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Capítulo Primero

UNA FUGA EXTRAÑA

Corría el año 1887. La llamada ruta del Norte, o ruta de las Diligencias, funcionaba al máximo de su posible rendimiento en un difícil y peligroso recorrido de unos tres mil kilómetros para unir Archison, en la misma divisoria de Kansas, con Missori, con Sacramento, en el Estado de California en la orilla del Pacífico.

El hecho de que al Oeste de la nación y, más concretamente al Noroeste, se estuviesen descubriendo excelentes yacimientos auríferos había provocado una fiebre de buscadores de oro en casi todo el continente y los prospectores recorrían millas y millas sin miedo a las distancias con el ansia de descubrir por su cuenta algún rico filón que de la noche a la mañana les transformase de indigentes en millonarios.

Las nuevas minas, algunas de gran importancia, exigían técnicos que pusiesen orden en las excavaciones y encauzasen la explotación máxime cuando algunos filones, en lugar de manifestarse a flor de tierra se clavaban en sus entrañas y se precisaban una técnica y una organización que se salía de la vulgar de clavar el pico, recoger la tierra a poca profundidad y lavarla para apartar su contenido en oro.

Las poderosas empresas que ya se habían formado o se formaban a medida que los descubrimientos crecían, lanzaban anuncios a los cuatro vientos haciendo llamadas a los ingenieros especialistas en la materia para que aceptasen la dirección de las explotaciones ofreciéndoles sueldos tentadores.

Pero no era tan excesivo el número de ingenieros de minas que pudiesen hacerse competencia, ni siquiera cubrir el cupo necesario. Harían falta algunos años más para que la nueva generación de estudiantes en la materia estuviesen, capacitados y constituyesen número suficiente para atender todas las demandas.

Pero este problema de la falta de técnicos no preocupaba poco ni mucho a los mineros. Estos surgían a millares desde los cuatro puntos cardinales y afluían al Oeste en oleadas.

Y el Este no podía faltar a la cita. De Missori, de Kansas, de Kentucky, de Tennessee y de otros Estados de aquella parte de la nación se volcaban hacia el Pacífico, y las diligencias que hacían el recorrido de la llamada ruta del Norte eran insuficientes para trasladar a todos los que ansiaban hacerse ricos a California, Nevada y lugares adyacentes.

Una mañana de principios de primavera paseaban a caballo por los alrededores de un poblado llamado Muscotah, a unas cuarenta millas de Archison, dos jinetes que al parecer sin preocupación alguna habían salido a gozar de la suave temperatura de mayo paseando sin prisa y sin más interés que admirar el paisaje que les rodeaba.

Uno de ellos, más elegantemente vestido que el otro, representaba unos treinta y cinco años y era de buena estatura, moreno, de ojos vivos y negros, de rostro alargado y mentón muy pronunciado. Su rostro denotaba una energía poco común y, quizá por ello, aun en pleno sosiego sus gestos eran bruscos y nerviosos.

Vestía con relativa elegancia, denunciando con ella que su posición social debía ser holgada.

El otro jinete que cabalgaba junto a él no excedería de los veinticinco años. Era relativamente delgado, pero musculoso. A juzgar por su pelo rubio y ensortijado, sus ojos azules y los rasgos de su rostro, debía ser da origen irlandés.

Vestía con más modestia, pero sabía lucir la ropa quizá porque su esqueleto estaba bien conformado y le ayudaba a aparentar cierta elegancia.

El de más edad se llamaba Myron Brian, y su profesión era la de ingeniero, lo mismo que su padre, aunque éste había escogido la especialidad de construcción de comunicaciones, y su hijo la de minas.

El joven que le acompañaba se llamaba Sam Teigh, y se había criado en la casa de los Bryan desde que naciera, pues era hijo del jardinero de la mansión de los ingenieros y con sus padres se había dedicado al servicio de la familia sin separarse de ellos nunca.

Sam era un mozo listo, valiente, avispado y útil por muchas cosas. Su misión en el hogar de los Bryan no estaba catalogada, pero la multitud de facetas que era capaz de desarrollar, le hacían imprescindible para mucha cosas.

Ambos paseaban en silencio. El ingeniero parecía un poco preocupado y tal vez por ello se había encerrado en un severo mutismo, que su criado respetaba y no osaba turbar.

Hasta que súbitamente Myron Bryan exclamó:

—Sam, creo que pese a todo debes quedarte aquí.

—¿Por qué, señor Bryan?

—Porque sé valérmelas solo en todas partes y porque no quiero cargar con responsabilidades innecesarias.

—¿Qué responsabilidades?

—Las que puedan surgir. La parte de Nevada donde me han ofrecido dirigir una mina no es un lugar de reposo precisamente, los mineros son hombres rudos, bruscos, peleadores, el ambiente es duro y tú… tú tienes sangre de lagartija en las venas. Cualquier incidente sin importancia puede hacerte explotar y… yo no quiero ser culpable de qué te sucediese alguna desgracia. Es mejor que te quedes aquí al lado de tus padres y al mismo tiempo cuides del mío, que ya anda bastante pachucho.

—Lo siento, señor, pero es su padre precisamente quien tiene más interés en que le acompañe, y aunque también es mi gusto porque siento anhelos de conocer cosas que ignoro, yo no puedo olvidar que casi me he criado a su lado y que mi misión ha sido siempre estar a su servicio. En esos lugares exóticos donde usted tiene una misión específica y agotadora de que ocuparse, necesita alguien que se ocupe de usted y no creo que ningún otro sea capaz de desarrollarla mejor que yo.

—Eso nadie lo pone en duda, Sam, pero me iría más tranquilo dejándote aquí.

—Nosotros no nos quedaríamos tan tranquilos si se fuese usted solo. Nadie puede predecir lo que ha de pasar, incluso las enfermedades urgen donde menos se esperan y usted solo sin nadie que le atendiese, sería horrible. Por mi parte no renuncio a acompañarle y mis padres se sentirían muy inquietos si no fuese con usted.

—Ya sé que me quieren tanto como a ti, Sam. Tu madre me tuvo en sus brazos la primera cuando vine al mundo y la he quitado muchas horas de sueño. No te miento si te digo que la quiero tanto como a la mía.

—Y a ella le pasa igual. Por ello debe usted calcular su inquietud por lo que pudiese sucederle. Mi madre es un poco fatalista; cree que soy su mascota y es la primera en desear que no me separe de usted, por lo tanto creo que no debe insistir en que me quede y aceptarlo tal y como lo ha dispuesto su padre.

—Está bien, Sam, tendré que resignarme, pero temo que te aburrirás mucho en esos lugares. Yo habré de pasarme la vida en las minas y tú… ¿qué podrás hacer?

—Pues… puede buscarme un empleo a su lado y así estaré más cerca de usted. Si además gano algo trabajando, eso tendré a mi favor.

—Bueno, bueno, creo que es prematuro hablar de todo eso cuando lo desconocemos totalmente. Habrá de resignarse y cuando estemos allí ya se verá qué es lo que más conviene.

Siguieron paseando. La senda discurría por un paraje ondulado y a su derecha se abría un trozo de paisaje agrio en el que los farallones, grietas, sendas retorcidas y enormes peñascales, ocupaban una buena extensión de terreno.

El silencio que reinaba en torno a ellos se vio truncado por un lejano, pero alegre repiqueteo de campanillas y ambos jinetes volvieron la cabeza hacia el Oeste.

—La diligencia que viene de California. No me explico cómo esos armatostes son capaces de resistir esas jornadas tan agotadoras ni rodar cientos de millas a una velocidad tan endemoniada.

—Ni hay cuerpo que lo resista — indicó Sam. Lo único que me molesta de nuestro próximo viaje es tener que viajar encerrados días y días en esos enormes cajones de ruedas con llantas de hierro que deben molerle a uno los huesos. ¡Con lo bien que haríamos el viaje a caballo!

—Sí, pero llegaríamos a Nevada cuando ya no quedase oro por extraer. Habrá que aguantar, Sam, y puesto que te niegas a quedarte, las molestias de ese viaje serán tu castigo.

—También será el suyo, aunque tenga que hacerlo por necesidad.

—Yo he viajado ya mucho y he acostumbrado mis huesos a las diligencias.

La conversación quedó cortada. El vehículo, tirado por seis hermosos y fogosos caballos, avanzaba entre nubes de polvo; el repicar de las campanillas pendientes de los collerones de los caballos vibraba con más sonoridad y el vehículo, bamboleándose horriblemente al hundirse las pesadas ruedas en los baches de la senda, que nadie se cuidaba de arreglar pese a su gran tráfico, parecía que de un momento a otro iba a caer de costado aplastando a todos los que viajaban en su interior.

Sam examinó con curiosidad el pesado armatoste y a través de las nubes de polvo que levantaban los caballos, descubrió en lo alto de la baca al mayoral con la larga fusta en la mano animando aún más a los vigorosos animales, mientras a su lado el cochero medio adormilado se dejaba mecer bruscamente por los vaivenes del coche sin que al parecer se sintiese molesto por aquella agitación capaz de remover al estómago más bien sentado.

La diligencia tuvo que hacer un viraje para ceñirse a unos salientes del agrio terreno que se extendía a su izquierda y al tomar el viraje uno de los caballos del tiro delantero posó mal las patas en un hoyo de la senda y, al no poder recobrar el equilibrio en la alocada carrera, hocicó cayendo a tierra y arrastrando a su compañero tras él.

Los otros cuatro, al echarse encima, formaron un amasijo del que sólo salió un lío terrible, pues la diligencia, por la fuerza del impulso se les echó encima aprisionándolos con su peso contra los caídos y los seis terminaron por agitarse violentamente en tierra formándose un amasijo de cuerpos y patas coceando que dieron la impresión de que el incidente iba a tener trágicas consecuencias.

El cochero saltó a tierra, más por efectos del impulso que por iniciativa propia, pero tuvo la suerte de no caer encima de los caballos y el mayoral no se desbocó sobre ellos porque en última instancia pudo asirse al estrecho pasamanos de hierro que tenía al lado y esto le permitió mantenerse en el asiento.

Pero enseguida, temiendo quedarse sin caballos para recorrer las pocas millas que le faltaban del largo trayecto saltó a tierra bramando:

—¡Maldita senda!… ¡Como si no tuviésemos bastante con los indios de las praderas, los salteadores de caminos y el polvo de la ruta!

Pasado el momento de la impresión, la portezuela se abrió y varios de los viajeros que ocupaban el interior del vehículo se apearon también.

De éstos se destacaba un hombre de unos cincuenta años, vestido pobremente con un pantalón de dril deslucido, una camisa de franela a cuadros rojos y amarillos, y un sombrero de fieltro todo ajado, sin forma en las alas a causa de su mucho uso. Completaba su atuendo unas desgastadas botas de media caña.

También se apearon otros dos tipos que representaban unos treinta y dos o treinta y cuatro años. Vestían con decencia y parecían hombres vigorosos.

El mayoral, furioso por el accidente y la pérdida de tiempo cuya duración no podía calcular, pues dependía del daño que hubiesen sufrido los caballos, se encaró con los dos sujetos de menor edad y con gesto autoritario ordenó:

—Vamos, ¿qué, diablos hacen ustedes ahí parados? Ayúdennos a poner en pie a esa maldita masa de carne y cascos.

Uno de ellos se quedó dudando, miró al viejo que, nervioso, se paseaba oteando con insistencia el abrupto paisaje que tenía a pocos pasos de él y por fin exclamó:

—Oiga, eso es cosa de ustedes. Nosotros venimos en calidad de viajeros.

—Y yo vengo en calidad de obispo mormón. ¿Es que creen que no están obligados a auxiliarnos si se precisa su ayuda? Cuando los indios nos salen al paso y nosotros tenemos que mantenerlos a raya, usando nuestros rifles les defendemos a ustedes. Con su teoría deberíamos dejarles que les escalpelasen vivos.

—Dejémonos de monsergas—replicó el otro—. Los caballos son cuestión de usted y de su cochero.

El mayoral que, por las muestras, era un tipo demasiado duro enarboló el látigo mientras el cochero requería el revólver y gritó:

—¡Por los cuernos de Satanás que si se niegan a ayudarme les ato al tiro y les hago llevar la diligencia a latigazos hasta Archison!

La actitud de ambos era tan agresiva, que los dos viajeros, tras un momento de vacilación, se decidieron a intervenir en la tarea de aflojar correas y poner los caballos en pie.

El viejo barbudo parecía desentenderse de la discusión aunque no perdía detalle de ella ni se había movido para ofrecerse también a cooperar en la ruda tarea. Sus ojos fijos en el paisaje no tenían otro punto de mira y parecía como si esperase que detrás de las peñas y farallones surgiese algo que estaba seguro que debía aparecer por las cortadas.

Y cuando los dos viajeros, en unión del mayoral y el cochero, se encontraban en la parte delantera levantando los caballos, volvió la cabeza, miró en torno para convencerse de que no era visto por ellos y de repente echó a correr como un desesperado en dirección a las estribaciones del abrupto terreno con la clara intención de desaparecer en él.

Pero no había llegado a un sitio que pudiera ocultarle cuando uno de los viajeros, que en aquel momento le había visto correr hacia las quebradas, soltó el correaje que tenía en sus manos y emitiendo una horrible maldición rugió:

—¡Peter!… ¡Peter!… ¡Que se escapa!

Su compañero soltó el caballo que tenía sujeto por el morro tratando de levantarle y, apartándose con violencia de la diligencia echó a correr fieramente tras el extraño fugitivo seguido del llamado Peter.

Pero cuando emprendían la carrera, el barbudo había alcanzado los primeros peñascos y desaparecía detrás de ellos.