Capítulo II
PISTOLEROS EN ACCION
SIGUIENDO por el amplio vano en el que las ruedas se hundían en irisado polvo hasta los cubos, torció a la izquierda, enfocando una calle más estrecha, y continuó adelante entre una compacta balumba de caballos que iban y venían, peatones tocados con llamativas camisas y amplios sombreros color perla, que se veían obligados a pegarse a las fachadas de las casas para no ser pateados por los caballos, y ponderando el singular movimiento que se observaba en el poblado, avanzó hasta un lugar que aun ensanchándose a modo de tosca glorieta, se había convertido en un tapón humano que no le permitía seguir avanzando.
En medio de aquella pequeña plaza habíase detenido un carricoche, que hizo sonreír a Wess al compararlo con el suyo. Este podía presumir de galera imperial al lado de aquel extraño y pintoresco vehículo, que solamente era una plataforma de maderos podridos con dos pesadísimas ruedas de llantas de hierro clavadas en el polvo y una especie de cobertizo, también de tablas, en la parte trasera, cobertizo que parecía una garita para tratar de refugiarse en ella durante los agobiantes días de lluvia.
En derredor del carro se apiñaba casi un centenar de personas insensibles al sol y al polvo que debían estar tragando, y en lo alto de la plataforma del carro, un tipo tosco y barbudo, manos callosas y grandes, enmarañada cabellera y ojos redondos y saltones que anunciaba algo que Wess no alcanzaba a oír bien.
Por fin, la voz ruda y detonante del charlatán consiguió dominar el mosconeo del auditorio que rodeaba el carro, y Wess captó el pregón comercial que el barbudo estaba colocando a sus oyentes:
—Sí, queridos oyentes —decía—, por mis manos han pasado las bocas más famosas de todo el Oeste. Puedo aseguraros que la primera muela que Billy “El Niño” tuvo que sacarse, me concedió a mí el honor de extraérsela sin dolor. Más tarde, a Jesse James le curé un flemón que le había puesto la cara como si tuviese dentro un campo de bayas. También al sheriff Patt Garrett le he sacado dos dientes picados. Mis manos son infalibles. Poseo un herramental adquirido en Washington que es una maravilla. Muela que yo atenazo, no hay quijada capaz de disputármela, y en cuanto a los que sienten pavor a extraerse los huesos picados…, para esos poseo una panacea maravillosa. Me enseñaron a componerla los indios navajos que no saben nada de dentistas, y es algo maravilloso. Basta enjuagarse dos veces con este preparado para que las raíces se consuman y no vuelvan a doler en la vida. Elijan, señores, elijan. Una extracción para toda la vida, dos simples dólares; un pote de este maravilloso bálsamo, cuatro; pueden optar entre las tenazas y el bálsamo, pero honradamente les recomiendo las tenazas como más eficaces…
Wess, que había empezado a escuchar al charlatán con interés, perdió pronto éste. Acababa de reconocerle, pues se había cruzado con él en un pueblo de Nevada, donde el eficiente artista había dejado varias quijadas como para que se luciese en su arreglo el cirujano del poblado. Tenía razón al afirmar que no había hueso que se le resistiese, y posiblemente encontrase allí algún valiente decidido a comprobarlo.
Se disponía a abrirse paso entre el compacto corro que obstruía el paso, cuando, al volver la cabeza, quedó gratamente sorprendido al descubrir algo más agradable para él que aquel barbudo charlatán de puños de hierro que se esforzaba en convencer a su auditorio de que debía someterse a la prueba.
A la puerta de una casita baja, de dos pisos, se bocetaba la silueta grácil, graciosa, bella y simpática, de una mujer de unos veinte años, que escuchaba con interés la arenga del charlatán, y hasta se empinaba sobre sus lindos y breves pies para abarcar mejor el carretón.
No era una belleza detonante, pero sí una joven muy sugestiva; de grandes ojos negros, orlados por espesas y relucientes pestañas, cara redonda y rosada, labios rojizos, pero de un rojizo sin afeites, y cuerpo esbelto, que daba la sensación de las palmeras del desierto meciéndose al arrullo del aire.
Wess contempló a su sabor a la joven, que no se había fijado en él, y mentalmente se preguntó quién sería y qué serie de avatares correría en aquel poblado, donde huéspedes tan ilustres como Mason, Drescoli y Kitchell, tan poco aprensivos y galantes, debían constituir la plana mayor del poblado.
Pero al levantar un poco más la visa pareció tranquilizarse por la suerte de la joven. Sobre la puerta de la casa se leía un rótulo que debía ser una garantía para ella.
“SHERIFF”
Oficinas
Indudablemente, la muchacha debía de ser la hija o la esposa del encargado de hacer cumplir la Ley, y esto podía erguirse como una barrera protectora que la inmunizase contra ciertos desmanes de aquellos tipos sin escrúpulos.
Wess, dotado de una exuberante fantasía, trató de imaginarse cómo sería físicamente el sheriff de aquel exótico poblado. Si se trataba del padre de la joven, indudablemente sería un tipo grande, ciclópeo, de rostro barbudo, ojos fieros y manos rudas, capaces de deshacer un oso entre ellas, y si se trataba de su marido, indudablemente tenía que ser un tipo atlético, viril, bravo como un león y rápido como una centella manejando el revólver. Ser el sheriff de un poblado como aquel y poseer una mujer tan linda como aquella requerían condiciones tan excepcionales que él no se hubiese atrevido a ocupar tal cargo ante la seguridad casi plena de no figurar mucho en el censo de población.
Hallábase sumido en resolver mentalmente este problema imaginativo, cuando bruscamente el rumor de colmena que zumbaba en torno al sacamuelas se vio apagado por el ronco retumbar de unas detonaciones que procedían del lado derecho de la calle, indudablemente en otra adyacente que no se abarcaba con la vista desde allí.
La voz de los “Colt” gritaba mortalmente, y el público estacionado en derredor del carromato, se disolvió como un puñado de arena en el agua, presintiendo que la pelea podía correrse hasta allí, alcanzándoles las razones de plomo que los discutidores empleaban como argumentos contundentes.
Un reflujo de gente que huía aterrada del lugar de la lucha se observó en la pequeña plazoleta, y alguien, al correr, gritó:
—Daos prisa, son esos demonios de forasteros que riñen como gallos a la puerta de “El Cuerno de Oro”.
El aviso acabó de asustar al público, que desapareció como una manada de ratas, y en la plaza solamente quedaron el charlatán, que prudentemente trató de protegerse dentro del cobertizo de tablas de la trasera de su carro, y Wess, quien sentado sobre el pescante, contempló el espacio libre que ahora le brindaba la seguridad de poder seguir adelante con el carro.
Pero un resto de vergüenza le impidió imitar a los demás. Él era un hombre, todo un hombre en el viril sentido de la palabra, y secundar la estampida significaba un acto de cobardía manifiesta que jamás podría disculparse a sí mismo.
Giró la vista, y al contemplar a la muchacha que seguía erguida en la puerta sin esconder su bella silueta, aunque no podía ocultar el nerviosismo que los tiros le estaban produciendo, acabó de decidirle; jamás una mujer podría darle a él lecciones de valor y mucho más cuando aquel trágico maremágnum no le afectaba.
Buscó con disimulo el revólver oculto bajo el asiento y se lo guardó en el bolsillo del pantalón. Si la cosa se complicaba y la música de artillería precisaba de cierta amplitud, no sería él quien menos contribuyese a su estruendo, si la necesidad se lo imponía.
De súbito, observó como la muchacha era apartada a un lado de la puerta y, en el vano, surgía una figura que Wess no se la hubiese imaginado como la del sheriff en aquella circunstancia.
Indudablemente, debía de ser el padre de la muchacha; pero el tipo que el joven se había forjado de él resultaba tan antagónico con la realidad, que Wess, a pesar de la dramática situación, no pudo por menos de reír silenciosamente.
Se trataba de un hombrecillo, más bien bajo. Poseía un abdomen demasiado dilatado para ser sostenido por aquellas piernas cortas y estevadas que le daban el aspecto de un ánade al moverse. Su cabeza grande y encrespada, de pelo y tez rojizos como una artemisa, parecía querer expulsar la sangre que le sobraba a través de los poros.
Sobre el chaleco lucía la estrella de sheriff, y en sus manos gordezuelas exhibía dos imponentes “Colt”.
La muchacha, asustada, trató de detenerle, alcanzándole por la trabilla del pantalón; pero él, con voz aguda, gritó:
—Déjame, Mabel, esto no puede continuar así. Estoy harto de aguantar la imposición de esos tipos.
Ella tiró de él desesperadamente, suplicando:
—Padre, no se meta usted en los asuntos de ellos. Siempre saldrá perdiendo y…
El, de un tirón, logró desasirse sin escucharle, y corriendo cómicamente, dobló la esquina, perdiéndose rápidamente de vista.
La joven se quedó un momento tensa, con los ojos muy abiertos y las manos entrelazadas como suplicando al cielo por la vida de su padre; pero, súbitamente, tomó una decisión y echó a correr en pos de él.
Wess adivinó sus reacciones, y comprendiendo que lo que la muchacha iba a intentar era una locura, saltó elásticamente del carretón, y en dos zancadas la alcanzó cuando se disponía a doblar la esquina e inmiscuirse en el foco de la trágica pelea.
Wess tiró a tiempo de ella, ocultándola al lado contrario de la fachada de la casa; en aquel momento un proyectil pasó silbando siniestramente junto a ellos y fue a clavarse en una puerta fronteriza.
Wess, con cierta rudeza, la retuvo, diciendo:
—¿Está usted loca, señorita? Esos lugares no son propios para mujeres…
—¡Oh, déjeme, por favor! Mi padre… le matarán; se lo han ofrecido varias veces; no quieren que intervenga en sus asuntos. Son los amos del poblado. Aquí la ley es la suya y ellos quienes la imponen… ¡Por favor!
—¡Quieta! ¿Cree usted que lo va a arreglar por eso? Al contrario, para su padre sería un estorbo y una distracción su presencia… Si algo sucede, no será usted la que pueda impedirlo…
—¡Oh, por Dios, qué loca fui no reteniéndole…! Ahora…
Alguien, con paso vacilante, avanzó por la calleja con el pecho ensangrentado. Parecía un beodo dando traspiés, hasta que, por fin, falto de fuerzas, cayó en mitad de la calzada a la altura de la esquina, lanzando un ronco estertor, al tiempo que se hundía como un peso muerto en el polvo de la calzada.
La muchacha se llevó las manos al rostro para cubrir sus dilatados ojos y sollozó:
—¡Pobre Walter! Le han matado sin que seguramente interviniese para nada en la pelea.
—¿Quién es?
—Un tonelero de la plaza; un infeliz.
—Con lo que me da usted más la razón.
—Pero mi padre…
—Lleva dos revólveres y parece hombre decidido.
—Lo es… Pero con esa horda de pistoleros que han sentado aquí sus reales no hay quien pueda presumir de valiente, aun siéndolo. La traición le acecha desde todos los sitios.
—Confiemos, señorita. Quizá logre apaciguarlos, ya que no va nada con él.
El tiroteo continuó intenso durante un momento a veces el estrépito de los disparos era dominado por alguna maldición o un insulto, y, por fin, pareció ceder hasta que se apagó por completo.
Al cesar la voz de los revólveres Mabel no pudo resistir la tensión angustiosa que le dominaba y, desasiéndose bruscamente de la presión de Wess, echó a correr por la calleja, siendo imitada por el joven aventurero. Algo le decía al corazón que iba a contemplar un cuadro como pocas veces lo había contemplado en su vida, y una curiosidad morbosa, unida al dese de no dejar sola a la muchacha, le obligó a seguirla.
Cuando llegaron a una plaza rodeada de árboles que se abría al final de la calle, Mabel, que corría por delante de Wess, lanzó un grito impresionante y llevándose las manos al pecho, se detuvo próxima a caer Wess llegó a tiempo para evitarlo.
—¡Dios mío!… ¡Mi padre… muerto!
Wess, mientras la sostenía con uno de sus robustos brazos, echó un vistazo hacia adelante. En el centro de la plaza el grotesco cuerpo del sheriff con su roja camisa destacando sobre el sucio polvo del pavimento, aparecía tumbado y contraído, con el brazo derecho estirado y el revólver aferrado a su mano.
En derredor, a unos cuantos metros de distancia, se destacaban tres tipos altos, recios, rudos, de mirar sombrío y actitud expectante. Los tres empuñaban el revólver y contemplaban con fría indiferencia al caído.
Uno de ellos se hallaba apoyado en la jamba de la taberna titulada “El Cuerno de Oro”. Era un individuo de ojos fríos e inexpresivos con los brazos desmesuradamente largos y las piernas enormemente curvadas.
Otro parecía guardar la entrada de una calle fronteriza a la que echaba vistazos amenazadores, y el tercero, casi en el centro de la glorieta, giraba sus ojos ahuevados de un lado a otro como buscando algún nuevo enemigo que abatir.
Mabel, sin fijar su atención en la actitud de los tres pistoleros, cruzó raudamente la plaza y se dejó caer junto a su padre, levantándole la cabeza para dejarla hundirse de nuevo sobre el polvo. El sheriff estaba bien muerto y nada se podía hacer por él.
Entonces, la muchacha, animada de una salvaje fiereza, se irguió y, encarándose con los tres a un tiempo, les escupió a la cara:
—¡Asesinos!… ¡Pistoleros!… ¡Criminales! Esto es lo que sabéis hacer vosotros. Sois la lepra más asquerosa de todo el Oeste.
Uno de ellos, el que parecía vigilar la calleja, avanzó pausadamente hacia ella con la pistola en la mano.
Wess, por un momento, temió que intentase disparar sobre la joven, y su mano se tensó sobre la culata de su revólver dispuesto a no tolerarlo. En cuanto observase en él el más leve movimiento agresivo, le clavaría dos balas en el corazón, y después sucedería lo que tuviese que suceder.
Pero el pistolero, al parecer, no abrigaba tales ideas sobre ella, porque bajando la mano señaló el cadáver con la otra, diciendo:
—El solo se lo ha buscado, señorita. Yo le avisé noblemente de que si tenía que hacer asuntos importantes en el mundo se abstuviese de intervenir en cosas en las que nosotros tuviésemos algún interés. Ya hemos advertido que nuestra salud es muy delicada y que todo el que posea dos dedos de sentido común debe cuidar de ella… Una cosa es que entre nosotros tengamos algunas ligeras diferencias que solventemos a tiros y otra que un ajeno se mezcle en ellas.
—¡Olvida usted que mi padre era el sheriff!… ¡El representante de la Ley!
El bandido, sonriente, replicó:
—¿De qué Ley? De la suya; no de la nuestra. Nosotros no admitimos más ley que la que está escrita en las bocas de nuestros revólveres. Olvidarlo es exponerse a sufrir las consecuencias como las ha sufrido su padre.
Mabel, rabiosa, se revolvió, diciendo:
—Bien, hoy la han impuesto ustedes cobardemente. Ocho hombres contra uno. ¡Estarán ustedes orgullosos de su hazaña! Pero no canten victoria; algún día vendrá un sheriff que sabrá imponer la suya y entonces…
—¡Oh, cuando ese hombre haya nacido y tenga barba, Dick Mason será un guiñapo de puro viejo o se habrá muerto cansado de vivir… y de matar! Por fortuna para él, espero que el sheriff que nombremos será menos impetuoso y menos tonto que su padre. No sé quién le ha clavado esas dos magníficas balas en el pecho. Intervino sin previo aviso en el tiroteo y ocho revólveres cruzados eran muy peligrosos. De todas formas, para que no suceda más, nombraremos un representante de nuestra ley más templado de nervios y ya verá usted qué bien marchan las cosas entonces. En cuanto a usted…, lo siento; comprendo que su situación no será muy agradable, pero… ¿para qué estoy yo aquí? Prometo cuidarme de usted y…
—Gracias, prefiero cazar víboras a deber nada a un pistolero de su calaña. Puede usted guardarse su protección y no es la primera vez que le he advertido que no la quiero.
—¡Ah, bien, allá usted! Creo que no se muestra usted muy razonable. Tiene toda la sangre de su belicoso padre y esto siempre es un peligro, no lo olvide.
Wess captó toda la amenaza que encerraba el aviso y se sintió aún más inclinado al odio hacia el pistolero. Conocía parte de su historia y le consideraba como uno de los reptiles más venenosos de todo el Oeste.
Mabel, desdeñándole, se inclinó tratando de levantar el cuerpo del muerto, pero pese a su energía, no lo consiguió. Entonces Wess, que había permanecido al margen, un poco alejado, se adelantó serenamente, diciendo:
—Espere, señorita, yo le ayudaré…
Mason miró un momento a Wess y a su cintura, pero al observar que no llevaba revólver al cinto, sonrió despectivo y le dejó hacer.
Pero, súbitamente, debió pensar algo extraño, porque se adelantó, preguntando:
—Oiga, amigo, ¿es usted del poblado? No creo hacerle visto nunca a pesar de ser buen fisonomista.
Wess dudó una fracción de segundo en contestar. Sabía que de sus palabras podía surgir una nueva pelea con el bandido y quizá con los otros dos que seguían atentamente la escena sin intervenir en ella, y suavizando los rasgos de su rostro simpático, repuso:
—¡Oh, no, estoy aquí de paso! Tengo un viejo carromato en el que traslado conservas para Topeck. Tuve que detenerme en la plaza porque no me dejaba pasar un sacamuelas que voceaba en ella y surgió el incidente. Quise impedir que esta señorita se mezclase, pero sólo lo conseguí a medias. Ya le advertí que las cosas de los hombres sólo deben solventarlas los interesados.
—Así es, amigo. Bien; si no lleva mucha prisa, quizá le interesase hablar conmigo. Deje el cuerpo de ese tipo en las oficinas, y pásese antes de partir por “El Cuerno de Oro”, tengo que hablar algo con usted.
—Bien, bien, con mucho gusto. Se me ha quedado reseco el gaznate de la emoción y un refresco no vendrá mal. Le prometo volver a buscarle.
Tomó el pesado cuerpo del sheriff entre sus robustos brazos y, como si fuese una pluma, lo levantó dirigiéndose hacia las oficinas, seguido de Mabel.
Algunos curiosos, que no se habían atrevido a penetrar en la zona de la lucha, aguardaban llenos de impaciencia frente a las oficinas del sheriff. Se había corrido la noticia de que Frederick Packard, el sheriff, había sido muerto y una curiosidad morbosa se había apoderado de ellos por comprobarlo, sin exponerse mucho. La gente del poblado sabía lo expuesto que era asomar la nariz por los lugares donde los pistoleros dirimían sus diferencias o cometían algún latrocinio. No muchos días atrás alguien intentó desde una ventana presenciar una trifulca de aquellas, y los bandidos, siempre avisados de una posible emboscada, le dejaron clavado junto a la jamba de la ventana, pregonándolo a voces para que sirviese de ejemplo.
Por fin apareció Wess, conduciendo el inanimado cuerpo del sheriff, y detrás, tratando de sorber sus lágrimas para demostrar una falsa entereza, Mabel. Todos sintieron una gran conmiseración por la joven huérfana y se preguntaron quién era aquel muchacho alto y fuerte, de rostro simpático y fuerzas manifiestas, que portaba el cadáver.
Mabel se adelantó y condujo a Wess por un pasillo hasta una modesta alcoba donde se destacaba un lecho de madera pulcramente vestido de blanco. Hizo un gesto indicando que le depositase allí y luego exclamó la joven:
—Muchas gracias, señor; ha sido usted muy amable y decidido, prestándome semejante ayuda.
—¡Bah! Lo que Siento es que haya sido para una cosa tan desagradable. Me llamo Wess Flack y si en algo más puedo serle útil…
—¡Gracias! Como he observado que es usted forastero y quizá por eso se ha decidido a intervenir en un suceso en el que ninguno del pueblo hubiese intervenido, le voy a pagar con un consejo, ya que no puedo hacerlo de otra forma. Monte en su caballo y lárguese sin tratar con esos forajidos. Parece usted un muchacho decente y sería lástima que se dejase enredar por ellos.
Wess sonrió muy divertido y contestó:
—Muchas gracias por su buena intención, pero no puedo cumplir sus deseos. No poseo caballo, sino un desvencijado carricoche, y en cuanto hiciese intención de despreciar la orden —pues una orden ha sido la invitación— saldrían detrás de mí y me acribillarían a tiros.
Ella le miró con asombro y luego afirmó:
—Veo que es usted un hombre listo y precavido. Tiene usted razón; lo harían así, pero temo que pueda sucederle algo o le propongan alguna cosa denigrante. Procure zafarse de sus garras y después… márchese.
Wess volvió a sonreír —esta vez con cierta dureza— y replicó:
—Ni lo uno ni lo otro, señorita. Voy a quedarme para ayudarla a velar el cadáver de su padre y proceder a su entierro. Después… no sé lo que haré. No tengo prisa alguna y hay cosas que me atraen, aunque se trate de un avispero donde tenga que meter la cabeza antes de ahumarlo. Si me lo permitiese, antes guardaría mi carromato en su corraliza para quitarlo de la vista. Llevo un cargamento de latas de conserva y no sería agradable que me las robasen por abandono.
—Puede usted entrar el carro cuando quiera…
—¡Muchas gracias! Voy a quitarlo de la circulación.
Wess estaba apurado por haber tenido tanto tiempo abandonado el carro con el oro expuesto a ser robado. Los imprevistos acontecimientos habían despertado tanta curiosidad en él y la muchacha le había atraído de tal forma, que llegó a olvidar las fatigas sufridas para conquistar aquel pequeño tesoro que era la piedra angular de su porvenir, y sólo se preocupó de la suerte de Mabel.
Corrió al carromato y, subiendo a él, empuñó las riendas. Pero antes echó un rápido vistazo al interior del asiento. El oro seguía en su sitio y las latas de conserva le interesaban poco.
Dio la vuelta a una calleja y encontró la corraliza, que ya había sido abierta desde el interior por Mabel. Wess acondicionó el vehículo como mejor pudo y cerró cuidadosamente por dentro.
—Bien, ahora estoy tranquilo —aseguró— Los negocios son los negocios. Voy a ver qué atracción singular he ejercido sobre esos pacíficos pistoleros.
Ella, mirándole la esbelta cintura huérfana de revólver, apuntó:
—No debe usted ir desarmado, señor Flack. Es peligroso. Puede llevarse uno de los revólveres de mi pobre padre.
—Gracias, pero ¿no ha comprendido usted que me han citado precisamente porque me han visto sin armas? Yo sí me fijé en la mirada de ese Mason a mi cintura. Tome, haga el favor de guardarme ese revólver hasta la vuelta.
Ella quedó sorprendida al comprobar que no iba tan desarmado como parecía y fue a decir algo; pero Wess volvió hacia atrás los lados de su chaqueta, mostrándole las dos pistoleras de los sobacos y, sonriendo, abandonó las oficinas.