CAPÍTULO PRIMERO

UN AVISO EXTRAÑO

FLACK, de nombre Wess, lanzó un potente ¡soo! que debió oírse media milla más adelante, y obligó a la cansina pareja de ancianos caballos que guiaba a detenerse. El carromato, un vetusto armadijo de tablones añosos y medio podridos, que se sostenían en conexión sobre las chirriantes ruedas por un milagro de simpatía más que de unión, se detuvo también rechinando agriamente como si protestase contra el continuado servicio que se le obligaba a prestar, y Wess se limpió con un enorme pañuelo, de franjas rojas y azules, el sudor que perlaba su frente.

El día estaba bochornoso. El sol, como una hoguera de infierno, lucia en un cielo esmeralda, limpio de nubes, y la poca brisa que soplaba del lado de la divisoria, en lugar de portar la caricia del agua, parecía el rescoldo de una lumbrarada.

En tanto que el vetusto vehículo había rodado junto a la margen del Colorado, aquella temperatura saturada de fuego había resultado soportable para Wess debido a la caricia mansa del auro del río; pero desde el momento en que dejó a su izquierda el Colorado y derivó hacia el Este, en busca del próximo poblado, el ambiente se había resecado, la atmósfera aparecía más cargada de agobio y de electricidad, y sus pulmones parecían encogerse por la presión de una mano invisible que les impedía absorber el aire preciso para su funcionamiento.

Pero a pesar de las molestias y fatigas que estaba sobrellevando, Wess se sentía intensamente feliz con contemplar aquella parte abrasada de la pradera y poder respirar aquel aire enrarecido y asfixiante, mucho más soportable que el que a aquellas horas podía estar respirando en algún lugar de Nevada, encerrado en una estancia de metro y medio en cuadro, con sólo un ventanuco con reja por respiradero y, cerca, la silueta simpática, pero odiosa a la par, de algún vigilante celoso armado de imponente “Colt”.

Wess, que había arrimado el carretón a un pequeño grupo de árboles que le brindaban una sombra relativamente agradable, extrajo su medio vacía cantimplora, bebió un largo trago de agua calentucha, que le obligó a torcer los labios con asco, atascó su pipa y, después de encenderla, se recostó sobre la tabla que separaba el plano general del vehículo del pescante y se entregó a una honda meditación.

Hacía dos meses que había abandonado con una prisa aterradora cierto lugar de Nevada, de cuyo nombre no quería acordarse, para rehuir la molestia desagradable de tener que dialogar con un sheriff demasiado curioso que se había obstinado en averiguar qué llevaba en un pequeño saco que colgaba de la silla de su caballo.

El sheriff tenía por costumbre saludar atentamente a todos los forasteros que bajaban del Norte, sobre todo de las minas de oro, y verificar un registro de sus equipajes, más que por curiosidad, por averiguar por qué parte de la región se filtraban ciertas cantidades de oro que desaparecían muy a menudo de las diligencias que hacían el tráfico desde la zona minera de Nevada City, y Wess, que era un hombre a quien no gustaba que nadie se mezclase en sus asuntos particulares, sobre todo cuando para resolverlos previamente había tenido que usar del revólver y exponerse a recibir la caricia de una bala, se mostró hostil al registro y mandó en hora mala al curioso sheriff.

Pero éste cometió una torpeza al pretender enseñarle el calibre de su revólver. Antes de que tuviera tiempo de desenfundarlo ya tenía en su cuerpo la medida de las balas del de Wess, y aunque éste no había disparado con ánimo de matarle, sabía que el agujero le tendría un mes retenido en cama, ponderando la lentitud con que había aprendido a manejar las armas.

Este incidente había agravado su situación, pues si antes sentía cierto interés por detener su camino a causa del estéril viaje que en aquella ocasión había realizado la diligencia llegando al Banco limpio de todo polvo de oro, ahora aquella ruidosa entrevista con el sheriff acabó de perjudicarle, y más de medio centenar de sheriffs en cien millas a la redonda se hallaban vigilando los caminos a la espera de un jinete montado sobre un caballo castaño, con lunares blancos, que debía portar un saquete con polvo de oro valorado en un buen puñado de miles de dólares.

Cuando Wess se dio cuenta de la popularidad que había logrado alcanzar en tan pocas horas, estimó que su modestia era incompatible con ella y decidió renunciar a semejante honor de un modo fulminante.

En un poblado extraviado que encontró antes de alcanzar la divisoria, hizo amistad con un cuatrero disfrazado al que vendió el caballo por doscientos dólares, y con esta cantidad compró aquel carretón que su dueño debía tener preparado para arrojarlo a la hoguera en calidad de combustible para el invierno, agregó los dos matalones que le arrastraban a duras penas y con el sobrante y algún dinero en efectivo que él conservaba, adquirió una gran cantidad de latas de conservas, y siguió camino adelante, seguro de que aquello sería para él un salvoconducto que le libraría de la fiscalización de los sheriffs.

Por todos los poblados por donde pasaba se exhibía audazmente sin ocultar su presencia ni la de su viejo carretón. Visitaba las tabernas más concurridas, se daba a conocer como traficante en artículos alimenticios y jamás vendía una sola lata a nadie. Las que llevaba estaban ya destinadas a un pueblo más alejado de la ruta, y con aquel truco se iba alejando del lugar de sus hazañas y cada vez hacía más difícil su posible captura.

Con unas cuantas tablas había construido una especie de arcón, que se disimulaba con el tablón del asiento, y allí llevaba oculto el saquete de oro, cuya posesión hubiese despertado el deseo de más de un buscador de ocasiones de los muchos que pululaban por los poblados que había ido dejando a su espalda; pero como aquel viejo carromato y aquellas latas de conservas disfrazaban su personalidad, nadie hubiese sospechado que el vehículo merecía la pena de haber sostenido una estruendosa conversación a tiros con su dueño para apropiarse de su contenido.

Muchas millas llevaba recorridas, pero muchas más le faltaba por recorrer. La divisoria con México era su meta. En este o en aquel lado podía encontrar un buen rancho que se pudiese adquirir con parte del producto de su esfuerzo, y con el resto se dedicaría a mejorarlo. Después se convertiría en un honrado ranchero de la región, que nadie sería capaz de reconocer a tan larga distancia, y quién sabía si, con el tiempo, le nombrarían sheriff del más cercano poblado, pues muchas cosas más raras, había visto él en su joven y turbulenta vida.

El éxito fácil de aquel golpe no le había envanecido. Realmente no poseía madera de salteador. Indolente, abúlico, amigo de la diversión y de la libertad, no se avino de buena gana a atarse a la dura tarea de un rancho como peón, y desde muy joven anduvo por los poblados rozando el linde de la Ley, sin terminar de caer en el lado peligroso, hasta que la ocasión le salió al paso y en un impulso sin medir se decidió a probar suerte.

Esta se le mostró de cara. Unos tiros disparados al aire fieramente, dos magníficos blancos, arrancando de manos del mayoral el rifle y el látigo bastaron como muestra de su sabiduría y agilidad manejando el "Colt”, y el saquete, bastante voluminoso, conteniendo el polvo de oro, le fue entregado sin más resistencia ni ningún derramamiento de sangre, pues Wess se limitó a dejar bien atado al conductor y a su ayudante, sin producirles más quebranto que el susto y la sustracción.

Ahora no tendría que vivir a salto de mata verificando pequeñas trampas con los naipes, ayudando a los abigeos a abollar alguna punta de ganado para ganar una ínfima comisión, que nada resolvía, o tomando parte en algún rodeo como domador de caballos salvajes o tirador de revólver para ganar algún pequeño premio de los muchos que había conquistado. La fortuna acababa de ganarla de golpe y sabría administrarla sabiamente para gozar de la vida como entendía que tenía derecho y no seguir vegetando como una planta salvaje sin más misión que la de crecer al sol.

Los recuerdos de ayer, mezclados con las esperanzas de mañana, le hacían sonreír expresivamente, y su sonrisa franca, aniñada, plena de vida y de optimismo, prestaban a su atractiva fisonomía un aire mucho más simpático que el que de por sí poseía.

Porque Wess era un muchacho guapo, apuesto y bien formado. Cinco pies y medio de estatura, ochenta libras de peso, facciones correctas, labios finos y sensuales, nariz perfecta, ojos un poco azules, de lánguido mirar, pelo negro un poco ondulado y caderas estrechas, a las que se ajustaba el cinto, haciéndole más flexible aún, le prestaban un porte atrayente que fue el tormento de más de una muchacha romántica en los muchos poblados en los que había detenido su inquietante paso.

Wess se dio cuenta de que el tabaco se había consumido en la cazoleta de su pipa y, sacudiéndola, volvió a cargarla. Luego miró al sol que parecía iniciar su retirada y decidió continuar su lento caminar. Este era demasiado lento para sus prisas en llegar, pero resultaba tan seguro que decidió no variar en una milla el diario recorrido de su carretón.

El próximo pueblo que se le brindaba en la ruta era Mohave City, un poblado a unas diez millas del río por el Oeste y a unas veinte del curso del Colorado, con la línea del Trunk Sub Ferrocarril, pueblo situado en una extensa pradera encerrada entre el río y la línea férrea.

Desde allí seguiría de nuevo el cauce del agua para llegar a Topeck, y siempre bordeando el Colorado, algún día llegaría a Duma o Picacho, donde debía decidir de una vez el rumbo de su futura vida.

Empuñó las riendas, hizo restallar el látigo, y los dos perezosos matalones se pusieron en movimiento con un paso liviano y torpe, que obligó a Wess a avivarlo aplicándoles unos cuantos latigazos.

Poco a poco, en la llanura, se fue bocetando un conglomerado de casitas bajas, grises, muchas de ellas cerradas con bajos tapiales. Como un vigía atalayando la llanura, se erguía en el centro la punta aguda de una pequeña torre perteneciente a la iglesia. Wess la reconoció enseguida como reminiscencia del paso de los españoles por California y Arizona, pues había visto muchas iguales en los poblados de esta parte del Oeste.

El pueblo le pareció mucho más grande de lo que había calculado; pero como no pensaba afincar en él, tanto le daba que fuese tan grande como Prescott o tan pequeño como la última aldea india que había visitado.

Una tosca vereda labrada por el rodar de los carros y el patear de los cascos de los caballos, le denunció la mejor entrada para alcanzar el interior. La senda aparecía bordeada de árboles que le prestaban grata sombra, y Wess calculó que los árboles eran la única razón de que aquella senda y no otra fuese la obligada para entrar en Mohave City.

Enfocaba con el carretón la doble fila de árboles, cuando algo hiñó sus ojos, sobresaltándole. Colgado de frente en el tronco del primer árbol se balanceaba suavemente una especie de pasquín, y Wess, tirando bruscamente de las bridas, detuvo el carro para echar un vistazo a la pancarta.

Durante su viaje había descubierto algunas colgadas de los árboles como aquélla, y la mayoría le hacían el honor de referirse a él.

Los sheriffs, celosos al recibir instrucciones para su busca y captura, se habían apresurado a exponer el aviso, despertando la curiosidad pública, y en los pasquines se daban sus señas, más o menos aproximadas, y el motivo por qué era reclamado.

Algunos avisos de aquellos habían desaparecido misteriosamente al alejarse con su carro. A Wess seguía molestándole la popularidad que empezaba a gozar, pero otros tuvieron que quedar flameando al viento con gran contrariedad de Wess, que no quería avivar la curiosidad de la gente con tanto detalle.

Pero esta vez observó con sorpresa que el cartel no se refería a él, ni mucho menos. Era algo humorístico y un tanto amenazador, que un espíritu sibarita había redactado quizá en un momento optimista entre vaso y vaso de whisky y una baraja delante.

El cartel, escrito con una letra deplorable pero lo suficientemente clara para ser descifrada, decía así:

AVISO

Huéspedes ilustres de este poblado de Mohave City, cuya preciosa salud debe ser muy tenida en cuenta en beneficio común:

Dick Mason

Emil Weyman

Tom Drake

Wallace Maxwell

Dad Drescoli

Lewis Taylor

Wasson Butler

Allen Kitchell

Wess leyó y releyó el aviso, y luego, silbando por lo bajo de una manera peculiar, exclamó:

—¡Por Judas! ¿Esto es un honrado pueblo o la guarida de todos los indeseables escapados de Nevada: ¡Dick Mason!… Si no me engaño este tipo es aquel asqueroso reptil que asesinó a toda una familia de mineros para robarles cien dólares de polvo. ¡Allen Kitchell! El que se cargó a dos comisarios allá arriba al pretender detenerle porque estaba apaleando brutalmente a una infeliz muchacha, a quien no le había gustado su perfil de buitre… y ¡Dad Drescoli!… Otro tipo que me acompañó en los pasquines por dibujar a tiros un corazón en la voluminosa barriga del sheriff de bueno…, no me acuerdo de dónde, pero sí sé que se trataba de un sheriff.

Wess se quedó un momento ponderando la situación. Él no era precisamente un ángel caído por azar de las nubes; pero al lado de aquella relación recalcada en el humorístico cartel podía considerársele con alas y una rama de olivo en la boca.

Tentado estuvo de hacer retroceder el vehículo y emprender otra ruta más sana y menos cargada de pólvora que aquella, pero un sentimiento de hombría le detuvo. A fin de cuentas, él era tan hombre como aquellos, aunque su hoja de servicios tuviese un color rosado más puro, y no acudía allí a perturbar la salud le tan meticulosos sujetos. Pernoctaría en el poblado, haría acto de presencia ante el sheriff, si lo había, o éste pertenecía a la honrada clase de la que ya iban quedando pocas muestras en Arizona, y seguiría su viaje hacia el Sur, sin preocuparse de lo que pudiesen hacer en tan desgraciado pueblo aquellos ilustres huéspedes que en la prisión del Sudoeste acaso hubiesen sido calificados como indeseables.

Antes de seguir adelante escondió su revólver debajo del asiento, pues quería dar una sensación de inferioridad que hasta entonces le había dado muy buenos resultados; pero antes revisó las dos pequeñas y Magníficas pistolas que, colgadas de las fundas disimuladas de sus sobaqueras, podían salir a ladrar fieramente en cualquier momento de necesidad o de peligro. Él era de momento un hombre pacífico, pero si alguien intentaba saber si poseía cosquillas, éstas le harían estornudar ruidosamente.

Y ya tranquilo, con las medidas tomadas, siguió senda adelante hasta ganar las primeras casas del poblado que se alineaba a derecha e izquierda de una ancha y polvorienta calzada.