Capítulo V
UNA BROMA MACABRA
APENAS el sol iluminó briosamente las calles del poblado, Wess abandonó las oficinas, con su estrella de sheriff prendida en la camisa y el inútil revólver de Tony colgado al cinto, y se dirigió al taller del carpintero a encargar el féretro para el sheriff muerto. El carpintero, hombre locuaz y un tanto incisivo en el comentario, preguntó.
—¿De qué quiere usted que fabrique la caja, amigo? ¿De pino verde, de roble, de enema? Tengo varias clases de madera y todo depende de…
—Si se refiere al precio, póngasela usted de lo mejor. Yo la pago.
—Bueno, hace usted bien, ¡qué demonio! Quizá dentro de poco otro le sustituirá y se sentirá también generoso abonando la suya. Yo no me quejo. Esa gente parece que trata de ayudar mi negocio. Rara es la semana que no le echan una mano a la Muerte, ayudándola a trabajar más aprisa.
—Bien; si necesita las medidas…
—Pues no; no hace mucho que, en broma, se las pedí a Packard, por si las necesitaba, y me las dio. Creo que usted debía hacer lo mismo. Resulta más cómodo y más rápido el servicio.
Wess estuvo tentado de aplicarle la punta de su terrible bota en la lengua para cortarla un poco, pero lo pensó mejor y contestó;
—Bueno, creo que ha estado usted acertado. Le traeré varias medidas y usted se entretiene en ir haciendo los ataúdes.
—¿Varias medidas, por qué? ¿Acaso es usted de goma, que estira y encoge con el tiempo?
—Pudiera ser; también podría ocurrir que antes que yo, muriese algún amigo, y eso que ganaríamos. Yo también soy muy precavido.
El carpintero observó algo raro en el acento de Wess porque enmudeció referente al tema y exclamó:
—Se la haré de encina. Tengo una casi terminada.
—Bien, mándela a las oficinas y envíeme mañana la cuenta.
De allí se dirigió al cementerio a encargar la fosa y la lápida y cuando regresaba distinguió a larga distancia a algunos de los pistoleros que se retiraban a sus hospedajes, a pesar de que hacía un gran rato que había salido el sol.
Cuando dejó todo arreglado, escribió y fijó en algunos lugares del centro del poblado unos pasquines anunciando la hora del entierro e invitando al vecindario a acudir a él, y aunque creyó que había perdido el tiempo, lo cierto fue que a las dos de la tarde, momento fijado para dar sepultura al cadáver, mucha gente se había sumado a la comitiva y otra parte aguardaba en el interior del cementerio.
El asombro de Wess fue grande cuando al entrar presidiendo el duelo, descubrió que, junto a la fosa, se hallaban casi todos los pistoleros que componían el ilustre cuerpo de huéspedes de honor. No sabía si habían acudido impulsados por una morbosa curiosidad o si les guiaba un afán exhibicionista.
El misionero, un pobre viejo caduco, de talla insignificante y voz delgada como un hilo, hilvanó un breve responso elogiando a las víctimas del deber cumplido, y se procedió a cubrir la caja de tierra.
Cuando terminó la ceremonia y la sencilla lápida cubrió la fosa, Drescoli se adelantó y, tomando de manos de un sepulturero una gran corona de flores silvestres, la depositó sobre la lápida, afirmando seriamente:
—Aunque los ilustres huéspedes de este poblado no pertenecemos al censo, nos sumamos con gusto a este póstumo homenaje y queremos patentizar nuestros sentimientos por la prematura muerte de un sheriff tan simpático como Packard.
Y, ceremoniosamente, colocó la corona cuidadosamente en la cabecera junto a la cruz de simple madera.
Wess admiró el macabro humorismo de aquel salvaje que debía estar loco de remate. Padecía la obsesión de los sheriffs, a los que suprimía con salvaje fruición y luego se complacía en ofrendarles flores.
Fue tal el asco que le produjo la macabra ironía del pistolero que se prometió tenérselas en cuenta para el momento más inmediato.
Abandonaban el cementerio cuando, al salir, Leo Houston, que también había asistido al entierro, se acercó a Wess y le preguntó:
—¿Qué le ha parecido el acto? ¿Emocionante, verdad?… ¿Le gustan a usted también las flores silvestres o tiene preferencia por algunas determinadas? Sería muy interesante conocer sus gustos por si llegase un momento así…
Wess estuvo a punto de saltar a su cuello y estrangularle. Aunque era hombre de pocos nervios, aquel reptil poseía el secreto de ponerle fuera de sí.
Pero, dominándose y sonriendo de un modo enigmático, repuso:
—Pues sí; me gustan las flores, ¿por qué negarlo? No sé cómo moriré ni cuándo; pero me gustaría que una mano amiga me hiciese una corona de violetas.
—Bien, se lo tendremos en cuenta. ¡Es un obsequio que cuesta tan poco trabajo hacer!…
Y se separó de él para confundirse con sus compañeros, que marchaban delante.
Wess le echó una última mirada, que era un poema dramático, y luego sonrió tan ampliamente, que, cualquiera, al captar aquella sonrisa, hubiese creído que salía de presenciar un magnífico rodeo.
Mabel no había asistido al entierro. Wess tuvo que forcejear con ella para disuadirla de que se mezclase con aquella horda, y como argumento convincente tuvo que asegurar:
—Si usted se obstina, vaya; pero esté segura de que si alguien la ofende o le hace objeto de algún ultraje, me veré precisado a salirme de mi papel y a plantar cara a toda la cuadrilla.
Mabel sintió miedo. Adivinaba que el joven no hablaba en broma y quiso evitarse aquella responsabilidad.
Cuando regresó a las oficinas, lo hizo de un humor de todos los diablos. La ira que le devoraba por no haber podido dar la réplica adecuada al malintencionado Leo le rebosaba por todos los poros, y Mabel, inquieta, preguntó:
—¿Qué ha sucedido, Wess? ¿Algo desagradable para usted?
Él se dio rápida cuenta de que ella le había tratado con plena confianza, suprimiéndole el tratamiento, y envanecido por ello disipó todo su mal humor, replicando con una cordial sonrisa:
—¡Bah! Creo que me he excedido en dar demasiada importancia al hecho. Ese Leo indeseable me ha gastado una broma macabra y me ha faltado el aguante para acusarla. Bien; es igual. Creo que no le daré tiempo a gastarme muchas.
—¡Por Dios, Wess, ande con cuidado! En cuanto caiga el primero no daría por su vida un centavo.
—Caerá, y mi vida subirá de precio. Yo también soy algo humorista para las chanzas. Espero que tenga ocasión de comprobarlo.
Aquella tarde Wess se dedicó a una operación muy delicada, pero muy útil para él.
Examinó atentamente el inútil revólver que le había entregado Mason, y después del examen quedó convencido de que era un pedazo de hierro que no admitía arreglo alguno.
Pero sí iba a admitir una metamorfosis a la que le iba a someter con toda la maldad que podía caberle en el cuerpo.
No acertaba a presumir de dónde habrían sacado aquel cascajo que debió pertenecer a los primeros tiempos, cuando el coronel Colt hizo sus primeros ensayos de esta clase de arma, que lleva su nombre. Tenía unas cachas de madera negra, rugosa y renegrecida por un continuado uso, y en el recodo que formaba la empuñadura, se leía toscamente, grabado junto a varias muescas, el nombre de Jim.
Indudablemente, el arma había pertenecido a un Jim de los muchos que habían plagado el Oeste, y Jim se había complacido en grabar las muescas de sus éxitos manejándola; pero en todo caso, debió ser un tirador formidable o sus víctimas debieron colocarse el cañón del arma en el pecho, para que sólo se molestase en disparar. Lo cierto era que aquellas cachas resultaban inconfundibles; no se parecían a ningunas y quizá por esto se lo habían entregado. Obligándole a lucirlo constantemente, estaban seguros de que no lo cambiaría por un arma efectiva que pudiese encerrar la muerte en el tambor. Con gran paciencia, logró desprender las cachas sin deteriorarlas y luego, buscó su revólver, también del 45. Los trozos separados podían sustituir limpiamente a los que más vistosos poseía su revólver y Wess no dudó en sacrificar la vistosidad de aquel adminículo, para garantizarse en caso de extremado peligro.
Al llegar la noche, había conseguido la transformación y, orgulloso, se lo mostró a Mabel.
—¿Cree usted que hay algo que haga sospechar, sin examinar el arma, que éste no es el revólver que me dio ese cretino?
—Ciertamente que no. Parece el mismo.
—Me tranquilizo. Sé que estoy sentado sobre un bonito volcán y no voy a ser tan estúpido que prenda fuego a la mecha. Con esto, me atrevo a dormir tranquilo dentro de un nido de víboras.
Era bien cerrada la noche cuando, asegurándose el cinto, tomó el sombrero y se dispuso a salir.
Ella, alarmada, preguntó:
—¿A dónde va usted a estas horas, Wess?
—Pues… escuche. Tengo que hacer un pequeño y misterioso trabajo; nada peligroso ni de hacer tronar la artillería, se lo aseguro, pero me conviene mantener en el incógnito si es posible esta salida. Me voy por la corraliza y si alguien por casualidad viniese a preguntar por mí, asegúrele que estoy durmiendo una formidable borrachera que he cogido para celebrar por mi cuenta mi nombramiento de sheriff. No le pido más.
—¿No quiere decirme a dónde va?
—Quizá se lo diga mañana. No me atosigue. Yo me parezco un poco a los prestidigitadores de las ferias. No me gusta descubrir los trucos antes de realizar los juegos de manos. Después… acaso no me importe.
Ella no insistió. Sabía que Wess era un hombre especial que sólo hablaba cuando y como quería.
—Bien, le deseo mucha suerte.
—Gracias. Espero que el diablo no sea tan malintencionado que me juegue una mala pasada.
Y abandonando las oficinas se perdió entre las sombras de las callejas.
Era mediada la noche cuando regresó. En su semblante brillaba una infantil sonrisa que contagió a Mabel. Parecía un chiquillo que acabase de conseguir el juguete más preciado.
—¿Todo bien? —preguntó ella.
—¡Tan bien que… si no fuera usted quien es, ya le habría dado un abrazo para exteriorizar mi alegría! Espero que la cosa dé más que hablar que el descubrimiento de las minas de oro.
Mabel sonrió levemente, le resultaba un tipo demasiado expresivo exteriorizando sus sentimientos.
Él se dio cuenta inmediata de ello y suplicó:
—Bien, no me tome en cuenta lo dicho; es un modo como otro cualquiera de exteriorizar mi regocijo.
Luego, poniéndose serio, añadió:
—Y ahora, pasado el peligro, me vuelvo a marchar.
—¿A dónde? ¿Otra nueva humorada?
—No, a veces necesita uno justificar que ha estado en un sitio sin estar, y viceversa. Necesito una coartada y quiero que me la faciliten mis propios enemigos. Puede que no venga hasta que salga el sol, pero no se inquiete, prometo ser un tonto formal.
Ella no se obstinó en detenerle, estaba comprendiendo que sabía del mundo lo suficiente para no necesitar mentores.
Resueltamente, luciendo ostensiblemente el revólver que Mason le había dado, penetró en la taberna donde la cuadrilla en pleno se hallaba entregada a una fuerte partida de póker y faraón.
Mason, al verle, le miró un instante por encima de las cartas, pero Wess se acercó al mostrador y pidió un vaso de ginebra.
Cuando terminó una de las partidas, el pistolero preguntó:
—¿Algo de particular, Wess?
—¡Oh, nada, este pueblo es una balsa de aceite!… He tenido tiempo de dormir cierta cantidad de whisky que me pesaba en la cabeza y nadie me ha molestado lo más mínimo. He venido porque…, bueno… usted me habló del asunto de las latas de conserva y…, la verdad, me temo que se apolille el carro y se las coman las ratas.
—¡Ah, bien, no me acordaba! Mañana preséntese en el almacén y diga que le envío yo para que se queden con todo el surtido. Fíjele un precio razonable y no habrá discusión.
—No la habrá, no, señor.
Volvió a empezar el juego y Wess, de pie a prudente distancia, siguió con interés la partida sin hacer el más leve movimiento que pudiera parecer sospechoso ni hablar una palabra.
Sin embargo, de vez en vez giraba la vista escrutando la clientela. Estaba echando de menos a Leo Houston y se preguntaba dónde andaría metido.
Por un momento, sospechó que estuviese emboscado en algún sitio esperando su salida y esto le inquietó, no porque fuese hombre que se dejase sorprender, sino porque se vería obligado a descubrirse usando del revólver para defender su vida y esto estropearía todos sus planes.
Aparte de esto, deseaba ardientemente que se encontrase en el local. Era muy interesante para él que tal cosa sucediese y estaba maldiciendo su suerte mentalmente cuando Leo hizo su aparición.
Aunque se mantenía erguido, acusaba las huellas de haber bebido y Wess adivinaba que bebido debía ser mucho más peligroso.
Leo le miró torvamente, pero el joven se hizo el desentendido y continuó de pie cerca de Mason, sin mover un solo músculo de su rostro.
El tiempo corría lentamente y la partida, muy animada, se mostraba afortunada para Mason y desgraciada para Drescoli.
El bandido gruñía como un cerdo cada vez que le desaparecía el dinero que amontonaba delante de él y por fin, cuando ya la claridad del día se filtraba por los vanos de las ventanas, arrojó las cartas con violencia sobre el tablero de la mesa, rugiendo:
—¡Sois unos cochinos coyotes que me habéis robado trescientos dólares!
—Bueno, Drescoli —dijo Mason sonriendo mientras se guardaba el dinero ganado—, confiesa que esta noche has estado desacertado en los envites. Estás un poco nervioso.
—¡Y el infierno que os trague! Lo que pasa… En fin, ya me desquitaré. ¡Tabernero! Sírvenos una botella y que la pague Mason.
Tony se había retirado y el encargado, bostezando de sueño, sirvió la botella.
Se la bebieron entre Mason, Drescoli y Kitchell sin ofrecer nada al resto de sus compañeros y Drescoli se levantó, diciendo:
—Me voy a dormir. Mañana hablaremos de ese asunto, Mason.
—Bueno, vámonos.
En grupo salieron a la plaza. Wess les siguió y se quedó un momento en la puerta de la taberna respirando el aire puro de la mañana.
El grupo atravesó la plaza dirigiéndose a una calle cercana, donde, repartidos en varias casas seguidas, tenían sus alojamientos.
Drescoli, que iba en cabeza, se detuvo súbitamente y, mirando hacia adelante, gritó:
—¡Por Judas! ¿Qué es eso que hay colgado en la puerta de mi casa?
Lleno de curiosidad avanzó el primero y pronto pudo precisar lo que era. Se trataba de la corona de flores silvestres que había regalado magnánimo para la tumba de su víctima, el sheriff.
El bandido palideció. Era un salvaje ignorante y supersticioso y aquella broma no podía ser más macabra y significativa.
Se adelantó rugiendo como un toro y cuando la fue a arrancar, descubrió un papel prendido sobre ella. Ciego de ira lo tomó, pero como no sabía leer se dirigió a Mason rugiendo:
—¡Dime qué dice este cochino papel, Dick, quiero saber quién es el bravo que me ha hecho este regalo para metérselo en los sesos a tiros!
Mason leyó:
“Te conviene guardarla, Drescoli; quizá no tardando mucho la necesites para ti, aunque presumes mucho de saber manejar un arma”
El bandido, furioso, se revolvió contra sus compañeros:
—¿Quién ha sido el cobarde que ha hecho eso? ¿Por qué no da la cara como los hombres si cree que sabe manejar el revólver mejor que yo?
Furiosamente volvía los ojos de un lado a otro y, al hacerlo, tropezó con la turbia mirada de Leo Houston, que no podía ocultar una sonrisa de regocijo al observar el terrible efecto que le había causado al bandido la broma. Le odiaba tanto, que, aun conociendo su temperamento salvaje, no pudo evitar la alegría que aquello le estaba produciendo.
Pero aquella sonrisa fue su perdición. Drescoli, con los ojos desorbitados, captó el gesto y, revolviéndose como una fiera, rugió:
—¡Tú has sido, coyote indecente! Eres tan ruin que no has sabido vengarte de mí por lo que te dije cuando te rechacé para sheriff y…
Leo se dio cuenta de que el furor de su compañero iba a estallar trágicamente y con celeridad, intentó sacar el revólver, pero sólo pudo desenfundarlo a medias. Drescoli dejó caer el brazo, movió la funda de su pistolera de abajo arriba de manera imperceptible y vibró el tiro que fue a clavarse en el pecho de su compañero, quien dejó caer el arma para llevarse las manos al lugar del impacto.
Por un momento se mantuvo tenso intentando inclinarse para recoger el “Colt”, pero vaciló y cayó de costado junto al revólver, sin fuerzas para alcanzarlo.
Todos los pistoleros se quedaron envarados con las manos tensas en espera de nuevas reacciones, pero éstas no se produjeron. Todos miraban a los dos rivales con fijeza, pero nadie parecía con ganas de intervenir en favor de ninguno.
Fue Mason el primero que dijo:
—Bueno, Drescoli, creo que te has apresurado demasiado. Tú no sabes si…
—¡Sí que lo sé, Mason! ¿No viste la mirada que me lanzó cuando rechacé su propuesta? Yo sí. Esto tenía que suceder un día; ese sapo era un envidioso y un cobarde.
Arrancó rabioso la corona y la arrojó con violencia sobre el caído, gruñendo:
—Toma, sapo venenoso, para que vayas más florido al infierno si es que te quieren admitir en él.
Nadie se inclinó sobre el caído. Todos estaban seguros de que Drescoli no era hombre que fallaba un tiro y más a tan corta distancia.
Por la entrada de la calle apareció la alta silueta de Wess. Llevaba las manos muy separadas de la cintura y parecía, más que el sheriff del poblado, un curioso indiferente.
—¿Les hago falta para algo? —preguntó blandamente.
Drescoli, furioso, gritó:
—Sí; llévese esa carroña y arrójela a cualquier quebrada, donde los buitres se envenenen con él; pero cuide de colocarle la corona al lado, es un regalo que yo le hago y que se ha ganado por propio gusto.
Mason se encogió de hombros y abandonó el grupo, introduciéndose en su morada. Los demás bandidos le imitaron sin preocuparse del caído y Wess quedó solo en la calle con Leo.
Aquel se acercó sonriente y, al examinar, comprobó que el forajido aún respiraba. Estaba agonizando, pero todavía le quedaba un hálito de vida, e inclinándose sobre él, murmuró:
—¿Qué te ha parecido la broma, mi querido amigo? Yo también sé jugar sin perder y devolver las amenazas, pero de una manera efectiva. Sabía que Drescoli se fijaría en ti y que… En fin, estoy satisfecho de mi ingenio. Lamento no haberte dado tiempo a heredar mi estrella. La tengo mucho cariño y espero conservarla lo menos… hasta que envíe a hacerte compañía a todos tus compañeros.
El bandido estranguló un rugido de ira, le lanzó una última y desesperada mirada y quedó rígido.
Wess cargó con el cuerpo del bandido, retirándole de tan concurrido lugar y lo ocultó entre unos peñascos. Luego se dirigió directamente al taller del carpintero.
—¿Cómo usted por aquí otra vez? ¿Viene a traerme sus medidas?
—Todavía no, pero quiero que vea que me preocupo de procurarle clientela. Hágame una caja de indecente pino de un largo de unos cinco pies y medio. El cliente se achicó en el momento preciso y no creo que necesite mayor espacio para seguir el viaje… ¡Ah! Si le parece, pásele la cuenta al señor Drescoli. Es cosa suya.
El carpintero hizo una mueca de desagrado, pero no replicó, y mientras construía la caja, Wess regresó a sus oficinas.
Mabel, intrigada, preguntó al verle entrar:
—¿Sin novedad?
—No. Ya ha caído uno. Era el que más me estorbaba, pues sentía unas ganas locas de heredar mi cargo.
Y le contó a la joven lo sucedido a costa de la corona.
—¿Ese era el misterio? —preguntó ella admirada.
—Sí, y lo seguirá siendo para seguridad mía. Esperaba esto o que Leo se hubiese adelantado matando, a Drescoli; de cualquier forma, uno estaba sentenciado a muerte.