Capítulo X
LA SORPRESA
PASARON varios días, que fueron un verdadero infierno para Wess.
Este, huyendo de todo encuentro con la joven, permanecía varias horas encerrado en el despacho, con los ojos clavados en el techo y la pipa apagada entre los dientes y cuando se sentía con las sienes atormentadas de dar vueltas al problema, se marchaba a dar largos paseos por los alrededores del poblado, sin preocuparse de nada más que de huir del contacto de Mabel.
Había estado varias veces en la taberna para ver si Mason y los suyos habían regresado, sin que éstos hubiesen dado señales de vida y, muy intrigado, se preguntaba a dónde podían haber ido, aunque desde luego no suponía que a realizar ningún acto digno de premio.
Aquella misma noche, regresaron. Wess no lo supo hasta la mañana siguiente. Pero horas antes de que los pistoleros volviesen a su feudo, la diligencia que hacía el servicio desde Topeck, llevó para el sheriff un pliego, que Wess tomó muy intrigado.
Iba dirigido a nombre de Packard, lo que indicaba que aún no se tenía noticia de su muerte y procedía de Phoenix.
El jefe de Policía de la capital del Estado remitía una circular apremiante a todos los sheriffs de su demarcación, interesándoles estimulasen su energía para localizar los restos de las bandas de Mason y compañía, pues, al parecer, sus disgregados componentes habían dado un golpe audaz en uno de los trenes de la línea del Sud Ferrocarril, matando al jefe del vagón-correo y robando la valija, en la que se guardaban algunos miles de dólares con destino a diversos ganaderos de la llanura.
Parecía ser que algunos viajeros lograron distinguir a los asaltantes cuando abandonaban el tren y, por las señas que facilitaban, éstas coincidían con las de Mason y Drescoli cuando menos.
Wess se quedó meditando sobre el contenido de la nota. Se imponía realizar algo para acabar con aquellos indeseables y si realmente él solo no podía deshacerse de ellos, su deber era invocar el auxilio de la autoridad suprema y pedir refuerzos para darles la batalla final.
Esto descomponía sus planes; daba un rudo golpe a su amor propio empeñado en ser él quien diese fin de la banda sin necesidad de ayuda ajena, pero lo lógico era sacrificar su orgullo y amor propio y ceder al imperio de la Ley, lo que la Ley reclamaba.
La diligencia aún tardaría en partir más de una hora y Wess tenía tiempo suficiente para redactar el informe y despacharlo a fin de que fuese remitido a Phoenix. Después sucedería lo que tuviese que suceder…
Redactó el informe, explicó a grandes rasgos la situación y la ausencia en aquellos momentos del resto de la banda y lo firmó; pero cuando iba a entregárselo al conductor de la diligencia algo le contuvo.
El informe atraería fuerzas del Gobierno. Acaso se reuniesen varios comisarios que contribuyesen a entablar la batalla; pero, ¿y después? Se vería obligado a dar la cara, a explicar su situación en el poblado, quién era, de dónde venía y a dónde iba y posiblemente en estas indagaciones saliese a relucir su verdadera personalidad, si no era que entre los comisarios o sheriffs enviados había alguno que le conocía y echaba por tierra todas sus ilusiones del mañana.
No le importaba ya ser detenido por el robo de la diligencia y pagar su tanto de culpa, pero sí sentía el bochorno de verse arrestado delante de Mabel, sufriendo la vergüenza de su repulsa.
—No. De ninguna manera pasaría por semejante humillación. Era preferible arrostrar la muerte como premio y ser él quien realizase cuanto quedaba. Si salía con bien, enviaría el informe cuando ya se encontrase muy lejos y nadie pudiese pedirle cuentas de su persona y, si caía, habrían terminado todas sus amarguras y sufrimientos morales.
Rompió el pliego y lo arrojó a un rincón. Archivaría el comunicado y cuando regresasen los pistoleros, estudiaría el mejor plan para acabar con ellos.
A la mañana siguiente, cuando se decidió a salir a dar su acostumbrado paseo, sintió que el corazón le daba un vuelco. A la puerta de “El Cuerno de Oro” había trabados varios caballos y al punto los reconoció como pertenecientes a Mason y sus secuaces.
Bien. Ya estaban de vuelta. Regresarían a descansar otro poco mientras se olvidaba su nueva hazaña y a gozar del botín conquistado a fuerza de derramar más sangre, pero esta vez sería la última que montaban a caballo para cometer más latrocinios, a menos que él perdiese la vida dejando a alguno gozar de la suya.
Cuando descubrió los caballos, se adelantó. Quería darse cuenta de quiénes regresaban y cómo, pues bien podía haber sucedido que al regreso la cuadrilla se viese aumentada, dificultando aún más su peligroso plan. En el interior, solamente se encontraban Mason y Drake. De Drescoli, Kitchell y Weyman no había rastro. El pistolero le saludó alegremente, preguntando:
—¿Qué hay, sheriff? ¿Cómo han ido las cosas por el poblado en nuestra ausencia? Supongo que no habrá que lamentar ninguna novedad de consecuencias desagradables.
—No, de momento, no —afirmó Wess con indiferencia—. ¿Y ustedes han estado de veraneo?
—Una vuelta a caballo por la divisoria para estudiar el panorama. Nada que merezca la pena de ser contado.
—¿Y sus compañeros, se han quedado por allí? Como habían perdido la costumbre de montar a caballo…
Wess no acabó de entender el sentido de la frase. No sabía si, en efecto, venían cansados de huir de la persecución o si habían recibido alguna caricia que les obligase a recluirse por algún tiempo.
—Pero, ¿de salud, bien? —preguntó.
—Magníficamente; nuestra constitución es muy robusta.
Wess entendió. No les había sucedido nada en el viaje, y por lo tanto, no tardarían en reanudar su existencia habitual.
Se disponía a retirarse, cuando el bandido, llamándole, preguntó:
—¿No se ha interesado nadie por nuestras preciosas personas?
Wess rápidamente lo pensó. Podían tener noticias de las circulares prodigadas por la región y sospechar si negaba haber recibido alguna.
Con tono despectivo replicó:
—Sí, algo se ha recibido. Parece ser que alguien, en la capital, tiene deseos de saber de ustedes para saludarles. Es gente muy fina.
—¿Y qué?
—¡Oh! Pues… estoy almacenando una porción de escritos para cuando sea viejo y escriba mis memorias unirlos como documentos interesantes. De momento, estoy muy cansado para ocuparme de ellos.
—Es una medida muy sabia, Wess. Usted se hará viejo en el cargo.
—¿Usted cree? Yo no, a lo mejor un día recibo un escrito destituyéndome.
—Que vengan a intentarlo. Cuenta usted con muy buenos padrinos.
Wess se retiró. De momento no podía hacer nada, pero desde allí en adelante, viviría alerta y en el momento que pudiese sorprender a los cinco reunidos, jugaría su partida decisiva y que la suerte dictase su fallo.
Nervioso, se retiró a sus oficinas. Tenía que preparar sus cosas antes de intentar la trágica jugada y después de engrasar sus revólveres y asegurarse de que no le fallarían, estuvo tentado de llamar a Mabel para despedirse de ella y hacerle una última recomendación; pero le dio miedo la entrevista y más el que ella se opusiese a sus dramáticos planes y prefirió evitársela.
Pero como le preocupaba el porvenir de la muchacha y si moría, alguien tenía que disfrutar del beneficio de su desdicha, tomó un papel y le dedicó una larga misiva en la que de un modo vago trataba de justificarse a sus ojos.
Se reconocía un hombre indigno, cuya vida no era muy limpia para unirla a la suya y le rogaba le perdonase el mal que pudiera haberle ocasionado, pero ella era merecedora de un hombre a quien nadie tuviese que señalar con el dedo.
Luego, le reiteraba un ruego. Si moría, como carecía de herederos, le rogaba que recordase lo que había dejado enterrado en la corraliza y se apropiase de ello para asegurar su porvenir.
“Márchese rápidamente de este infierno —decía— y viva como merece. Ya que yo no puedo disfrutar de esos ahorros, que sirvan, cuando menos, para asegurar su vida y evitarla el calvario que la espera.
"Si ésta llega a sus manos, será porque yo habré muerto, pero esté segura de que, al morir, mi último recuerdo será para usted y que moriré amándola como nadie será capaz de amarla en el mundo.”
Metió el escrito en un sobre, lo cerró y en lugar de dejarlo en la mesa de despacho por si después era registrada, lo dejó en su dormitorio. Allí sólo ella podría encontrarlo y evitar que cayese en manos ajenas.
Acababa de dejar el sobre debajo del cabezal de la cama y se disponía a esperar que cerrase la noche para ir a la taberna, cuando captó el paso suave y pesado de un caballo que se detenía a la puerta de las oficinas.
Al oírle, se envaró. A cada instante temía una brusca reacción de los pistoleros por cualquier sospecha o cabo suelto que hubiese quedado y no estaba dispuesto a ser sorprendido por nadie.
Esperó ansiosamente, hasta que en la puerta una voz de timbre desconocido, preguntó:
—¿Se puede pasar?
Wess apartó la mano de su cintura, contestando:
—Adelante, forastero. Está usted en su casa.
En el vano de la puerta apareció una silueta viril y gallarda que correspondía a un hombre de unos cuarenta y cinco años.
Era alto, fibroso, de carnes apretadas y movimientos lentos, pero suaves y elásticos. Tenía la piel tostada por el sol y el aire, las piernas, un poco estevadas de montar muchas horas a caballo, y el rostro simpático y de rasgos armoniosos, acusando una energía dura y tensa.
Vestía una chaqueta de cuero, una camisa azul con corbata negra, pantalones de ante ajustados de rodilla para abajo y altas botas de leguis que le alcanzaban casi la rodilla.
Sus negros y brillantes ojos parecían medio velados por las alas del sombrero gris perla, de alta copa y anchas alas; a las caderas lucía un amplio cinto de cuero amarillo adornado de proyectiles.
El arma se adivinaba como un magnífico “Colt” del 45 y por el porte estirado, rígido y marcial, podía clasificársele como un militar en activo o acaso enrolado en funciones policiales después de retirado de filas.
El recién llegado se adelantó de dos enérgicas zancadas hasta un asiento contiguo a la mesa de Wess y, sacando su pipa del bolsillo, exclamó:
—Gracias, sheriff. Realmente estoy un poco cansado de la jornada y un rato de descanso no me vendría mal.
Wess, sin dejar de contemplarle de través, se sentó al otro lado de la mesa. Adivinaba que aquel individuo se hallaba allí, no por pura casualidad, sino con alguna misión definida y se preguntaba cuál sería ésta y qué iría a suceder después.
Aparentando indiferencia, tomó también su pipa y afirmó:
—Hace mucho calor, forastero. Cualquier jornada en este tiempo agota mucho.
—Justamente, pero cuando se lleva a caballo dos meses y se han cruzado en línea recta tres Estados sin descansar, el cansancio es mayor.
—¡Oh, desde luego! ¿Viene usted del Este?
—No, he bajado desde el monte Shasta, en la raya de Oregón con California, hasta Nevada. Luego he entrado en Arizona bordeando el Colorado y… no sé dónde terminaré el viaje.
—Buena jornada, forastero. ¿Misión especial?
—Bueno, pongamos que sí. Una visita de inspección por estas latitudes no está nunca de más. Creo que se llama usted Frederick Packard, ¿no es así?
—No, no es así. Sus informes deben ser un poco atrasados. Me llamo, Wess Flack.
—¿Wess Flack? No tenía idea… No sé cómo diablos me informaron de que el sheriff de este pueblo se llamaba Packard.
—En efecto, se llamaba Packard.
—Eso quiere decir… que ya no se llama Packard.
—Justamente, quiere decir eso.
—Es una pena que la gente muera tan prematuramente cuando está en situación de prestar excelentes servicios. ¿Es un misterio indescifrable?
—No, tropezó con una bala mal dirigida, aunque él no habrá pensado lo mismo y se fue del mundo sin pena ni gloria. Un accidente como otro cualquiera.
—¿Hace mucho tiempo?
—Un mes.
—Es extraño. ¿Cómo durante ese tiempo no hubo noticias de su muerte en… Phoenix pongamos por caso?
—No sé…, andan mal los correos.
—Eso debe ser… ¿Le sustituyó usted inmediatamente?
—A las seis horas de morir.
—No está mal… Tampoco creo que han llegado noticias de su elección…
—Es una pena; sin embargo, creo que no habrá inconveniente por ello en que siga en el cargo.
—No. Todo es cuestión de trámite.
—Y supongo que usted viene a informarse.
—Casi adivina usted.
—Pues si usted fuese tan amable que me mostrase quién es, sería una cosa muy natural. No tengo por costumbre informar a la gente que ni conozco ni sé quién es.
—Es una buena medida. Realmente mi cargo es ambiguo para ciertas gentes; un delegado especial del Gobierno parece que no es un cargo de solvencia. Claro que es cuestión de criterio, ¿no le parece?
Wess tensionó sus músculos. Sabía lo que este cargo representaba, ya que en realidad era la autoridad máxima que podía haber en cualquier Estado sobre sus propias autoridades federales.
—Tiene usted razón. Por mi parte creo que sé lo que significa y… estoy a sus órdenes.
—Muchas gracias. Realmente mi misión es inconcreta. Recoger impresiones de los sheriffs; enterarme de si se ha producido algún cambio del que no se tenga noticia por eso de que los correos a veces funcionan deplorablemente; saber las causas de tales cambios, cerciorarse de que todo se hizo con arreglo a la Ley y de que la persona nombrada es solvente; averiguar algo sobre el movimiento de forasteros por la región… En fin, esos pequeños y molestos detalles de trámite y a los que se les concede tan poca importancia.
Wess se estaba dando cuenta de la ironía empleada por aquel individuo frío y calmoso, de aspecto simpático e inocente, pero que dejaba adivinar bajo su máscara impasible un temperamento enérgico y duro.
—¿Puede usted concretar lo que desea de mí? Me doy cuenta de su cargo y nada tengo que oponer a él… salvo que me demuestre que es quien dice.
—Lo creo perfectamente lógico. Esta es mi credencial con mi retrato, aquí traigo otros documentos…
Wess echó un vistazo al papel. Stanley Lincoln era su nombre, el nombramiento estaba firmado por el Jefe Superior de Policía y los sellos clarísimos.
Se lo devolvió fríamente, repitiendo:
—Dígame qué desea saber en concreto.
—Pues… si ha recibido usted ciertas circulares de la capital relacionadas con determinados individuos. Parece ser que esta región está infestada de bandidos.
—Sí, he recibido una nada más. Se refiere a un tal Mason, a otro llamado Drescoli, a uno que se dice llamarse Kitchell…
—¡Ya!… ¿Nada más?
—Nada más.
—¡Es extraño! ¿No ha recibido tampoco nada relativo a un tipo que se llama Cárter Bradson? Parece que se le busca cariñosamente desde la divisoria de Nevada con Oregón hasta el Sur.
Wess tuvo que apelar a toda su dominio de nervios para no traicionarse. Todo lo hubiese esperado menos que aquel individuo se interesase por su falsa personalidad, que creía olvidada para siempre.
Con un movimiento de hombros, repuso:
—No he recibido directamente nada, pero… creo recordar que entre los papeles de mi antecesor, había algo relacionado con ese sujeto.
—¡Oh, claro, había olvidado que es usted nuevo en el cargo! Si. Debe hacer un par de meses que se circularon algunas órdenes para su captura. Es un tipo muy interesante.
—¿Qué hizo? —preguntó cínicamente Wess.
—Pues… un regular trabajo allá por Nevada City. Asaltó la diligencia que portaba polvo de oro para el Banco y se la llevó limpiamente. Fue un trabajo limpio y casi honrado. Empleó el revólver para jugar al blanco, pero no derramó sangre. Eso atenúa un poco su acción, pero, con ser limpio aquel trabajo, fue más notable la continuación. Por aquella fecha me encontraba yo en Carson City y me encargaron seguirle las huellas. Tarea fácil para un novato. Iba solo, montaba un caballo característico; en fin, se iba denunciando como una mancha de aceite en el agua. Pero al cruzar la divisoria, la cosa varió. Jinete y caballo pareció que se los había tragado la tierra y me vi perdido en la margen del río. Me costó trabajo tropezar con un cuatrero que poseía un caballo como el que yo buscaba y terminó por confesar que lo había comprado en doscientos dólares a un marchante solitario que se perdió en el interior. Después, conseguí averiguar que un individuo de sus señas, había adquirido un carretón y dos esqueletos movibles para tirar de él y que se había dedicado a traficante comercial; un buen truco para despistar a la gente. He seguido su rastro y le he perdido cerca de aquí.
Wess respiró como si le hubiesen quitado un peso del pecho, y repuso:
—Sí, pasó antes de ser yo nombrado, no lo sé. Lamento no poder ayudarle.
—El caso es que más abajo tampoco hay pista alguna. Me he visto obligado a volver sobre mis pasos. Se trata de un individuo alto, simpático, pelo negro, ojos brillantes y alegres.
—¡Oh, sí; conozco el retrato! —interrumpió Wess audaz—. Casi siempre es el mismo y coincide con muchos. Yo, por ejemplo, respondo a esas señas.
—Me estaba fijando en eso.
—¿Y no ha sabido usted más detalles de él?
—Pues… algunos más, muy pocos. He averiguado que llegó a Mohave City montado en su carro con un cargamento de latas de sardinas, que intervino en un suceso desagradable, que vendió el carro y las conservas a un almacenista y… que después le nombraron sheriff.
Wess saltó elásticamente poniéndose en pie, al tiempo que un agudo e impresionante grito de mujer vibraba al otro lado de la puerta y un golpe sordo se captaba sobre la madera.
Wess, como un tigre, saltó hacia la puerta abriéndola con ímpetu. Ante el vano, privada de conocimiento, se hallaba caída Mabel.
Lincoln la contempló un momento con perfecto dominio de nervios sin oponerse a que Wess la recogiese con ansia para sentarla sobre una silla donde quedó fláccida y exclamó con voz incolora:
—¿Su esposa? Lo siento. No supuse que…
Wess se adelantó hacia el agente, que no retrocedió ni un milímetro y rugió:
—No me importa lo que usted haya descubierto de mí, ni lo que me pueda suceder después. Lo que sí me importa es esto que ha hecho usted. No…, no es mi esposa…, debió serlo si yo hubiese querido, porque me ama como yo le amo a ella. Pero… precisamente por esto mismo que ha sucedido ahora, renuncié a su amor y estaba dispuesto a irme después de…, bueno, eso no hace el caso. El hecho es que he sacrificado cuanto había que sacrificar porque ella no supiese nunca que yo… era lo que soy, y…