Capítulo VI
UNA DECLARACION ESPONTANEA
DESPUÉS de estos dramáticos sucesos, la vida en Mohave City pareció tranquilizarse y la situación de Wess quedó reducida a la de un cómodo ciudadano, dedicado a vegetar sin ninguna clase de complicaciones.
Pero esta pasividad del aventurero era sólo aparente. Wess estudiaba con calma la situación y trazaba planes a cual más descabellado y peligroso para eliminar aquella horda de forajidos a los que odiaba sin más motivos que el saberlos faltos de gallardía para vivir fuera de la Ley sin convertirse en chacales sanguinarios. Wess no concebía el placer de matar por matar sin motivo grave. Comprendía el Oeste donde había nacido; aceptaba la lucha cara a cara con la muerte cuando la vida se veía amenazada sin haber inspirado un motivo serio para ello, pero no admitía aquella clase de pistoleros sanguinarios, que vivían ansiosos de oprimir el gatillo del arma, sólo para conservar una fama de hombres invulnerables que, al inspirar el pánico en los demás, garantizase su existencia podrida, cada día más amenazada, porque cada día se hacían más odiosos.
Wess, discretamente, se dedicó a recoger datos sobre la banda, Fue Mabel quien le pudo facilitar algunos muy interesantes, porque su padre los había recogido con antelación por imperativo de su cargo.
Mason, Drescoli y Kitchell, habían sido dirigentes de tres bandas de forajidos que por azares de la fortuna quedaron diezmadas en encuentros de poca fortuna para ellos con sheriffs y comisarios de éstos en diversos Estados del Oeste y al verse diezmados, perseguidos y casi acorralados, habían cruzado la divisoria por distintos puntos de Arizona, coincidiendo en los montes Newberry al otro lado del Colorado.
Alguien les informó de la excelente situación geográfica de Mohave City. Perdido en el gran vano que formaba la cuenca del río y la línea del ferrocarril, con facilidad para regresar al monte, cruzar a California o refugiarse más al Norte en el macizo de Tipton; resultaba un lugar seguro y tranquilo para descansar de sus latrocinios, dejar que las autoridades se cansasen de buscarles y reconstruir sus bandas para lanzarse nuevamente al campo del merodeo.
Un buen día se presentaron en el pueblo montados en magníficos caballos y empuñando armas no menos magníficas y rodeando las oficinas del sheriff, la casa del juez y la del alcalde, les dieron a escoger, entre manifestarse pasivos y discretos mientras ellos permaneciesen en el poblado, o clavarles a tiros si se negaban a aceptar.
Faltos de fuerza material para oponerse, la elección no era dudosa y con la rabia sorda y la repugnancia que era de suponer, tuvieron que aceptarles.
Pero el juez, hombre entero y viril, que no aceptaba tan humillante imposición, trató de burlarse de ellos, enviando un aviso a Phoenix, denunciando el caso. Mas no midió bien la sagacidad de los bandidos; éstos, durante algún tiempo, estuvieron vigilando la correspondencia que salía del poblado en la diligencia que una vez a la semana cruzaba por allí y descubrieron la carta, y al día siguiente el juez amanecía a la puerta de su casa, muerto alevosamente y con la carta clavada en el pecho con un impresionante cuchillo.
Esto sirvió de ejemplo a los demás y nadie se atrevió a repetir la prueba, temerosos de ser descubiertos.
Mason, con el humorismo trágico que le caracterizaba, hizo escribir aquel pasquín declarando invulnerables a sus compañeros que se consideraban huéspedes de honor y, desde entonces, eran los amos del poblado y nadie se atrevía a moverse para acabar con ellos.
Al parecer, habían intentado formar una sola banda entre todos ellos, pero hubo algo que impidió ponerles de acuerdo. Los tres más destacados, como jefes que habían sido, no acataban servir a las órdenes de ninguno de ellos ni en calidad de lugartenientes y esto había provocado muchas discusiones y hasta reyertas como la última que costara la vida al padre de Mabel.
Mason era el más avispado y frío de todos; Drescoli el más impetuoso y sanguinario y Kitchell el más solapado y huraño; pero los tres eran hombres peligrosos y nada cobardes a la hora de hacer frente al peligro.
Llevaban en el pueblo unos cuatro meses y no parecía que acabasen de limar sus diferencias para organizarse en serio y reanudar su vida activa de forajidos. Dos o tres veces habían abandonado el pueblo parte de ellos, estando ausentes algunos días, y se sospechaba que aquella ausencia se había empleado en dar algún golpe más o menos importante, pero siempre habían dejado a uno de los divididos jefes cuidando de que en su ausencia alguien quedase vigilando.
Mason contaba con dos hombres adictos, Drescoli con uno y Kitchell con dos; pero la banda era más numerosa, pues existían otros tipos secundarios que aparecían en el poblado unas horas o un día y volvían a montar a caballo, desapareciendo de nuevo.
Aquellos debían ser elementos destacados para otear la región y facilitar informes útiles para el negocio de la banda, pero en realidad, los peligrosos eran los que componían la famosa lista.
En el pueblo no habían cometido latrocinio alguno, quizá para no irritar la sensibilidad de la gente. Sólo se habían producido algunos choques con elementos bravucones que, un poco bebidos, olvidaron la categoría de los pistoleros tratando de armar camorra con ellos y los intentos fueron tan desastrosos para los inconscientes que muy pronto no quedaron más valientes en el poblado que Mason y sus secuaces.
Por último, la joven, un poco ruborosa, añadió un detalle que fue el que más preocupó y aumentó la rabia de Wess. Mason, que era un buen tipo de hombre, se dedicó durante algún tiempo a visitar las oficinas mostrándose protector del sheriff y asegurándole que un día se decidirían a levantar el vuelo, dejándole tranquilo; pero en realidad sus visitas estaban destinadas a la joven, a la que cortejó de manera descarada hasta que un día Packard, enojado, advirtió al bandido:
—Escuche, Dick, bien está que me sienta tan poco viril que no empuñe el revólver y salga a la calle a intentar arrojarles de aquí a tiros, aunque me costase la vida. Eso lo estoy consiguiendo a duras penas, pero lo que no le consiento a usted ni a ninguno de su cuadrilla es que molesten a mi hija en lo más mínimo. No la he criado yo para ningún pistolero, por muy famoso que sea y tenga por seguro que la defenderé con uñas y dientes y que ella sabrá hacer lo propio.
Mason rio la advertencia y replicó:
—Bueno, Packard, no quiero regañar con usted por ahora sobre este asunto. Tengo muchas cosas importantes que resolver y las doy preferencia, pero no crea que es su amenaza la que me asusta; a Dick Mason es muy difícil meterle el resuello en el cuerpo porque se le enseñe un “Colt” del 45.
Desde entonces dejó de frecuentar las oficinas, pero estuvo atento a las salidas de Mabel, acosándola en la calle y la joven tuvo necesidad de recluirse en su casa casi todo el tiempo, para evitar una situación que podía ser trágica para su padre y para ella.
Ahora no sabía cuáles eran las intenciones del bandido, pero temía que pasado algún tiempo, para que ella fuese olvidando la trágica muerte de su padre, volviese a insistir, confiando en que había perdido la fiera protección del autor de sus días.
Wess escuchó todos estos informes con los dientes apretados y cuando Mabel terminó de hablar, afirmó sencillamente:
—Bueno, pues ya veremos si sigue insistiendo, y si lo hace… yo soy de los que sólo advierten sus intenciones cuando hacen hablar su revólver. Tengo ideas muy particulares sobre determinados asuntos y en este creo haber heredado con esta estrella el deber de protegerla como si él viviese.
Mabel agradeció profundamente la espontánea declaración y, ruborizándose, advirtió:
—No añada más complicaciones a las muchas que ha echado sobre sus espaldas. Procure salir lo mejor librado del avispero en que se ha metido y no se preocupe de mí. Yo sabré ser digna hija de mi padre y para evitar complicaciones, saldré lo menos posible. Espero que no se decida a venir aquí con el mismo objeto.
Pero las esperanzas de Mabel se vieron fallidas, porque quince días más tarde, Mason, aburrido sin duda de la inercia en que se veía sumido, se presentó en las oficinas de Wess cuando éste hacía ciertos apuntes en un bloc que tenía sobre su mesa.
Fue Mabel quien descubrió al pistolero, muy arrogante, avanzando por la calzada y, toda trémula, corrió a advertir a Wess, quien se apresuró a esconder el cuaderno en el cajón de su mesa, mientras se aseguraba de que las pistoleras que llevaba colgadas en los sobacos se hallaban en perfecto orden.
Encendió su pipa, cruzó las piernas sobre el tablero de la mesa y esperó.
Poco después Mason penetraba en el interior y al descubrirle en aquella postura, exclamó:
—¡Magnífica vida, amigo Wess! ¡Casi estoy por destituirle y recabar para mí el cargo!
—¡Eah! No creo que le agradase mucho esta diversión… A final de cuentas, cuarenta dólares libres al mes no son como para envidiar a nadie.
—Pero ¿y la seguridad de poder llegar a viejo sin sobresaltos?
—Es algo, pero no todo. Daría algunos años de mi vida por ser algo más hábil con un arma en la mano. Puede que entonces cambiase esta tranquilidad por las inquietudes de una vida más áspera y libre.
—Aproveche el tiempo ensayándose. Nadie nació enseñado.
—Ya lo sé… pero… Vea esta mano, tengo un defecto en el hueso del dedo índice que me impide jugarlo con presteza. Esto fue la causa de sufrir dos tropiezos que por poco me envían a dormir plácidamente debajo de tres palmos de tierra. Los huesos no pueden cambiarse.
Mientras hablaba y le mostraba su mano, que el bandido no parecía ver, le estaba observando girar los ojos de un lado para otro, atisbando por la abierta puerta que comunicaba con el pasillo y no necesitó realizar esfuerzos para comprender que se mostraba ansioso por ver a Mabel.
Pero sin dar a entender que había adivinado la razón de la visita, preguntó:
—¿Sucede algo, señor Mason?
—No, nada, Wess. Esto es un asco, estamos varados, como brulotes inservibles. El verano es terrible de calor y parece que aplana los nervios. Realmente estoy tan aburrido como usted.
—Le convendría darse unos paseítos a caballo. Por aquí debe haber un paisaje bastante agradable.
—Lo conozco a ciegas y no soy poético. Me gustan las montañas cuando sirven para algo más que para contemplar desde lo alto una puesta de sol.
—¡Oh! Pues una puesta de sol en las montañas, es algo muy bonito. Yo he contemplado muchas y me han gustado.
El bandido sonrió de la ingenuidad de Wess y luego se decidió a preguntar:
—¿Y la muchacha, cómo lleva las cosas?
—¡Oh! Pues… medianamente. Está muy afectada. Lleva unos días malucha, se pasa casi todo el tiempo en cama; claro que yo sé guisar y coserme un poco y no echo muy de menos los servicios de ella. Hoy no se ha levantado aún.
—Sí, es demasiado pronto para que se le pase. Lo siento por ella…, pero su padre carecía de sentido común. La muchacha me gusta…
—¡Toma!… ¡Y a mí!… Es una baya en dulce. No crea, como tengo tan poco quehacer, he estado pensando… que quizá le conviniese casarse conmigo. Ella es sola, yo soy solo y…
Mason arrugó el entrecejo y, mirándole de un modo hostil, advirtió:
—Escuche, Wess, usted es un buen muchacho y… creo que no le conviene sufrir muchos sobresaltos. Deje esa pieza que no es para su escopeta y dedíquese a vegetar tranquilamente. Tengo ciertos proyectos respecto a la muchacha y comprenderá que no los voy a variar en beneficio suyo. A usted le puede sentar muy mal la vida de casado…
Wess sonrió inexpresivamente, contestando:
—¡Oh! Bueno…, sólo eran proyectos. Realmente no está la cosa como para plantearle la cuestión. Apenas si me he atrevido a decirle que tenía unos ojos muy lindos y me ha soltado un bufido… Confiaba en que…
—No confíe, es mejor. A menos que… más adelante, cuando yo haya dejado de tener proyectos sobre ella, le interese.
Wess sintió un nudo en la garganta y tuvo que realizar un esfuerzo terrible para no llevar la mano al revólver y dejarle allí mismo clavado a tiros; pero se contuvo.
Mason, un poco huraño por no tener ocasión de contemplar a Mabel, se levantó. Su visita no tenía otro objeto y debía repetirla en otra ocasión más favorable.
Se ausentó despidiéndose secamente de Wess y éste le siguió con una mirada que de haber sido captada por el pistolero, no le hubiese causado un efecto muy tranquilizador.
Apenas había desaparecido por el extremo de la calle, cuando Mabel, toda arrebolada y con una luz de inquebrantable energía en los ojos, penetró en el despacho, diciendo:
—Gracias, Wess, por su habilidad para echarle sin que se impusiese para verme. Por el momento he evitado este intento peligroso, pero no creo que la fortuna me acompañe siempre. He oído todo y… estoy pensando qué será lo que me convenga más.
Él se alarmó al oírla y preguntó:
—¿En qué sentido?
—¿En cuál va a ser? Estoy corriendo un peligro trágico aquí y sería tonta si le desafiase. Ese monstruo ha tomado una decisión y…
—Y yo otra, señorita Mabel. Si Mason intentase llevar adelante sus proyectos, que cuente con que le meteré una bala en la cabeza, aunque sea la única que dispare. He tratado de sondearle y…
—¡Oh! Ya lo he oído también. Le agradezco mucho que haya fingido un interés que no merezco hasta ese extremo.
Wess se envaró. Era hombre de resoluciones, extremas, de acciones impulsivas; pensaba lo que decía y decía lo que pensaba cuando lo sentía en el alma y sin querer, no sólo a modo de sondeo, sino porque le brotó espontáneamente del pecho, hizo la insinuación tan mal acogida por Mason.
Ahora, al escuchar a la joven no tomar en consideración sus sentimientos por creerlos una piadosa mentira para protegerla, se envaró y levantándose con presteza se acercó a la joven, tomándola de un brazo.
Mabel quedó extrañada de aquella actitud súbita que no sabía a qué obedecía; pero él, con vehemencia, exclamó:
—Escúcheme, señorita Mabel. Sé que no tengo derecho a decirle esto. Soy un aventurero casi desconocido para usted; nada sabe de mi vida si no es lo que yo quiera contarle de ella, que no será mucho ni todo. Usted es una mujer ideal, digna de encontrar un hombre mejor, que le haga feliz y hará bien en buscarle, pero sepa que lo que le he dicho a ese chacal es cierto. Me interesa usted como no me ha interesado mujer alguna en mi corta vida; es más, puedo asegurarle que el motivo de que esté aquí y no camino de la frontera de Méjico, es usted. Si el día que mataron a su padre yo no hubiese tenido que detener mi carreta frente a estas oficinas y no la hubiese visto a la puerta tan gentil, tan atrayente, tan sugestiva…, nada de lo que está usted oyendo lo hubiese oído jamás de mis labios. Yo estaría rodando por la orilla del Colorado y usted se vería a merced del sadismo de ese sapo. Pero las cosas han ocurrido así y no me pesa. No quiero que tome en consideración nada de lo que estoy diciendo, no pretendo que mi actitud, mi protección, el deseo de vengar a su padre y de limpiar de indeseables el poblado, sirva para presionar su ánimo… Nada de esto; soy hombre rudo y franco, digo lo que pienso y pienso lo que hago, pero jamás lo hago con el egoísmo de que me dé el premio merecido o no merecido. Me gusta usted porque sí; creo que sería el hombre más feliz de la Tierra si alcanzase la dicha de ser su esposo, pero ni retrocederé en mi empresa ni me sentiré envidioso y humillado si usted rechaza esta proposición y deriva hacia otro hombre. En el mundo no se gana con el deseo todo lo que uno se propone y no es cosa de echarse a llorar como un niño, por un fracaso más o menos. Saber acusar los fracasos y resignarse, es de hombres, y yo soy un hombre a pesar de mis defectos y de mis pocas virtudes. Por lo demás olvide lo que acabo de decirle. Me interesaba afirmarlo, para que sepa que le he dicho la verdad a Mason y que esta verdad puede ser su sentencia de muerte, pues, yo admito que usted quiera a otro hombre y no a mí, pero no admito que otro a quien usted no quiere, pueda hacerla desgraciada para toda su vida.
Mabel le escuchaba con el ánimo suspenso. Le había cogido desprevenida la declaración, y le parecía que el poblado giraba en torno a ella y se iba a desplomar sobre su cabeza.
Por fin, hizo un esfuerzo para serenarse y dijo:
—Escuche. Wess. Estoy admirando su temple, su hidalguía y su bondad. Es usted un hombre distinto de los pocos que he tratado. Me ha sido usted simpático desde el primer momento y ahora me es usted casi imprescindible. Quiero creer y creo en sus palabras. El amor debe ser algo de eso, impresionismo que atrae sin saber cómo, por qué y cuándo. No he pensado en esta posibilidad no sé por qué, pero sí le digo que si algún hombre hay en el mundo que tenga ganado mucho camino para interesar mi corazón es usted. No es menester que adelante que a nada me obliga. Yo podría estarle agradecida hasta la muerte por su protección, pero no le entregaría un amor falso como recompensa, porque sería hacerme muy de menos y hacérselo a usted. Ni usted ni yo seríamos dichosos y no creo que éste sea un panorama muy grato para los dos. Tomo en consideración su propuesta, dejaré correr los acontecimientos como Dios los haya dictado y si al final de la jomada mi corazón me manda que diga que sí, así lo diré y si no, con la misma hidalguía que usted ha hablado, hablaré yo y le diré que no. ¿Le basta con eso?
—¡Me sobra! —repuso él sencillamente—. Por Dios que no deseaba oír de sus labios otra cosa distinta de la que acabo de oír.