Capítulo IV

EMPIEZA EL ASEDIO

A partir de aquel momento Bryan se entregó no sólo a estudiar el tosco croquis que el muerto le había legado sino la forma de hacer el viaje y cómo debían desarrollar sus trabajos en Rye Patch cuando llegasen.

Un hombre de su condición no podía pasar inadvertido en una cuenca minera, y si bien podía propalar que era ingeniero de minas en viaje de estudio, sus pasos podían ser vigilados en tanto no le controlasen como director de alguna explotación determinada.

Le cabía la solución de disfrazar su personalidad ocultándola bajo un burdo traje de minero. Esto le haría pasar más inadvertido en cierto modo, porque había detalles difíciles de disfrazar, como eran sus manos y su piel, nada curtidas y su aire gallardo difícil de disimular por la fuerza de la costumbre de hacer vida social y manifestarse siempre como un caballero.

En cuanto a herramental para iniciar las exploraciones y realizar el viaje hasta el valle era absurdo pensar en llevarlo. Tendría que adquirirlo sobre el terreno y allí podrían empezar las sospechas.

Cierto era que al parecer, donde habían localizado al fallecido minero como descubridor de la mina no era en Rye Patch, sino donde se analizaban los metales, que supuso fuese en Unionville por ser el poblado más importante de aquella zona del Hunboldt.

Pero este detalle no lo había aclarado Albrecht y sólo era una suposición suya.

Pero tampoco podia olvidar que en Rye Patch había sido donde atacaran y mataran al otro minero para robarle los saquetes de oro, y esto decía bien claro que la cuadrilla tenía bien organizada la investigación y que dominaba al parecer parte de la cuenca.

Todo esto debía ser tenido en cuenta a la hora de iniciar las investigaciones. Que hubiesen sorprendido a Albrecht por ignorar la organización, podía disculpárselo, pero no tendría disculpa si estando avisado y no siendo un zote, le sucediese algo parecido.

Por ello tenía que estudiar muy a fondo cómo se iba a mover, cuándo y por dónde y la solución le retrasaba tomar una medida rápida de marcha.

Sam impaciente por empezar la inquietante aventura no se atrevía a hacer más preguntas, pero ardía en deseos de emprender la marcha y ya se había preparado en secreto, agenciándose un revólver, más muchas municiones, un saco de viaje amplio, un encerado, y ropa bastante para pasar allí una temporada.

Dormía desde la madrugada hasta mediado el día, y por la noche, buscaba lugares obscuros y protegidos, velaba y vigilaba ante el temor de que alguien intentase asaltar la casa o cometer algún acto agresivo contra el ingeniero.

Habían transcurrido ocho días desde el extraño suceso del monte, cuando una noche bastante obscura, pues sólo brillaban las estrellas, cuando se hallaba sentado y quieto tras una pila de leña que había amontonada tras la cerca para que le sirviese de trinchera y atalaya, le pareció sentir un rumor de pasos amortiguados delante de la cerca y, envarándose, desenfundó el revólver, y a través de la tosca aspillera que se había fabricado se esforzó en ver algo con tiempo, pero la obscuridad era su mayor enemigo, pues apenas si permitía ver algo confusamente y a escasa distancia. Pero el rumor parecía acercarse y decidió no tomar iniciativa alguna en tanto la necesidad no lo exigiese… Podía equivocarse y por exceso de nervios provocar una falsa alarma que le dejaría en ridículo o algo más grave.

Si se trataba de alguien que pretendía entrar en la casa, tendría que saltar la cerca y si lo hacían entonces a pesar de la poca luz podría ver perfectamente al intruso y tomar las medidas pertinentes.

Transcurrieron unos minutos, cesó el rumor de lo que él consideraba pasos en la tierra, luego se reprodujeron, y tras otro silencio vio surgir por encima de la cerca una silueta que quedó encaramada en el bordillo como si esperase algo antes de saltar al interior.

Esta actitud del salteador contuvo el brazo de Sam dispuesto a dar el alto y a disparar. Prefería saber lo que el intruso esperaba y tiempo tendría de darle el alto mejor dentro del vano que en el bordillo de la cerca, por si erraba con la obscuridad, y le permitía saltar de nuevo y escapar.

Pronto supo lo que el asaltante esperaba. No iba solo y se había quedado en el bordillo para ayudar a otro a subir y ser dos en lugar de uno los que realizasen el asalto.

Sam, con los dientes apretados, esperaba. No intentaría nada contra los intrusos en tanto no descendiesen de la tapia al vano para evitar que alguno pudiese fugarse.

Por fin, se medio dibujó una nueva figura en lo alto del tapial, y entonces la primera descendió en tanto el otro quedaba arriba sin duda para, en caso de apuro, ayudar a su compañero a escalar la tapia de nuevo y escapar si fracasaba su intento.

El que había descendido avanzó cautamente hacia la fachada principal de la casa buscando la puerta. Esta se hallaba cerrada con llave lo que no permitía un asalto fácilmente.

Sam le dejó avanzar para alejarle del que quedaba en la tapia, y cuando le pareció que era el momento adecuado estiró el brazo, apuntó al intruso y disparó.

El augusto silencio que reinaba en la villa se vio roto dramáticamente por el estampido y por un agudo alarido de dolor. Sam había acertado en el blanco y el salteador, tras emitir aquel grito angustioso

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se había desprendido del bordillo de la tapia para caer de cabeza en el vano del jardín.

El otro asaltante, al darse cuenta de que habían sido descubiertos, giró veloz el cuerpo y su brazo armado de revólver buscó a Sam guiándose por la detonación. Le suponía entre la pila de leña y contra ésta enfiló el revólver disparando por dos veces.

El astuto criado, esperando esta réplica se había apresurado a cubrirse bien con los leños, y por ello los tres proyectiles que el intruso le envió se habían estrellado contra su improvisada trinchera sin alcanzarle.

Pero también el indeseable, consciente del peligro que le amenazaba, se había apresurado a dar la vuelta al edificio para ocultarse a los disparos del criado, quien volvió a disparar para seguir provocando la alarma y conseguir la ayuda del ingeniero y la de su propio padre que dormía en el pabellón a ellos destinado.

El primero en acudir fue el padre de Sam quien se asomó a la puerta del pabellón gritando:

—¡Sam!… ¡Sam!… ¿Qué sucede?

—Cuidado, padre — gritó Sam—, hay un salteador dentro del vano… A otro lo he tumbado de un tiro.

En aquel momento la puerta de la villa se abrió y apareció Bryan con un arma en la mano,

Sam hizo la misma advertencia y los tres, con suma cautela para no exponerse a recibir un tiro, se aprestaron a cazar al asaltante.

Este se había corrido al fondo por detrás de la fachada posterior de la villa y allí agazapado entre unos cajones y toneles se disponía a hacerse fuerte. La retirada la tenía cortada, pues no era fácil salvar el obstáculo de la tapia burlando tres revólveres dispuestos a no vacilar en disparar sobre él.

Cuando por ambos lados del edificio los tres avanzaron rastreando el vano, el emboscado apenas les vio asomar disparó sobre ellos. Bryan estuvo a punto de ser alcanzado en una pierna por un proyectil.

Localizado el intruso abrieron fuego contra su trinchera, pero sin resultado alguno. Los cajones y barriles le protegían bastante bien y era inútil gastar plomo sin resultado positivo.

Bryan, para intimidarle gritó tumbado en tierra para que no pudiese fijar la puntería sobre él.

—Si sueltas el revólver y sales de ahí con los brazos en alto nadie te hará daño alguno. Piensa que estás acorralado y que no te dejaremos escapar.

—Me abriré paso a tiros —bramó el acorralado—. El que pretenda detenerme tendrá que exponer su pellejo.

Ante la dura contestación ninguno sabía qué resolución tomar, pero Sam arrastrándose hasta el ingeniero, susurró a su oído:

—No le dejen moverse de allí, que yo resolveré el asunto,

—¿Cómo?

—No se preocupe, que lo resolveré, pero cuidado, no disparen ustedes por encima de la tapia, sino a los cajones y barriles; lo demás es cosa mía.

Y sin dar más explicaciones se alejó.

Buscando una escalera de mano se la echó al hombro y con cautela abrió la puerta de la cerca saliendo al exterior; luego dio la vuelta y buscando por fuera el lugar donde se parapetaba el bandido apoyó la escalera, subió por ella y alcanzó el bordillo de la tapia mirando hacia abajo.

El intruso estaba agazapado detrás de un barril. Sam le pudo localizar bien y, extendiendo el brazo, bajó la mano y apuntó el revólver desde arriba ordenando:

—¡Levanta las manos o disparo!

La veloz contestación fue un disparo hacia arriba que pasó rozando el rostro del osado Sam. Este, rabioso, pues adivinó lo cerca que había tenido la muerte, no vaciló en contestar en el mismo lenguaje y un alarido de agonía fue el eco a su disparo.

Pero ya no volvió a vibrar detonación alguna. El intruso se agitaba convulso entre los cajones y Sam calculaba que debía estar en las últimas pues desde donde había disparado la bala tuvo que entrarle junto al cuello para descender interiormente a lo largo de su cuerpo. Y tomando una rápida decisión gritó:

—¡Cuidado, no disparen más!… Voy a descender…

Se lanzó desde el bordillo a un cajón y de éste descendió a tierra. Su padre y el ingeniero se unieron a él.

—Está ahí detrás, pero creo que le acerté bien. Estuvo a punto de volarme la cabeza y no podía consentir que disparase de nuevo. Mucho y malo debía tener sobre su conciencia cuando no estaba dispuesto a entregarse y sí a morir matando.

Apartaron cajones y barriles hasta poner al descubierto el ensangrentado cuerpo del bandido.

El padre de Sam fue en busca de una lámpara y a su reflejo comprobaron que los temores de Sam eran ciertos. El bandido yacía encogido con los ojos vidriosos y sin dar señales de vida.

Bryan comentó:

—Ha sido una lástima que tu puntería sea tan certera, Sam, porque de haber cogido a alguno vivo le hubiésemos obligado a descubrir algo de lo que nos interesa. Así nos quedamos como estábamos.

—Me doy cuenta, pero no había opción.

—Ni yo te lo reprocho. Has actuado bravamente y creo que nos has salvado de algo serio. Cuando se han decidido a correr el peligro del asalto era porque había algo que les interesaba mucho y ese algo era el croquis que me legó Albrecht. Tendré que suponer que su hallazgo vale aún más de lo que él sospechaba.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Dejar esas carroñas detrás de los cajones y cuando sea de día llamar al sheriff para que se haga cargo de ellas.

—¿Qué podemos decirle?

—Lo que sabemos.

—Le intrigará saber por qué se expusieron al asalto.

—Que lo averigüe si puede; no seré yo quien le diga nada de ese plano porque sería agravar las cosas. Maleantes y salteadores hay en muchos sitios y éstos podían tener la intención de robarnos simplemente.

—Tiene usted razón. Lo mejor es no mover el asunto.

—Pero esto te dará una idea del empeño que esa gente va a seguir poniendo en apoderarse del secreto. Temo que el camino va a estar sembrado de peligros.

—Quizá ya no, porque si con la muerte de estos dos sapos hemos roto la conexión con quien los dirigía, cuando quiera enterarse estaremos lejos de aquí y que nos busque.

—Podía ser una solución, pero no confío en eso. Si sólo nos hubiese atacado uno creería que era el compañero del que te cargaste en las cortadas y bien podían estar solos los dos, en cuyo caso tu razonamiento valdría; pero ha surgido uno más y a saber si habrá otros por ahí acechando. Esto indica que han tenido tiempo de organizar el cerco y que están dispuestos a no renunciar a su presa.

—¿Y usted?

—¿Yo? No hay quien me haga retroceder cuando tomo una resolución. Aunque tuviese que atravesar por un mar de llamas iría a Nevada a resolver este asunto.

—¡Bravo!… Iremos, señor Bryan, y… que se fijen mucho en lo que hacen porque les hemos dado una pequeña medida de lo que somos capaces de hacer.

—Se la habrás dado tú, porque yo…

—Razón de más porque cuando seamos los dos a dar la batalla van a saber lo que valemos.

—Bien; de momento no hay más que hacer. Estaremos alerta por si acaso y cuando salga el sol avisaremos al sheriff.

La noche transcurrió sin más sobresaltos y por la mañana el padre de Sam fue en busca del sheriff para llevarle a la villa.

El sheriff, que acababa de levantarse cuando se enfrentó con los dos cadáveres gruñó:

—¿No tenían ustedes un desayuno mejor que ofrecerme? ¿Quiénes diablos son estos tipos?

—Eso quisiera yo que pudiesen contestar — repuso Bryan—. Intentaron anoche asaltar la villa y tuvimos que pelear a tiros con ellos porque cuando les intimidamos para que se rindiesen contestaron a balazos y hubo que replicar en la misma forma.

—Le comprendo, señor Bryan y si usted no fuese una persona solvente, me parecería todo esto muy extraño porque aquí nunca se han dado casos como éste.

—¿Y yo qué le voy a hacer? No me iba dejar robar o asesinar tranquilamente.

—Claro, claro… Estos tipos me son desconocidos y a lo peor juzgaron por el aspecto de su villa que debía tener usted un buen botín y quisieron probar suerte.

—Eso calculo yo. ¿Ha mirado usted ya a ver si llevan encima algo que les identifique?

—No, pero voy a hacerlo.

Les registró sin dejar resquicio. Uno no llevaba encima ningún documento que acreditase su personalidad, pero el otro ocultaba en el bolsillo del chaleco por su parte interior un impreso con algunas casillas rellenas con tinta y en bastante mal uso. Cuando lo desplegó silbó expresivamente:

—Buen elemento éste —gruñó—. Jim Kimbell, licenciado del presidio de Sacramento por intento de asalto en la senda. Cumplió cuatro años y se le rebajó la pena en dos.

—Creo que eso aclara muchas cosas.

—En efecto, aclara bastante. Supongo que su compañero será una ilustre personalidad de su categoría aunque por modestia habrá escondido algún documento análogo donde no le comprometiera tanto. En fin, me los llevaré y que descansen junto al del otro día. Tendrá que suponer que pertenecían a la misma banda y que también intentaron robar al que se les escapaba de la diligencia.

Bryan le prestó un caballo para que pudiese retirar los cadáveres y llevárselos al cementerio y cuando desapareció con ellos comentó:

—Ya sabemos algo, aunque poco. Uno se llamaba Jim Kimbell y era licenciado de presidio. Procedía de California y debió correrse a Nevada donde formaría parte de la banda de ese Murray Christic de quien nos habló Albrecht. Si llegamos con suerte a Rye Patch tendré un sumo placer en localizar a Christic a ver qué nos tiene que decir de esos ataques a los mineros. Y como creo que cuanto más demoremos la marcha será peor, voy a activar lo poco que me falta y dentro de tres o cuatro días saldremos para Nevada. Lo que tenga que ocurrir que sea pronto.

—Sí, porque… yo no hago más que pensar en esa pobre muchacha…

—Mucho te preocupas ya de ella.

—Por humanidad debo hacerlo. Ha perdido a su padre, está sola y quién sabe si esos granujas se habrán enterado de que existe y a estas horas la tendrán en su poder.

—Bueno, pero dentro de poco llega el hado salvador en forma de Sam Teigh, mata al fiero dragón que estaba a punto de clavarle sus garras, salva a la infeliz princesa, se casa con ella, se retiran a su palacio encantado y colorín colorado. ¿Qué te parece el final?

Sam se ruborizó y, bajando la cabeza, no supo qué contestar ante la broma del ingeniero, que sonreía muy divertido al observar su azoramiento.