Capítulo X

UN TESTIMONIO DECISIVO

Sam se sintió muy emocionado cuando Iris salió a recibirle.

La joven, un poco más serena que cuando recibió la tal noticia, le acogió con una sonrisa agradecida y cordial, y el fiel criado se dijo que con aquel luto la encontraba aún más atractiva que cuando la vio por primera vez.

Iris, ofreciéndole su mano, que él oprimió con emoción, dijo:

—Estaba intranquilísima por ustedes. Han transcurrido tres semanas sin tener noticias suyas y estaba temiendo cosas muy desagradables para los dos.

—Por fortuna todavía no ha sucedido nada. En efecto, hemos estado ausentes tres semanas tratando de localizar el yacimiento descubierto por su padre. No era empresa fácil, porque los datos resultaban muy pobres y el terreno es áspero y complicado en exceso.

—Pero… ¿lo encontraron?

—Afortunadamente sí.

—¿Y qué impresión han sacado de todo ello?

—Mi señor, cree que muy buena. Aunque no hemos podido explorar más que un pequeño trozo en él, por lo menos el oro se manifiesta bastante fluido, y si todo el trozo de valle responde a lo explorado será algo bastante valioso.

—Lo celebro, y no por mí precisamente. El solo hecho de que ustedes se preocupasen de mi padre y de mí, es suficiente para que yo celebre que obtengan una compensación siquiera por los peligros que han corrido para poder llegar hasta aquí.

—Era un deber de conciencia, y ni mi señor ni yo lo hemos hecho por el interés precisamente. Es más, el señor Bryan me aseguró que de no estar usted por medio no se hubiese preocupado de este espinoso asunto. Él está bien situado y tiene una carrera que hoy se cotiza bien.

—Razón de más para agradecérselo.

—Lo que nosotros queremos es acabar con esa banda de grajos, con lo que dejaríamos vengada la muerte de su padre y orillar todo peligro con respecto a la mina.

—Y yo lo dejo a la voluntad de ustedes. Ahora dígame si sólo se arriesgó a venir a verme para comunicarme esos datos.

—No. He venido por dos razones. Una porque el señor Bryan supone que estará usted mal de dinero otra vez.

—No estoy muy bien, porque aquí la vida es cara, pero lo estiré todo lo que pude y aún me queda algo.

—No importa, yo le traigo más para que las cosas continúen como hasta aquí mientras solucionamos el asunto. El otro motivo es rogarle que me entregue su documentación para poder verificar el registro de la mina, pues sin los documentos no se puede legalizar su propiedad.

—¿Cómo? ¿Es que pretenden registrarla a mi nombre? No, de ninguna manera… No la entregaré para eso.

—No se acalore, señorita Iris, no se trata de registrarla por entero a su nombre, pero sí una parte que mi señor ha decidido reservarla.

—Pero si yo me conformo con recibir algo que me sirva para emprender una nueva vida…

—No se obstine, y para su tranquilidad, aun excediéndome en mis atribuciones, pues no debía decírselo porque no estoy autorizado para ello, sepa usted que el señor Bryan ha decidido registrar la mina a nombre de los tres por terceras partes. Yo también me negaba a admitir ese regalo porque entendía que nada había hecho por merecerlo, pero él no ha querido. Dice que estoy corriendo los mismos peligros que todos y que debe ser así. Como no se le puede llevar la contraria, he tenido que aceptar y dejarme de protestas.

—Su jefe es un hombre ideal, señor Teiht.

—Llámeme simplemente Sam. El tratamiento para mi señor, porque a fin de cuentas, aunque me trata como a uno de la familia soy simplemente un criado que nací en su casa. Mis padres sirven a la familia desde antes de casarse.

—Eso demuestra que si el señor Bryan es bueno, ustedes también lo son.

—Todos hemos hecho lo posible para hacernos querer porque se lo merecen.

—Pero… más tarde… cuando su parte en la mina le rinda para algo más que para servir al señor Bryan, ¿qué hará usted?

—No lo sé… ¿Y usted qué hará?

—Tampoco lo sé, Sam. Ustedes los hombres gozan de más libertad para moverse y emprender cosas. Las mujeres gozamos de menos libertad y no entendemos de negocios.

—Es cierto, pero usted puede encontrar un hombre, que…

—¿Que venga por mi dinero? Cuando hemos pasado hambre no surgieron dispuestos a redimirme de ella.

—No todos pensarán así… También puede suceder que, el que la pretenda no lo haga por lo que pueda usted tener si él tiene poco más o menos como usted.

—No sé… ¡Quién sabe lo que puede pasar! De momento la realidad es que hemos pasado muchas fatigas mi padre y yo, que en lugar de encontrar ayuda sólo tropezamos con granujas que quisieron robarnos lo que era nuestro y que de no ser por ustedes. Dios sabe lo que hubiese sido de mí. En fin, no hablemos de eso. Aquí tiene los documentos que me piden y dé usted las gracias al señor Bryan por todo cuanto está haciendo por mí. Lo mismo digo de usted, que está corriendo peligros graves por nuestra causa…

—No merece la pena. Yo…

Enmudeció de repente y miró a través del cristal de la ventana. Había visto moverse unas siluetas de un modo sospechoso, frente a la casa y una de ellas le había llamado la atención porque creyó reconocerla.

—¿Qué le sucede? ¿Qué mira? —preguntó Iris medrosa.

—He visto algunos tipos que parecen vigilar la casa y sobre todo aquél que se quiere esconder en el hueco de esa casa me es conocido… Yo… ¡Ah, claro que le conozco! Era uno de los que pretendieron cazarnos en el puesto de recambio cuando nos burlamos de ellos.

—Entonces… ¿qué sospecha?

—Simplemente que han debido seguirme y han llegado hasta aquí detrás de mí. Nos buscan con saña y sin duda por mí pretenden llegar hasta mi señor.

—¡Dios mío!… ¿Qué se puede hacer?

—Si se tratase sólo de mí yo me las arreglaría, pero lo trágico es que me han localizado y que ahora puede verse usted comprometida. Si averiguan que es hija de Albrecht tratarían incluso de apoderarse de usted como rehén para exigir la entrega de la mina a cambio de su vida. Era lo que hemos estado temiendo y por eso la habíamos dejado aquí casi seguros de que no sospecharían nada. Ahora no puedo dejarla abandonada porque mi señor me tacharía de cobarde si lo hiciese.

—Sí, pero… ¿cómo vamos a conseguir burlar el cerco?

—No lo sé, pero yo no saldré de aquí si no es llevándola conmigo sana y salva. O salimos los dos o no salgo yo.

—¡Por Dios, eso no! No puedo consentir…

—Tendrá que ser así… Cálmese y no se violente. Dejemos que intenten algo y cuando tomen la iniciativa ya veremos qué se hace. Por lo pronto vamos a atrincherarnos aquí de forma que no puedan violentar la puerta y esperaremos. Si se impacientan y pretenden apelar a la violencia tendrán que emplear las armas y las emplearemos todos. Quizá sea mejor porque si hay disparos se armará el escándalo y tendrá que intervenir el sheriff y si interviene entonces las cosas podrán variar mucho. Yo no tengo prisa y no les daré facilidad alguna para que se salgan con la suya.

Y con ayuda de la dueña de la casita, a la que informaron de lo que sucedía, se entregaron a la tarea de atrincherar la puerta para que los rufianes no pudiesen forzar la entrada y penetrar en el interior.

* * *

Mientras Sam corría aquel grave riesgo en el que ninguno había pensado, Bryan, que no se avenía a estar cruzado de brazos entendió que debía hacer algo para forzar la situación. En cualquier momento podía surgir algo imprevisto y era mejor tomar iniciativas que dejar al enemigo que las tomase.

Y entendiéndolo así, esperó a que se hiciese noche cerrada y cuando confió en que las sombras podían favorecerle para pasar inadvertido, abandonó la fonda, procurando que el sombrero sombrease su rostro y se dirigió a las oficinas del sheriff.

—¿Qué sucede, algo nuevo? — preguntó el sheriff.

—No, pero no me siento tranquilo. He decidido tomar la iniciativa y vengo a solicitar su ayuda.

—Usted dirá cómo y para qué.

Bryan le informó del viaje de su criado y del motivo del mismo. Luego añadió:

—Tengo miedo de que hayan podido descubrirlo y ponerle en peligro, así como a la hija de Albrecht.

—¿Y qué cree que puedo hacer para evitarlo?

—Hay una persona que está en contacto con la cuadrilla que conoce al jefe y puede decir muchas cosas. Yo quisiera que nos apoderásemos de él y le obligásemos a hacer denuncias concretas.

—¿A quién se refiere?

—Al empleado que tiene mi amigo Slichter en la oficina de análisis. Es la clave de todo y si le cogemos y le obligamos a hablar quizá nos dé mucho camino andado. ¿Cuántos comisarios tiene usted?

—Dos.

—Con nosotros hacemos cuatro. Cuatro hombres decididos podemos hacer mucho.

—Bien, pero dígame qué pretende.

—Mi amigo Slichter estará cenando ahora. Podemos ir en su busca y que nos indique quién es el empleado que está más en contacto con él y sus análisis y si él sospecha quién pueda ser el que hace las denuncias. Si nos da esa seguridad, podemos cogerle por sorpresa esta noche en su cubil y obligarle a hablar. Si habla, maniobrando con rapidez y sin que sospechen nada, podemos lanzarnos a un ataque audaz y por sorpresa que coja a Christic desprevenido. Tengo una confianza ciega en que mi plan puede dar resultado y quiero decirle una cosa. Si usted y sus comisarios nos prestan una ayuda eficaz, le prometo en nombre de nosotros tres, recompensarles largamente. Habrá una buena gratificación para ustedes y, como verá, no se trata de sobornarles para nada malo sino todo lo contrario.

El sheriff sopesó la promesa. Ganarse una buena gratificación honradamente por cumplir su deber no era de despreciar.

Y con resolución repuso:

—Adelante, vamos en busca del señor Slichter.

Como Bryan había supuesto, lo encontraron cenando en la casita donde se hospedaba. Bryan le dio cuenta de sus proyectos y el analista dijo:

—He estado pensando muchas horas en eso mismo y he sacado la conclusión de que sólo uno de mis empleados puede ser el autor de esas denuncias. Me refiero a uno llamado Malcolm que sabe algo de análisis que me ayuda en lo elemental y que es quien redacta los certificados con arreglo a mis dictámenes. Por sus manos pasan todos y es el más capacitado para eso.

—¿Le conoce usted? —preguntó Bryan al sheriff.

—Sí y… si voy a ser sincero, no me extrañaría nada que fuese él. Frecuenta muchos lugares donde hay que gastar bastante y con un simple sueldo no se pueden realizar ciertos gastos. Vamos, señor Bryan, si aún está en la posada donde se hospeda podemos sostener con él una bonita charla allí mismo. No le daríamos tiempo a salir para dar la voz de alarma.

Se encaminaron a una posada de buen aspecto cerca de la calle principal y el sheriff preguntó por Malcolm.

El posadero respondió:

—Ahora mismo ha terminado de cenar y ha subido a su habitación. Si desean verle, ocupa la número 7.

Ambos ganaron la escalera, subiendo al piso. Al llegar a la puerta de la habitación, el sheriff observó que estaba sólo entornada y, sacando el revólver, lo empuñó con decisión, empujó la puerta y penetró en la estancia,

Malcolm, un hombre joven, guapo y bien plantado, estaba cambiando sus ropas por otras más elegantes. Cuanto se dio cuenta tenía un revólver delante de sus propias narices.

Palideciendo horriblemente balbució:

Sheriff… -¿Qué significa… esto?

—Ahora se lo diré, Malcolm.

Avanzó sin dejar de apuntarle y ordenó:

—Levante los brazos.

Malcolm dudó unos instantes, pero obedeció:

—Ahora, señor Bryan, haga el favor de registrarle bien. No me fío de estos sapos que tiene a su servicio el amigo Christic.

El ingeniero se acercó a Malcolm dispuesto a registrarle, pero cuando de modo imprudente tapaba con su cuerpo al sheriff, lo empujó fieramente de espaldas contra el hombre de la estrella, que estuvo a punto de caer al suelo por efecto del terrible empujón.

Veloz llevó la mano al bolsillo del pantalón y tiró del revólver, pero Bryan, que había caído al suelo, tiró de la pierna del rufián y lo hizo caer de espaldas antes de que tuviese tiempo de hacer uso del arma.

El sheriff, veloz como un rayo, se dejó caer sobre él aplastándole con el peso de su cuerpo y aferrando su brazo para no dejarle disparar. Bryan, que había recuperado el equilibrio, le secundó raudo, pisando el brazo de Malcolm hasta obligarle a soltar el arma.

El sheriff, sin contemplaciones Te aplicó un soberbio culatazo en la cabeza que medio le atontó y una vez reducido casi a la impotencia extrajo del bolsillo unas manijas de acero y antes de que el rufián pudiese evitarlo, tenía las muñecas esposadas.

—Bien, querido —dijo el sheriff—; parece que la cosa no te gustaba como se había puesto y pretendías apelar a algo decisivo. El plan no te ha salido bien y ahora vamos a cambiar un rato de impresiones. Sé muchas cosas de ti, de Christic y de alguien más; y algunas necesito ampliarlas. Te doy una oportunidad de que no salgas tan mal librado que te veas colgado dentro de pocos días, pues me bastaría patentizar, además de tu intervención a las denuncias de los mineros que llevan su cuarzo a analizar, añadir que has hecho armas contra mí. Si hablas claro y bien, orillaré la denuncia y cuando menos puedes salvar el cuello. Tú dirás qué te interesa más, pero ten en cuenta, que si te cojo en un renuncio no habrá nadie que te salve.

El miserable, impresionado por las palabras del sheriff, preguntó roncamente:

—¿Qué quiere que le diga?

—¿Cómo cometiste la villanía y la torpeza de prestarte a dar cuenta a Christic de aquellos análisis valiosos que se verificaban en las oficinas?

—Me colocó Christic en ellas. Yo andaba mal de dinero, no tenía trabajo y me ofreció una cantidad bastante buena según el valor de los análisis. Un día me enteré de algo que podía ser peligroso pues habían encontrado muerto a un minero que acababa de hacer un análisis aquí y quise retirarme. Me amenazó con que no viviría más que horas para contarlo y tuve que continuar.

—Tú le diste el resultado del análisis de unas pepitas de oro que presentó un minero llamado Albrecht.

—Sí, fue una de las varias que le di.

—¿Cuánta gente tiene complicada Christic en esto?

—Ahora poca. Según me dijo Hillary, su segundo, que es amigo mío, perdieron varios hombres en un viaje que han hecho hace poco para apoderarse del plano de un yacimiento y, en este momento, si no ha contratado más gente, tiene seis hombres y Hillary.

—¿Quiénes son y dónde están?

—Dos están aquí. Los otros cuatro con Hillary han salido para Rye Pacht detrás de un tipo a quien necesitan echar mano, aunque no me han dicho para qué.

Bryan se envaró al oírle porque adivinaba que el perseguido sólo podía ser su criado Sam.

—¿Qué más?

—Los otros dos, Walter y Josué están aquí con Christic. Son los que le guardan las espaldas.

—¿Qué más?

—No sé más. Mi misión era darles detalles de los análisis y nada más.

El sheriff, comprendiendo que no diría más, decidió llevarlo a sus oficinas para inmediatamente proceder a la captura de Christic. Ahora sabía lo suficiente para poder detener al audaz jefe de la banda.

Pero, por otra parte, Bryan se sentía intranquilo. Temía por la vida de su criado y tenía que hacer algo para ayudarle y salvarle si llegaba a tiempo.

Y con voz ronca indicó al sheriff:

—Vamos a donde sea y pronto. Acabemos con ese rufián y enseguida tenemos que ir a Rye Pacht. En este momento la vida de mi criado y la de la hija del infeliz Albrecht están pendientes de un hilo, si es que aún viven.

—Bien, señor. La cosa se está poniendo muy bien y no puedo negarle nada de lo que me pida. Vamos al “Salón Rojo" donde a estas horas estará Christic jugando y después que acabemos con él de una forma u otra, saldremos para Rye Pacht.

Y salieron de la posada llevando por delante a Malcolm.