Capítulo VI

CERRANDO LA BARRERA

La cuadrilla de Christic se retiró a su improvisada guarida. El jefe, de un humor de todos los diablos, no acertaba a encajar la burla de que había sido objeto.

Su primer impulso fue lanzar sus hombres hacia el poblado con objeto de vengarse de Bryan, pero el sentido común le aconsejó abstenerse. La sensación de peligro le daba otro consejo más sensato; el de volver grupas y poner muchas millas de distancia a su espalda, pues en cuanto se supiese el asalto a la diligencia se movilizarían las autoridades y podían correr serios peligros.

Tenía que estudiar un nuevo plan y sin pérdida de tiempo, pues si bien no renunciaba ni renunciaría nunca a apoderarse del secreto de la mina, no por eso iba a poner en peligro su persona y su cuadrilla.

Cuando llegaron a las cortadas, preguntó:

—¿Cómo están los heridos?

—Bill muy mal, no creo que resista muchas horas — repuso Hillary, tan rabioso como su jefe—; en cuanto a Gregory mal o bien podrá ser llevado a donde haga falta.

—Pues escucha —dijo fríamente Christic—: no podemos quedarnos aquí ni volver a Muscotah porque el asunto de la diligencia va a armar mucho revuelo. Por lo tanto, habrá que esperar a esos sapos en algún otro sitio, pero más atrás aún, donde ellos no sospechen ya que podemos acecharles. Vamos a retroceder bastantes millas; a situarnos en algún lugar lejano donde podamos estar al tanto del paso de las diligencias y localizarle cuando intente seguir el viaje. El no renunciará a él ni yo a cazarle y como, desgraciadamente para él, no hay otra ruta a seguir más que ésta, tarde o temprano tendrá que pasar a través de ella. Si no lo detenemos antes y se nos escapa allí será más difícil apoderarse de él y sobre todo del secreto.

"Así es que inmediatamente vamos a emprender la marcha y a alejarnos muchas millas. Galoparemos a campo traviesa corriendo más que las diligencias para que ni una sola pueda rebasarnos y llevárselo a Unionville cuando el peligro de que nos rastreen haya desapareen volveremos a intentar la maniobra. Ese tipo es más lis de lo que yo había supuesto y temo que nos dé mucho que hacer.

—Hasta que yo le tenga bajo el ojo de mi “Colt" bramó Hillary—; entonces no se burlará más de nosotros.

—Pero entretanto lo conseguimos, hay que escapar para evitar que nos persigan y se compliquen más las cosas.

—Bien, pero… ¿qué hacemos con Bill?

—¿No dices que vivirá pocas horas?

—Estoy seguro de ello.

—Pues… lo piadoso es aliviarle los sufrimientos ya me comprendes. No podemos por una caridad inútil ponernos a caer todos.

—Me doy cuenta de todo.

—Pues, que curen lo mejor que puedan a Gregory, que monte a caballo. Si no resiste… lo sentiré también pero nuestras vidas valen más. En cuanto a Bill arréglalo tú.

El bandido asintió y dio orden de preparar la marcha.

Gregory tenía un tiro en un muslo y se lo habían vendado con trozos de camisa, pero cuando le obligaron a subir al caballo empezó a berrear fieramente.

—¡No puedo!… ¡No puedo! —gemía.

Christic, seco, advirtió:

—Es preferible aguantar el dolor unas horas que no verse colgado de una cuerda y si nos persiguen y nos cogen acabarán con tus dolores en la rama de un árbol. Lo siento, pero… si no sigues con los demás…, te quedarás aquí para siempre.

El bandido entendió lo que quería decir el sanguinario jefe y, mordiéndose los labios hasta hacerlos sangrar, se dispuso a sufrir el tormento de la galopada. Si podía o no podía aguantarlo se vería más tarde.

La cuadrilla, con Christic al frente inició el desfile, pero Hillary se retrasó. El hecho de que no intentasen llevarse a Bill y el retraso del segundo de la cuadrilla dijo de modo elocuente a los demás lo que iba a suceder.

Y dos minutos más tarde, cuando apenas se habían alejado cincuenta yardas llegó a sus oídos el eco de dos detonaciones y el caballo de Hillary, con éste en la silla avanzó raudo para unirse a ellos.

El otro herido ahogó sus quejas mordiendo un pañuelo. Experimentaba la sensación de que si no aguantaba, dos onzas de plomo aplicadas con frialdad pondrían fin a sus dolores y a su vida también.

Por terreno abierto lejos de la senda, pero siguiendo paralelamente a ella avanzaban a galope tendido por ganar mucho terreno y situarse en algún lugar distante que les permitiese sin gran peligro acercarse a los puestos de recambio diseminados en la ruta o mejor en algún pequeño poblado de la misma donde sería menos espectacular su presencia.

Christic estaba dispuesto a agotar la resistencia de las monturas antes de tomarse un pequeño descanso, pues su obsesión era no dejar pasar diligencia alguna sin que fuese registrada por él. Si se les filtraba Bryan podían darlo todo por perdido.

Gregory aguantó hasta casi enloquecer, pero a media tarde con la pierna inflamada, con los ojos dilatados por el fuego de una fiebre que cada vez le consumía más, no pudo resistir y con voz enronquecida se encaró con Christic rugiendo:

—¡Pare…, pare, maldito chacal!… ¿No ve que no puedo aguantar más?… ¡Deténgase y déjeme respirar o déjeme aquí y váyase al Infierno!

—Lo siento, Gregory, pero tendrás que aguantar hasta media noche.

—¡No!… ¡No aguanto más!… ¡Me quedaré aquí!

—Te he dicho que sigas. Quizá mañana te pueda dejar donde te atiendan.

—He dicho que me quedo…

—Vamos, anda o…

El herido, perdiendo el dominio de sus nervios, tiró del revólver y como loco intentó disparar sobre el áspero jefe, pero Hillary, que estaba atento a la furiosa reacción del bandido no le dio tiempo a usar el arma porque disparó sobre él por la espalda y le hizo caer del caballo quedando de bruces en la hierba.

Christic le miró despectivo y comentó:

—Peor para él, porque el dolor se olvida después de sufrido, pero eso no.

Y dio orden de continuar el galope siempre hacia el Oeste.

Sólo cuando la noche impidió caminar a causa de la fuerte obscuridad, tuvieron que detenerse. Ya los caballos no podían resistir más y los cuerpos estaban quebrantados de la feroz carrera.

El áspero jefe que parecía de bronce por su resistencia calculó que cuando menos habían dejado a su espalda dos puestos de recambio y como solían estar a treinta millas uno de otro por lo menos habían galopado unas treinta y cinco ya que el asalto se verificó cerca del primer puesto.

Dormirían a cielo raso como mejor pudiesen y cuando el sol apuntase reemprenderían la marcha. Su idea era rebasar otra estación más y ya a tal distancia creía haber evadido el peligro de una persecución.

* * *

Entretanto, Bryan, su criado y el padre de éste, también habían galopado de firme con la intención de poder alcanzar el puesto siguiente y tomar la primera diligencia que pasase. Creían que los bandidos, fracasado su plan de localizarlos en la que habían abandonado, se lanzarían a buscarles en el poblado, lo que podían aprovechar para dejarles a la espalda y seguir el viaje libres de todo peligro.

Era entrada la noche cuando alcanzaban el puesto. Allí pensaban pasar la noche en tanto el padre de Sam regresaba con los caballos.

Su sorpresa e inquietud fue grande cuando al entrar en el puesto encontraron éste soliviantado. Se comentaba un trágico asalto a la diligencia que debió llegar a poco más del mediodía, y el estado grave del mayoral a quien habían herido de un balazo en el pecho, al mismo tiempo que habían matado a uno de los viajeros.

Bryan, alarmado, rogó le diesen detalles de lo sucedido; y el jefe del puesto le hizo un relato de cuanto el resto de los viajeros había contado cuando pudieron llegar con la diligencia, un caballo menos y los cuerpos de los caídos.

—¿Qué ha pasado con el vehículo? —preguntó el ingeniero.

—Cambió los caballos y el cochero se encargó de continuar con él hasta el puesto inmediato donde debía ser relevado el mayoral.

—¿Y qué saben de… los salteadores? —preguntó inquieto.

—Ni palabra. Los vieron galopar hacia unas cortadas no muy lejos del lugar del asalto, y nada más.

—¿Y no han realizado investigaciones?

—Hemos ordenado que avisasen al poblado más inmediato para que el sheriff vea qué puede hacer, pero tememos que sea perder el tiempo. Cuando intente seguir el rastro, a saber dónde estarán esos bandidos.

—Entonces… ¿no tienen idea si han seguido hacia el Este o si… han retrocedido?

—¿No le digo que no sabemos más que lo que los viajeros han dicho? Buscaban a un tal Bryan y resultó que se les había escabullido apeándose de la diligencia apenas emprendió el viaje. Total, para no encontrar lo que buscaban tuvieron que matar a un hombre y herir a otro. Menos mal que, según dijeron, también ellos habían sufrido dos bajas y algo tendrán que hacer con los heridos si no los dejan tirados en la pradera como perros sarnosos.

Bryan no hizo comentario alguno. Se limitó a decir que esperaría la diligencia del día siguiente para seguir rumbo a Nevada donde le llamaban asuntos urgentes de su profesión, aunque tampoco dijo cuál era.

Les dieron de cenar, pero en cuanto a cama tendrían que conformarse con unas mantas extendidas en el suelo, pues carecían de lechos para viajeros.

Tras la cena, como el tiempo era magnífico, Bryan y su criado salieron a dar un paseo por los alrededores del puesto. En realidad lo que querían era estar solos para cambiar impresiones.

Ya lejos de oídos indiscretos, Bryan dijo:

—Ya has oído lo que hay. ¿Qué opinas tú?

—No sé qué decirle, señor Bryan. Lo único que sé es que tuvo usted mucha vista al fijarse en aquel jinete porque si no, a estas horas o nos habían liquidado a tiros o habríamos tenido que claudicar ante ellos.

—Sí, pero eso pasó ya y es lo de menos. Lo que ahora me preocupa es lo inmediato porque ignoramos si han seguido adelante para buscarnos en el punto de partida o, asustados por el fracaso y por el miedo a ser perseguidos han retrocedido para alejarse de ese peligro. Si esto ha sucedido, y hay que pensar en que sea posible, no hemos conseguido nada con la añagaza porque a lo peor volvemos a tenerlos enfrente en algún otro lugar de la ruta.

—Es posible; en cuyo caso… ¿qué cree que podemos hacer?

—Tendré que pensarlo, Sam. Si estuviésemos en casa o en algún poblado donde pudiésemos quedarnos, demoraría la marcha dos o tres días. Esto les desorientaría, pues al no localizarnos a través del paso de las diligencias les haría comprender que o nos habíamos quedado en casa o habíamos logrado pasar sin que lo supiesen.

—Es cierto. Y lo malo es que ahora estarán más furiosos que nunca y que no retrocederán ante nada en su afán de echarnos la zarpa. La situación no es agradable porque no se trata de luchar en igualdad de fuerzas, sino con un número superior de enemigos.

—Así es y merece estudiarse lo que hay que hacer. Sería estúpido jugarse la vida sin posibilidades de salir airosos del empeño por algo que no es fundamental para nuestro porvenir.

—Claro que no…, pero… usted sabe que allá en Rye Patch hay una pobre huérfana que cuando menos debe saber que su padre ha muerto y dónde está enterrado. Es lo menos que merece encima de su desgracia.

—Ah, sí… La princesa encantada de tus desvelos…

—No se burle, señor Bryan. Usted sabe que…

—No lo tomes a mal, muchacho. Yo también pienso en ella y quizá por ella y no por la mina me decida a continuar, pase lo que pase. Y como de momento sólo podemos hacer una cosa, que es dormir para reponer un poco las fuerzas, vamos a prepararnos una cama con las mantas y a procurar conciliar el sueño. Cuando mañana al mediodía llegue la próxima diligencia, ya veremos lo que hacemos.

Tomaron las mantas que les habían ofrecido y las extendieron en la hierba por detrás del puesto de recambio.

La noche era magnífica y aunque un poco incómodos podrían dormir bien.

Apenas salió el sol ya estaban en pie y poco más tarde tomaban el desayuno. El ingeniero preguntó:

—¿A qué hora suele llegar la diligencia?

—Sobre las doce.

—Si llega…

—¿Qué quiere decir?

—Nada en concreto, pero… se puede repetir el asalto a la próxima también.

—¿Por qué?

—Porque esa cuadrilla busca por todos los medios apoderarse de dos hombres, a los que tratan de no dejar pasar y pretenden detenerles con una barrera de fuego.

—¿Por qué?

—Porque les interesa mucho también apoderarse de ciertos planos que llevan y que para ellos representaría una fortuna. Tan decididos están a poseerlos que no vacilarían en prender fuego a la diligencia, al puesto de recambio y a cuanto se opusiese a sus deseos.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Porque las dos personas que tanto les interesan, somos nosotros.

—¿Ustedes?

—Sí, por dos veces hemos escapado a sus intentos de asalto, pero no renuncian a ello. Yo soy ingeniero, me han confiado unos planos de una mina en Nevada que aún está sin registrar y ellos, sabiéndolo, intentan apoderarse de los planos. Se trata de una cuadrilla de expoliadores de mineros que trabajan sin escrúpulos y se han desplazado muchas millas sólo con la idea de no dejarnos llegar y poner aquello en orden.

—Entonces, ¿qué cree usted que puede pasar?

—No lo sé. Si llega la diligencia sin novedad, trataremos de continuar en ella casi seguros de haber dejado a nuestra espalda a la cuadrilla, y si no… Lo que parece suceder está por ver. Lo único que le puedo decir es que no se saldrán con la suya, aunque nos deshagan a tiros. Las pocas horas que faltan para que llegue el vehículo pueden ser decisivas para muchas cosas. Esperaremos y que sea lo que Dios disponga.

Las horas de la mañana se les hacían siglos. Sus nervios en tensión parecían próximos a saltar y a medida que el tiempo transcurría, su impaciencia era más grande.

En la puerta del puesto tenían los ojos fijos en la senda, ansiando y temiendo que llegase el vehículo, pues nadie sabía qué nuevas, malas o buenas, les traería.

Pero de repente el ingeniero se envaró. Por el sendero se había levantado una nube de polvo que crecía, pero cuando una de las veces el aire sopló el polvo y dejó al descubierto el motivo que producía la nube, su rostro se contrajo con rabia. Se trataba de un grupo de media docena de jinetes y no de la diligencia.

Bryan se apresuró a entrar en el puesto diciendo al jefe:

—Escuche lo que le voy a decir. Un grupo de jinetes viene hacia aquí y esos jinetes sólo pueden ser los que han asaltado la diligencia y están buscándonos. Nosotros nos vamos a esconder en la leñera, y usted no sabrá nada de nosotros ni nos ha visto. No dé a entender que sabe quiénes son porque son hombres sin escrúpulos que no vacilarían en suprimirles sin misericordia alguna. Sospecho que han galopado hasta el agotamiento para adelantarse a la diligencia y cuando llegue aquí comprobar si venimos en ella. Creo que si usted se muestra tranquilo no les sucederá nada, porque como el vehículo se detendrá aquí no tendrán que pararlo a tiros. Cuando examinen a los viajeros y comprueben que no venimos en la diligencia, la dejarán marchar sin violencia.

—¿Y después?

—No sé lo que harán. Es fácil que se queden o que vuelvan sobre sus pasos.

—¿Y ustedes?

—De momento no puedo decirle qué haremos, pero si se quedan quizá tengamos que aprovechar la noche para escapar como podamos. ¡Cuidado que están al llegar!

El ingeniero y Sam salieron por la parte posterior del puesto y se escondieron entre las pilas de leña reservadas para el invierno.

Y no muchos minutos después, el grupo de bandidos, al mando de Christic, se detenía delante del puesto.

El jefe, tratando de aparecer sereno salió a recibir al grupo.

Christic se apeó, preguntando:

—¿Ha pasado ya la diligencia?

—No, señor, todavía no… Si llega con normalidad aún tardará una hora, pero… debo advertirles que siempre llega llena.

—No importa, no pensamos seguir viaje en ella. Esperamos a unos amigos que marchan hacia el Oeste y hemos venido a saludarles y a darles un recado urgente.

Se apearon. Eran cinco solamente, pues había sufrido la baja de dos elementos en el anterior asalto.

El sol abrasaba. Eran las once de la mañana y ya era muy molesto permanecer bajo la lumbrarada del astro rey.

Christic ordenó:

—Apearos, muchachos, y dejad los caballos ahí a la sombra del puesto. ¿Hay algo que beber?

—Cerveza y jugo de manzana… Alcohol no nos permiten tenerlo.

—Pónganos cerveza si está fría.

—Puedo meter un par de jarras grandes en el cubo y ponerlo en el pozo. El agua está helada.

—Pues hágalo y cuando esté fría nos la sirve.

Los caballos quedaron a un lado del puesto y la cuadrilla penetró en el gran espacio destinado a comedor sentándose en torno a la mesa.

Si aún faltaba una hora para la llegada de la diligencia podían despreocuparse por ese tiempo.

El posadero preparó dos grandes jarras de cerveza, las metió en el cubo y salió con él a la corraliza, a cuyo costado se abría la boca del pozo.

Bryan, al verle, le hizo señas desde la leñera y cuando el posadero, nervioso, se acercó, preguntó:

—¿Qué ha sucedido?

—Han preguntado cuánto tardará en llegar la diligencia porque dicen que la esperan para saludar a unos amigos que deben llegar en ella. Mientras llega han pedido que les ponga a refrescar cerveza en el pozo y se han sentado en el comedor.

—¿Todos?

—Todos.

—¿Qué han hecho de los caballos?

—Los han trabado a la sombra en este lado del puesto.

—Gracias. Espero que no les suceda a ustedes nada.

—¿Qué creen ustedes que harán cuando vean que no llegan en el vehículo?

—Creerán que hemos demorado el viaje y como aquí no tienen ustedes lugar para hospedarlos tendrán que irse a otro sitio. Quizá duerman en la pradera para esperar la diligencia de mañana.

—Pero ustedes…

—No se preocupe por nosotros. No tendrán ocasión de echarnos mano, se lo aseguro.

No quiso decir más. Acababa de concebir una idea atrevida y peligrosa, pero que si le salía bien no sólo se burlaría de Christic y sus secuaces, sino que pasaría delante de sus propias narices y les dejaría a su espalda sin que ya pudiesen intentar nada para detenerlos con la barrera de plomo que pretendían.