Capítulo VII
HAN MUERTO DOS RUFIANES
LA conversación sostenida con Mabel aumentó los ánimos de Wess. Le había encantado aún más la sencillez, la modestia, el sentido de tacto y el equilibrio de la muchacha y estaba seguro de tener mucho terreno ganado en su alma para alcanzar aquel amor que se había encendido súbitamente en su pecho y que sería para él como si hubiese conquistado la gloria recién salido del infierno.
Pero pronto una inquietud que había estado dormida en su pecho se apoderó de él. ¿Era merecedor de semejante dicha? ¿Podía honradamente aspirar a unirse a Mabel, él, un sin Ley, perseguido por los sheriffs y acusado de robo y asalto en todos los Estados del Oeste?
De súbito una honda tristeza apagó su entusiasmo. No; él no podía engañar a la muchacha. Había sido un loco impulsivo declarándole aquel amor al amparo de una noble acción hacia ella que no podía borrar un pasado bochornoso que la contaminaría. Debía ser leal hasta el último momento, no volver a realizar acto alguno que aumentase su simpatía hacia él, cumplir heroica y desinteresadamente el fin que se había propuesto y luego, cuando la supiese fuera de peligro, huir una noche sin siquiera despedirse de ella o, a lo sumo, dejándole una carta donde noblemente confesase sus pecados y la imposibilidad en que el Destino le colocaba para unir su suerte a la suya.
Y esto debía realizarlo pronto. Cada hora que pasaba era un gigantesco haz de leña arrojado para incrementar la hoguera de aquel amor violento que había concebido con la misma intensidad con que una débil chispa prende y arrasa los grandes y resecos bosques de las llanuras y debía evitar que adquiriese tales proporciones, que toda su voluntad fuese estéril para cortar por lo sano.
Furiosamente se dedicó a estudiar planes para acabar cuanto antes con la cuadrilla. El asunto no era fácil; dar cara a la muerte enfrentándose con todos de una vez resultaba estúpido y suicida, e irles eliminando uno a uno muy peligroso, porque debían quedar justificadas sus muertes quedando él al margen de toda sospecha. Los que más le interesaban eran los tres reyezuelos de la banda, pero esta tarea era la más difícil de todas.
Wess espiaba, trataba de captar algo que le revelase los planes de los pistoleros por si éstos pudiesen servirle para ajustarlos a los suyos que se estaban demorando demasiado.
Súbitamente empezó a demostrar una desmedida afición a frecuentar la taberna. Pasaba muchas de las horas en que nada tenía que hacer apurando vasos de whisky con desmesurada vehemencia. Casi todas las noches salía de allí dando traspiés, aunque luego, al llegar a las oficinas, pareciese como si los vapores del alcohol se esfumasen como barridos por un huracán y esta táctica le sirvió para cazar al vuelo algunas frases cambiadas entre los forajidos que le parecieron muy útiles.
Una tarde, cuando había inclinado la cabeza sobre el estaño del mostrador como amodorrado por el alcohol, oyó a Mason que decía:
—El informe de Peter no está muy claro, Drescoli. Propongo que mañana por la noche salgan dos a informarse bien.
Este repuso a media voz:
—Propongo que vayan Taylar y Butler, conocen aquello muy bien.
Kitchell protestó:
—Si van ellos que vaya también, Maxwell. ¿O es que pretendéis que yo quede al margen?
—No seas quisquilloso —repuso Drescoli enojado—. He señalado esos porque sé que son de por allí. Los dos trabajaron en Las Vegas y conocen todos los ranchos de la divisoria.
—Bueno, a pesar de eso.
Luego hablaron en voz tan baja, que Wess no pudo captar ni una palabra más, pero le pareció que lo oído era suficiente. Si se hablaba de la divisoria y de Las Vegas, indudablemente que caminarían hacia el Norte y de momento le bastaba con esto.
Claro que tres bandidos eran muchos, pero… gozaría de la ventaja de la sorpresa y a poca suerte que tuviese, podría realizar un trabajo bastante interesante.
Continuó dormido sobre el estaño hasta que el dependiente cortó su fingido sueño arrojándole una jarra de agua a la cabeza. Wess gruñó molesto y dando traspiés abandonó la taberna sin mirar a ninguno.
Cuando entró en las oficinas, preguntó a Mabel:
—¿Podría disponer mañana por la noche del caballo de su padre? No tengo ninguno y lo necesito.
—Claro que puede disponer. ¿Qué pretende usted?
—¿Me permite que guarde el secreto unas horas? Me parece que me salen las cosas mejor cuando las pienso y no las digo.
—Bien, no puedo forzarle a ello, Wess, pero sospecho que intenta correr alguna aventura peligrosa.
—Hasta cierto punto nada más, Mabel. Tenga en cuenta que no bailo al son que me tocan, sino al que yo quiero tocar.
—Y ese son lo van a llevar los revólveres… ¿no es eso?
—Quizá, pero… serán los míos.
—¡Wess, tengo miedo por usted!
—Yo, generalmente, no me lanzo a empresas en las que no esté seguro de llevar ventaja. Confíe en mí y no quede preocupada.
Ella nada añadió, pero se retiró con el alma llena de sobresalto.
Adivinaba que Wess iba a jugar una partida muy dura, y expuesta y temía por él sobre todas las cosas.
Ahora, desde que el muchacho se le había declarado de aquella manera tan franca y espontánea, se sentía más atraída hacia él que nunca y temblaba al solo pensamiento de que pudiese caer bajo el plomo de aquella horda de forajidos.
Aquel día, Wess pareció beber con más ahínco que nunca y al anochecer, fue preciso levantarle de su asiento para retirarle a las oficinas, porque parecía materialmente imposible que se mantuviese en pie.
Cuando anocheció, el cielo se presentaba bastante nublado. El calor era pegajoso y asfixiante y rebaños de nubes que al trasluz de la luna adquirían matices sombríos rodaban del Norte hacia el Sur.
Poco antes de las once, Wess, con una vieja chaqueta, el sombrero calado hasta los ojos y sus revólveres bien cargados, sacó sigilosamente el caballo de la corraliza.
Le había cubierto los cascos con trozos de manta y en silencio, pegado a las paredes de las casas, lo sacó a las afueras del poblado.
Ya allí, le despojó de los amortiguadores y, montando en la silla, emprendió la dirección del Norte, buscando un lugar apropiado donde poder esperar con ventaja el paso de los forajidos.
Ya bastante alejado, descubrió un lugar por donde el sendero discurría entre unos pequeños taludes. No era un lugar propicio a una gran emboscada, pero como no se proponía luchar con ellos noblemente, sino suprimirles a traición, como se merecían, estimó que era suficiente para esperarles y disparar sobre ellos.
Confiaba en que los dos primeros disparos diesen buena cuenta de dos de ellos y en cuanto al tercero, acaso lograse abatirle también antes de darle tiempo a sacar el revólver.
Escondió el caballo entre las depresiones y ocupando un lugar desde el que podía descubrir el avance de los jinetes, se armó de paciencia para esperar.
Confiaba en que fuese por allí y no por otro sitio por donde cruzasen. De no ser así, todos sus planes se derrumbarían estrepitosamente, malogrando una bonita ocasión de poder rebajar la peligrosa cifra de sus positivos enemigos.
Más de una hora transcurrió sin que nada alterase el silencio augusto que reinaba en la llanura. Las nubes se separaban a intervalos mostrando por los vanos un trozo de cielo azul puro con reflejos de plata de la luna y otras se apelmazaban borrando los contornos de los taludes en una semi penumbra difícil de taladrar con la vista.
Esto contrariaba a Wess. Necesitaba luz para ver acercarse a los forajidos y poder disparar sobre ellos sin temor a errar los disparos, pues otra cosa era exponerle a ser descubierto e incluso a que tuviesen tiempo a replicar en idéntica forma.
Por fin, aprovechando un fugaz claro que se produjo en el cielo, creyó distinguir unos cuantos movibles que avanzaban raudamente por la llanura con dirección a los taludes y una sonrisa siniestra floreció en sus labios.
Se asomó discretamente por la crestería del desnivel que le servía de refugio y pudo comprobar que no se había engañado. Eran dos los jinetes que galopaban a buen trote, e intrigado, se preguntó qué sería del tercero, pues estaba convencido de que debía enfrentarse con los tres a un tiempo.
Ansiosamente continuó vigilando y llegó un momento en que estuvo seguro de no equivocarse. Los dos jinetes eran Buttler y Taylor, pero de Maxwell no sabía una palabra.
Lo lamentó, alegrándose a la par. Contra dos estaba seguro de vencer y aunque quedase un bandido más, pendiente en la partida, lo mejor era asegurar aquellas bajas. Con los revólveres empuñados, esperó. No tardarían en cruzar ante él, dirigiéndose directamente hacia la muerte.
Súbitamente un sentimiento de vergüenza le invadió. Ciertamente que se trataba de dos forajidos sin conciencia, indignos de toda piedad, pero él jamás había sido un criminal emboscado como ellos. Se reprochaba a sí mismo su conducta innoble y hasta le parecía que las armas le temblaban en las manos.
Sin meditar más, dejándose llevar del impulsivo carácter que era su lema, saltó de la cortada, montó a caballo y con los revólveres empuñados, se lanzó como una flecha al encuentro de los dos rufianes.
Estos se mostraron sorprendidos al observar que un jinete avanzaba a todo galope a su encuentro y el instinto les movió a llevar la mano a la cintura. Era lo que Wess deseaba para tranquilizar su conciencia; apenas observó el movimiento, estiró los brazos y disparó.
Uno de los bandidos tuvo tiempo de contestarle aunque sin eficacia. El disparo fue demasiado alto debido al extraño que realizó al sentir el plomo en sus entrañas, pero el otro se quedó con el revólver en la mano sin poder hacer uso de él.
El caballo de Wess cruzó por entre las dos monturas de los pistoleros cuando éstos, perdido el equilibrio, se desprendían de las sillas.
El valiente sheriff refrenó su cabalgadura y volvió grupas. Tenía que cerciorarse de que ambos habían muerto, pues, no hacerlo así, podía constituir su perdición. Cuando se acercó a los caídos, pudo comprobar que Taylor, con un tiro en el pecho a la altura del corazón era cadáver y en cuanto a Buttler, tenía atravesada la garganta y se debatía en las ansias de la agonía. Se quedó un momento contemplándoles sin remordimiento alguno y, por fin, cuando comprobó que ninguno se movía, decidió regresar al poblado, ignoraba las causas que habían motivado la ausencia de Maxwell y no debía prolongar su ausencia en evitación de que ésta fuese descubierta en tan críticos instantes.
Dando un gran rodeo para no seguir por la ruta ordinaria, alcanzó el poblado mucho más lejos y esto le salvó de ser descubierto, pues media hora más tarde, galopando como un diablo, Maxwell seguía el camino corriente tratando de alcanzar a sus compañeros.
A causa de una borrachera que había cogido, se durmió, despertando cuando ya Mason, furioso, había despachado por delante a sus hombres y el bandido tuvo que esforzar su caballo para tratar de alcanzarlos.
Pero cuando intentó cruzar por los pequeños taludes, recibió una sorpresa trágica al descubrir en tierra en medio de dos grandes charcos de sangre, a sus dos compañeros y los caballos de éstos abandonados.
Al reconocerlos, se apresuró prudentemente a verificar un registro por los alrededores para evitar ser tratado como ellos, pero pronto comprobó que el matador había huido y entonces regresó junto a los cadáveres y se apeó, examinándoles.
Maxwell era uno de los tipos más odiosos y repugnantes de la feroz cuadrilla. Egoísta, tacaño e interesado, era capaz de matarse con su sombra por una docenas de dólares. Todos conocían su flaco y muchas veces le habían hecho objeto de bromas ridículas por este vicio, el más despreciable entre bandidos, ya que casi todos, por no dar valor al modo de ganar el dinero, solían derrocharlo apenas poseído; pero él acusaba las bromas con bufidos de rabia y seguía tacaño y meticuloso midiendo el centavo que gastaba.
Su primera sospecha fue la de suponer que el ataque había sido con objeto de robarles. Su instinto rapaz no admitía otros motivos menos positivistas y para cerciorarse, se apresuró a registrar a los caídos.
Pronto comprobó que aquél no había sido el motivo de su muerte. Ambos conservaban encima sus objetos, así como determinadas cantidades que tentaron la codicia del bandido.
Si éstos habían caído y no tenían a nadie que pudiese reclamar su caudal, poco o mucho, ¿por qué no podía apropiárselo él? Nadie sabía las causas del ataque y bien se podía achacar éste al intento de robarles, suponiéndoles unos viajeros extraviados que cruzaban por allí.
Apresuradamente se guardó los puñados de billetes que encontró entre las ropas de sus dos compañeros y después de un momento de duda, decidió regresar a Mohave City a dar cuenta a los jefes del hallazgo. Su viaje solo, no debía tener objeto y estaba obligado a ponerles en antecedentes de lo sucedido.
Retrocedió a galope tendido y media hora más tarde se apeaba a la puerta de “El Cuerno de Oro” penetrando como un vendaval.
Mason, Drescoli y Kitchell jugaban una animada partida mientras sus otros dos compañeros, con otro más que había regresado de viaje el día anterior, bebían ante el mostrador y comentaban las incidencias de sus hazañas por Nevada y Nuevo Méjico.
Drescoli, que ocupaba un asiento dando frente a la puerta, fue el primero en fijar sus ojos en el bandido y al observar que éste aparecía con las ropas manchadas de sangre, pues se las había manchado al inclinarse para verificar el registro, se puso en pie dando un empellón a la mesa y rugió al tiempo que llevaba la mano al revólver.
—¡Por el infierno, Maxwell! ¿Qué es esto? ¿Vienes herido?
El bandido se miró las ropas, pues no se había dado cuenta de la sangre que le ensuciaba y clamó nervioso:
—No, por fortuna no, pero… ¡han asesinado a Taylor y a Buttler!
—¿Qué embuste cuentas? —rugió Mason mirándole fijamente.
—Lo que os digo. Cuando alcancé un terreno donde el sendero cruza por entre unas pequeñas depresiones, descubrí dos cuerpos caídos en tierra. Al acercarme reconocí con terror que se trataba de nuestros compañeros. Me apeé y les reconocí por si no estaban muertos y se podía hacer algo por ellos; pero era inútil. Taylor recibió un tiro en el pecho que debió atravesarle el corazón y Buttler uno en la garganta que se la segó. Quien ha disparado, posee una mano de hierro y un dominio del revólver terrible.
Mason, que siempre era el de las resoluciones rápidas, gritó:
—¡Los caballos, pronto! ¡Vamos a ver qué ha sucedido!
Los seis montaron a caballo y como flechas se lanzaron por la llanura hacia las depresiones alcanzándolas rápidamente.
Pronto comprobaron que las palabras de Maxwell eran ciertas. Los dos bandidos aparecían en tierra muertos de la manera descrita.
Mason estaba furioso y Drescoli era una fiera escapada de su encierro. Maldecían cuanto había que maldecir y no se explicaban el suceso.
—¿Quién puede haber sido? —se preguntaba el primero—. Nadie más que nosotros sabía que iban a marchar. No me lo explico.
Drescoli se inclinó sobre los cadáveres y les registró. En sus bolsillos no encontró la más leve sombra de moneda.
—Les han robado —aseguró—. Buttler, cuando menos, tenía dinero guardado. Me consta.
—Quizá haya sido ese el móvil y quizá lo hayan hecho para despistar. Cuando amanezca, tenemos que buscar algún rastro a ver si hallamos la pista del criminal. Ya hace falta ser templado para atreverse con los dos y cargárselos.
Mason tomó los revólveres, observando que el de Taylor había sido disparado.
—Mirad, éste tuvo tiempo de disparar. Buttler, no. Si al menos hubiese conseguido hacer blanco…
Las esperanzas de Mason de encontrar una pista se vieron defraudadas por fortuna para Wess, que había olvidado esta trágica posibilidad. La tormenta que llevaba amenazando durante algunas horas estalló y una lluvia torrencial empezó a caer con furia, empapando la tierra.
El pistolero emitió una terrible maldición al darse cuenta y rugió:
—¡Ya no queda nada por hacer! ¡El agua borrará todo rastro! ¡Volvamos al poblado!
—¿Qué hacemos con los cadáveres? —preguntó Kitchell.
—No nos los vamos a comer —replicó iracundo Mason—, Dejadlos ahí y mandaremos al sheriff que los recoja. Que justifique con algo el sueldo que se gana.
A todo galope, bajo el azote de la lluvia que caía torrencialmente, regresaron a Mohave City, penetrando en la taberna calados hasta los huesos.
Tony, el tabernero, muy preocupado, se acercó a ellos preguntando:
—¿Qué habéis sacado en limpio?
—¡Nada, maldita sea nuestra alma! —rugió Drescoli—. Sólo que el tipo que se los ha cargado, tiene nervios de acero y un revólver que es una guadaña. Se cargó a los dos limpiamente aunque uno tuvo tiempo de disparar.
—Pues… esto puede ser un dato. Habrá que buscar a alguien que os odia y que sabe manejar bien un arma.
—¿Y quién? Hasta ahora, nadie en el poblado ha tenido arrestos para hacer una demostración. Eso es muy confuso, Tony. Además, les han robado. No tenían encima ni un mal centavo.
Luego, furioso, se volvió diciendo:
—Drake, despierta al sheriff y dile que venga. Tenemos que hablar con él.