XI. Comediantes y bribones

La sustancia más común de la Creación no es el agua, ni la tierra, ni las piedras, ni siquiera el aire. Es la mentira. Miente la naturaleza, tan afectuosa y predecible, como sabe el labrador. Mienten las bestias salvajes, tan franciscanas y beatas, ellas. Nos engañan los sentidos, como decía el bueno de Richard Irlonde. Mienten el océano, las nubes y, sobre todo, los hombres, quienes han elevado el embuste a la categoría de arte. No pongo en duda la sabiduría del Creador, (bienaventurado el hombre que no sabe de estos asuntos más que el Credo), solo digo que, si con toda su sabiduría, Él creó el mundo así de engañoso, debió de hacerlo sin duda para que nos costara más la salvación. Sorprende comprobar, no obstante, cómo sabiendo todo esto, los hombres se creen cuanto les dicen. Y lo cómico, observar cómo la mentira desasosiega el espíritu de los crédulos y siembra la incertidumbre en los más astutos.

Sir Thomas no sabía mentir, pues hacerlo bien requiere inteligencia y él había llegado tarde al reparto. Que le crean a uno cuando miente exige además dotes de actor y elocuencia de sacristán, entre otros dones de los cuales él carecía, pues no era más que un cretino. Pero por ser cortesano avezado, conocía los poderes de la mentira y la duda. Sabía que la verosimilitud, y no la verdad, es lo que cuenta en la vida. De ahí que su sorpresiva acusación al joven de la capa tuviera la virtud de paralizar a Brewster, quien se vio de pronto arrastrado a la sinuosa contradanza de las conjeturas. Poner en tela de juicio la palabra de un caballero era para él incómodo, pero no lo iba a ser menos rechazar la versión del farsante que se había hecho pasar por mí y quien, tomando la palabra sin pedirla, atrajo de improviso la atención de todos.

—Excusad la confianza en el trato—dijo, haciendo una reverencia a sir Thomas—, pero todo lo que habéis dicho de mí es más falso que un penique de madera. Yo no soy ese paje del que habláis. Mi nombre es Kylian Maldwyn. Mi padre fue un panadero que tuvo seis hijos, a tres de los cuales, junto con mi madre, se los llevó la primera oleada de la peste. A los otros tres y a mi padre, se los llevó la segunda. Y a mi me llevó el diablo, pues quedé solo y sin amor. Con apenas doce años entré al servicio de los Monjes Negros. Fui novicio otros cinco, pero abandoné el convento porque la obediencia no es mi fuerte. Ni siquiera cuando ingresé en la cultísima y emeritísima orden goliarda, cuyos miembros dedican sus vidas a la sobria ebriedad, la vida errabunda y el canto impertinente, pude tolerar ser oveja. En Oxford estudié latín, lógica, teología y retórica. Solo me sirvió la retórica. Y ahora soy juglar, prestidigitador y pitoniso.

Y esto diciendo, Kylian Maldwyn sacó una moneda del bolsillo, la lanzó al aire y la atrapó en su mano izquierda. Hizo la intención de arrojarla de nuevo a lo alto y, como bobos, todos dirigimos la mirada al techo. Entonces abrió la mano: la moneda había desparecido.

El alguacil de dientes separados y cara con textura de compota dejó escapar una exclamación infantil. Los demás quedamos embobados por unos momentos durante los cuales muchos olvidamos las razones por las que estábamos en aquella casa.

Kylian Maldwyn esbozó una sonrisa granuja.

—Me vendo al mejor postor, si bien a un precio más bajo del que mi talento merece. No finjo santidad como la frailería ni asusto a los infelices con la esquelética danza de la muerte, sino que levanto su ánimo interpretando por unos peniques ante ellos la gozosa danza de la vida. Hay quienes gustan de tener obesa el alma y flaco el cuerpo. Yo prefiero lo contrario, aunque me es difícil poner carne sobre mí, pues a menudo me falta con qué. Mi pobreza es un tesoro que nadie puede arrebatarme, pero no niego que me gusta comer y beber bien y yacer con mujeres hermosas. Por lo demás, no estoy de acuerdo con que el agua deba beberse a tragos y el vino, a sorbos. Lo opuesto es mucho más sano. El vino es el gran promotor de la igualdad entre los hombres, pues, como todo el mundo sabe, «quando sumus in taberna/ olvidamos nuestra alcurnia…» —cantó con poderosa voz—. Divierto a los demás y me divierto, pero nunca he matado a nadie, señor. Me limito a disipar los humores más lúgubres y pesimistas de los hombres y a reemplazarlos por otros más amables y propicios.

Hablaba con rapidez y corrección. Su voz resonaba en la estancia con acentos de chambelán y todos le escuchábamos absortos, como si se tratara de Chantecler, el gallito de pico azabache, uñas blancas y cresta de coral que había descrito el titiritero.

—Esta mañana aparecieron unos tipos en el mercado de Wallingford. Se detuvieron en el corro ante el cual yo contaba la conmovedora historia de Troilo y Cresilda y, cuando la concluí, con baja recaudación debo admitir, pese a las muchas lágrimas que hice derramar a la audiencia, se me acercaron para proponerme un negocio. Me mostraron una carta, esa que está sobre la mesa, y me propusieron que si yo, en mérito a mi notorio don de gentes y a mi efusiva retórica, estaría dispuesto a hacerme pasar por el joven a quien se menciona en ese papel. Todo cuanto debía hacer era presentarme ante el señor Underhill y pedirle dinero, con la excusa de que había sido asaltado en el bosque de Lambridge. A cambio, ellos me darían un tercio de lo que obtuviese. Nada personal, sobra decir— agregó, inclinándose ante mí y ante Underhill—. Uno tiene necesidades a menudo urgentes. Hube de empeñar mi rabel de tres cuerdas uno de esos días en que el cuerpo necesita una pierna de cordero, una jarra de buen vino y una mujer abundosa, y no tenía un penique. Así que acepté el trato que me proponían. Pero ni mi padre es vinatero ni jamás he sido paje. El caballo que esta ahí fuera no es mío, eso es cierto. Ni esta capa tampoco. Me prestaron ambas cosas para aparentar quien no era. Soy un impostor, sí, y persona moralmente ambigua, pero no un asesino. Tenéis que creerme señor, os lo ruego —le dijo a Brewster, haciendo una reverencia.

—¡Claro que sois un asesino! —brincó Thomas Hawthrey—. A mi no me podéis engañar. Asesinasteis a Maud Shelley con una daga castellana. Yo lo vi con estos ojos. Este es el hombre que buscáis —le dijo a Brewster— no os quepa ninguna duda.

Reginald Underhill, su zancudo secretario, así como los demás, estaban tan estupefactos como yo. ¿Por qué Hawthrey había cambiado de actitud y me defendía ahora? ¿Qué interés podía tener en impedir mi arresto, después de acusarme de asesino, y hacerlo con tal convicción? Era difícil entender lo que allí sucedía, pero tampoco iba a mediar para aclarar las cosas. Y así de dispuesto estaba a utilizar la prudencia, cuando el tal Kylian comentó muy tranquilo:

—Si hay un asesino en este salón es ese joven—dijo, apuntando hacia mí—. Él es el paje, no yo. Vos mismo lo acusasteis —dijo volviéndose a sir Thomas— antes de que entraran aquí los alguaciles del rey.

Sir Thomas sabía seguramente lo que hacía, pero yo ignoraba por qué, y viendo que su actitud favorecía mis intereses, decidí que aquel era el momento de hacer mi jugada. Allí donde todos mienten, el que dice la verdad es un idiota. Y puesto que de mentir se trataba, yo podía ser tan bribón como cualquiera.

—Esto no me está ocurriendo a mí —dije, echando a caminar de un lado a otro, sin dirigirme a nadie y hablando con acento de los muelles del Támesis—. Esto es una locura, señor. Debo estar viendo estas cosas en un rayo de luz. ¿Quiénes son estas personas que dicen que no soy el que soy? Si es así, ¿quién soy yo? ¿Un invento, una fantasía?

De soslayo pude apreciar que todos me observaban con sorpresa. Y eso me animó a seguir. Tomé dos puñados de camomila en las manos, me detuve en el centro del salón y, alzando los brazos al cielo, exclamé:

—¡Dios Todopoderoso, ¿yo, un paje? ¿De dónde han sacado eso? ¡Qué más quisiera yo! ¡Qué no daría por vivir en un palacio! Pero ni siquiera puedo hablar con gracia, nunca aprendí a leer ni a vestirme con distinción. Soy tan solo un recadero, un correveidile. Me paso doce horas al día en el caballo. En él vivo, en él como, en él duermo. ¿Yo, un paje? ¡Qué crueldad, Dios mío!

Dejé que las camomilas se deslizaran de mis manos al suelo y, mirando entristecido a Brendan Brewster, le dije con voz lastimera.

—Llegué hoy a Wallingford con un mensaje de Londres y, cuando me disponía venir a esta casa, fui arrollado por el tumulto. Me apearon de mi cabalgadura, me pasaron por encima, me despojaron de mis cosas y me dejaron sin conocimiento. Esa es la verdad, señor. Vos mismo me visteis allí esta mañana. ¿Me recordáis, verdad? ¿No? Yo os recuerdo muy bien, señor. Ibais a caballo en dirección a la plaza, seguido por vuestros alguaciles. Es un crimen lo que pretenden hacer conmigo. Podéis creerme, no soy hijo de ningún vinatero, ni sé nada de esa carta, ni de lo que habla ese impostor. Ni siquiera conozco a estos señores. Solo soy un mandado, señor. ¡Pido a Dios que os ilumine!—exclamé, abriendo de nuevo los brazos—. Poneos la mano en el corazón. Tengo esposa y tres niñas a las que debo alimentar.

Caí de rodillas ante Brewster y, clavando la vista en el suelo, lloriqueé:

—¡Dejadme ir, os lo imploro! No consintáis que estas personas dejen viuda a mi esposa y huérfanas a mis hijas. Yo no he matado a nadie, señor. Soy un hombre pobre a quien la mala fortuna ha metido en esta trampa.

Sir Thomas y Underhill sabían que yo estaba mintiendo, pero ellos habían marcado la pauta y ahora no podían decir que yo mentía sin ellos desmentirse primero. Tampoco podían hacerlo los testigos que presenciaban la farsa, pues su silencio daba a entender que estaban de acuerdo con sus anfitriones. Y aunque mi lamento provocó una tregua que acaso arreció las dudas de Brewster, este no parecía estar muy convencido. Los tribunales le debían de tener acostumbrado a este tipo de comedias. Sir Thomas, en cambio, aprovechó mi dramática intervención para salir de nuevo en mi defensa.

—Lo que dice este joven es verdad. Traía un mensaje de Londres de un amigo, pero lo perdió esta mañana en la trifulca y vino aquí a explicarnos el asunto.

—¡Por las tripas de Judas! —saltó Kylian—. Hace unos momentos acusabais a este zaparrastroso de ser el paje y de haber asesinado a Maud Shelley. Lo tomasteis por la pechera, le disteis de bofetadas, le amenazasteis con colgarlo, ¡y ahora pretendéis echarme a mí el muerto!

Sir Thomas se dirigió entonces al coro de caballeros vestidos con ropas de Florencia y Flandes y les dijo:

—Caballeros, por favor, decid, ¿acaso he abofeteado yo a este paje?

Y al unísono, aquellos señorones cabecearon como bueyes y ronronearon frases oscuras dando la razón a sir Thomas. Habían permanecido mudos hasta entonces, como una comparsa en espera de la orden de actuar, pero cuando hablaron lo hicieron para soltar otro embuste.

—¿Lo veis? ¿Quién es ahora el que miente? —exclamó triunfal sir Thomas.

En el curso de un viaje a la Franconia, leí en el camino cierto enredo de Plauto, una comedia llamada Menecmos, sobre la identidad de dos hermanos que fueron separados de niños. Pero dudo que los actores la hayan interpretado alguna vez con el realismo de quienes, como Kylian y yo, debíamos recurrir a la farsa para salvar nuestras vida.

Yo empezaba a entrever la perspectiva del cuadro que se pintaba en el salón, así como algunas líneas y sombras, pero me faltaba el fondo, como era el caso de las razones que había tenido sir Thomas para acusar a Kylian del crimen. Me daba sin embargo en la nariz que tanto Hawthrey como Underhill querían absolverme por motivos non santos. Y, ante esa situación, decidí enredar aún más las cosas.

—Suscribo lo que dice ese goliardo —le dije a Brendan Brewster—. Antes de que entrarais en este salón, el asesino era yo. Ahora resulta que es Kylian Maldwyn.

Sir Thomas me lanzó una mirada asesina, en tanto la de Brewster iba de Kylian a mí y de mí a Kylian tratando de dilucidar quién de los dos mentía. Nos examinaba los ojos, se detenía en los cabellos, las manos, la estatura.

Sir Thomas encaró a Kylian.

—Decir que este mensajero era el asesino de Maud Shelley fue solo una simulación. Queríamos ver hasta dónde llegabais con vuestros embustes y de paso averiguar quién erais.

—Pues ahora ya lo sabéis: yo soy el que soy.

—¡Imbécil!

Sir Thomas señaló al carretero y a la mujer gorda.

—¿Y qué me decís de vuestros cómplices, a quienes seguramente habéis pagado para que identifiquen falsamente a este pobre mensajero?

Miré de soslayo a la samaritana. Tenía la boca fruncida, igual que el culo de un higo. El yerbero, en cambio, la tenía desplomada. Una reacción normal, pensé, en quienes barruntaban que la perdiz se iba a escapar otra vez y veían la recompensa en el aire.

La mujer tiró a Brewster de la capa y chirrió, desabrida:

—¡Nunca antes habíamos visto a ese goliardo! ¡Nosotros solo queremos que la justicia castigue a ese criminal! —dijo y apuntó hacia mí.

Hawthrey agigantó su embuste.

—¡Estáis aquí para salvar a este asaltante de caminos! ¡Pero eso no va a ocurrir! ¡Os aseguro, maldito goliardo, que mañana, antes de la hora tercia, el sheriff de Wallingford os habrá hecho colgar con vuestra pareja de cómplices!

Observé con detenimiento a Brendan Brewtser. Tal vez quería ser ecuánime, pero titubeaba sobre qué decisión tomar. O acaso ya se había dado cuenta de que, excepto él, todos mentían. Y esa situación para un hombre de lógica y razón como él no le permitía establecer premisas sólidas que le llevaran a desinencias concluyentes. No parecía gustarle la actitud de sir Thomas (ni de ningún otro barón, palabra de sir Charles Frowick) y menos su intención de hacer justicia por mano del sheriff de Wallingford. En cualquier tribunal, sin embargo, su palabra inclinaría la balanza de la culpa sobre Kylian. Pero el curandero y la mujer me habían identificado como el posible fugitivo que buscaba y eso devolvía el fiel a su lugar. Y aunque era un hombre frío, estoy convencido de que mi dramática actuación había afectado su juicio.

La duda es poderosa, mucho más que la verdad y la mentira, pues, al interponerse entre ambas, puede destruir a una y otra. Implantar la incertidumbre en alguien, de otro lado, es más eficaz que intentar convencerlo. La duda paraliza e inhibe, y congela las acciones de quienes no pueden distinguir lo falso de lo genuino. Sobre todo si lo falso es verosímil. Y Brendan Brewster se hallaba en esa tesitura. No podía discernir quién era el fugitivo que buscaba: o era aquel mensajero golpeado y sucio o el pícaro de labia seductora. Quien decide con prontitud, pronto se arrepiente, dice el aforismo, y para no equivocarse, Brewster decidió hacer la de Salomón.

—Arrestad a ambos —ordenó a sus alguaciles—. Se vienen a Westminster con nosotros.

Y volviéndose a Underhill y sir Thomas, agregó:

—Caballeros, os agradezco vuestra hospitalidad. También os emplazo a presentaros ante el Tribunal del Rey en el término de un día para que tengáis allí una charla con sir Charles Frowick.

Underhill se limpió con un pañuelo el sudor. A sir Thomas, en cambio, se le incendiaron las orejas.

—¿Y por qué habríamos de hacerlo? —inquirió muy altivo.

—Porque yo lo ordenó —replicó Brewster con sencillez—. Y ahora si me permitís…

Brewster se sentó a la mesa de Underhill, tomó la pluma, echó mano de un pliego y escribió con trazo rápido unas líneas ante el expectante silencio de todos.

Kylian me hizo un gesto cómplice. No me podía fiar de él, pero con su guiño parecía decirme que la imaginación y la impostura pueden más que la razón. Habíamos salvado el pellejo gracias a ellas y ahora saldríamos de la encerrona protegidos por los alguaciles del rey.

A mitad del escrito, Brewster alzó los ojos y me echó un vistazo. Supongo que todavía albergaba dudas sobre la identidad de Kylian y yo o tal vez había hecho memoria y recordado en ese momento haberme visto por la mañana en Wallingford. No sabría decirlo. Pero, si retengo aquellos instantes en la memoria es porque, temeroso de que fuera a arrepentirse de su decisión, inspiré con fuerza y el aroma de las camomilas que tenía enfrente penetró como un ciclón en mi nariz.

Lo pasé mal mientras me escrutaba, pero al cabo volvió los ojos al papel, terminó el escrito, lo firmó y lo lacró. Llamó después a uno de sus alguaciles y le ordenó que partiera de inmediato a Londres y le entregara el documento a sir Charles. Después se levantó de la mesa y con un escueto ademán hizo saber a sus hombres que nos íbamos. Y entre dos filas de alguaciles, Kylian y yo abandonamos la casona y emprendimos el regreso a Wallingford cuando la luz de la tarde se extinguía.

Oscurecía con rapidez, pero caminábamos con lentitud. Los hombres de Brewster cabalgaban con el cuerpo desmadejado. Llevaban día y medio en la silla y solo habían tenido unas horas de sueño.

Cerrando el grupo, venía el alguacil que nos había puesto los grilletes y a quien llamaré el Ovejo, pues nunca supe su nombre. De expresión apagada y grandes caderas, tenía un mentón tan salido y una frente tan retraída que cuando se ponía de perfil parecía ciertamente una oveja, incluido ese aire bobalicón que es propio de la especie bovina.

El Ovejo traía mi caballo del ramal. Brewster había ordenado incautarlo antes de abandonar la mansión de Underhill. En cuanto a la mujer y al yerbero, Brester les dijo que, no estando seguro de quién de nosotros dos era el fugitivo, no les daría la recompensa prometida hasta tanto no se aclarase el asunto, lo cual dejó al yerbero con cara de ya decía yo.

Lo más sorprendente del regreso a Wallingford fue el súbito cambio de Kylian. No solo era un hombre transformado, sino también el único que parecía feliz. El timo no le había salido bien, pero su vida no corría peligro. A lo sumo, recibiría unos cuantos azotes, pues sir Charles me señalaría a mí, y a no él, como el asesino de Maud. De repente había dejado de ser el sacamuelas de unos minutos antes y se había convertido en una persona normal. Y eso me llevó a discurrir sobre cuánto de lo que había dicho de sí mismo era verdad y cuánto una patraña, y a concluir que se trataba en efecto de un tipo inteligente que andaba por la vida fingiendo ser un bufón. Pues si hacerse el tonto supone gran pericia, transmutarse en otra persona implica doble sapiencia. Kylian había sabido crear un personaje con el cual se exhibía en público, pero en privado se mostraba tal cual era, un hombre que no se tomaba la vida muy en serio. Poseía el talento para enmascararse sin necesidad de antifaz y una seductora maestría en el juego y la comedia. No tenía frenos dogmáticos y todo eso le permitía ser un espíritu jocundo y libre.

El aire de la noche era desapacible y todo lo que yo llevaba encima eran unas calzas rotas y una camisa desgarrada. Kylian Maldwin tuvo entonces conmigo el único gesto amable de que fui objeto aquel día. Se quitó mi capa de los hombros y la depositó sobre los míos.

—No me miréis mal. No fui yo quien os robó y golpeó. Fueron los tipos que me prestaron la capa. Tenía que aparentar ante Underhill lo que no era. Debéis creerme.

Y sin decir más, se lanzó a cantar con voz canalla:

Quando sumus in taberna

olvidamos nuestra alcurnia,

bebe el siervo y la sirvienta,

bebe el soldado y el cura.

Bebe el hombre y la mujer,

bebe el presto y el pausado,

bebe el blanco, bebe el negro

bebe el vivo, bebe el vago,

bebe el pobre, bebe el rico,

bebe el labriego y el mago.

Bebe el enfermo y el sano.

bebe el bedel y el decano.

beben hermana y hermano,

bebe ella, bebe él,

bebe uno y beben cien.

El Ovejo soltó una risilla de lechón, pero eso no fue óbice para que le diera a Kylian una patada en el costado.

—¡Cierra la boca y camina!

Entre retumbos de cascos cruzamos el puente de madera que conducía al pueblo. La calle principal de Wallingford mostraba los efectos de la batalla matutina: hortalizas lacias, tablas rotas, heces envueltas en hojas de col, algún zapato perdido, estiércol de caballo, charcos de cerveza, ratas que correteaban sobre la basura.

Cruzamos en silencio la plaza y, poco más adelante, ya en las goteras del pueblo, visualizamos la cárcel, una antigua construcción de los días en que Wallingford servía como primera línea de defensa contra las invasiones vikingas. Protegida por una tapia de piedra y argamasa, alcancé a ver un patio de caballos y, al fondo del mismo, un destartalado caserón también de piedra.

A lo largo de la tapia se alienaba una veintena de hombres a caballo con antorchas, arcos cruzados al pecho y aljabas a la espalda. Por su aspecto añoso y patibulario, tuve la impresión de que eran despojos de la milicia del rey, gente más o menos adaptada a la vida civil tras combatir en Francia y Escocia y con un frecuente historial de robos, violaciones e invasiones de propiedades a cuestas. Y eso pareció inquietar a Brendan Brewster.

—Alguien debió de avisarles que veníamos hacia aquí —dijo a un subalterno en voz baja.

Recordé al secretario de Underhill, el tipo con las piernas como bastones y andares de cigüeña, sus cuchicheos, sus entradas y salidas. Sin duda había sido él quien había dado aviso a aquella gente.

—Esto se va a poner crudo. Que los hombres estén atentos —avisó Brewster a su abanderado.

Un jinete de los que cuidaba la entrada de la cárcel se apartó de la formación y enfiló la vereda en dirección a nosotros.

—¡Alto! ¡Ni un paso más! —gritó con una voz que parecía un ladrido—. ¡Soy Oliver Northwode, sheriff de Wallingford, y exijo que me entreguéis a esos criminales! — dijo señalándonos a Kylian y a mí.

Brewster detuvo el caballo y permitió que el sheriff se acercara.

—Tenemos la intención de pasar la noche en esta cárcel — dijo Brewster—. Mis hombres están cansados. No os causaremos ninguna molestia. Nos iremos antes del alba.

Oliver Northwode se echó a reír.

—Venís una vez al año, si es que os dignáis hacerlo, para juzgar a los reos que nos ha costado un mundo cazar y, cuando hacéis acto de presencia, dais órdenes a capricho. No es así como hacemos las cosas aquí.

Tuve un estremecimiento. Sabía de la existencia de sheriffs que actuaban por sí y ante sí, pero verme frente a uno de ellos era para echarse a temblar. Un sheriff era entonces la más alta autoridad en cualquier condado del Reino. Podía torturar, azotar, sacar dinero al detenido, incluso ejecutarlo con la excusa de que había querido escapar. Y para mí resultaba evidente que ni Underhill ni sir Thomas se habían conformado con la forma en que había concluido la reunión en la casa del primero. Pero no querían resolver el asunto por sus manos, sino que se encargara el sheriff de ello.

—No soy juez itinerante, no pertenezco a ese grupo. — replicó Brewster—. Yo represento al Tribunal del Rey.

—Lo mismo me da Ana que Juana. Esos criminales pertenecen a la jurisdicción de Wallingford y tenéis la obligación de entregármelos.

—En delitos que afectan a la seguridad de la Corona, los sheriffs y los Consejos locales están bajo la jurisdicción del rey. Estos criminales, por tanto, no son de vuestra incumbencia. Abrid esa puerta y dejadnos entrar.

El sheriff acercó su montura al costado de la de Brewster y, desenvainando con presteza la espada, le puso la punta del acero en el pecho. Entonces pude verle mejor. Tenía facciones toscas, la cabeza casi cúbica y le faltaba una oreja.

—No sabéis con quién habláis —le dijo Brewster.

Se produjo un silencio estelar. Oí los crujidos del cuero en las sillas, los resoplos de los caballos, su pateo inquieto en el polvo. El aislado tintineo de alguna espuela y, de golpe, el chasquido unísono de muchas espadas al salir de sus fundas.

Los alguaciles del Tribunal del Rey entiesaron sus cuerpos, en tanto los hombres del sheriff rompían filas y se situaban a la altura de su jefe.

Brewster hizo un alarde de serenidad, pese a tener el hierro en el pecho.

—Bajad esa espada y ordenad a vuestros hombres que retrocedan. Por ley y por jerarquía estáis obligado a soportar estas cargas y a obedecer las órdenes del Tribunal del Rey.

El sheriff volvió a reír.

—En Wallingford solo se obedecen las mías.

—Pensadlo mejor. Os convertiréis en un proscrito y no tendréis donde esconderos. El rey os perseguiría hasta el fin del mundo. Os ruego ser razonable. Solo pretendo pasar aquí unas horas. Antes de que Wallingford haya despertado, habremos partido hacia Henley.

Sospeché que Oliver Northwode reflexionaba, pero el hombre no es una criatura racional. Es un ser irracional que, de vez en cuando, obedece a la razón. Sorprendentemente, empero, el sheriff hizo retroceder a paso corto su caballo, aunque sin bajar la espada, la cual siguió apuntando al pecho de Brewster. En sus sombrías facciones no había cólera, pero sí rencor, y el gesto de una oscura promesa. Y en esa pose se mantuvo hasta que, al cabo, con un movimiento de cabeza ordenó que sus hombres abrieran el portón de la cárcel.

Brewster puso el caballo al paso y la columna de alguaciles le siguió con Kylian y yo entre ellos. El corazón me saltaba como una rana atrapada en el pecho. Temía que cualquier movimiento en falso desatara la trifulca, pero cruzamos el arco de entrada sin que se produjera ningún incidente.

Una vez en el patio, Kylian me sacudió con el codo y señaló a lo alto. Levanté la vista y vi el cuerpo inmóvil de un hombre desnudo colgado de un árbol sin hojas.

Cuando estuvimos más cerca, lo reconocí.

También Kylian.

—Vaya, vaya, el amigo de Adán y Eva —dijo.

Aquel sheriff no perdía el tiempo esperando a los jueces que viajaban por el Reino juzgando a los delincuentes. Ejecutaba a criminales y rebeldes, como el monje que pendía ante nosotros, allí donde los atrapaba. Era una práctica útil. No solo advertía a los malhechores andarse con tiento, sino que podía embolsarse los gastos que acarreaba tenerlos encerrados en prisión.

El modesto edificio de la cárcel estaba abandonado y las rejas de las celdas, abiertas. El Ovejo nos quitó los grilletes con una ganzúa de acero que llevaba en el bolsillo. Kylian simuló arrojar al aire una moneda, queriendo repetir la broma de la mansión de Underhill. El alguacil miró a lo alto esperando verla subir, pero, una vez más, tal cosa no sucedió. Kylian solo quería tomarle el pelo. Enfurecido, el Ovejo tomó a Kylian con ambas manos y lo zamarreó como a un títere. Kylian trató de defenderse, agarrado a él, pero terminó siendo arrojado en el interior del calabozo y yo le seguí trompicando a causa de otro empujón.

La celda era una madriguera cuadrada y lóbrega. Las paredes eran de sillería desigual y, cerca del techo, tenía un angosto tragaluz. Contaba con alguna amenidad, no obstante, como la verja de barrotes que la separaba del pasillo a través de la que se podía observar a la gente que pasaba, y también algún confort, como su piso de tierra batida, más cálido y amoldable al cuerpo que si hubiese sido de piedra. Pero eso era todo. Ni un camastro ni un lugar donde sentarse. De las esquinas del techo colgaban oscuras telarañas y el piso, por más cálido que fuera, olía francamente mal. A paja podrida y húmeda, a sudor de cabrón y a materia fecal reseca. Sin huéspedes ni clientela fija, aquella prisión debía de servir de cuadra, aprisco y refugio de alimañas. Y fue entre aquella plétora de fragancias que Kylian, a quien parecía que nada de lo que había ocurrido aquella noche le hubiese afectado en absoluto, tuvo una súbita inspiración.

—El queso.

—¿Qué?

—En la casa de Underhill. Había un fuerte olor a queso.

—Estamos en Berkshire, Kylian. Aquí en cualquier lugar huele a oveja.

—A oveja no, a queso. Vi unas cajas apiladas cuando entré en la mansión.

—Pues a mí me olía a camomila.

—Porque teníais las flores bajo la nariz.

Traté de hacer memoria, pero no recordaba haber visto ninguna caja. Recordé, eso sí, el incidente en el muelle de Billingsgate, la polea de los días de los romanos, las cajas derribadas, la persecución de los contrabandistas y, de golpe, el olor a queso y camomila juntos. En mi mente se abrió entonces un mirador desde el cual pude ver algunas cosas que hasta ese momento habían permanecido ocultas.

—No eran quesos, era lana lo que había en esas cajas —le dije a Kylian.

—Pues para mí que olía a queso. A queso de Stilton para ser precisos.

—El Stilton no es queso de oveja, sino de vaca. El Roquefort sí es de oveja.

Kylian dirigió la mirada al muro y, abriendo los brazos, dijo con burlona seriedad:

—¡Cuánta erudición, señor mío!

—Meten en las cajas quesos de Stilton, que huelen y saben como el Roquefort…

—Ojo, amigo, eso no os lo perdonarían en Roquefort.

—… para enmascarar el olor de la lana cruda. Y esparcen sobre los vellones puñados de camomila.

—¿Camomila? ¿No serán alquimistas?

—Por favor…

—La camomila es un símbolo de la alquimia.

—Nada que ver.

—¿Y qué hacen con el queso?

—Supongo que lo venden por ahí, pero la lana se va de contrabando a Flandes y a Italia. Para no pagar tributos. Ese es el negocio, la lana, no el queso. La sacan por el Támesis y la exportan sin licencia del rey.

—Ahora caigo —dijo Kylian con gesto de experto en nubes—. Sir Thomas y Underhill temían que hubiéramos descubierto el queso.

—El queso no, la lana. Y el sheriff ha de ser parte del negocio.

—Y nos quería colgar por si nos habíamos olido el negocio.

—Y porque les habíamos visto las caras. A ellos dos y a los otros caballeros que solo abrieron la boca para decir mu. Fuimos afortunados. De no haber aparecido Brewster en la mansión de Underhill, habríamos corrido la misma suerte del fraile que está colgando ahí afuera.

—No es un fraile, es un lolardo, un seguidor de John Wyclif, el maestro de Oxford que pretende reformar la Iglesia.

—Me da igual.

—A mí también. Pero es verdad, tuvimos suerte. Esa pareja de farsantes pretendía ahorcarnos a los dos. Lo que no entiendo es por qué sir Thomas os defendió cuando apareció Brewster, y me culpó a mí, habiendo sido él testigo de vuestro crimen.

—Sir Thomas fue testigo de la muerte de Maud Shelley, es verdad, pero yo no la asesiné.

—¿Ah no?

—No.

—Explicadme este misterio entonces. ¿Por qué cambió de asesino?

—Sir Thomas quería retenerme en Wallingford para ejecutarme aquí sin demora y que Brewster os llevara a vos a Westminster. Con eso ganaban tiempo. Así, para cuando descubrieran allí que no erais el paje que buscaban, yo estaría colgando del árbol del patio. Por eso enredé las cosas.

—Seríais un buen truhán.

—Me conformaría con ser algo más espabilado de lo que soy.

Kylian me hizo callar con un toque en el brazo. Del otro lado de la reja estaba Brendan Brewster. Era delgado, supuse que frugal, y no lo podía imaginar haciendo bromas. Nos miraba con semblante distraído y unas profundas ojeras que acentuaban la agonizante luz de una antorcha. No permaneció allí mucho rato. Se limitó a mirarnos sin demasiado interés, dio algunas instrucciones al hombre que hacía guardia y se retiró a descansar con los otros alguaciles que se habían acomodado (es un decir) en las otras celdas vacías.

—Nos volvió a salvar la vida ahí fuera —dijo Kylian, adelgazando la voz.

—A vos, tal vez. A mi solo me la ha alargado unas horas.

—Siempre hay que esperar lo mejor.

—Sí, claro.

—La Fortuna se divierte pateando el trasero a los que se resignan. Conclusión: no hay que resignarse. Derrotar a esa bruja que promete suerte y después te la niega es más fácil de lo que creéis.

—Yo no espero nada de ella.

—Hacéis bien. Con la esperanza solo no se va muy lejos —dijo, y se puso a canturrear aquello de «el verano ya se acerca/y en la rama canta el cuco», mientras hacía saltar en una mano la ganzúa que le había robado en el forcejeo al alguacil de dientes separados y rostro con textura de compota.