XVII. Peregrinos de abril

El último folio del memorial era el documento que yo había firmado en Newgate cuarenta años atrás. Sir Charles me lo devolvía como si con aquel gesto quisiera liberarme de mi compromiso. Examiné con curiosidad mi firma color sepia, la de sir Charles, la del serviente ad legem. Dios mío, cuántos recuerdos, cuántos muertos, cuantos olvidos. Siempre hubo un antes y un después de aquella andanza. Un ciclo de mi vida se cerró, otro se abrió sin llamar, y en esas llevo desde entonces, sembrando mojones, trazando círculos y zurciendo fechas.

Arrojé el folio sobre las brasas que aún quedaban vivas tras el fuego de la noche y esperé a que las llamas lo retorciesen. Cuando las cenizas se ennegrecieron, volví a la mesa pensando qué hacer con el resto de los folios. Había vivido cuarenta años teniendo a sir Charles en un concepto y me costaba aceptar ahora otro. Cuando se ha sustentado tanto tiempo un parecer sobre alguien, el cambio de opinión no es súbito. Acaso mereciera una disculpa de mi parte, pero sé que me costaría mucho dársela. Me basta con no juzgarlo. Soy hombre viejo, además. No me queda mucho tiempo para dibujar en mi conciencia la imagen de un sir Charles distinto al que conocí siendo joven.

Ordené los folios, rehice el paquete, lo até con un cordel y derretí sobre él tres pegotes de lacre. Había decidido qué hacer con el memorial. Me aseé, desayuné, salí de casa y dirigí mis pasos a la biblioteca del palacio de Westminster.

La mañana era fresca y el aire sutil y de los prados que se extienden más allá del Tyburn llegaban hasta mí perfumes de fronda joven y flores nuevas. Al igual que cada año, el tiempo de la danza y la cosecha se acercaba con su cuerno de abundancia y el impaciente entretanto de otra noche de san Juan.

Camino de la biblioteca, empero, me volvió el pesar de la madrugada. Siempre creí que había sido el rey quien había obligado a sir Charles a ponerme en libertad, pero caí de rodillas al leer que fue Philippa quien le había inducido a hacerlo. Y esa era una aflicción de la que me costaba librarme. No habría amado a Philippa por gratitud, pues el amor no es retribución ni permuta. Lo habría hecho por ser quien era. ¿Cómo podría compensar ahora su generosidad, cuando ya no estaba en este mundo? Mi pesar era por demás muy doloroso. Temía no haberle dado a Philippa todo lo que me dio a mí en vida e incurrido en una deuda que ya nunca podría compensar ni agradecer. Y aunque reconocer una deuda sea casi pagar su mitad, no sentía ningún alivio. Los dichos pueden ser tan sabios como majaderos, y este pertenecía sin duda a los segundos.

Entré a la biblioteca y busqué al monje que la cuida. Tengo buena relación con él. Es sobrio, limpio, modesto y uno de los pocos frailes con los que se puede tener una conversación civilizada, tal vez porque no vive con ellos. Le dije que quería consultar un viejo códice, el cual me localizó enseguida. Y una vez solo, eché un vistazo a los anaqueles más altos, que es donde suelen estar los libros menos leídos.

Tomé la escalerilla de madera y, siguiendo el ejemplo de sir Charles, escondí el atadijo de folios tras los volúmenes que me parecieron más viejos. Nadie tenía por qué conocer el embrollo en que el Reino se había visto implicado. Los secretos pierden relevancia cuando las personas a los que se refieren han muerto. Quizá el asesinato de Maud se conozca un día, si es que no lo impiden una inundación o un incendio del palacio, lo cual considero remoto, pero en tanto llega esa fecha preferí que su secreto continuara escondido en la biblioteca de palacio, como antes lo había estado en el convento franciscano de Oxford, a la espera de que la posteridad pueda juzgar con más justicia lo ocurrido.

Salí de la biblioteca liberado: de mi memoria, de la sombra de sir Charles, del juramento que firmé contra mi voluntad y del episodio más desconocido de mis años mozos, cuando empezaba a apartar los velos que ocultan el mundo y el amor llamaba con insistencia a mi puerta.

Animado por estas reflexiones, eché a andar sin prisa en dirección al puente de piedra que una vez fue testigo de mi audacia, para emprender desde allí mi habitual paseo matutino.

Estaba a punto de cruzar el Tyburn, cuando escuché a mis espaldas el sonido de lo que parecía una dulzaina acompasada por cloqueos de cascos de caballos, tintinear de cascabeles y un gozoso rumor de conversaciones y cantos que se alzaban sobre la abulia y el silencio enfurruñado de quienes iniciaban con desgana el día.

Volví el rostro a Westminster, que era de donde venía la bulla. Tañendo una gaita de fuelle, un hombre de túnica blanca y capucha de color añil encabezaba un bullicioso cortejo de peregrinos que, por el colorido de su indumentaria, sus caballos bellamente enjaezados, su cháchara y su regocijo, debían de dirigirse a Canterbury para agradecer al bienaventurado y santo mártir Thomas Beckett que les hubiese librado de la pelona.

Por el tono festivo del grupo, más parecía una procesión pagana. Las peregrinaciones a la tumba del santo se han venido convirtiendo en andanzas placenteras. Poco o nada tienen que ver con aquellas otras, siniestras y penitenciales, que tenían lugar en los años de la peste. La gente prefiere hoy gastar su dinero en comer bien, beber mejor y viajar, en lugar de dárselo a los frailes.

Me hice a un lado y me senté en el pretil del puente para ver pasar a los viajeros. Serían poco más de treinta y eran tan diversos en edad como en oficios. Y no sé si fue alucinación, a lo cual soy por naturaleza proclive (¿he dicho ya esto también?), pero me pareció que aquellas personas me resultaban conocidas. Los sentidos nos engañan, como decía Richard Irlonde, y nos inducen a ver cosas distintas de las que realmente vemos. O tal vez mi imaginación quería hacerme creer que los personajes que habitan en ella, y que son parte esencial de los relatos que escribo, se habían convertido de golpe en personas de carne y hueso.

En el grupo me pareció ver una monja de dulce semblante, una comadre deslenguada que hablaba mal de sus maridos, un clérigo con aspecto de lolardo, un mercader con sombrero de castor, un terrateniente pueblerino, un mayordomo de piernas flacas como bastones, un caballero con sobretodo de algodón y cota de malla oxidada, un estudiante de mejillas hundidas y mirada triste, un arquero con el pelo cortado por encima de las orejas, un ricacho que entre párrafo y párrafo sorbía vino en un tazón, un sujeto alto y fornido, de barba rojiza y ancha como una azada, un curandero con su caja de brebajes y yerbas, un dominico vividor y mundano, un jurisconsulto de túnica color grana y un vendedor de bulas, indulgencias y perdones, entre otras muchas criaturas que han dado vida a mis cuentos.

La fila se estiró al pasar el puente y entonces pude observarlos en detalle. Llevaban los caballos al paso y en sus coloridos ropajes vibraba el sol de abril. Bebían, reían, comían, se volvían para hablarse unos a otros. Vi un mastín trotar entre la comitiva y, de alguna canasta tapada, surgió el canto de un gallito. El balanceo de los cuerpos sobre los caballos, el porte enhiesto, el braceo elegante, las inclinaciones de cabeza y los delicados movimientos de las manos, me hicieron pensar en una danza más que en un cortejo, pero una danza feliz, muy distinta a aquella de sombras que yo había presenciado años atrás en el bosque de Lambridge.

Mas algo sucedió en ese momento que tuvo la virtud de helar mis mejillas. De improviso, sus facciones se transformaron y, al tiempo que todos me saludaban con artificiosos gestos, como lo harían los actores al final de una comedia, iba descubriendo en algunos de sus rasgos un sorprendente parecido con los de las personas reales que habían compartido conmigo el avatar más oscuro de mi vida. Como el rostro de la tía Edith, siempre fresco y sonriente, el gesto huraño y las cejas hirsutas del retorcido y contradictorio sir Charles, la sonrisa seductora y los ojos como arándanos de Maud Shelley, el canoro diapasón de Kylian, canturreando quando sumus in taberna, la figura ahilada del viejo Raaf, con su úlcera en la rodilla, la barba renegrida y el gesto canalla de sir Thomas Hawthrey, el cuerpo tripudo y los ojos de arenque de Reginald Underhill, los samaritanos sin nombre a cuyo desinteresado auxilio debía mi vida, la severa austeridad de Brendan Brewster, la imponente figura de mi padre, envuelto en una capa hasta los pies, la hermosa voz de Natahaniel Downer, alias Theobald de Rely, de oficio seductor de inocentes, el ladrido rasposo de Oliver Northwode, la tez curtida y oscura de Reginald Kindelan, capitán del Magdalena, o la dulce mirada, en fin, de Philippa, mi amada e inolvidable esposa. Unos sin proponérselo, otros a propósito, me habían ayudado a entender mejor el mundo y cada uno había dejado en mí una cicatriz, una astucia, un dolor o una caricia.

La sugestión duró solo el tiempo que los viajeros tardaron en cruzar el puente, pero, contagiado por su alegría y la emotiva impresión que habían causado en mi memoria, tentado estuve de comprar un caballo y unirme a ellos, por más que no tenga dinero ni para comprar un burro.

Aparté la mirada de los peregrinos y volví mis ojos al Támesis. Veleros y barcos de remos hendían plácidamente sus aguas y, aunque el río parecía el mismo, era otro su caudal. Tal vez Heráclito tenía razón después de todo. La vida cambia, arrastrada por el flujo y las mareas de los hombres. Un siglo de tinieblas y desgracias concluía, otro iniciaba su andadura, había una nueva dinastía en palacio y las amapolas floreaban en los prados tras las apacibles lluvias de abril. Y se me ocurrió pensar que, por más que la muerte siga convocando a los hombres a su insoslayable danza, la vida regresa siempre, profusa y tenaz, como la amapola, y ataviada de ilusiones como las que animan a los peregrinos que, en llegando la primavera, emprenden su auspicioso viaje a Canterbury.