Capítulo VII

EL CERCO ROTO

Cuando el jefe del puesto desapareció volviendo al comedor, Bryan dirigiéndose a su criado dijo:

—Prepárate, Sam, vamos a intentar algo decisivo; si nos sale bien nos habremos reído de esos tipos y si fracasamos… habrá que jugárselo todo a un póker de revólveres.

—Eso es lo de menos. ¿De qué se trata?

—Esos sapos han dejado sus caballos al costado del puesto y están todos en el comedor según me ha dicho el jefe. Por lo tanto la senda en este momento no está vigilada ni los caballos tampoco. Mi idea es apoderarnos de todos, alejarlos de aquí y galopar al encuentro de la diligencia, deteniéndola antes de que llegue al puesto de recambio para darles cuenta de lo que les espera allí.

—Y después, ¿qué? Cuando regresemos…

—Cuando regresemos, contra lo que esperan, no nos detendremos aquí. Yo obligaré al mayoral a cruzar como un meteoro por delante del puesto y seguir hasta el inmediato, aunque tenga que reventar los caballos. Ellos no podrán seguirnos porque sus monturas las habremos dejado abandonadas lejos en la pradera y cuando quieran encontrarlas o buscar otra, nosotros estaremos muchas millas por delante de ellos. O intentamos esto o siempre los tendremos por delante cortándonos el camino y no podremos pasar.

—Por mi parte estoy dispuesto a todo.

—Pues adelante, antes de que se les ocurra salir fuera a vigilar la llegada del vehículo.

Con los revólveres en la mano por si eran descubiertos, abandonaron la leñera y saliendo por detrás del barracón, dieron la vuelta descubriendo los cinco caballos trabados entre sí a la sombra de la pared.

Bryan se adelantó hasta el esquinazo y tumbándose en el suelo, asomó un poco la cabeza. La senda estaba desierta y en la puerta no había nadie.

Con una seña a Sam, tomaron los caballos y con lentitud para que no produjesen ruido al andar y lo captasen los bandidos, los fueron alejando del puesto hasta que seguros de no ser oídos, saltaron a las sillas de los dos mejores, y a trote largo se alejaron llevando los demás de la brida.

Cuando Bryan estimó que no podían ser vistos en la senda, sacó las cabalgaduras a ella y continuaron avanzando en sentido Este, seguros de que a no tardar mucho se enfrentarían con la diligencia.

Y no se equivocaron. Diez minutos después, el vehículo se abocetó entre nubes de polvo avanzando raudamente.

Bryan dio orden a su criado de detenerse en mitad del sendero.

—Levantemos los brazos —dijo— para que sepan que no se trata de asaltarlos.

Y en la posición citada esperaron el avance de la diligencia.

Cuando el mayoral se dio cuenta del obstáculo que le cerraba el paso y descubrió a los dos con los brazos en alto dudó un momento y dijo al cochero:

—Prepara el rifle por si acaso, aunque por las muestras, no se trata de salteadores.

Poco a poco se fue deteniendo el pesado armatoste y el mayoral gritó:

—¿Qué pasa? ¿Qué hacen ahí parados con esos caballos?

—Escúcheme Mayoral, y escúchenme los viajeros que caminen hacia el Oeste. Tengo que decirles algo importante, pero para que no duden les adelantaré que me llamo Byron Bryan, soy ingeniero y habito en Muscotah. Si necesitan ver mi documentación puedo enseñársela y la de mi criado Sam que me acompaña.

—No hace falta; diga lo que sea.

—Seguramente en el puesto que han dejado atrás les habrán dicho que ayer asaltaron la diligencia, hirieron gravemente al mayoral y mataron a un viajero.

—En efecto, nos lo han dicho.

—Pues bien, la cuadrilla que lo hizo está ahora en el puesto inmediato esperando que lleguen ustedes.

—¿Qué dice?

—Sí, buscan con ahínco a dos viajeros que deben pasar hacia el Oeste con objeto de apoderarse de algo muy valioso para ellos. Saben que esos viajeros tienen que pasar en una diligencia u otra y están dispuestos a apoderarse de ellos.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Porque esos viajeros somos nosotros.

—¿Eh?

—Sí, escuchen brevemente lo que sucede para que se den cuenta de por qué estamos aquí.

Les informó someramente de lo que sucedía, ocultando la muerte de Albrecht y su legado y añadió:

—Estos son sus caballos. Nos apoderamos de ellos sin que se diesen cuenta y los hemos dejado a pie e imposibilitados de hacer nada.

—Bien, pero cuando lleguemos…

—Cuando llegue no hay más solución que una para evitar un posible derramamiento de sangre. No se detendrán en el puesto y pasaremos como un centella por delante siguiendo hasta el puesto siguiente. Será algo muy cansado para los caballos, pero lo más humano que se puede hacer. Aparte esto iremos preparados con las armas en la mano y cuando se vean burlados y traten de disparar sobre el vehículo les contestaremos de igual forma y quién sabe si lograremos cargarnos a algunos. Eso que nos agradecerán las autoridades y la gente, pues son tipos que se han cargado a varios mineros para robarles. Si ustedes están dispuestos a secundarme, les garantizo que tendrán que lamentar lo que han hecho.

Algunos viajeros, poco miedosos, se solidarizaron con el ingeniero e incluso propusieron no esperar a que les atacasen, sino atacarlos al pasar en cuanto saliesen a la senda a esperar el vehículo.

El mayoral terminó por mostrarse conforme. Había pasado por algunos intentos de asalto y no desdeñaba aprovechar aquella ocasión de vengarse de ellos.

Bryan y Sam abandonaron los caballos en la pradera y se instalaron en la baca. Los viajeros más decididos se colocaron en las ventanillas que daban a la parte fronteriza del puesto y prepararon sus revólveres, en tanto, otros en la baca, se apostaban entre el equipaje para resguardarse y secundar a los demás.

Entretanto Christic y sus secuaces, lejos de sospechar la trágica jugada que Bryan les había hecho, continuaban en el comedor saboreando la cerveza, que les habían servido muy fría.

—Está riquísima —comentó Hillary—. Creo que debían poner a refrescar otras jarras.

—Quizá no nos dé tiempo —dijo Christic—. La diligencia no tardará en llegar.

—Quién sabe si habrá tiempo para beber dos jarras más y hasta cuatro. Todo dependerá de la sed que traigan nuestros amigos.

Y rio brutalmente la ironía.

Por fin Christic consultó su reloj y dijo:

—Las doce. La diligencia debe estar llegando. Vamos.

Los cinco salieron al exterior y uno de ellos, al correrse al lado izquierdo se dio cuenta de la desaparición de las monturas.

—¡Rayos! —exclamó—. ¿Dónde están nuestros caballos?

—¿Qué dices? —preguntó Christic al oírle.

—Que no están donde los dejé aquí…

—Búscalos. Los habrás trabado mal y habrán dado la vuelta al barracón.

—Los trabé bien, pero…

Rebuscó en torno sin descubrirlos. Cuando Christic se convenció de que no estaban, bramó:

—Jefe… ¿dónde están nuestros caballos?

—Señor, ¿yo qué sé? Usted sabe que no he salido de aquí para nada y no los he visto.

—Los mozos… ¿Dónde están los mozos?

Los dos peones de servicio acudieron a la llamada.

—¿Dónde están nuestras monturas? —clamó Christic con gesto amenazador.

—No lo sabemos, señor. Nosotros estábamos tumbados en nuestro dormitorio esperando la llegada de la diligencia y no hemos salido para nada. Lo ignoramos.

Christic, con los ojos desorbitados, parecía dispuesto a dejarse llevar de los nervios, pero en aquel momento llegó hasta ellos el tintineo lejano de las campanillas de los caballos de la diligencia.

—Ahí llegan —dijo uno.

—Bien, luego habrá tiempo de ocuparse de los caballos. Alineaos a lo largo del puesto y atención a los viajeros. Ustedes no se muevan de ahí dentro si no quieren pasarlo mal.

Y empujó hacia atrás al jefe y a los dos mozos.

La diligencia se acercaba a un galope endemoniado y los rufianes la seguían con la vista teniendo apoyadas las manos en las culatas de sus revólveres.

El vehículo avanzó por el centro de la senda. El mayoral no parecía amainar el infernal galope de los caballos y Christic se preguntaba cómo los frenaría en un espacio corto de terreno.

Pero su sorpresa fue enorme cuando al alcanzar la puerta del puesto de recambio, el vehículo dando tumbos continuó su infernal carrera para alejarse de él.

Entonces se dio cuenta de que la maniobra era la de no detenerse y pasar de largo y con los ojos centelleantes de furor, bramó:

—¡Que se escapa!… ¡Detenedla a tiros, pero detenedla!

Su “Colt" disparó tratando de alcanzar a algún caballo para parar el vehículo a la fuerza, pero había dejado pasar demasiado tiempo y la bala no alcanzó a los caballos y sí a la caja del coche.

Pero en aquel momento, por las ventanillas de la diligencia y desde lo alto de la baca, siete u ocho revólveres dispararon contra los bandidos que pretendían correr para disparar persiguiéndola y dos de ellos rodaron trágicamente alcanzados por la ráfaga de disparos.

Los demás saltaron como pumas tratando de apartarse del punto de mira de los revólveres enemigos, pero aún otro acusó la caricia de una bala bramando fieramente, en tanto la diligencia como una centella seguía su feroz rodaje y los dejaba atrás sin que ya fuese posible alcanzarla a tiros.

La maniobra había sido tan rápida que los bandidos sólo tuvieron tiempo de disparar una vez y sin eficacia porque los proyectiles se habían aplastado en la dura armazón de la diligencia en tanto los viajeros sabían que tres, cuando menos, habían encajado plomo.

Y cuando rebasaron la barrera de plomo que los rufianes pretendían oponerles al paso, Bryan, regocijado, exclamó:

—¿Se han dado cuenta de lo que podía haber sucedido?…

"Ahora ya no intentarán asaltar ninguna otra porque saben que los que tanto les interesábamos, hemos cruzado su barrera felizmente. Tienen otras tres bajas y ya han sufrido unas pocas más. Sospecho que la banda, si no la reorganizan, ha quedado reducida a la más mínima expresión.

El peligro había pasado y el vehículo continuó su carrera en dirección al puesto siguiente. Sería un agobio para los caballos tener que galopar otras treinta millas, pero era el mal menor.

Cuando aún faltaban diez, los pobres animales sufriendo y con la lengua fuera, tuvieron que amainar el trote y el mayoral les dejó caminar a su albedrío para no reventarlos.

Y así, aunque con un retraso sobre el horario previsto, consiguieron llegar al inmediato puesto donde ya estaban alarmados.

Los viajeros y el mayoral tuvieron que explicar la causa del retraso y como se imponía ganar el tiempo perdido se cambió el tiro rápidamente y el nuevo conductor, que se hallaba esperando se hizo cargo del vehículo.

Desde el puesto comunicarían a las autoridades más próximas lo sucedido para que los sheriffs y comisarios se pusiesen en movimiento para localizar a los bandidos. Ahora ya el camino estaba libre. El astuto Bryan había salvado el duro escollo y estaba seguro de llegar sin contratiempo a Unionville.

Y más tranquilos, Sam preguntó:

—¿Qué cree usted que pasará?

—No lo sé, pero si su jefe logra evadir la persecución se deshará de los caballos caso de que pudiese encontrarlos y a través de las diligencias intentará acortar espacio y tiempo y perseguirnos. Poco más o menos sabe dónde volverá a tropezar con nosotros y creo que no renunciará a cobrarse el fracaso.

—Lo cual quiere decir que la lucha no ha terminado.

—Que no ha empezado querrás decir. No sé qué elementos le habrán quedado a esos buitres ni los que tendrán en total, pero si su jefe ha escapado de la rociada de balas, se apresurará a venir tras nuestras huellas y habrá que maniobrar con sumo cuidado y muy rápidos antes de que pueden rehacerse y atacarnos.

"En cuanto lleguemos a Unionville nos pondremos en contacto con la hija de Albrecht para comunicarla la infausta noticia y llevarla donde esté a cubierto de cualquier contratiempo si es que llegamos antes de que pueda haberla sucedido algo, y enseguida tenemos que prepararlo todo y trasladarnos a los Montes Trinity para localizar el yacimiento y poder precisar el lugar donde se encuentra. Sin datos de los más precisos no se puede verificar el registro.

"Y, cuando esto esté conseguido, lo demás no será muy difícil salvo acabar con la presión de esos buitres. Esta va a ser una carrera de velocidad en la que el que más corra y saque delantera, llevará las de ganar.

”Y como de momento nada más tenemos que hacer, vamos a prepararnos para un viaje duro y pesado de muchos días. La distancia es grande y nuestros huesos tendrán que responder al traqueteo de este estúpido armatoste.

Sam no sabía con certeza lo que significaba viajar noche y día varias semanas sin abandonar la diligencia más que el tiempo justo para comer. Era obligado dormir como se podía sobre los duros asientos mecidos por el doloroso vaivén de aquel vehículo que rodaba días y días sin descanso a favor de los periódicos relevos de caballos y mayorales.

Por fin, quebrantados y entumecidos de tanto tiempo sentados, llegaron a Unionville sin que se hubiese producido ningún nuevo acontecimiento.

Si Christic y el pobre resto de su banda les seguía los pasos por mucha prisa que hubiese querido darse aún tardaría un día o dos en llegar y este tiempo tenían que aprovecharlo.

Bryan no perdió el tiempo y en el primer vehículo que salía de allí para enlazar con los campos mineros se trasladó a Rye Patch.

Para él iba a ser un trago demasiado duro dar cuenta a la hija de Albrecht de la muerte de su padre y de la forma en que ésta se había producido, pero era algo que no podían eludir y cuanto antes pasasen el mal trago mejor para todos.

Se imponía dejar a la muchacha asegurada contra cualquier desgraciada eventualidad para poder dedicarse inmediatamente a localizar la mina y ponerla bajo la garantía del registro de propiedad.

Después, si había que luchar se lucharía, pero sin dejar un margen de posibilidades para que Christic y su banda pudiesen adjudicarse con malas artes la propiedad del filón.

Tras algunas gestiones para localizar la casa de la viuda donde se albergaba Iris, dieron con ella y ambos se personaron en la casita.

 

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Iris era una muchacha de veinte o veintiún años, de estatura media, de pelo dorado lustroso y fino, de boca pequeña y dientes menudos y blancos y de una belleza suave, sin forzamientos, con la sencillez de las bellezas humildes desarrolladas como las flores silvestres sin más donosura que la que la propia Naturaleza les donó libres de todo forzamiento.

La muchacha les miró nerviosa y preguntó:

—Ustedes dirán que desean de mí. No tengo el gusto de conocerles ni esperaba que nadie supiese de mí aquí.

—Afortunadamente para usted ha sido mejor eso — repuso el ingeniero—. Porque ello le ha evitado correr ciertos peligros.

—¿Se refiere usted a las cosas que… dicen que suceden por estos lugares?

—A las que realmente suceden, señorita.

—Bien, pero no me explico…

—Nosotros se lo diremos y en verdad que la comisión que nos trae no es muy agradable, pero no había forma de soslayarla.

Iris, alarmada, preguntó con voz temblona:

—¿Se… se… refieren a algo… relacionado con mi padre?

—Pues… así es, señorita Iris.

—Mi padre… ¿Qué le ha sucedido a mi padre? Hablen por lo que más quieran.

Bryan sacó del pecho la fotografía de la joven y los papeles que encontró en la cartera del minero y ofreciéndoselos con pulso temblón, afirmó roncamente:

—Lo siento, pero… Es cuanto puedo devolver de él.

—¿Eh? ¿Qué dice?

—Que esto… y algo más, de lo que la hablaré después, fue lo que me entregó su padre cuando… estaba próximo a expirar.

La joven emitió un ahogado grito y, se cubrió el rostro con las manos. Cuando, luego de un par de minutos, las separó, sus ojos destilaban ardientes lágrimas.

—¡Dios santo!… ¡Mi padre muerto! Pero, ¿cómo, dónde y por qué?

—Señorita, el asunto es un poco largo de explicar, y yo le ruego que se serene un poco para que pueda hacerse cargo de lo ocurrido y de lo que puede ocurrir. Su padre ha muerto pero… quiero advertir que a causa de su muerte en estos momentos nosotros dos y quién sabe si usted también, puede correr ese peligro.

”Por ello y porque el tiempo apremia, le ruego que sea fuerte y escuche con atención.

Ella, haciendo un terrible esfuerzo, repuso:

—Le escucho, señor. Tiempo tendré de llorarle con todo el dolor que su pérdida significa para mí.

Bryan se apresuró a darle cuenta de toda la odisea desde que incidentalmente intervino en el duelo que Albrecht sostuviera en las cortadas con los rufianes de Christic hasta la reciente llegada de ellos a Nevada. Iris, llena de asombro, escuchó el relato pareciéndole mentira que tales cosas pudiesen suceder.

Cuando el ingeniero terminó de hablar ella dijo:

—Señor, no sé cómo agradecerle lo que intentó hacer en beneficio de mi padre, aunque no sirviese para salvar su vida. Al menos me sirve de consuelo el saber que se preocuparon de él, de recoger su cadáver y de darle cristiana sepultura.

”El temía algo de eso, pues teníamos antecedentes crueles de algunos sucesos trágicos ocurridos aquí y quizá por eso no vino a verme después de analizar las piedras y me escribió aquella carta en la que nada me aclaraba respecto al punto de destino. Como me advertía que tardaría algunos días había estado tranquila aunque ya empezaba a ponerme nerviosa en vista de su tardanza en regresar y en enviar noticias.

"Ahora sé a dónde pretendía ir, pues no ignoro que mi madre había servido como criada en casa del señor Taylor el banquero. Él hubiese podido ayudarle y por eso pensó en él.

—Sí, pero no le dieron tiempo. En fin, ya está usted impuesta de todo y sabe lo principal. Ahora quedan dos cosas importantes; una velar por usted, pues si esos buitres supiesen de su existencia quizá tratasen de comerciar con su vida a cambio de los planos de la mina, y otra la mina misma. Su padre me cedió los planos para que yo la registrase y la pusiese en explotación a cambio de reservarla a usted un porcentaje en las ganancias para que se viese libre de miserias y pudiese reorganizar su vida al faltarla su padre.

"No es éste el momento de hablar de utilidades cuando aún no sé dónde está el yacimiento ni qué valor tendrá ni cómo se le podrá explotar. Si todo se desarrolla bien y se pone en explotación o se puede vender en buenas condiciones, entonces hablaremos de ese asunto.

—Muchas gracias. Otro se hubiese quedado con esos planos, y se hubiese desentendido de mí. Lo que han hecho me basta para sentirme satisfecha y no pedir nada porque me creo compensada con haber atendido a mi padre en sus últimos momentos tratando de defenderle y no dejando su cadáver para pasto de los grajos.

”De lo demás nada pido y lo dejo a la generosidad de ustedes.

—Eso no. Tiene usted un derecho adquirido en la mina y si produce lo percibirá.

”Su padre me dijo que había dejado en su poder algunas de las pepitas encontradas. ¿Las conserva usted?

—Por casualidad. Estaba necesitando dinero para pagar a la mujer que me da cobijo y había pensado venderlas.

—¿Puede enseñármelas?

—Con mucho gusto.

Buscó en una pequeña maleta y le mostró cinco pepitas de regular tamaño. El ingeniero, tras examinarlas, dijo:

—Si aquello responde a esto y no se trata de unos trozos aislados o perdidos, creo que dará un gran rendimiento.

’’Y puesto que se encuentra agobiada de dinero, permita que la entregue una cantidad para que no le falte lo preciso y a cambio me quedaré con las piedras para efectos de la misión que me he impuesto. Si todo marcha bien y logramos seguir burlando a nuestros perseguidores, espero que muy pronto todo quede ultimado.

—Puede usted quedarse con ellas, señor.

Bryan extrajo de su cartera trescientos dólares, que entregó a la joven, diciendo:

—Tome; de momento podrá valerse con esto. No tardaremos en volver a vernos y si le hace falta más lo tendrá.

”Y ahora permanezca aquí en el anónimo hasta que yo tome alguna determinación con respecto a usted. Debemos volver a Unionville a ocuparnos de algunas cosas y luego organizar el viaje al lugar del yacimiento.