantarme de la mesa. Me da apuro llamarle la atención. Temo que esta bobada acabe con lo nuestro. Pero el compadre se las trae.
—Es un problema cultural, querida. Los árabes tienen otra manera de comer. Peor es tenerlo en el cuarto de baño. Qué te voy a contar. Podríamos sobrellevarlo mejor haciendo turnos, si te parece. A mí me va mejor entre semana.
—¡Justo lo mismo que me ocurre a mí!
—Los sábados me apetece dedicarme a mis cosas, comprende. Si acabara en tu casa, que, por cierto, tienes muy bien acondicionada, yo estaría más tranquila que si anda por la calle. Al fin y al cabo se le nota bastante la nacionalidad. En cambio, entre semana, los niños lo verán un poquito y él podrá ayudarles en los estudios —dijo la esposa—. ¡Sin agobiar!
—Un sábado lo tiene usted y el siguiente yo, si le parece —siguió la amante.
—Tú los pares.
—Y la semana quinta, si es que hay quinta semana —que la habrá alguna vez— ¡libre para las dos!
Pero Eloísa —la segunda esposa latinoamericana de Aziz Arrand— no hace acto de presencia junto al cadáver. Alega motivos de salud y transmite por fax que su unión con Abdelaziz Arrand fracasó de inmediato dada la vida arrejonada que el escritor llevó. En el garçonier de la calle de Postdam, donde convivieron escasamente un mes, se trenzaron en tantas ocasiones y hubo tal pelotera que aquel amor apasionado de otro tiempo terminó en trifulca: «Era un huevón tan pelotudo que no encuentro mejor recuerdo que estas cartas que les meto por fax. En paz descanse».
Eloísa Enríquez.