Capítulo IV

UN JURAMENTO POR PARTIDA DOBLE

ENCONTRÁBASE animadísima la taberna a tales horas. Ciertos elementos del poblado no sentían, al parecer, repugnancia por alternar donde alternaban los elementos indeseables de él, y así, mezclados con los pistoleros, podían descubrirse determinados individuos amantes del juego y de la bebida, que, sin duda, encontraban campo abonado para sus aficiones en aquel garito, escogido por Mason y sus compañeros, cuartel general de sus conferencias.

El local, grande y espacioso, mostraba infinidad de mesas repartidas por los cuatro ángulos. Se jugaba aisladamente en cada mesa y bullía, además, cierto número de clientela que bebía de pie ante el corrido mostrador o iba de mesa en mesa, echando ojeadas a las partidas para hacerse una idea del modo de jugar de cada uno de los puntos.

Como un feudo particular, Mason y sus amigos tenían reservada una parcela del local junto a la ancha escalera que conducía a la galería superior. Media docena de mesas eran ocupadas sólo por ellos y nadie osaba tomar asiento en derredor, si no eran invitados particularmente.

Cuando Wess penetró en la sala, Mason, que tenía sus agudos ojos clavados en la puerta, le hizo una seña y el joven avanzó sin apresuramiento, examinando con ingenua curiosidad aquel público tan antagónico.

El pistolero empujó un vaso lleno de whisky, haciéndole un gesto para que lo bebiera y preguntó:

—¿Todo arreglado, señor Flack?

—Todo. Había poco que arreglar. He hablado con la muchacha, y, como al parecer, su padre no ha dejado media docena de dólares, no ha habido inconveniente en llegar a un arreglo. Me alquila la mitad de la casa en quince dólares y se ofrece a guisar mis comidas por treinta y cinco. Esto quiere decir que me sobra la mitad de la paga.

—Bien, celebro que haya llegado a un acuerdo. No tengo interés en que salga del poblado. Al contrario. En fin, eso es un asunto para más largo. Ahora vamos a lo que importa.

Señaló a los que le rodeaban, varios de ellos desconocidos para Wess, y dijo:

—Fíjese bien en mis amigos. Es conveniente que los conozca para evitar confusiones perjudiciales para usted. Todos ellos son también huéspedes especiales de Mohave City.

Y le fue dando sus nombres. Los mismos que figuraban en el pasquín que había leído cuando entrara en el poblado.

Pero la cuadrilla debía haber aumentado, porque aún nombró a otros cuatro que no figuraban en “nómina"… o carecían de tanta importancia o eran recién llegados a Mohave City.

Después llamó con voz sonora:

—Tony, haz el favor de venir.

De detrás del mostrador surgió la silueta de un individuo de rostro aguileño, ojos duros y metálicos y pelo leonado con algunas hebras de plata mezcladas en él. Tenía los labios finos plegados en una sonrisa. Más que un tabernero parecía un tahúr.

Se acercó sonriendo. Su mano derecha, en cuyo dedo anular lucía una magnífica sortija, se apoyó sobre la mesa y preguntó:

—¿De qué se trata, Mason?

—He hablado con mis amigos respecto al nombramiento de un nuevo sheriff. Aquí ha caído un forastero traficante en conservas que no se siente belicoso y le agrada el cargo. Ha probado algunas veces a esgrimir un revólver y le han acariciado antes de poder apretar el dedo a la culata. ¿Cuál es tu opinión?

Tony clavó sus fríos ojos en los de Wess; éste, que poseía un perfecto dominio de sus nervios y sabía reservar sus pensamientos, le miró vagamente, mas con curiosidad que con recelo, y el tabernero repuso:

—No parece mal muchacho. Tú sabes de estas cosas y harás lo que os convenga. A mí lo mismo me da éste que otro… siempre que sepa tasar su vida en lo que vale.

—Ya hemos hablado de eso; mis compañeros parecen conformes y yo le he leído la cartilla. Quiero que hagamos el nombramiento esta noche aquí, para que todo el mundo sepa que es voluntad nuestra que sea él y no otro el elegido. Búscame ese revólver estropeado que tienes por tu mesa y tráelo. Le adornaremos con él para que no le apedreen los chiquillos si le ven sin armas. Al menos que exhiba éstas como un símbolo… de lo que no se debe usar… ¡Ah! Prepara un par de botellas de whisky. Vamos a celebrar el nombramiento brindando a su salud.

Tony desapareció en lo alto de la escalera y al poco regresaba con un enorme “Colt” del 45 en la mano. Se lo entregó a Mason y dio orden de descorchar dos botellas.

Colocadas sobre la mesa, el pistolero se irguió y, lanzando un berrido, gritó:

—¡Alto el juego! Atención, que tengo que comunicar a todos algo muy interesante.

Un silencio sepulcral invadió las mesas. Se apagaron los rumores de conversación, las monedas de oro dejaron de tintinear y todos los ojos se volvieron hacia aquel lado.

Mason, mirando a todos, añadió:

—Señores, un pueblo como éste no puede carecer de una autoridad que vele por el orden, la paz y la tranquilidad de sus habitantes. Una sensible desgracia nos ha privado esta mañana de nuestro heroico sheriff Frederick Packard, al que todos apreciábamos sinceramente. Siendo este un cargo de tanta responsabilidad, entendemos que debe disfrutarlo una persona digna y del agrado de la mayoría; y por ello, teniendo honrados antecedentes de este joven, Wess Flack, aquí presente, no hemos tenido inconveniente en proponerle como candidato, seguros de que todos le aceptaréis como sheriff y de que no habrá nadie que tenga que objetar contra él. Estáis a tiempo si alguno cree que debe poner algún reparo, y si no, propongo que sea nombrado por unanimidad y que jure el cargo esta misma noche.

Paseó su mirada desafiante por los grupos, seguro de que nadie se opondría a su propuesta; pero súbitamente un individuo alto, seco, delgado, de tez aceitunada y ojos de mochuelo, se irguió en su asiento, gritando:

—Un momento, Mason. Pido que se me tenga en cuenta como candidato. Hace tiempo que no parece que mis servicios activos son muy de vuestro agrado y quizá un empleo descansado como éste me sentaría bien y a vosotros también. Presento mi candidatura.

Mason sonrió burlón, y, clavando sus agudos ojos en Drescoli, contestó zumbón:

—No es legal oponerse a tal pretensión. Por mi parte espero que mis compañeros se manifiesten.

Drescoli, echando lumbre por los ojos, se levantó fieramente y gritó:

—Primero admitiré como sheriff a un chacal del desierto que a Leo Houston. Sabes manejar demasiado bien el revólver para un cargo tan peligroso y que requiere pocos nervios. Me opongo a ello.

—Yo también —afirmó fríamente Kitchell.

—En ese caso —añadió Mason—, por compañerismo, me uno a estas opiniones. Queda desechada tu candidatura.

Leo abrió la boca para decir algo, pero la fiera mirada de Drescoli y su actitud amenazadora le obligó a cerrarla de un seco golpe.

—¡Bueno! —murmuró—. ¡Peor para vosotros!

Y apuró su vaso de un solo trago.

Los restantes concurrentes se sumaron a la propuesta del pistolero, y éste, tomando del brazo a Wess, que parecía muy divertido con el espectáculo, advirtió:

—Prepárese, que va a jurar el cargo.

Tomó un vaso rebosante de bebida y, entregándoselo, se apoderó de otro, que levantó a la altura de su pecho.

—¿Jura usted defender su cargo lealmente?

—¡Lo juro!

—¡Pues a la salud del nuevo sheriff de Mohave City!

Apuró su vaso, siendo imitado por Wess. Luego se volvió un momento de espaldas y cuando se encaró de nuevo con Flack, tenía el “Colt” empuñado en la mano.

Se adelantó con él, diciendo:

—Ahora le voy a hacer entrega de su arma, sheriff. Espero que sólo se decida a empuñarla en las ocasiones solemnes, cuando el deber así se lo exija.

Adelantó la mano con el revólver, presentando el cañón hacia el pecho de Wess. Este movió ligeramente los párpados, pero extendió el brazo para tomarlo. A pesar de la discreción del pistolero, le había visto cambiar el revólver estropeado por uno de los suyos, y no acertaba a sospechar lo que se proponía con aquel cambio.

Por un momento pensó que todo había sido una pura comedia y que se proponía disparar sobre él a bocajarro. La situación no era muy divertida para él y sus ojos, al parecer inexpresivos, estaban clavado en el dedo del bandido.

Cuando Wess extendió el brazo para tomar el arma la retiró bruscamente, diciendo:

—Escuche, joven: es usted demasiado inexperto y confiado. Cuando un hombre le ofrezca su revólver, ni se decida nunca a tomarlo por el cañón. Se expone usted a no recibir más que unas cuantas onzas de plomo Si yo hubiese tenido animosidad contra usted, vea.

Y abrió el tambor, mostrándoselo completamente cargado.

Wess no necesitaba el consejo, pero no estaba en condiciones de decirlo. Su papel le obligaba a fingir determinada ignorancia que en su día se la cobraría con creces.

Cándidamente, repuso:

—Gracias por el consejo, pero no creo que hubiese motivo para tal cosa.

—Claro que no, por fortuna para usted. De todas formas, no olvide la advertencia.

Guardó su propio revólver y colgó del cinto de Wess el que le había entregado Tony. Luego añadió:

—¡Señores, saluden a nuestro nuevo y bravo sheriff!

Todos se levantaron con las copas en alto, dando un, viva estentóreo, y algunos se adelantaron, ofreciéndole de beber.

Wess tuvo que aceptar varias invitaciones, algunas reiteradas, de los forajidos, y por un momento pensó que éstos tenían el propósito de emborracharle.

Si era así, les iba a dar cumplido gusto, y poco a poco empezó a dar señales de estar mareado, realizando esfuerzos desesperados para mantenerse en pie.

Luego habló con acento estropajoso cosas incoherentes al parecer. Se refirió a las latas de conserva, al carromato, a su vida de vaquero y a diversas cosas que eran captadas con interés, pero que nada aclaraban.

Por fin, tras varios intentos, se puso en pie, diciendo:

—Bueno, señores, me parece a mí que ya es hora de que nos retiremos a descansar. Me están ustedes gastando demasiadas bromas haciendo dar vueltas a las mesas para que me maree, y yo…, yo… no puedo marearme… porque… soy el sheriff.

Y dando traspiés violentos, se dirigió hacia la puerta. Casualmente pasó rozando a Leo, que le miraba con ojos rencorosos. El bandido le dio un empujón para apartarle y le dijo a media voz:

—Espero heredarte no tardando mucho, Wess.

Este sonrió estúpidamente, replicando:

—¿Heredarme?… ¡Psch!… ¡Pero si sólo tengo veinte dólares!… ¿Para qué diablos los quieres?

—Me interesa solamente tu estrella.

—¡Ah, bueno!… ¿Es de oro? Si es así… pues… creo yo que… para eso me han dado este revólver.

Y lo golpeaba repetidamente con la mano.

Luego salió a la calle, cruzando la plaza siempre a punto de perder el equilibrio, y así, empleando bastante tiempo, logró alcanzar las oficinas.

Wess no volvió la vista atrás, pero estaba convencido de que algunos pares de ojos le seguían con interés.

Mabel, que se había sentado junto a la ventana a velar el cadáver de su padre, le vio avanzar de aquella forma y sintió una punzada de dolor en el pecho. No acertaba a comprender por qué lo había hecho y se preguntó inquieta si Wess no sería uno de tantos disfrazado por la máscara hipócrita de la bondad.

Se levantó decidida y abrió la puerta. Wess penetró de modo violento, cerrando, y ella exclamó:

—¡Oh, Wess! ¿Por qué ha bebido usted así?…

Él sonrió divertido, y avanzando serenamente, hacia ella, contestó:

—Señorita Mabel. Espero convencerla de que no he bebido para estar mareado. Adiviné que tenían el propósito de emborracharme, no sé con qué objeto, y me anticipé a sus deseos. Por lo demás, estoy tan sereno como usted.

Ella lanzó un suspiro de alivio con el que se escapó de su ánimo la sospecha que acababa de concebir.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó—. ¿Le han nombrado sheriff?

—Del todo; hasta he jurado el cargo ante un vaso de whisky, como sospechaba. Estos pistoleros tienen una moral religiosa muy especial; claro que yo, encantado; espero que el honrado gremio de fabricantes de bebidas no me excomulgue si falto a mi juramento… ¡Ah!… También me han armado fieramente. Vea usted…

Y le mostró el revólver de Tony apretando el gatillo cómicamente sin que se produjese un disparo.

—Como verá —añadió—, voy bien defendido con él. El cargo y el arma no pueden ser más decorativos.

—Bien, y ahora, ¿cuáles son sus proyectos?

—Tengo muchos en la cabeza, que iré desarrollando a su debido tiempo. Del primer mal paso ya hemos salido, pero vendrán otros… ¡Ah! Tengo un rival de cuidado.

—¿Sí? ¿Quién?

—No le conozco. Se llama Leo Houston y reclamó para él el cargo.

—¿Por qué no le han nombrado? Es un rufián como ellos.

—Sí, pero parece que sabe manejar bien el revólver… Eso le ha perjudicado. Me temo que para mí sea el más peligroso. Me ha asegurado que heredará pronto la estrella y…, para heredar a uno, éste tiene que morirse antes…

—Me asusta usted. Es capaz de…

—Sí, pero confío en ponerle alguna piedra delante del pie para que tropiece y caiga. Me he propuesto vivir otros veinticinco años más por lo menos.

—Dudo que aquí lo consiga usted.

—Ya veremos. He respirado climas más malos… Bueno, quiero decir que he tenido algunos pequeños tropiezos como éste y… ya me ve…

Ella le contemplaba con interés, examinándole atentamente. Había algo infantil en él, pero también observaba cierta dureza en sus palabras y una luz extraña en sus ojos que era como una fuente indomable de energía.

Sin poderse contener, preguntó:

—¿Qué clase de hombre es usted realmente, Wess?

—Pues… no sabría definirme, y si lo hiciera, acaso no mereciese su confianza. Claro que como yo hay muchos en el Oeste. Prefiero que me juzguen por mis actos no por mis palabras. Por palabras me gana un niño.

—Bien; no tengo motivos para preguntarle ni derecho a ello. Ha sido una pregunta tonta.

—Tratándose de usted, tengo que agradecerla y no ofenderme. A un hombre le hubiese contestado de otra manera.

Mabel no contestó. Adivinaba que aquel individuo era algo más de lo que aparentaba y sentía una honda curiosidad por irlo averiguando.

Volvió a sentarse trente al cadáver de su padre y él indicó:

—Mañana por la mañana me preocuparé de que reciba digna sepultura. Espero que no haya nada que lo impida. Entretanto, con su permiso, pasaré la velada revolviendo un poco los papeles oficiales de su padre. Como sucesor suyo, debo estar al corriente.

Ella se encogió de hombros. Nada le interesaba aquella documentación ni cuanto se relacionase con las oficinas.

Encontró bastantes papeles de trámite sobre asuntos de poca monta, pero en una pequeña carpeta, que guardaba en el cajón de la izquierda de la mesa, descubrió algo que retuvo su atención intensamente.

Había varias comunicaciones firmadas por el gobernador de Phoenix y por el jefe superior de Policía de Arizona relacionadas con los indeseables que se habían declarado huéspedes de honor del poblado. Se daban sus señas personales, algunos de los delitos de que estaban acusados y se interesaba su captura o datos que sirviesen para localizarles.

También encontró algo que le afectaba personalmente y que le obligó a sonreír con humorismo. Se trataba de una circular del sheriff de Carson City, en Nevada, interesando la captura de un individuo que se decía llamar Cárter Brandson, buscador de oro, acusado de haber asaltado la diligencia que portaba polvo de oro a Nevada City, apropiándose un saquete que contenía el codiciado polvo por valor de muchos miles de dólares.

Se le pintaba como un joven de unos veinticinco años, algo flexible, moreno de rostro, con ojos vivos y grises, nariz afilada, pelo negro abundante, y se describía su atuendo de vaquero, y las señas del caballo que montaba.

Wess se dijo que las señas personales estaban bastante bien expresadas; aunque jóvenes altos, flexibles, con los ojos grises, etc., había muchos en la región. En cuanto al atuendo y al caballo, habían pasado a la historia, y aquel nombre de Cárter Brandson lo había tomado al azar y hasta él mismo lo había olvidado.

Guardó los documentos en la carpeta, encerró ésta en el cajón y exclamó:

—Bueno, aquí hay papeles como para haber destituido a su padre y destituirme a mí, si alguien con autoridad girase una visita de inspección a las oficinas. La orden de detener o acabar con los ilustres huéspedes de este poblado es terminante.

—Sí, ya lo sabía, pero… ¿quién se atrevería solo a meterse con ellos?

—Eso es lo malo, que son muchos y están algo unidos. De todas formas, me parece que voy a tener que intentarlo.

—¿Qué dice usted? —exclamó ella asustada.

—Pues… que yo soy el sheriff y se me ordena hacerlo. Espero que no creerá que he aceptado el cargo para cobrar cien dólares al mes por sonreír cuando Mason saque el revólver y juegue al blanco con quien no le sea simpático. Claro que no he jurado legalmente el cargo, pero lo voy a hacer… Haga el favor, aquí veo una Biblia, sírvame de testigo.

Le entregó el libro y, extendiendo la mano, exclamó:

—Juro cumplir con mi deber y velar por la Ley y el orden, aunque sea a costa de mi propia vida.