IV. Del sacrificio por causa justa

«Salté al carruaje que me había llevado al puente, me arrellané en un rincón del asiento y ordené que me llevaran a mi casa de Londres —seguía diciendo sir Charles—. Tenía la respiración tan agolpada que temí no poder soportar el trote de los resuellos y sufrir allí mismo un síncope. No estaba fuera de mí, sino dentro, en la jaula de la fiera. Y de haber permanecido más tiempo en el puente, habría seguido hiriendo a hombres que, como Brendan Brewster, no merecían mis cóleras.

»A los gritos y trallazos del auriga, los caballos se lanzaron al galope seguidos por los cuatro alguaciles de mi escolta. La multitud había empezado a atestar el puente y se apartaba, asustada, al ver que el pesado carruaje se abalanzaba sobre ella.

»Corrí la cortinilla para evitar que me viesen. Estaba física y emocionalmente exhausto y el trayecto hasta Londres se volvió un tiempo de ansias por refugiarme en la soledad a escondidas de todo y de todos. Subí rápidamente a mi cuarto, me derrumbé en la cama e inesperadamente rompí a llorar. ¿Qué clase de hombre había podido ser tan malvado, me decía, como para asesinar a una joven llena de vida como lo era Maud Shelley? En mi pecho contendían el dolor y la furia, dos aceros difíciles de templar. Había llegado a creer que, a mi edad, tenía la vida de la rienda, pero el azar había vuelto a tenderme una perversa celada y me sentía incapaz de escapar de ella.

»No tuve, sin embargo, mucho tiempo para meditar lo que me ocurría. Un escudero de palacio llegó con una orden del rey según la cual debía presentarme ante él en el término de la distancia. Y sin haberme liberado aún del torbellino emocional que me agobiaba, pedí ensillar mi caballo y regresé a Westminster.

»El rey despachaba en el Salón Pintado, un pequeño edificio de piedra contiguo al palacio. Era parte de sus aposentos y lo utilizaba para recibir en audiencia a parlamentarios, consejeros y embajadores.

»En el vestíbulo, haciendo antesala, me encontré a John de Erlyng, primer ujier de la Corona, así como a Richard Irlonde, el cirujano real. Estaban sobrecogidos por las voces que se oían dentro del salón.

»—¿Qué sucede? —pregunté.

»John frunció los labios y alzó las cejas.

»Richard fue, en cambio, más paladino.

»—Está hablando con Thomas de Everdon, si se le puede decir a eso hablar —dijo señalando al salón con la barbilla.

»Everdon era el Tesorero del Reino y quien, a juzgar por los gritos del rey, recibía la bronca del día.

»De improviso, la puerta del salón se abrió con brusquedad y un escudero nos hizo señas de que podíamos entrar al salón.

»La estancia tenía el triple de largo que de ancho y la decoración de sus muros era austera, salvo por los espléndidos murales que adornaban sus paredes con escenas del Antiguo Testamento. Dependiendo de la hora, me daba la impresión a veces de una pequeña iglesia cuyo altar mayor era el escritorio del rey.

»Desde la entrada hasta allí, la distancia era de cuarenta pasos, ni uno más ni uno menos. Los había recorrido muchas veces y siempre me resultaba incómodo hacerlo pues durante el trayecto sentía sobre mí la halconera mirada del rey. Y por si eso no bastara, la gran altura del techo daba lugar a que los pasos retumbaran con una irritante sonoridad.

»Pero en esta ocasión, el rey no tenía sus ojos puestos en mí. Tampoco en John Erlyng ni en Irlonde. Sentado en su trono de madera tallada y tres escalones, se inclinaba levemente hacia adelante para enfatizar lo que le decía al Tesorero, quien era el objeto de su total atención. El semblante del monarca, de suyo muy pálido, estaba enrojecido y, a medida que nos acercábamos, su voz sonaba más crispada.

»Se decía de los Plantagenet que descendían del diablo, una tontería como tantas, pero cuando el rey se enfadaba su rostro adquiría una expresión que bien podía justificar el parentesco. Su aquilina nariz se afilaba, sus ojos se tornaban dardos y su pelirroja barba parecía estar a punto de incendiarse.

»Everdon escuchaba la reprimenda con las manos escondidas en la espalda. No era un empleo fácil el suyo. El tesorero real suele ser un funcionario que vive en constante temor: a los vasallos, porque odian los tributos, y al rey, porque ningún tributo le basta.

»—Se me está agotando el tiempo y la paciencia —decía en ese momento el rey—. En los últimos dos meses, solo habéis recaudado una tercera parte de la lana que necesito para financiar la expedición a Francia. ¿Cómo creéis que se puede armar y alimentar así un ejército?

»Se produjo un largo silencio en el salón. Everdon había humillado la cabeza y no parecía tener intención de responder.

»—¡Por los clavos del Crucificado, decid algo, dadme una explicación!

»—Alteza, he tomado todas las medidas que me habéis ordenado para elevar los tributos y he prohibido la exportación de lana hasta tanto no hayamos colectado los veinte mil sacos del tributo autorizado por el Parlamento. Pero solo he conseguido reunir un quince por ciento del total. El vellón ha desaparecido de los mercados. Quién lo tiene y dónde está es tarea a la que mis subalternos dedican días y noches. Requisan todo lo que pueden y husmean todo lo que hay que husmear para encontrarla, pero la lana está escondida y no aparece —concluyó Everdon con gesto desolado.

»—¡Pues os doy dos semanas para hallarla! Si en ese tiempo no aparece la lana, ya os podéis ir preparando para residir una larga temporada en el castillo de Caerphilly. Estaréis húmedo e incómodo allí, pero no os faltará el queso. ¡Y ahora, marchaos!

»La pronunciada nuez del tesorero subió y bajó como el nudo de la campana mayor de la abadía. Después se inclinó ante el rey y se encaminó a la puerta. Al pasar junto a nosotros, nos miró con gesto agraviado y salió precipitadamente del salón.

»El rey se levantó del trono y se vino directamente a mí.

»—¿Conocéis el rumor que corre esta mañana por la Corte?

»No me dio la oportunidad de responder.

»—Que el asesino de Maud Shelley era un espía de Francia, y el crimen, una advertencia para detener la expedición. ¡Una advertencia! ¡A mí, que tengo a su rey prisionero en el Savoy! Tenéis idea de lo que eso supone, ¿verdad, Charles?

»—Desde luego, alteza.

»—Nunca había recibido un agravio así.

»Asentí turbado y en silencio.

«—Charles, quiero al culpable de este crimen en la cárcel de Newgate antes del día de san Pedro ¿Está claro?

»—Haré cuanto esté en mis manos, alteza.

»—¡Eso no es suficiente! —estalló—. ¡No me basta con ese formulismo! ¡Quiero tener la seguridad de que va a ser así!

»Estaba tan crispado como yo en el puente, y yo tan humillado como Brendan Brewster. Pero aún sintiéndose como un gato en un costal, el rey sabía que el asunto no se iba a resolver a voces ni haciéndole yo una promesa insegura.

»Se llevó la mano a la frente y calló unos momentos, como si la realidad le hubiese asestado un palmetazo en la cabeza.

»—Richard —dijo, dirigiéndose al cirujano—, necesito saber cuál ha sido la causa de la muerte de Maud Shelley. Me dicen que el paje que la acompañaba portaba en el tahalí un estilete roto.

»—Sí, alteza. Yo mismo lo he tenido en mis manos. Y es muy probable que el pedazo que falta esté todavía alojado en el cuerpo de la damisela.

»—¿Lo habéis examinado ya?

»—¿El cuerpo o el estilete?

»—Por Dios, Irlonde, ¿qué va a ser? ¡El cuerpo, el cuerpo de Maud Shelley!

»—No con detenimiento, alteza.

»—Pues hoy mismo le vais a hacer un examen post mórtem.

»—Eso llevará algún tiempo, alteza. Será necesario pedir permiso al obispo de Londres y no sabemos de qué humor esté.

»—¡Estará del humor que yo diga! El obispo es peor que la peste, pero os aseguro que firmará el permiso por la cuenta que le trae.

»—Sí, alteza.

»—John de Erlyng os acompañará a Londres para que el obispo compruebe que no estoy de humor para esperas.

»—Se hará como ordenáis, alteza— dijo Irlonde, doblando la cintura.

»El rey se volvió hacia mí.

»—Y vos, ¿qué habéis averiguado del crimen?

»—Poca cosa. Solo sabemos que lo cometió un paje de palacio, hijo de un vinatero que tiene su almacén a orillas del Támesis.

«—Conozco a ese hombre. Es mi proveedor de vinos. Yo mismo autoricé que su hijo sirviera al príncipe Lionel.

»—Eso enreda más el asunto.

»—No digáis bobadas. Que el padre del paje pretenda ser amigo mío no exime al criminal de la justicia. Un rey no tiene amigos, Charles. Solo personas que le son fieles. Y a veces ni siquiera eso. Este hombre pidió audiencia a hora temprana, seguramente para interceder por su hijo, pero no lo pienso recibir. ¿Cómo se atreve a pedir clemencia por un crimen de tal magnitud, perpetrado además en mi casa?

»—Admiro vuestra prudencia, alteza.

»—No necesito lisonjas: sé que la tengo. ¡Y mucha paciencia también! ¿Qué más, Charles?

»—Hubo otro incidente anoche. En la Puerta de los Traidores fue muerto un escudero de palacio que pretendió escapar cuando los alguaciles intentaban detenerlo. Era asistente del maestro de ceremonias. Uno de los hombres de mi escolta lo reconoció. Combatieron juntos en Crècy, al parecer.

»—¿Cuál era su nombre?

»—No lo sabemos… aún.

»—¡No lo sabéis, no lo sabéis! ¿Para qué gasto una fortuna en esa red de informantes que tenéis a vuestras órdenes?

»—Mis asistentes han pasado la noche interrogando a los servidores de palacio, entre ellos el maestro de ceremonias. No os preocupéis. Muy pronto lo sabremos, alteza.

»El rey me miró a los ojos y dijo con voz herida:

»—Me he convertido en el hazmerreír de Francia y de mi propia Corte. ¿Qué clase de rey es este, dirán, que permite que el crimen penetre en su palacio? Necesito con urgencia saber quién asesinó a Maud Shelley y por qué. ¡No puedo permitir que se sigan burlando de mí!

»—Desde luego, alteza.

»—Vos mismo seréis testigo de la autopsia y vendréis personalmente a informarme del resultado.

»Esta decisión del rey me perturbó. No podía aceptar tal encomienda. Me sería imposible ver cómo Irlonde desgarraba el cuerpo de Maud.

»—¿Es necesario que yo esté presente, señor?

»—¡No se trata de si es necesario o no, es una orden que os doy, demonios!

»—Perdón, alteza. No fue mi intención ofenderos.

»—¡Ni yo ordeno las cosas por capricho!

»Alterada por un agrio tono de reproche, esta última expresión me hizo temer que el rey conociese mi relación con Maud y que, por tanto, me considerara en alguna medida responsable del escándalo que conmovía la Corte. Solo Dios sabe que bullía en su mente, pero confieso que en aquellos momentos yo sospeché también que él tuviese alguna cercanía con Maud. No era normal el interés que mostraba por ella. Su impaciencia, su irritación y una diligencia tan infrecuente como la autopsia eran claros indicios de que algo había entre ellos dos. Y eso alteró aún más, si cabía, mi desordenado ánimo.

»El rey se levantó del trono y, camino del ventanal de doble ojiva que iluminaba el extremo del salón, dijo con voz recia.

»—Podéis retiraros.

»Irlonde, Erlyng y yo nos miramos de reojo. Hicimos una reverencia y nos dispusimos a recorrer los larguísimos cuarenta pasos que nos separaban de la puerta de salida. Mas apenas nos habíamos dado la vuelta, oí decir a mis espaldas:

»—Sir Charles, quedaos. Necesito hablar con vos.

»Volví al sitial del trono y me quedé allí de pie. El rey miraba al jardín con expresión distraída.

»—Quiero haceros una pregunta importante y os ruego que penséis con cuidado la respuesta.

»—Desde luego, alteza.

»Giró sobre sus talones y se acercó a mí.

»—¿Puedo confiar en vos? ¿Sois persona leal a vuestro rey?

Había dejado el francés y ahora hablaba en anglo normando.

»—Soy el más fiel de vuestros servidores —le respondí en la misma lengua—. Os he dado pruebas de ello a menudo. ¿Por qué me preguntáis algo así?

»—¡No me contestéis con una pregunta! No sois un magistrado ahora y menos aún un fiscal. ¡Sois mi vasallo y quiero que me respondáis como tal!

»Hinqué la rodilla en el suelo y, sin alzar el rostro, pronuncié con solemnidad estas palabras:

»—Juro sobre mi espada, ante Dios y Vuestra Gracia, que soy fiel a la Corona, más allá de mi voluntad y de mi vida, más allá incluso de las leyes.

»No se inmutó ante el despropósito. ¿Por qué habría de hacerlo? El poder ha de ser implacable con quienes lo adversan y mi radical declaración tenía el propósito de subrayarlo. Ambos sabíamos que los escrúpulos legales no son buenos consejeros y que todo príncipe cristiano no está obligado a observar las leyes cuando la observancia a las mismas implica ir en contra de los intereses del Reino. Así lo habían hecho sus antecesores y él no dudaría en hacerlo otra vez. Nunca faltarían razones, ni menos aún ingenio, para justificar algo así. Él conocía esa tradición y por eso se lo dije.

»—Alzaos, Charles. Excusad mis dudas. Sois mi confidente, mi faro y mi voz en el Parlamento. Pero he llegado a un punto en que no puedo fiarme de nadie. Menos aún de mis barones y consejeros. Son lenguaraces y torpes. Prefieren discutir los problemas a darles una solución. Y por más que les pido reserva, siempre hay fugas de lo que hablamos aquí. Y eso me desespera, Charles, me desespera. No hay peor cosa que dar poder a los mediocres, no digamos a los ilusos. Pero uno tiene que vivir con ellos porque son las especies que más abundan.

»El rey era un hombre lúcido. Conocía desde muy joven las ruindades y cautelas del poder. Pero yo no estaba muy de acuerdo en que el iluso fuera muy diferente al mediocre, pues ambos son manifestaciones del estúpido, el ser más peligroso y nocivo de la Creación. No dije nada para no matizar lo que acaso no necesitaba matiz y menos dar la impresión de que yo era un petulante. Así que opté por retomar al asunto de la desconfianza, que era lo que al parecer más le preocupaba ese día.

»—Comprendo, señor. Lealtad y deslealtad son inherentes a la condición humana.

»—Pero no se oponen, Charles. Son en realidad la misma cosa, dos rameras en el mismo lecho de quien sirve a la Corona. Lo descubrí a los diecisiete años, cuando expulsé del trono a mi madre y a su amante. La lealtad es hija de la conveniencia, y la deslealtad no es un acto réprobo, sino una necesidad política. Por eso un rey debe cuidarse de las alimañas que lo rodean. Peor ahora que el Reino es un cazo de leche en pleno hervor.

»— El campo es materia inflamable, alteza, no deberíais subestimar su ira.

»—Lo sé, lo sé. Campesinos, nobles, frailes, todos se han puesto en contra mía a causa de los nuevos tributos.

»El rey enderezó el cuerpo y, volviendo a fijar en mí sus azules e irritados ojos, dijo meciendo con suavidad la cabeza:

»—Este no es un crimen vulgar, Charles.

»—No podemos descartar la posibilidad de que sí lo sea.

»—Lo decís para tranquilizarme.

»—No, alteza. Ese paje es solo un imbécil que debió de perder los estribos porque Maud le rechazó.

»—No afirméis nada sin estar seguro.

»—Solo necesito algo de tiempo.

»Me miró con curiosidad.

»—¿Estáis bien, Charles?

»—Si, claro. ¿Por qué?

»—No tenéis buen aspecto.

»—Ha sido una larga noche, alteza.

»—Ya —suspiró.

»Volvió los ojos a una de las paredes pintadas y la detuvo en una escena del Libro de los Jueces.

»—¿Habéis oído hablar del juez Ehud?

»—No, alteza.

»—Apuñaló al rey del Moab y liberó a Israel de la amenaza filistea. Qué gran hombre. Qué grandes aquellos jueces que guiaron al pueblo de Dios y lo hicieron fuerte y poderoso.

»Hizo una pausa y desvió la mirada a ningún sitio. Conocía ese gesto. El rey sabía lo que quería decir, pero deseaba hacerlo con claridad.

»—Somos un reino pequeño de tres millones de personas… Y a propósito, Charles, ¿serán los reinos pequeños más difíciles de gobernar que los grandes?

»—Más ruidosos, tal vez, pero no más fáciles.

»—Sí, tal vez. Bueno, os decía que somos un reino con pocos súbditos, pero amenazado por las intromisiones y los ataques de vikingos, sajones y franceses. No seremos respetados por ningún reino cristiano hasta que el nuestro no se convierta en una potencia militar. Si no lo hacemos, Francia seguirá burlándose de los tratados y riéndose de nosotros. No soy ciego ni estoy sordo, conozco los problemas del nuestro. Nadie está seguro de sus bienes, de sus hijas o sus esposas. Salteadores y matones roban y asesinan a mansalva. Incluso hay caballeros y obispos que viven del bandidaje. Pero nadie quiere pagar impuestos para que nos respeten. Y yo ya no sé qué hacer con esa balumba de idiotas.

»El rey se pasó con suavidad una mano por su picuda barba antes de decir:

»—Jasón erró su destino, mi querido Charles. El cordero que buscaba no estaba en la Cólquida, sino aquí. El vellocino era una humilde oveja de nombre Ryeland y su lana, el tesoro que todos pretenden. Flandes, Florencia, Alemania, pagan fortunas por ella. No por las especies de Persia, el algodón de Siria y Egipto o las pieles y la seda que llegan de Oriente, sino por la lana de esa oveja oronda y pequeña. La vida y el bienestar de señores, esquiladores, hilanderos, lavadores, banqueros, exportadores, tejedores, artesanos de la vestimenta, las calzas, los tapices, los hábitos religiosos, las mantas o el fieltro, se lo deben a esa ovejita. Podríamos ser el Reino más rico y poderoso de la Cristiandad, pero no. Su pueblo, sus nobles y sus monjes son tan ciegos y mezquinos que no quieren entender la importancia de ganar esta guerra. Su horizonte no va más allá de los confines de sus señoríos, sus conventos o sus burgos. No comprenden que, si no derrotamos a Francia, no habrá gloria ni grandeza para este Reino.

»—Carecen de vuestra visión, alteza. Incluidos vuestros consejeros, si me permitís decirlo.

»—Mis consejeros son a menudo más un fardo que unas andas. Por eso os he dado una autoridad inédita. Yo soy el rey, pero vos sois el brazo de mi justicia. Y quiero que actuéis en este asunto como Ehud, quien más que un juez, era un ejecutor de la voluntad divina. Me entendéis, ¿verdad, Charles?

»—Desde luego, alteza.

»—Lo de ejecutor, quiero decir.

»—Por supuesto, alteza.

»—Fue la voluntad de Dios la que absolvió a Ehud por matar al rey moabita. Y lo mismo exijo de vos, Charles. No cuestionaré vuestros métodos. Solo os pido que me traigáis al asesino de Maud Shelley antes del 29 de junio. Venid a verme en cuanto sepáis el resultado de la autopsia. No tendréis que hacer antesala, os recibiré sin demora.

»—Confiad en mí, alteza. Me dedicaré en cuerpo y alma a este asunto.

»Hice una reverencia y tomé el camino de la puerta con la impresión de que las figuras del Antiguo Testamento pintadas en las paredes me animaban. Fueran reyes que gobernaron como jueces o jueces que actuaron como reyes, todos parecían recordarme que no había habido príncipe en la historia que no hubiese legitimado un mal menor si con ello alcanzaba un bien mayor. Y el mal menor era, en mi caso, el paje. Conque no perdería el tiempo haciendo investigaciones innecesarias que pudieran obstaculizar la rápida solución del caso. Ni el Antiguo Testamento ni aún la misma naturaleza objetaban sacrificar al individuo, cuando el fin es preservar la especie. Pregúntese al pastor si estaría dispuesto a ceder un cordero con tal de salvar el rebaño. O al jugador de ajedrez sacrificar la dama para proteger al resto de las piezas. Hasta el mismo Dios sacrificó a su hijo para salvar a la humanidad. De forma que, si el paje era inocente, que lo fuese. También Jesucristo lo era y fue inmolado por su Padre. Y no por capricho, sino para conseguir el mayor bien de todos: salvar a la humanidad. La peste se había llevado consigo tres millones de personas. ¿Habría sido justo sacrificar a una de ellas con tal de salvar al resto? Por supuesto que sí. Solo un estúpido aceptaría el angélico disparate según el cual quien salva una vida, salva a la humanidad. ¿Quién no preferiría mil veces conservar al género humano al coste de una sola vida? Lo propio de la ley natural no es preservar el individuo, sino la especie. Y si esa es la ley natural, la ley de Dios, ¿cómo no va a serlo también la de los hombres? La gente que se cree compasiva, pero que en realidad solo tiene lana en la cabeza, no entiende que la justicia debe elevarse en estos casos por encima de las leyes terrenales y que, cuando la anarquía, que es la injusticia mayor de todas, amenaza destruir un Reino, el sacrificio del uno es la imprescindible catarsis para que se salve el todo.

»Mi obligación como juez era descubrir la verdad y hacer justicia, sí, pero mi prioridad era servir a los intereses del Reino, calmar al rey y a la Corte e imponer al asesino un castigo ejemplar. No negaré que mi corazón estaba henchido de rencor por el crimen, pero eso no debilita mi argumento. La vindicta pública restablece el orden, refuerza las jerarquías, calma los espíritus alterados por el delito, redime a la comunidad de sus miedos y la hace sentir sana y salva. ¿Y qué supone sacrificar un cabrito, como bien sabían los levitas, ante un bien tan valioso para la tribu?

»Ejecutar al bastardo, en suma, era la decisión debida. Sin averiguaciones y sin pérdidas de tiempo. Más de cien personas lo habían visto asesinar a Maud Shelley. ¿Qué más pruebas se necesitaban para llevarlo a la horca? El camino a seguir estaba claro. Toda la cuestión residía en averiguar dónde se escondía el maldito.

»Mediaba ya la mañana cuando abandoné el Salón Pintado. En la puerta me esperaba Richard Irlonde, el cirujano del rey. No hizo intención de detenerme. Se limitó a ponerse a mi lado y a caminar rápidamente junto a mí en dirección a Westminster Hall.

»Los médicos no son mejores que los vendedores de pócimas y ungüentos. De lo que dicen, la mitad es impostura y la otra mitad, especulación. Pero Richard Irlonde era diferente. Conocía los tratados de medicina de Esculapio, Galeno y Gilbertino, había estudiado cirugía en Avignon, con el gran Guy de Chauliac, y la había practicado en Córdoba, en la escuela de Avenzoar y Abucasis. Era de baja estatura, lo que le había llevado a caminar con el mentón enhiesto y la espalda arqueada hacia atrás. Y como tenía barbilla pequeña, o mejor dicho, como no tenía barbilla, pues la sotabarba le bajaba en línea recta del mentón a la garganta, daba la impresión de caminar como un pavo bajo palio. No era mala persona, pero tenía un grave defecto: se metía donde nadie le llamaba y siempre quería saber más de la cuenta.

»—¿Cómo os fue?—me preguntó.

»—Bien, normal.

»—No son sinónimos, señoría.

»—Si vos lo decís.…

»—El rey no está bien de salud, os lo aseguro. Ese humor, esos ojos enrojecidos…

»—Yo lo veo como siempre.

»—Cualquier día nos da un susto.

»—Dios no lo quiera.

»—Veo que sois hombre de fe.

»—No tanto como vos.

»Irlonde acusó la pulla con una sonrisa.

»—Entre religión y ciencia hay una relación conflictiva —dijo—. La ciencia desafía con sus hallazgos los postulados de la religión, y la religión se defiende imponiendo limitaciones a la ciencia. Pero eso no significa que no sea un hombre de fe.

»—¿Entonces por qué os molesta tener que pedir permiso al obispo para practicar una autopsia?

»—No me molesta hacer la gestión. Me molesta el hecho de tener que pedir permiso. ¿Cómo puede prosperar la vida, si se nos prohibe practicar disecciones para conocer las causas de la muerte? Peor si se trata del cuerpo de una mujer. Los obispos temen que en su interior descubramos el origen de la vida.

»—Exageráis.

»—Ni tanto así, señoría. Temen que, si los médicos estudiamos a fondo el útero femenino, acabaremos por averiguar el secreto de la vida, y que eso los deje en la calle. Pero olvidemos el pleito. ¿Estaréis el resto del día en Westminster?

»—Podréis localizarme a cualquier hora en el Tribunal del Rey.

»—Os mandaré aviso en cuanto tenga la autorización de la autopsia.

»—Cuento con ello.

»—Gracias, señoría. Hasta más ver.

»Quienquiera que se acercara esa mañana al imponente edificio de Westminster Hall habría tenido graves dificultades en atravesar el enjambre humano que se agolpaba a sus puertas. Una larguísima fila de acusados aguardaba turno encadenados por los pies y, en el interior del edificio, no menos de una docena de escribanos, inclinados sobre rollos extendidos encima de las mesas de trabajo, levantaban testados y actas y redactaban sentencias. Pero con todo y el esfuerzo de tan dedicados funcionarios, me había sido imposible poner al día la interminable lista de asuntos que requería la justicia.

»Por entre aquel barullo de gente vi venir a mi encuentro a un mensajero del Tribunal del Rey.

»—La marea subirá a las doce y quince, señoría —me dijo muy estirado, muy serio, como si se tratara de un mensaje de gran transcendencia.

»—Gracias, Stephen —contesté.

»Viejo empleado del tribunal, Stephen estaba acostumbrado a la rutina de los mensajes cifrados, los sobreentendidos y el lenguaje por señas, sin importar que sus fórmulas parecieran a veces risibles. Sabía que todo mensaje que se le pedía entregar era importante. Pero este superaba en relevancia a cualquier otro que pudiera llevar o traer ese día: Brendan Brewster tenía información sobre el crimen de Maud Shelley y me lo hacía saber con una clave convenida entre ambos».