Capítulo VIII
WESS FLACK DIBUJA TRES CRUCES
TODAS las precauciones imaginables, empleó Wess para regresar a sus oficinas, pero a pesar del cuidado que puso al entrar, Mabel, que velaba angustiada, captó su llegada.
Ansiosamente le abordó:
—¡Por favor! Dígame: ¿Todo bien?
—Todo, Mabel, pero haga el favor de apagar esa luz e irse a la cama. No quiero que nadie sospeche que a estas horas estamos levantados.
—No sea cruel, dígame qué ha sucedido.
—Pues… un grave tropiezo para Taylor y Buttler. Han tropezado con dos balas a una milla de aquí y se han ido derechos al infierno.
—¿Está usted seguro de no haber dejado ningún rastro?
—Pues… no creo. Todo fue rápido y limpio. Voy a acostarme. Podrían sentir la tentación de venirme a buscar y… estoy bajo los efectos de la borrachera todavía.
—¡Tengo mucho miedo por usted, Wess!
—No se preocupe, de otras peores he salido.
Se desnudó y se metió en el lecho sin poder conciliar el sueño. Estaba pensando en las posibilidades de que por algún concepto se hiciese sospechoso y, de repente, pensó en que pudieran rastrearle al descubrir los cadáveres; pero por fortuna, poco después empezó a llover torrencialmente y se tranquilizó.
—Que busquen ahora huellas —dijo— que las van a encontrar pronto.
Había logrado casi conciliar el sueño, cuando recios golpes vibraron en la puerta. Wess se incorporó de un salto con los nervios en tensión. Presumía que era requerido por los bandidos, pero ignoraba para qué.
Apresuradamente empapó en agua una toalla, se la ciñó a la cabeza y con sólo los pantalones puestos se asomó a la ventana, gruñendo:
—¿Quién diablos llama? ¿Es que no me van a dejar que se me aclare un poco la cabeza?
Frente a él, descubrió a Drake. Este sonrió al verle en aquella facha y gritó:
—Haga el favor de ir a “El Cuerno de Oro”. El jefe le necesita.
—¡Ah, bueno, si me necesita el jefe! Voy al momento.
El bandido se marchó, dando cuenta a Mason de la forma en que se había presentado Wess y éste aparecía poco después en la taberna mal vestido, con el cabello revuelto y con los ojos abotargados.
Roncamente preguntó:
—¿Qué diablos sucede para que a estas horas…?
—¡Cállese, Wess, y limítese a obedecer! Tiene usted que largarse a una milla de aquí, donde el camino pasa por unos taludes y recoger dos cadáveres.
—¡Diablo!… ¿Quién ha osado…?
—Son los de Taylor y Buttler; los han asesinado a traición hace una hora…
—Pero… ¿cómo es posible? ¡Si eso sólo podría hacerlo una cuadrilla!
—Quizá; vaya y tráigaselos. Hay que enterrarlos.
—¿Y cómo voy y les traigo? No tengo caballo.
—Le prestaremos uno… y si no, espere. Dentro de poco amanecerá. Pídale al carretero un vehículo y cárguelos en él. Ahora está aún muy oscuro y se perdería.
Wess parecía atontado y, después de un momento de duda, preguntó:
—¿Cómo han sabido que los han…, bueno… que los han matado?
—Los descubrió Maxwell… Tenía que ir con ellos a un asunto…
Wess no preguntó más. Ya sabía lo que había sucedido con el otro bandido y se lamentaba de no haber esperado para suprimirle también.
Se bebió un par de vasos de whisky para aclarar sus sentidos según dijo y fumó un par de pipas para hacer tiempo, mientras los bandidos, rabiosos, discutían entre sí el suceso, haciendo conjeturas sobre quién podría ser el presunto asesino.
Cuando el día empezó a clarear tristemente, la lluvia había cesado de caer, pero la calzada era un barrizal en el que las botas se hundían hasta los tobillos.
A Wess no le agradó la comisión de tener que ir en busca de los cadáveres con aquel piso embarrado, pero a fin de cuentas era lo mejor que podía sucederle como premio de su mortal acción.
Se dirigió al taller de carretería y reclamó un carretón en nombre de Mason. El carretero, de mala gana, se lo cedió junto con los caballos. Era el mismo carretón que se había visto obligado a comprar a Wess por imposición del bandido.
Hora y media más tarde, estaba de vuelta con los sucios y embarrados cuerpos de los dos caídos. El joven tenía que realizar esfuerzos inauditos para contener en sus ojos una luz extraña de alegría que pugnaba por brillar en ellos.
Al recoger los muertos, había observado que éstos fueron registrados, pues no poseían un centavo y sospechó que aquello había sido obra de Maxwell.
Sabía la fama de egoísta e interesado que poseía y no le extrañaba tal acción.
Con paciencia, se ocupó de que se preparase todo para darles sepultura y aquella misma tarde eran enterrados junto a Leo, en un lugar apartado del cementerio que él mismo había elegido.
Cuando salían del cementerio, Wess tomó una resolución audaz. Quizá demostrase pasarse de listo con ella, pero acaso su idea completase la obra que no había podido llevar a término.
Aprovechando un momento en que estuvo junto a Mason, le dijo por lo bajo:
—¿Quiere usted pasar luego por mis oficinas? Tengo que hablarle, pero a usted solo.
El bandido le miró y asintió. Le extrañaba la cita, pero presumía que se trataba de algo grave.
Poco más tarde, fue a visitarle. Wess había advertido a Mabel para que se encerrase en su habitación y el bandido no pudiese verla.
—¿Qué diablos sucede para tanto misterio, Wess? —preguntó aquél.
—Nada concreto, pero… aunque sea un hombre pacífico y poco pendenciero, esto no quiere decir que sea tonto. He observado algo raro al recoger los cuerpos de sus compañeros y quiero hacerle una pregunta. ¿Tiene idea de quiénes pueden haberles asaltado?
—No.
—¿Ni del motivo?
—¿El motivo? Drescoli descubrió que les habían robado.
—Y yo también. Era de esto de lo que quería hablarle. A mí me parecería lógico que por venganza u odio les hubiesen atacado. Claro es que de no disparar sobre ellos equivocadamente, es indudable que quien les mató sabía que tenían que salir.
Mason se envaró. Aquel era un detalle en el que no había pensado.
—Siga —exclamó—. Me está resultando muy interesante lo que dice.
—Bien, pero conste que yo no quiero acusar a nadie, sino ayudarle a buscar una pista. He sospechado algo y debo comunicárselo.
—Vengan sus sospechas, Wess. Si me ayuda usted a descubrir quién ha sido el cochino que ha hecho esa faena, creo que haré que le levanten un monumento en el pueblo.
—Gracias, pero me haría muy mal efecto verme sobre un caballo de piedra con los ojos vaciados en yeso. Prefiero ser más modesto. Pues bien, lo que tenía que decir es esto y le ruego que, sin precipitarse, estudie el caso. Según ustedes han dicho los cadáveres los descubrió una hora más tarde de haber salido ellos del poblado.
—Así fue. ¿Qué conclusión saca usted de eso?
—Una. Hace dos días, Maxwell regañó con ellos en la plaza, porque les acusaba de haberle hecho trampas ganándoles un puñado de dólares. Ellos se reían, pero él, muy furioso, les juró que se cobraría la trampa, aunque la cosa no pasó de ahí. Esto me ha llevado a concebir una sospecha que acaso sea disparatada, pero usted me ha ayudado a afianzarla al censurar a Maxwell por haberse emborrachado saliendo mucho más tarde que sus compañeros. ¿No pudo haber salido en realidad tras ellos o delante, emboscarse, matarles antes de que se dieran cuenta, apropiarse del dinero y regresar a la taberna denunciando que había descubierto los cadáveres? Ustedes saben que es un tacaño como no hay dos y lo que le ganaron bien o mal y la amenaza que les lanzó… En fin, repito que no quiero acusarles, pero es que, además, alguien tenía que saber que iban a salir de aquí y eso sólo lo sabían ustedes.
Mason le había escuchado con los miembros rígidos y los labios contraídos por una mueca cruel. Wess, al parecer distraído, le observaba atentamente y se daba cuenta de que estaba logrando su propósito de encender las sospechas en su ánimo. Si éstas cuajaban y Maxwell no tenía la fortuna de demostrar lo contrario, no daría por su vida ni un solo centavo.
El bandido se levantó con los ojos fulgurantes y exclamó:
—Gracias, Wess, ha sido usted más sagaz que nosotros concentrando unas sospechas que tiene todas las trazas de ser una asquerosa verdad. Voy a intentar comprobarlo y como ese buitre no me demuestre muy claro su juego, ¡por Judas que le clavaré cinco balas en el corazón!
Rabioso, abandonó las oficinas y Wess, encendiendo su pipa, colocó los pies sobre el tablero de la mesa, arrojó una gran bocanada de humo al techo y sonrió de una manera expresiva y regocijante.
Mason paseó un rato por la plaza antes de regresar a la taberna. Quería serenarse, estudiar a fondo las insinuaciones del sheriff, sopesar las posibilidades de que todo hubiese sucedido como el sagaz sheriff había supuesto y, después, si adquiría la plena convicción de que las cosas tenían que haber sucedido así y no de otra forma, Maxwell iba a pasar uno de los peores momentos de su vida, pues cualquier cosa podía perdonar un bandido a otro menos la traición cobarde
Cuando consiguió dominar sus nervios, volvió a penetrar en la taberna. Drescoli y Mitchell discutían por lo bajo el asunto, sin llegar a un acuerde, y Weyman y Drake jugaban una partida, mientras Maxwell, en un rincón, apuraba lentamente y con indiferencia un vaso de aguardiente.
Mason cruzó sin mirarle y, sentándose junto a sus dos compañeros, encendió su pipa y les escuchó un momento. Luego, exclamó:
—¿Queréis dejar de discutir ya sobre eso? La cosa no tiene remedio y mejor es olvidarla hasta que surja algo que nos obligue a insistir en el tema. Necesito distraer la imaginación o me volveré loco. Vamos a jugar una partida.
Pidió unos naipes, pero antes de empezar a jugar se levantó, apuró un vaso en el mostrador y dijo algo por lo bajo a Tony. Este asintió con un movimiento de cabeza y el bandido ocupó su sitio en la mesa.
Empezaron a jugar con puestas regulares, pero poco a poco, la partida se animó.
Mason jugaba con indiferencia, como si le importase poco ganar o perder y hasta en dos ocasiones pareció tan distraído, que perdió bazas que debía ganar, hasta que llegó un momento en que al registrarse descubrió que no tenía dinero suelto.
Llamó a Tony y preguntó:
—¿Tienes cambio de cien dólares?
—No, Mason. He pagado esta mañana un carro de bebidas que me han enviado de Phoenix y me he quedado sin dinero.
—Bueno, es igual. Apuesto a que Maxwell tiene cambio.
El bandido pareció dudar un momento, pero se levantó y, acercándose a la mesa, afirmó:
—Creo que sí, Mason, pero si no llega, te daré lo que tenga y ya me lo abonarás.
—No, te quedas el billete y ya me darás el resto.
El bandido rebuscó en los bolsillos. Tenía por costumbre rebujar los billetes y guardarlos en diversos lugares del traje, pues profesaba la teoría de que si un hábil ladrón conseguía meterle la mano en uno y llevarse el contenido, sólo lograría una mínima parte, mientras que si acertaba con el que guardaba todo no dejaría más que el recuerdo.
Empezó a sacar billetes menudos de uno, cinco y diez dólares, y los contó apretándolos con la mano izquierda. Cuando hubo sacado todos los billetes menudos, exclamó:
—Faltan doce dólares. Ya te los daré.
Mason le entregó el billete grande y tomó el puñado de papeles que el bandido le entregó. Drescoli tuvo un comentario despectivo:
—Cuidado que eres puerco, Maxwell, ni guardar el dinero con elegancia sabes. No puedes negar que fuiste toda tu vida un miserable ovejero en El Colorado.
Maxwell gruñó algo ininteligible y se apresuró a guardar el billete grande en el bolsillo interior de su chaleco de gamuza. El papel crujió indicando que no era el único que guardaba allí.
Mason dejó a un lado las cartas y se dedicó a alisar los billetes uno a uno, examinándolos con atención aunque parecía no dar importancia al asunto, hasta que súbitamente, sus dedos temblaron un momento y se quedó contemplando uno de los billetes con atención.
—Has contado mal, Maxwell —advirtió—, acércate y compruébalo. ¡Faltan cincuenta dólares!
El bandido se envaró al oírle y de dos zancadas se colocó sobre el borde de la mesa, pero en aquel momento, Mason se irguió con el revólver empuñado colocándoselo en el pecho.
—¡¡No te muevas, Maxwell!! —rugió—. ¡No te muevas o por el infierno que te clavo a tiros antes de que puedas abrir la boca!
El rufián, sorprendido, palideció intensamente y sus compañeros, asustados, se levantaron mirándose con asombro, pues no se explicaban la actitud de Mason.
Este, sin perder de vista al rufián, exclamó:
—Drescoli, toma ese billete de cinco dólares y examínalo bien… ¿Qué encuentras en él?
Drescoli lo tomó, contestando rápidamente.
—Que está manchado.
—Pero, ¿de qué?
El bandido extremó su atención y luego exclamo:
—¡Por cien mil pares de demonios!… ¡De sangre!
—Justamente. Ese billete y algunos otros pertenecían a Taylor o Buttler y le fueron robados después de muertos… ¿Qué tienes que decir a eso, Maxwell?
El bandido se había puesto verdoso. Comprendía que le había sido tendida una trampa y había caído en ella cándidamente. En su apresuramiento por guardar el dinero, debió mancharlo con los dedos ensangrentados de registrar los cadáveres y no lo había observado.
Balbuciendo de rabia y de miedo, rugió:
—¿Qué mentira asquerosa estáis diciendo? Ese dinero era mío y si me lo dieron manchado…
Todos sus compañeros se habían apresurado a rodearle con los revólveres empuñados. Estaban decididos a saber la verdad y a no permitirle que se les escapase.
Mason, fríamente, acusó:
—¡Eres un coyote cobarde y rastrero! ¡Tú no te emborrachaste ayer y te dormiste saliendo después que tus compañeros! Tú saliste delante de ellos, les esperaste en los taludes, les recibiste a tiros y después de matarles les robaste el dinero que guardaban. Luego viniste aquí con el cuento de haber encontrado sus cadáveres y…
Maxwell, fuera de sí, rugió;
—¡Mentira! ¡Mentira!… Tenéis interés en deshaceros de mí y estáis inventando esa historia. La verdad es que los encontré muertos y que quise comprobar si les habían asesinado para robarles. Al hacer el registro, descubrí que guardaban unos pocos billetes y me quedé con ellos. No eran ya de nadie y me habían ganado con trampas parte de esos billetes.
—Y por eso decidiste matarles. Nadie más que tú y nosotros sabíamos que iban a salir a tales horas. No me sirve tu historia.
El bandido comprendió que estaba perdido. Adivinaba en los turbios ojos de sus compañeros que estaban esperando la señal para apretar los gatillos y acribillarle a tiros y, en su desesperación, en su ansia de vivir o de no morir pasivamente como un borrego, saltó sobre uno de los bandidos tratando de arrebatarle el revólver pues no podía llevar la mano al suyo.
Mason adivinó el intento y estiró de modo fulminante el brazo dejando caer el cañón del revólver sobre la frente de Maxwell. El golpe fue tan brutal, que el rufián cayó al suelo privado de sentido.
—Un tiro es demasiado honor para él —afirmó—. Hemos de colgarle en mitad de la plaza.
Miró a todos por si alguno trataba de oponerse, pero nadie salió en defensa del sentenciado. El propio Kitchell, a cuya banda había pertenecido, bajó la cabeza asintiendo.
Mason gritó:
—Metedle la cabeza en un cubo de agua. No quiero ahorcarle sin que se dé cuenta. Que sepa que se va al infierno y que saboree a gusto la partida.
Entre dos le sumergieron la cabeza muchas veces en un balde de agua hasta que consiguieron hacerle reaccionar. Maxwell volvió a intentar zafarse de la presión, pero rudamente le aferraron entre todos y, arrastrándole, le sacaron a la plaza.
Mason señaló un árbol fronterizo a la taberna y ordenó:
—Tráete una buena cuerda, Drake. Pídesela a Tony.
El bandido penetró en la taberna, regresando poco después con un buen trozo de cáñamo que el propio Mason ajustó al cuello de Maxwell.
Este, revolviéndose como un tigre, juraba que él no había dado muerte a sus compañeros; pero nadie le creyó y entre rugidos de desesperación y maldiciones horribles fue izado a la rama.
Durante un momento, pataleó en el vacío trágicamente hasta terminar por quedar tenso. Mason le estuvo contemplando con sadismo salvaje, hasta que le vio morir y sólo entonces exclamó:
—Este es el pago que merecen los traidores. Espero que sirva de ejemplo.
La noticia del trágico suceso corrió como la pólvora por el poblado. Aquello se estimaba un síntoma de descomposición en la banda y todos esperaban que cualquier día, los residuos de ella se enzarzasen a tiros eliminándose entre sí.
Wess, atento a todo ruido, fue captando los comentarios de la gente al pasar por delante de las oficinas y, lleno de regocijo, se frotaba las manos. Su maquiavelismo estaba dando el fruto apetecido. No sólo iba eliminando la banda poco a poco y sin compromiso, sino que aquello tenía que sembrar la mutua desconfianza entre ellos mismos.
Wess confiaba en que un día levantasen el vuelo o, de lo contrario, se decidieran a abordar el problema de su propia vida. Quedaban cinco y siendo tres de ellos jefes sin cuadrilla, mal podían avenirse a formar un solo cuerpo. Tendrían que reclutar gente o eliminarse entre sí para quedar solamente una cabeza visible.
Varias horas después se decidió a salir de las oficinas y dar una vuelta por la plaza. El cadáver de Maxwell, balanceándose al viento, era algo demasiado macabro y sin contar con nadie, decidió descolgarlo.
Cortó la cuerda, se cargó el cuerpo al hombro y con decisión lo trasladó al cementerio, donde dio orden de enterrarle junto a sus compañeros. Se había propuesto reunirlos en la muerte con más armonía que estuvieron reunidos en vida y lo iba consiguiendo poco a poco.
Más tarde, dio la vuelta al poblado y cuando no era visto por nadie, se dirigió a la senda donde se hallaba colgado el humorístico cartel declarando invulnerables a los ocho miembros de la banda. Con un lápiz trazó tres gruesas cruces al lado de los nombres de los caídos y regresó gozoso a sus oficinas. No tardando mucho, se complacería en añadir alguna nueva cruz hasta completar la relación.
Mabel, asustada, se atrevió a decir:
—Está usted jugando con un cartucho de dinamita con la mecha encendida. Cuide de que no le estalle en las manos.
—Procuraré que no, por la cuenta que me tiene —replicó él riendo.