Capítulo XI
LA BAZA FINAL
El sheriff por precaución recogió a sus dos comisarios y en compañía de ellos y de Bryan se encaminaron al garito donde en aquel momento Christic, lejos de sospechar lo que le amenazaba, se hallaba jugando a la ruleta, en tanto los dos rufianes que le servían de escolta parecían dos curiosos aburriéndose en torno a las mesas de juego.
El sheriff, con decisión subió a la sala seguido de sus ayudantes. Los tres tenían la mano apoyada en el costado, prontos a sacar el arma al menor peligro.
Cuando el hombre de la estrella se asomó a la sala, teniendo a los lados a sus dos comisarios, uno de los rufianes que vigilaban, exclamó rápido en son de aviso:
—¡Christic!
Este se puso en pie veloz y, el sheriff, comprendiendo que no habría sorpresa, tiró rápido del revólver, diciendo:
—Quietos todos y arriba las manos. Christic, avance con las manos levantadas… Vosotros quietos o…
Los tres comprendieron que no había equivocación, sino algo concreto que había impulsado al sheriff a actuar de manera drástica y llevaron las manos al costado con rapidez vertiginosa dispuestos a no dejarse desarmar ni prender, Sabían que el día que fuesen descubiertos, su situación sería trágica y antes que entregarse mansamente preferían morir matando.
Pero los comisarios y el sheriff, que no se confiaban y conocían la reacción de aquella clase de gente, no vacilaron en tomar la iniciativa y sus armas tronaron unas fracciones de segundo antes que las de los tres indeseables, aunque éstos, por la velocidad del movimiento de sus brazos también tuvieron tiempo a disparar.
Bryan, detrás del sheriff, adivinando lo que iba a suceder, había presentado su revólver de frente apuntando a Christic al que consideraba el más peligroso y quizá fue su rapidez la que abatió al jefe de la cuadrilla antes de que pudiese tomar como blanco al sheriff, pues aunque llegó a disparar, el tiro salió bajo y se clavó a los pies del hombre de la estrella.
Los otros dos rufianes fueron alcanzados por los disparos de los comisarios aunque uno de éstos no pudo evitar que un proyectil le hiriese en un brazo. Por unos segundos las detonaciones tabletearon y cuando dejaron de sonar, Christic, con un balazo en la garganta, era cadáver y sus dos guardianes se retorcían en el suelo con sendas heridas en el vientre y pecho, en tanto el comisario herido, mostraba su brazo chorreando sangre desde la altura del hombro.
El pánico producido cedió al concluir la refriega y el sheriff, pálido pero entero, clamó:
—Se acabó de asesinar mineros y robarles inicuamente Christic. Si me oyes en tu viaje al Infierno te darás cuenta de que alguna vez tenías que pagar tus culpas.
Y encarándose con los empleados del garito, ordenó:
—Atenme reciamente a esos buitres y que venga el médico a echarles un vistazo, aunque supongo que no tendrá mucho que hacer con ellos. Usted, Jim —indicó al comisario herido—, que le curen inmediatamente. Supongo que no será grave y le permitirá permanecer de pie un poco.
—Tal creo, jefe. Me duele, pero puedo aguantar.
—Entonces escuche. Si después que les vea el médico alguno sobrevive, que le ayuden a llevarlo a una de las jaulas y lo encierra allí. Los muertos, que los trasladen en una carreta al cementerio y usted se quedará al cuidado de todo. Faltan cuatro que atrapar y vamos en su busca antes de que lleguemos tarde para evitar algún otro asesinato. Me llevo a su compañero y al señor Bryan. Si todo marcha bien, mañana por la tarde estaremos de vuelta. Vamos.
Volvieron a las oficinas, donde montaron a caballo. El sheriff ofreció al ingeniero la montura del comisario herido y en plena noche, los tres se lanzaron al camino en dirección a Rye Pacht.
Bryan tenía sus dudas de poder llegar a tiempo, pero debía hacer cuanto estuviese en su mano para auxiliar a su fiel criado y a Iris que seguramente en aquellos momentos estarían en serio peligro.
Como la distancia no era mucha, al filo de la una entraban en el poblado. Aún había animación en la calle Principal, a la que acudían mineros de las cercanías a pasar la velada alegremente,
Bryan, muy emocionado, indicó a sus compañeros el camino que conducía a la casita donde se hospedaba Iris y cuando descendían por la calle principal, al cruzar por delante de un bien iluminado bar descubrieron a un hombre gordo y recio que salía del interior. A la luz de la lámpara vieron brillar en su pecho la estrella de plata.
—¡Dreiser! —exclamó el sheriff de Unionville al verle.
—¡Diablos, Williams! ¿Qué haces tú aquí? —exclamó el aludido al reconocer a su compañero, de quien era amigo.
—Te diré. Me alegre encontrarte porque me vas a ser necesario. Vengo en busca de cuatro tipos de cuidado que deben estar aquí y nadie como tú para ayudarme. ¿No ha sucedido nada violento durante el día?
—Que yo sepa, nada. Ha sido una jornada tranquila.
—Entonces quizá lleguemos a tiempo. Sígueme y te explicaré a grandes rasgos lo que sucede.
Dreiser se unió a ellos. Williams presentó al ingeniero y relató a su compañero lo que sucedía. Dreiser preguntó:
—¿Crees que haya sucedido algo a ese Sam y a la muchacha?
—No lo sé, pero quiero comprobarlo.
—Pues vamos allá.
Tras unas vueltas enfocaron una calle no muy ancha y en cuesta, a cuyo final se alzaba la casita donde Iris se hospedaba.
Cuando se aproximaban a ella observaron algunas sombras que se movían tratando de ocultarse para no ser vistas.
Dreiser, desenfundando, gritó:
—¡Eh, amigos, quietos de manos y salid a la calzada con los brazos en alto!… Pronto u os lo diré con otros gritos que os agradarán menos.
Una sombra se destacó de la pared y trató de escapar calle abajo. Dreiser, sin vacilar, disparó contra ella y un grito de dolor fue el eco al disparo. El fugitivo cayó de bruces en el polvo y se revolvió intentando vender cara tu vida.
Su disparo impreciso pasó rozando a Dreiser, quien arrojándose al suelo, replicó al disparo gritando:
—¡Cuidado!
Sus tres compañeros le imitaron con el tiempo tan justo que de tardar un segundo más en arrojarse al suelo hubiesen sido alcanzados por una ráfaga de disparos que brotaron desde diversos huecos de puertas frente a la casita donde se habían atrincherado Sam e Iris.
Un furioso tiroteo se entablé entre los tres rufianea y los representantes de la Ley, ayudados por Bryan.
Los indeseables trataban de ampararse en los huecos de la puerta y como la luz era deficiente, no era fácil localizarlos; pero Dreiser, Williams, el ingeniero y el comisario, se guiaban por los disparos para buscar a los tres expoliadores y los tenían materialmente acorralados.
Los proyectiles volaban sin decidir la pugna. Unos y otros tomaban precauciones para no ofrecer un trágico blanco y no parecía fácil irse eliminando.
Pero súbitamente, cuando nadie se había dado cuenta de ello, la puerta de la casita se abrió en silencio sin que a causa de las sombras pudiesen verlo y del interior empezó a vibrar un revólver buscando en la parte fronteriza a los que, vigilando la casa, daban frente a ésta sin sospechar el peligro que para ellos suponía.
Dos gritos de agonía vibraron casi simultáneamente y dos bultos imprecisos se desprendieron de los huecos para caer de bruces junto a la calzada. El revólver de Sam, mortífero y preciso, había conseguido alcanzar a los dos que tenía casi enfrente, baleándoles con eficacia.
El único que aún se mantenía en pie ileso vaciló un momento y luego gritó con voz ronca:
—¡No disparen más!… Me rindo.
—¡Pues sal de tu cubil con los brazos en alto —bramó Dreiser— y cuidado con lo que haces!
De la pared se destacó una sombra con los brazos en alto. Sus enemigos se pusieron en pie, seguros de que ya no existía peligro y el ingeniero, que había adivinado que quien les prestara tan eficaz ayuda había sido su criado, llamó:
—¡Sam!… ¿Eres tú?
—Yo, señor Bryan… Aquí estoy.
Avanzó hacia el grupo al tiempo que el rufián lo hacía hacia los sheriffs; pero de repente, cuando el criado se hallaba a pocos pasos de él bajó veloz la mano derecha en la que ocultaba el revólver enganchado por el mango hacia atrás para ocultarlo y apuntando veloz al criado clamó fieramente al disparar sobre Sam:
—A mí me ahorcarán, pero tú…
Sam saltó como una pelota y cayó al polvo al tiempo que los cuatro, rabiosos por aquella última traición, disparaban al unísono sobre el bandido, que era Hillary.
Este salió despedido hacia atrás al encajar media docena de proyectiles en su cuerpo al tiempo que el ingeniero echaba a correr pálido como un muerto hacia el lugar donde Sam había caído.
—¡Sam!… ¡Sam! —gritó—. ¡Por todos los santos, Sam…! ¡Habla!… Dime que no… te… ha matado…
La contestación fue un agudo grito de mujer brotando de la puerta de la casita y enseguida la silueta de Iris avanzando a todo correr y llamando al criado con voz angustiosa. Sólo al oír la voz del ingeniero clamando por su criado adivinó que éste pudiese haber sido víctima del postrer coletazo de aquel caimán traidor que tan cobardemente se había mostrado hasta el último instante de su vida.
Cuando todos se arrojaron materialmente sobre él y Williams encendió un fósforo con mano trémula, a su vacilante llama, se dieron cuenta de lo que había sucedido.
Al arrojarse el criado con violencia al suelo para evitar el disparo del rufián, lo había hecho con tan mala fortuna que su cabeza había dado de plano con una piedra de regular tamaño y el golpe le había producido una leve herida, pero privándole del conocimiento.
—No es nada grave —afirmó Bryan con un suspiro de alivio—; se conmocionó al chocar con esa piedra, pero no le alcanzó el plomo. Vamos, señores, llevémosle dentro y le atenderemos debidamente.
—Vayan ustedes —indicó el sheriff de Rye Pacht—; nosotros vamos a ocuparnos de estas carroñas y cuando terminemos, pasaremos por aquí, para que esta linda joven nos cuente qué es lo que ha sucedido,
Bryan cargó con el cuerpo de Sam y, seguido de Iris, penetró en la casa. La joven, nerviosa, buscó con qué lavar y curar la herida, que no era grave.
Realizada la cura, Bryan preguntó:
—Dígame qué ha sucedido, Iris. Descubrí por casualidad que habían espiado y seguido a Sam y temí no llegar a tiempo de impedir una tragedia.
Ella relató cómo también Sam casualmente se había dado cuenta del espionaje y cómo había atrincherado la puerta, dispuesto a no salir ni dejarles entrar.
—Se cansaron de esperar —dijo— y uno llamó insistentemente, pero al ver que no le abríamos lanzó serias amenazas. Aseguró que si salíamos no sucedería nada, pero que si no lo hacíamos asaltarían la casa y nos acribillarían a balazos. Sam les dijo que entrasen si podían, pero que cuidasen su pellejo por si les salía mal el intento. No lo intentaron, pero bloquearon la casa y nosotros no sabíamos qué hacer para burlarlos o llamar a alguien en nuestro auxilio. Estábamos atentos con los revólveres dispuestos a defendernos a tiros hasta el fin. Hasta que oímos el tiroteo y Sam adivinó que alguien venía en nuestro auxilio. Yo no quería dejarle salir por miedo a que a última hora le sucediese una desgracia, pero no me hizo caso y abrió para ayudarles a ustedes. Tuvo suerte, pero… estuvo a punto de no gozar del éxito.
—Pero gozará de él, Iris, y ahora sin miedo alguno. La banda está deshecha, su jefe ha muerto hace unas horas en un garito de Unionville, junto con los dos elementos que le quedaban, y hemos llegado a tiempo de acabar con los demás. Ahora… se vendrá usted con nosotros a Unionville, libre de preocupaciones; allí registráremos la mina y estudiaremos si podemos ponerla en explotación o conviene venderla, si la pagan bien,
—Lo preferiría —dijo ella—. Yo con un poco de dinero para emprender algo, me conformo.
—Usted tendrá una tercera parte, como yo y como Sam. Es mi decisión y no se hable más de eso.
—¡Pero si yo no merezco tanto! Ustedes lo han hecho todo. Ustedes han expuesto su vida. Ustedes…
—Su padre descubrió la mina y murió por defenderla para usted y nosotros somos, a lo sumo, socios en este negocio. Si algo hemos expuesto recibiremos nuestra parte.
* * *
Sam había sido depositado en un lecho y a altas horas de la noche le atacó la fiebre a causa del golpe. En su delirio repetía con insistencia:
—Yo… Iris…, pues… ahora que voy a tener dinero, me gustaría encontrar una mujer como usted… ¡Dejadme…, no disparéis, que quiero decirle todo antes de morir!… Yo me he enamorado de usted y… si no me matan yo… ¿Qué me dice usted? Yo… ¡Oh!… Tengo que destrozar a esos granujas y después…
Iris al oír la incoherente confesión del muchacho se había ruborizado, bajando los ojos. El ingeniero, tomándola por la barbilla, la obligó a levantar la cabeza y dijo:
—¿Ha oído, Iris? Es un secreto que yo conocía desde el primer momento, pero que él pretendía negarme. Se enamoró de usted y usted constituía toda su preocupación. Por eso se jugó la vida pidiéndome venir aquí a por su documentación y a velar por usted. ¿Qué me dice a eso?
—Pues… yo… La verdad es que es un hombre muy simpático.
—Muy simpático y muy bueno, Iris. Yo afirmo que no encontraría usted un hombre mejor para marido porque él no la corteja a usted por, su dinero, sino por usted. Por eso le reservé una tercera parte de la mina para que no le acobardase su humilde condición al lado de usted, ahora rica, y codiciada.
"Y quiero decirle algo más. Sam le haría la más feliz de las mujeres y allá en Muscotah donde vivimos tendría usted en los padres de él otros padres para usted, porque son bonísimos. Me han visto nacer, me quieren como a un hijo y yo los quiero como a mis propios padres.
"Allí hay terreno para levantar una bonita villa y que vivan felices. Estaría usted junto a la tumba de su padre para rezar por él siempre que lo desease y a su sombra sería usted todo lo feliz que él ansiaba que fuese y por eso ofrendó su vida. Yo no hice más que continuar su obra con más fortuna personal que él y me gustaría ver coronado este esfuerzo en bien de todos.
"Pero no la fuerzo. Le doy un consejo y espero que comprenda que no soy hombre que trata de beneficiarse con ello. Quiero la felicidad de Sam porque la merece y quiero la de usted porque la merece también.
"Ahora usted lo piensa y…
Sam con voz ronca, clamó:
—Iris… ¿Dónde estás? ¡No me dejes solo, por piedad!
Ella, se acercó al lecho, le tomó la mano, que ardía, y la apretó con emoción. Luego, inclinándose, le besó en la frente y musitó con una sonrisa feliz:
—No temas, querido, que no te dejaré solo ni ahora ni nunca… Has sido muy bueno conmigo y yo… yo… estaré siempre a tu lado puesto que tú lo anhelas.
El ingeniero se volvió de espaldas para que ella no descubriese las dos lágrimas de alegría que brotaban de sus ojos.
FIN