Capítulo IX
UNA EXPLICACION VIOLENTA
VARIOS días transcurrieron en completa calma. El suceso parecía haber aplanado a los pistoleros y éstos dejaban pasar las horas fumando silenciosamente o jugando a las cartas con furor.
Algunas veces cambiaban impresiones entre sí. La situación iba reclamando remprender sus actividades y aunque aún no debía estar tan vivo el recuerdo de sus últimas andanzas y quizá hubiese remitido un poco la persecución, no por eso debían confiar mucho.
Pero lo cierto era que carecían de hombres y por otra parte no se habían puesto de acuerdo sobre quién debía ser el jefe nato de la banda. Si no hubiesen sido tres los pretendientes al alto honor, quizá se hubiese arreglado alternando en el mando o resignándose uno a actuar de segundo, pero entre tres el reparto era más difícil.
Por otra parte, a ninguno se le ocultaba que reorganizar tres bandas, además de ser complicado, limitaba mucho el campo de acción de los tres. Debían esparcirse por diversos Estados del Oeste y ninguno quería de momento abandonar tan buen refugio, exponiéndose a elegir sitios demasiado peligrosos para ellos.
Esto les tenía de un humor pésimo y por más que se esforzaban no acertaban a buscar una solución.
Tal problema no sólo encendía en ellos la ira, sino el rencor y la desconfianza. Sus mentes salvajes y primitivas, sólo sabían elegir las soluciones más rectas y llanas, sin consideraciones humanas ni morales y como se sabían estorbándose unos a otros, la mejor forma de solventar el asunto era suprimiendo los obstáculos.
Los tres pensaban que al final, de no suceder algo imprevisto, la solución no podía ser más que aquella o la huida y el amor propio de cada uno le impedía optar por esto último.
Entretanto, Wess, bajo su máscara de indiferencia, acechaba con los nervios en tensión igual que los gatos acechan pacientes y filosóficos su presa. Adivinaba que tarde o temprano tendría que encenderse entre los forajidos la tea de la discordia y confiaba en que ello le ayudase a convertir en más sencillo el resto de su tarea.
Para matar el tiempo se dedicaba a redactar una especie de memoria de todos los acontecimientos en que había tomado parte desde su llegada al poblado. Con un concepto caballeroso del cargo que había jurado, entendía que su obligación era cumplir al pie de la letra su compromiso y si bien faltaba a él en parte, no dando cuenta a la autoridad superior del estado de su demarcación y de la presencia en ella de los bandidos, al menos, dejaba constancia de sus actividades. Lo otro era exponerse a ser descubierto con el aviso y por una cuestión de trámite exponerse a morir y no limpiar de indeseables el poblado.
Cierto que no se había hecho a la idea de continuar usufructuando el puesto. No eran tales sus proyectos sino más ambiciosos y, por otra parte, su conciencia le advertía que, cumplida aquella hidalga misión que se impuso de vengar la muerte del padre de Mabel, debía entregar la estrella a cualquier honrado vecino que fuese más digno que él de lucirla.
Cuando se hacía todas estas consideraciones y pensaba en Mabel, un extraño escalofrío le recorría la medula. Obrando necia e impulsivamente, había dejado exteriorizar sus sentimientos hacia ella declarándole un amor que cada día crecía más y que, sin embargo, cada día era más imposible. Por un momento, el muchacho honrado e iluso que aún llevaba dentro y que quedó borrado ante la sociedad el día que se enfrentó con la diligencia revólver en mano, se había sublevado en él ante la visión ele la joven, olvidándose de que en realidad era un proscrito, un fuera de la Ley como los demás, un perseguido por la justicia a la que debía rendir cuentas de sus actos y pagar el tributo de su felonía, y esto se alzaba ahora como una muralla ante sus ojos, haciéndole ver lo estúpido que había sido. Honradamente, ella le creía un hombre duro como todos los del Oeste, pero decente y leal. Se había presentado a ella envuelto en la aureola del héroe defensor de la Justicia y de la Ley, no por hipocresía, pues lo hizo con el corazón en la mano, pero sí bajo aquella falsa máscara del honor que no podía ostentar y, por verdadero amor hacia la muchacha, no debía unirla a su suerte ocultándole aquella faceta áspera y desgraciada de su vida, en la que él tenía cifrado todo su porvenir.
Si engañarla ocultándoselo era una felonía, confesárselo sería, lógicamente, no alcanzar su amor y perder además la estimación que ella pudiese tenerle por sus actos. En caso de perder, más valía perder una cosa que las dos. Mataría su amor, pero se iría con el dulce consuelo de que dejaba detrás de él un corazón agradecido, que le recordaría siempre con gratitud y le bendeciría en el recuerdo.
Por un momento, su egoísmo le pidió guardar silencio sobre su vida pasada. Nadie más que él sabía lo sucedido. Podía, una vez cumplida su misión, recoger su oro, partir de allí siguiendo la ruta que se había impuesto, adquirir un rancho y vivir felices y escondidos donde nadie supiese de su ayer, pero… ¿cómo justificaría ante ella la posesión de aquel oro en cantidad excesiva? ¿Y si un día las garras de la Ley llegaban hasta él a pesar de la distancia y truncaban su felicidad en pleno apogeo?
Sólo con pensar en esto se le ponía la carne de gallina. ¿Qué hubiese pensado ella de él al ver truncada su felicidad y su vida por un engaño como aquel que no le hubiese compensado de todo cuanto pudiera hacer en su beneficio? ¡No! Él no podía obrar así ni por ella, ni por él. Lo mejor era cortar aquel amor imposible, portarse como un caballero y cambiar el agradecimiento por un amor que él mismo había hecho imposible al saltarse alegremente las fronteras de la Ley.
Un día, le sorprendió Mabel con la pluma en la mano, la cabeza recostada sobre el respaldo de su silla y los ojos clavados en el techo de la estancia como pidiéndole inspiración. Extrañada, preguntó:
—¿Qué hace usted? ¿Está escribiendo sus memorias?
Él se estremeció al oírla y, tratando de aparentar indiferencia, contestó:
—No. ¡Soy un poco más modesto! Estoy redactando un informe para, en su día, cuando cese en el cargo, hacerlo llegar a las autoridades del Estado.
—¿Sobre todo lo sucedido?
—Claro está, un sheriff decente no puede hacer otra cosa.
—Pero se lo reservará usted de momento. No olvide lo que le sucedió al juez.
—No olvido nada. Lo haré cuando deba hacerlo y ojalá sea pronto.
—¿Dice usted que piensa cesar en el cargo aunque logre salir airoso de este trance?
—Sí, lo he decidido. El día que el último pistolero de este poblado se convierta en el motivo principal para celebrar un buen entierro, pediré que se elija por sufragio de todos los habitantes otro sheriff y le cederé gustoso la estrella.
—¿Y usted cree que si lo consigue van a consentir que usted cese en el cargo? Le reelegirán por aclamación.
Wess, que no había pensado en esta contingencia, declaró con brusquedad:
—Lo sentiré, pero no podré aceptarlo. Mi misión está muy lejos de aquí.
Mabel se envaró, observaba algo raro y duro en las rotundas afirmaciones del joven y, por un momento, pensó que se las dictaba la desesperanza de conseguir algo que constituía su sueño y cuya solución la tenía ella en su boca con sólo pronunciar una palabra.
Se acodó sobre la mesa mirándole frente a frente y luego, con voz un poco truncada, preguntó:
—Dígame, Wess, ¿sigue usted pensando igual que el día que le visitó aquí por vez primera ese chacal de Mason?
El tembló al oír la pregunta. Estaba adivinando que se iba a jugar muchas cosas en aquel momento y, tratando de eludir la respuesta, inquirió:
—¿Sobre qué?
—Sobre mí…
Wess hizo un terrible esfuerzo para tragar la saliva que se le atragantaba y contestó con voz ronca:
—¡No!
Ella, como si hubiese recibido una bofetada en pleno rostro, se echó hacia atrás mirándole con asombro. Él se dio cuenta de la brusquedad de su respuesta y, tratando de suavizarla, añadió:
—Bien, creo, que me he explicado mal, Mabel, y no debe tomármelo en consideración. Mis sentimientos hacia usted son los mismos o mayores, ¿para qué voy a negarlo?, pero la situación no es la misma. Yo soy un caballo loco en un almacén de loza y sólo me doy cuenta de ello cuando no he dejado cacharro sano. Más tarde, cuando ya no tiene remedio, me doy cuenta del destrozo y me maldigo a mí mismo, pero con eso no puedo componer los estropicios; en esta ocasión, por fortuna, me he dado cuenta antes de cometer el desaguisado y no quiero repetir la suerte. Fui un impulsivo dándole a conocer una cosa que no debía, puesto que no existían motivos para que usted pensase de idéntica manera. Después, he sospechado que he echado trigo en una tierra que yo no debía sembrar y no quiero que dé un fruto obligado. No sé si me expreso con la delicadeza que usted merece para que no me considere un indelicado o un patán, pero así es Están mediando muchas cosas raras, que según mi criterio, pueden obligarle a aceptar lo que libremente, sin un agradecimiento hacia mí, quizá no sucediesen así. Esto me ha hecho reflexionar y antes de impulsarla a dejarse llevar por ese corazón tan dulce que usted posee, creo un deber renunciar a ello.
Mabel le escuchaba realizando esfuerzos para alcanzar a comprender las sutilezas de él y por fin repuso:
—En sentido llano, usted teme que yo pueda aceptar su declaración solamente influenciada por su defensa y por los peligros que está corriendo.
Wess, con rudeza, replicó:
—En sentido llano, así es.
—Pues lamento que conozca usted tan poco a las mujeres, o cuando menos me haya conocido a mí tan poco. Yo tengo una sensibilidad demasiado agudizada para vender mi amor al agradecimiento, no porque éste no merezca tal sacrificio, sino porque sería un modo indigno de pretender pagar una cosa con otra. Por propia estimación no lo haría jamás. Unirme a usted por agradecimiento y no poder pagar con amor, sería indigno, porque ni saldaría la deuda, ni usted sería feliz ni yo tampoco, ¿es que no lo comprende? Sin duda, en su obsesión ha olvidado algo que le dije entonces. ¿No lo recuerda?
Wess, pálido y violento, murmuró:
—Sí…
—Entonces…
—Entonces…, es que sencillamente tengo miedo de que, a pesar de su buena voluntad, llegue un momento en que se deje influenciar por el ambiente y cometa una equivocación de la que yo sería el único responsable.
Mabel, empezando a comprender que había oculto que él no se atrevía a confesar y quería escudarlo tras la pantalla de semejante sutileza; inquirió:
—¿Quiere decirme lealmente qué le ha hecho cambiar así de parecer?
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Wess sorprendido.
—Sencillamente, que hay algo más hondo qué le obliga a arrepentirse de su declaración. Conste que no trato de obligarle a mantenerla. Por fortuna, yo no he dicho la última palabra y no me puedo considerar despreciada ni herida en mi amor propio al saberme en una posición ridícula que yo no he provocado, pero tengo que sospechar que le suceden cosas graves que le obligan a renunciar a ello de grado o por fuerza.
—¿Y si así fuera? —preguntó él roncamente.
—Pues… ¿qué podría yo hacer por desvanecerla ignorándolas?
—Nada. Realmente, nada; pero conociéndolas… mucho menos. Mabel, le juro que cada día encuentro en usted facetas desconocidas que le hacen más adorable y que a la par, le alejan más de mis posibilidades. Como le dije antes, soy un impulsivo que se deja llevar de los nervios sin medir las distancias. Por usted y simplemente por usted, tengo que volverme atrás de mi petición y lo hago aprovechando este momento, antes de que me contestara y sufriese esa vejación que usted señalaba. Perdóneme, pero tiene que ser así para los dos. Soy más leal con usted retractándome, que dejándola que siga creyendo en aquello y el destino me concediese la mala fortuna de que al final usted se sintiese prendida en las mismas redes que yo.
—Mabel le miró desafiante y luego, adelantándose con valentía, exclamó:
—Escúcheme bien, Wess. Yo no sé lo que puede haberle sucedido para variar de opinión tan bruscamente. Debe ser algo grave, cuando por adelantado renuncia a su posible felicidad. No lo sé y, por lo visto, debe calar tan hondo que no merezco saberlo. Bien, no le voy a forzar a ello, pero sí le diré algo que quizá le duela. Usted no tenía derecho entonces a encender en mi pecho una llama, que de no arrojar en la leña la primera chispa, acaso no se hubiese encendido. Yo no le había contestado aún, pero ahora sí le voy a contestar. Estaba decidida a aceptar su petición, porque después de analizar mis sentimientos, he comprendido que usted ha sido el único hombre que el Destino puso a mi paso para brindarme la felicidad con que muchas veces había soñado. No era agradecimiento, no es, porque sé analizar una cosa y otra; era y es amor, porque así quiso usted que fuese al encenderlo en mí pecho… Ya está dicho lo que había que decir; usted… me obligó a ello y yo no soy de las que por falso pudor matan un sentimiento para ahorrarse la vergüenza de confesar un fracaso. Pase lo que pase, usted ha hecho que le amase y debe saberlo, pues obra suya es. Cuando acabe esta tragedia, si sale usted con vida, no haré nada por retenerle a mi lado, le dejaré marchar como desea, pero se irá usted con el remordimiento de haber sembrado una bella flor, tan llena de espinas, que a usted y a mí sólo nos ha producido pinchazos en lugar de dulce aroma. Es cuanto tengo que decirle.
Wess la escuchaba pálido y demudado. Todo el valor que poseía para enfrentarse cara a cara con la muerte, era nulo para resistir aquel ataque sentimental y fiero que le estaba hiriendo con más saña que el plomo de los revólveres, porque no poseía armas eficaces para la defensa. Se sentía como un pájaro clavado por las alas en la pared, contra el que estuviesen disparando cuchillos agudos sin misericordia.
Por fin, con un rugido de dolor y de impotencia, clamó:
—¡Mabel, por todos los santos del Cielo, óigame ¡Piense de mí todo cuanto quiera, menos que he pretendido burlarme de usted! Eso no, eso sí que no lo consiento. Podré parecerle un hombre malo, lo soy en realidad, pero no con usted. Precisamente porque no quiero serlo, es por lo que debo renunciar a este amor que ahora será para mí un infierno más detestable desde que sé que soy correspondido.
Ella se volvió desde la puerta hacia donde había iniciado la retirada y preguntó temblando:
—¿Acaso tiene usted las manos manchadas de sangre de alguna manera vergonzosa?
—¡No! Le juro que no, pero…
—En ese caso, no hablemos más, señor Flack. Mi padre murió por valiente y yo no podría amar a un cobarde aunque no lo fuese en el terreno personal.
Y sin admitir más excusas abandonó el despacho
Wess quedó como si le hubiesen apaleado fieramente. Le dolían las sienes de una manera horrible y la garganta le quemaba como si tuviese fuego dentro.
Se sabía humillado hasta lo infinito. Le habían dado una tremenda lección de ética que no acertaba a digerir y al mismo tiempo habían encendido en su pecho un horrible volcán de ira al saber que por una impremeditación suya, había prendido un amor que ahora resultaba imposible para él y para ella.
Ya no tenía compostura. No podía volverse atrás y callar su situación, engañándola, dejando que el destino dijese su última palabra. Había perdido su oportunidad y debía pechar con las consecuencias.
Pero comprendiendo que no podía dejar aquello así, tomó una resolución. El día que hubiese saldado definitivamente aquel asunto y se dispusiese a partir, le confesaría escuetamente la verdad y le haría ver que, dentro de su amoralidad, era un hombre para ella. Él era un ladrón y un salteador y por ser tal, no podía obligarla a unir su destino al suyo, con la exposición de que un día la justicia le detuviese y echase sobre ella el baldón de saberse la esposa de un fuera de la Ley.
Ahora, su rabia se dirigía hacia los pistoleros. Su estado de ánimo rabioso le pedía una válvula de escape y necesitaba encontrarla en algún sitio.
Para ello, nadie mejor que aquellos tipos degradados y crueles que le retenían allí estúpidamente sin permitirle huir como un cobarde para escapar de las miradas de Mabel a las que temía más que a los trágicos revólveres de sus enemigos. Era preferible resolver aquel asunto de una vez y si caía en el empeño, acaso fuese un bien para él.
Con gesto decidido, ciñó el cinto con el revólver que había arreglado, metió otro en su bolsillo, se aseguró de que los que ya llevaba debajo de los sobacos saldrían con facilidad de sus fundas y se encaminó rectamente a la taberna.
Cuando empujaba la vidriera de la puerta, una serenidad trágica se había apoderado de él. Parecía como si todo sentimiento humano hubiese huido de su espíritu. Había olvidado a Mabel, la llamarada de su amor, la conversación tremante sostenida con ella y el porvenir brumoso que se le presentaba. Sólo existía en su cerebro una idea fija y dominante; enfrentarse con los bandidos lo más ventajosamente posible para él, cumplir su promesa de eliminarlos y, luego, si salía con vida del trance, tomar el camino del Sur y desaparecer como un fantasma tragado por el polvo de la senda.
Pero cuando entró en el interior, sufrió una sorpresa que fue para él como un jarro de agua fría La taberna estaba, desierta y ninguno de los cinco pistoleros se encontraba en ella.
Fingiendo indiferencia, preguntó a Tony:
—¿Y Mason?
—No está, ni sus compañeros tampoco, si quería algo de ellos. Han ido a resolver un asunto cerca de aquí. Será cuestión de tres o cuatro días nada más.
Wess giró bruscamente y desesperado regresó a sus oficinas, encerrándose en ellas como un león. Mabel, que le había visto cruzar decidido hacia la taberna, sintió un pánico loco medio adivinando la intención que le llevaba, pero cuando a poco le vio regresar tambaleándose como un borracho, sintió compasión de él.
En silencio salió al pasillo y se acercó a la puerta, escuchando atentamente. El corazón le dio un vuelco al captar un ronco sollozo a través de la madera de la puerta y, sin poder ocultar su angustia, se retiró antes de descubrirse.
También ella, a solas en su habitación, lloró amargamente y en silencio. No había engañado a Wess al decirle que le amaba y la sorpresa de su retractación le había causado un dolor infinito.
Angustiada se preguntaba qué misterio habría en la vida de él para obligarle a tomar aquella resolución tan contraria a sus íntimos sentimientos. Por un instante temió que fuese un criminal despreciable como aquellos a quienes combatía, pero su confesión, sincera y brava al afirmar que no tenía las manos manchadas de sangre, descartaban esta hipótesis. Si era así, ¿qué otro pecado podría ser tan grave que ella se sintiese vejada y denigrada compartiendo su suerte?
No acertaba a explicárselo, pero se prometía obligarle a confesarlo antes de romper definitivamente con él. Ella no era una mujer tan escrupulosa que no admitiese ciertos excesos en los hombres. El Oeste era así y nadie podía variarlo. El que pretendiese encontrar santos con alas no vivía la realidad y ella era realista hasta donde una moral no muy exigente pudiese abarcar.