Capítulo V

UN ASALTO INFRUCTUOSO

Bryan forzó los preparativos de la marcha y cuando estaban a punto de sacar los billetes para la diligencia llegó a la villa una carta a él dirigida. Procedía de Archisón y carecía de firma.

En seguida comprendió que se trataba de un anónimo que debía estar relacionado con los incidentes de días pasados y, lleno de curiosidad, leyó el contenido.

Este decía escuetamente:

“Sabemos que es usted un hombre de carrera, en buena posición y en condiciones de ganar dinero por medio de su trabajo sin necesidad de meterse en asuntos complicados, que pueden no ser tan fructíferos como usted piensa y acarrearle graves consecuencias.

"Por ello le instamos a que abandone el proyecto de seguir las huellas de Bem Albrecht y renuncie a cuanto con él tiene relación. Si está dispuesto a ello, podremos perdonarle su intervención en la “desgracia” ocurrida a tres amigos nuestros, pero si se obstina en salir de su villa para ir a Nevada, piense que puede encontrar una barrera de plomo que no le deje llegar con vida.

"Suceden muchos accidentes en viajes tan largos y usted puede ser víctima de alguno.

"Ha interferido usted nuestros negocios por meterse donde nadie le llamaba y nosotros no perdonamos a quienes nos causan perjuicios considerados como el que usted pretende causarnos. Renuncie a esa estupidez porque si no… Usted no llegará nunca a Nevada.

"Es un consejo que vale más que lo que puede usted ganar, y si lo acepta y se queda en su villa, podremos llegar a un arreglo respecto al valor de los datos que usted posee. Más adelante tendrá usted noticias nuestras.”

Bryan se sonrió. Quien fuese el que manejaba los hilos de aquella cuadrilla le había calibrado mal y había cometido una estupidez medio descubriendo su plan. Ahora no le cogerían de sorpresa en el camino y pese a lo que intentasen estaba dispuesto a llegar a Nevada.

Aquel anónimo haría que variase sus planes, pues no desdeñando la amenaza estaba seguro de que por lo menos en un radio de acción de un buen número de millas tratarían de bloquear la ruta de las diligencias para impedir su viaje y llegada a Nevada.

El plan tenía que girar en torno a burlar este bloqueo durante dos o tres días de viaje. Si en este tiempo salvaban el cerco dejarían a su espalda al enemigo, y el resto del viaje acaso transcurriese sin riesgo ni interferencias peligrosas.

Y estudió cuidadosamente la situación. Quienes estuviesen al acecho no tendrían más remedio que vigilar el paso de la diligencia a su descenso de Archison para saber si subían a ella. Si así era alguno tendría que subir al vehículo como un viajero más y quién lo hiciese, no siendo un desconocido tendría que ser vigilado como sospechoso y si era más lo mismo.

Por un momento concibió el plan de salir de noche de la villa, marchar a caballo a Archison o, por el contrario, adelantarse hasta algún puesto de recambio más hacia el Oeste y tratar de desorientarlos, pero renunció. El minero creyó aquel plan seguro cuando se fugó de noche de la fonda y no consiguió nada; a ellos podía sucederles lo mismo e incluso exponer más en un viaje a caballo por lugares desiertos.

Lo mejor era salir de allí con naturalidad como si no temiesen saberse vigilados y en el trayecto acomodar su acción a los acontecimientos.

Tanto él como Sam irían bien armados con un doble juego de revólveres, uno al cinto y otro en un bolsillo, siempre al alcance de su mano y no se descuidaría ni un solo minuto para no dar la menor ventaja a sus enemigos.

Cambió impresiones con Sam, le impuso de lo que sucedía y le explicó a grandes rasgos sus planes iniciales. Claro que estos planes no dependían de ellos solos, pero si les daban tiempo a emplearlos los emplearían y si no los amoldarían a los acontecimientos.

Y dos días después, cuando la diligencia hizo alto en el puesto de recambio del poblado, Bryan y Sam tomaban asiento en ella siendo los dos únicos pasajeros que tenían reservados los billetes.

La diligencia llegaba completa de pasaje, por lo que si sus posibles enemigos no viajaban en ella, cosa que no consideraban probable, les sería difícil encontrar acomodo en las próximas estaciones, a menos que algunos de sus ocupantes no se apeasen en tan corto trayecto.

Estas posibles facilidades no agradaron al ingeniero. Le parecía demasiada candidez de sus enemigos después de la seria amenaza del anónimo y su natural instinto le hizo preguntarse cuál sería el plan de ataque de los bandidos. No podían renunciar a algo de tanta envergadura y lo habían demostrado exponiendo ya la vida de tres hombres sin consideración alguna.

Aquello no le gustaba. Era algo demasiado cándido para poder admitirlo como lógico y se esforzaba en pretender adivinar cuál era el juego de la cuadrilla.

Atentamente examinó uno por uno a los viajeros que ocupaban los siete asientos interiores y los seis que viajaban en la baca. Había cuatro mujeres que por su aspecto parecían indicar que eran esposas o familiares de mineros que hacían la ruta para unirse a los suyos y del resto no encontraba en ninguno, característica alguna que se le hiciese sospechosa.

El asunto no se presentaba nada claro y esto le irritaba. Estaba casi seguro de que algún otro viajero subiría a la diligencia con ellos y había fracasado.

Por fin acomodó su pequeño equipaje y tras el cambio de caballos, el vehículo partió veloz abandonando la senda del poblado entre nubes de polvo.

Pero cuando salían a terreno libre, al mirar por la ventanilla que ocupaba el ingeniero descubrió a lo lejos entre nubes de polvo un jinete que por el ritmo de su caballo forzaba a éste al máximo de su velocidad, lo que denunciaba a las claras su intento de ser más veloz que el vehículo y llegar a algún sitio antes que éste.

Y veloz pareció comprender el plan. Les esperarían en algún sitio próximo de la ruta bien para unirse a ellos, si podían en la diligencia, o bien con ánimo de asaltarla y apoderarse de ellos.

Y sin perder un segundo gritó:

—¡Mayoral!… ¡Mayoral!… ¡Un momento!

El conductor al oír las voces frenó el galope de los caballos, preguntando:

—¿Qué sucede?

—Un momento, que nos apeamos. Me he dejado el dinero en casa y no puedo seguir adelante hasta Nevada. Lo siento, pero seremos breves.

Hizo una seña a Sam para que le secundase. El criado, asombrado, descendió y Bryan pidió por favor que les arrojasen desde la baca sus equipajes. Todo fue tan rápido que el vehículo sólo se detuvo cinco minutos.

Cuando arrancó de nuevo y se perdió entre nubes de polvo, Sam preguntó:

—¿Qué sucede, señor Bryan?

—Muchas cosas, Sam, pero ya las sabrás. Ahora. ¿Cuánto calculas que hemos recorrido?

—Poco más de una milla.

—Pues corramos lo que nos sea posible. Necesito que lleguemos a la villa enseguida para tomar nuestros caballos antes de que se enteren del truco.

—No le comprendo, señor.

—Luego te lo explicaré. Corre como yo.

Y como si intentasen ganar una carrera pedestre se encaminaron a la villa donde su llegada produjo el natural asombro.

—¿Qué sucede, señor? —preguntó el padre de Sam.

—Nada, Joe, no te asustes. Prepara inmediatamente tu caballo y conservas para un par de días y mételas en un saco. Nosotros, a preparar nuestras monturas. Tenemos que emprender la marcha inmediatamente.

Sam, sin comprender, obedeció. Y diez minutos más tarde los tres caballos estaban preparados.

Montaron en ellos y salieron a campo libre. El ingeniero, indicando un camino a través de la pradera lejos de la senda, dijo:

—Ahora os explicaré lo que sucede.

“Descubrí un caballo que galopaba como un diablo delante de la diligencia y esto me dio la clave. Han estado vigilando nuestra salida y cuando han visto que subíamos a la diligencia un espía ha salido como un rayo a dar cuenta de que vamos en la diligencia.

”Y esto me hace sospechar que alguien espera en un puesto próximo para unirse a nosotros o que están acechando el vehículo para detenerlo y apoderarse de nuestras importantes personas.

”Por eso hice que nos apeásemos y ahora cuando se den cuenta del fracaso volverán sobre sus pasos en nuestra busca, pero habrán perdido el tiempo porque nosotros vamos a galopar en sentido contrario a ellos, a rebasar un par de estaciones a caballo y luego tomaremos cualquier otra diligencia a espaldas de esos buitres en tanto ellos nos buscan por los alrededores de la villa.

"Tu padre volverá con los tres caballos y nosotros seguiremos el viaje dejándoles burlados si no es que lo han preparado tan bien que tienen escalonados nuevos elementos por delante a la espera para no dejarnos pasar a costa de lo que sea.

”No sabemos qué resultado dará mi plan, pero algo hay que hacer para burlar a esos sapos.

Y aprovechando que el paisaje estaba desierto por haberse apartado de la senda continuaron a trote rápido el camino dispuestos a galopar cuarenta o cincuenta millas hasta dejar a su espalda un par de puestos de recambio.

* * *

El sagaz ingeniero no se había equivocado en sus sospechas porque el jinete que galopaba briosamente delante de la diligencia era un componente de la banda de expoliadores de mineros, la cual por orden de su jefe se había congregado en masa dispuesta a hacerse con todos los datos pertinentes para apoderarse del descubrimiento del infeliz Albrecht.

Esta banda, a cuyo frente maniobraba el llamado Murray Christic, tenía muy bien montado su servicio de información para no dar golpes aventurados o poco productivos. Una de sus mejores fuentes de información la tenía en las propias oficinas de análisis de minerales en Unionville. Allí, uno de los componentes de la banda trabajaba como empleado y los análisis pasaban por sus manos.

Cuando comprobaba que había surgido algo notable y valioso, se apresuraba a comunicárselo a Christic, quien inmediatamente montaba un severo servicio de espionaje en torno al afortunado descubridor y a partir de aquel momento le metía en su invisible red aprisionándole en ella de un modo feroz.

Si el minero era un incauto y aceptaba le ponían en contacto con otros granujas destacados de la banda que se fingían capitalistas y le envolvían hasta quedarse con la mina, y si se negaba era acosado hasta obligarle a claudicar o terminaban suprimiéndole si resultaba demasiado peligroso.

Christic había adivinado desde el primer momento que el filón de Albrecht era de los que merecían la pena de volcar todo su poder para apropiárselo y a partir del momento en que el minero se negó a admitir la intervención de la banda, le formaron un cerco que había culminado con su muerte.

Ahora sabían que había un tercero en discordia. Su fortuita intervención en la pugna le había puesto en posesión de todos los detalles o al menos así lo suponían y estaban dispuestos a no consentir que aquel fructífero negocio se les escapase de las manos.

Christic había mandado por delante no sólo a los dos que pelearon con Albrecht, sino a otros cuantos más que sirviesen de enlace y cuando el superviviente del primer lance se salvó de caer, también dio parte a los que seguían sus huellas. Estos hicieron correr la noticia hasta que llegó al jefe, el cual viajaba a su espalda en previsión de tener que intervenir directamente y así se había formado la cadena que pretendían cerrar sobre el bravo ingeniero.

Cuando Christic supo que Bryan se disponía a hacerse cargo del asunto se trazó un amplio plan, para no permitir que le burlasen y aparte de la férrea vigilancia a que sometió la villa noche y día, escalonó parte de sus hombres al principio del trayecto como medida de precaución.

Como personalmente no solía dar la cara en acciones de violencia no apareció por las inmediaciones del poblado para evitar que alguien se fijase en él. Para eso tenía sus hombres, que debían ponerle al corriente de todo lo que observasen y descubriesen.

Y para ellos había establecido su cuartel general no muy lejos de los primeros puestos de recambio. Allí debían acudir los espías volantes a darle detalles y desde allí daría las órdenes pertinentes a los ejecutores de su plan.

El espía, galopando como un rayo, dejó atrás el pesado armatoste y antes de llegar al primer puesto de recambio salió de la senda, cruzó por unas tierras malas y se dirigió a unos accidentes del terreno donde, bien ocultos, para no ser descubiertos había media docena de hombres con el propio Christic a su mando.

El espía fue descubierto antes de llegar a la guarida y el centinela dio aviso de su llegada.

—Jefe —indicó—. Zero viene hacia aquí.

—Está bien. Tráelo a mi presencia cuando llegue.

Se había instalado en una cueva amplia y allí tenía un petate y algunos útiles necesarios para su vida de campamento.

El rufián llegó a las cortadas y su compañero indicó:

—El jefe te espera.

Se dirigió rectamente a la cueva.

—¿Qué noticias traes, Zero? —preguntó.

—El ingeniero y su criado han salido en la diligencia que galopa detrás de mí.

—¿Estás seguro?

—Los he visto perfectamente cuando subían al vehículo.

—¿Mucha gente en la diligencia?

—Va llena y lleva algunos pasajeros en la baca. Van cuatro mujeres.

—¿Cuánto calculas que tardarán en llegar al puesto?

—No sé. Quizá veinte o veinticinco minutos.

Christic se levantó y llamó:

—Hillary, ven aquí.

El llamado, su hombre de confianza, un tipo de cuarenta años cumplidos, grande y de aspecto agrio, avanzó.

—A sus órdenes, jefe:

—Que todos nuestros hombres se aposten en la senda una milla antes de llegar al puesto de recambio y que detengan la diligencia. Quiero que me traigan a ese ingeniero y a su criado. Si se resisten te autorizo para que uses las armas, pero si puede ser, de forma que lleguen con vida. Si no llevan encima lo que busco tenemos que hacerles hablar aunque sea poniéndoles encima de una hoguera.

—¿Y si… se resisten los viajeros?

—No admito que volváis sin esa pareja. Lo que haya que hacer lo hacéis. Yo no estaré lejos por si acaso, pero dejo el asunto en tus manos. Vamos rápidos porque la diligencia no tardará en llegar.

Hillary se apresuró a requerir el concurso de todos los que formaban el campamento y a todo galope fueron a situarse entre setos y matojos a ambos lados de la senda a la espera del carruaje.

No tardó mucho el alegre tintineo de las campanillas de los caballos en anunciar la proximidad del vehículo.

Los bandidos, a caballo, se tensionaron y su jefe accidental tiró del revólver y esperó.

Cuando la diligencia se aproximaba, picó espuelas, hizo que el caballo saliese a la senda y se atravesó en ella arma en mano, siendo seguido por media docena de rufianes en tanto dos más quedaban a los lados.

El mayoral, un hombre curtido en las rutas, duro y valiente como pocos, al darse cuenta de la presencia de los bandidos en la senda, obstruyéndola, comprendió que se preparaba un asalto en regla y sin dudar un segundo lio las riendas a un saliente del, pasamanos y echando mano al rifle, gritó a su cochero:

—El rifle, Peter… el rifle… Dispara sin contemplaciones.

Una doble detonación vibró siniestramente en el silencio de la pradera y uno de los bandidos salió despedido de la silla antes de que los miembros de la cuadrilla hubiesen tenido tiempo de disparar.

Hillary, rabioso ante aquel contraataque por sorpresa, disparó a su vez siendo imitado por sus hombres y algunos de los viajeros, más decididos que los demás, también echaron mano a las armas y desde la baca o por las ventanillas dispararon tratando de repeler el asalto.

El mayoral, alcanzado en el pecho, se desplomó de bruces cayendo sobre los cuartos traseros de los caballos más próximos al vehículo; los animales asustados por el fragor de la pelea y la caída del mayoral, se encabritaron y trataron de escapar; pero Hillary, ante el temor de que la diligencia desapareciese y con ella su presa, disparó sobre uno de los caballos hiriéndole en la patas.

El animal cayó a tierra emitiendo relinchos de dolor, con él arrastró a su compañero de tiro y los otros cuatro se les echaron encima, quedando todos atascados y en confuso montón sin poder seguir su alocado galope, y cuando el bandido estuvo seguro de que la diligencia no podía escapársele, se entregó con sus hombres a un ataque sañudo contra los defensores de la diligencia.

Los caballos de los rufianes giraban alocados en torno al pesado armatoste disparando contra los viajeros y éstos, medrosos, pero guiados por el instinto de conservación, seguían disparando en defensa de su vida ante el temor de que en represalia por su oposición los rematasen cruelmente si se rendían.

Un viajero que disparaba desde lo alto de la baca fue alcanzado por un proyectil y en la contracción que le produjo el dolor rodó de costado y cayó al polvo de la senda, pero a su vez otro de los bandidos fue desmontado de un tiro en el pecho como si una mano poderosa le hubiese empujado hacia atrás arrancándole de la silla.

El asunto se ponía feo. La resistencia de los viajeros era dura y briosa y no resultaba tan fácil reducirlos cuando se parapetaban tras la sólida armazón del vehículo.

En medio del fragor de la pelea un jinete se acercó a galope dispuesto a intervenir. Llevaba el rostro cubierto por un antifaz, pero los bandidos sabían quién era.

Se trataba del propio Christic, quien al darse cuenta de la peligrosa situación en que se hallaban sus hombres ante una resistencia que no esperaba, entendió que debía intervenir y, adelantándose, gritó:

—¡Alto el fuego!

Sus hombres obedecieron mirándole torvamente. Habían sufrido dos bajas y no parecían dispuestos a renunciar a vengarlas.

Pero nadie se atrevía a contravenir su orden.

Christic, a cierta distancia, gritó:

—Señores, no es nuestra intención robar a nadie, sino conversar con dos viajeros de esa diligencia. Si ustedes obligan al señor Bryan, el ingeniero, y a su acompañante a apearse para que hablemos con ellos, les doy mi palabra de que nadie les molestará a pesar de que nos han herido dos hombres.

Hubo un silencio prolongado. Los viajeros hablaban entre sí hasta que uno contestó:

—Aquí no viaja ningún ingeniero llamado Bryan.

—No traten de ocultarle porque será peor. Ha subido a esa diligencia en Muscotah con otro individuo y lo sé muy bien.

—Oiga, si se refiere a esos dos viajeros que subieron en dicho poblado tendrá que volver a él a buscarlos. Apenas arrancamos mandaron parar la diligencia porque dijeron haber dejado olvidado el dinero y regresaron al pueblo. Como no era cosa de esperarlos habrán quedado allí a aguardar la diligencia siguiente.

Christic, al oír la noticia rechinó los dientes y rugió:

—¡Quiero convencerme por mí mismo!

—Pues si le conoce, acérquese usted solo y vea a los viajeros para que se convenza.

Christic, tras un momento de vacilación, contestó:

—Bien, voy a enviar a uno que les conoce. Irá desarmado y por lo tanto no correrán peligro con él, pero cuenten con que si le sucede algo prenderé fuego a la diligencia con los que van dentro.

E indicó al llamado Zero que comprobase si era cierto lo que los viajeros decían.

El bandido comprobó que, en efecto, no se encontraban en la diligencia y así se lo comunicó a su jefe.

Este bramaba de furor. Bryan le había ganado la baza más importante aparte de las dos que ya le ganara con anterioridad y estaba lívido de ira al darse cuenta de que había perdido de vista al ingeniero.

Pero, se imponía desaparecer de allí antes de que alguien pudiese intervenir en contra suya y dando orden de recoger a los caídos, bramó:

—Vámonos, ya arreglaremos esto.

El pelotón de rufianes se alejó camino de las cortadas abandonando la diligencia a su suerte. Tenían un caballo perniquebrado y el mayoral gravemente herido, pero entre todos bien podían poner el vehículo en rodaje y llevarse al caído al puesto más próximo.

Los viajeros, una vez salvado el grave peligro, se entregaron afanosos a levantar los caballos separando al mutilado, que dejaron abandonado, y luego, cargando en la baca al herido mayoral y al pasajero muerto, el cochero se hizo cargo de la diligencia para dirigirse al puesto cercano.