V. Queso, lana y camomilas

Me cuesta ser indulgente con aquel jovencito que pensaba que las yeguas las fecunda el viento. Nos miramos uno al otro y no nos reconocemos. Somos dos perfectos extraños que únicamente tienen en común la memoria del escaso tiempo que vivimos juntos.

En cambio admiro en su justo valor a la persona que empezó a surgir en mí aquella mañana de junio cuando, luego de una noche en la ciénaga, crucé la Puerta de los Traidores. No hay hombre que no haya vivido esa suerte de epifanía en la cual descubre que ha dejado de ser quién era. Pero a diferencia de los que se percatan de ello muy tarde, yo sí puedo dar fe de la hora precisa en que empecé a apartar de mis ojos los velos que cubrían el mundo y a aceptar el hecho de que este no era ni de lejos lo que yo me suponía.

Mi vida había cambiado de repente, para mal, sobra decir, y no tenía idea de hacia dónde habría de conducirme. Así y todo, sentía dentro de mí la energía y el coraje suficientes como para enderezar el rumbo que el destino pretendía imponerme por capricho. En mis venas latía el pulso de una persona distinta a la que había sido hasta entonces y eso se traduciría en decisiones y actitudes que nunca hubiese pensado se me podían ocurrir.

De momento, no podía ir a la bodega de mi padre, pues estaría vigilada, pero necesitaba urgentemente hablar con él. Sin su ayuda, caería más temprano que tarde en manos de la justicia. Así que encaminé mis pasos a la casa de la tía Edith, prima de mi madre, quien vivía enfrente de la iglesia de San Olave. Se me había ocurrido un plan y ella era la persona más indicada para llevar el mensaje a mi padre.

La tía Edith era aún joven y bonita. Hablaba demasiado a veces, pero su buen carácter encantaba a todo el que la trataba. El único lastre de su vida era el tío James, quien paraba poco en casa, pues viajaba con frecuencia a Cheshire, Worcestershire y la costa de Vizcaya, donde se aprovisionaba de sal para luego venderla en las panaderías de Bread Street. «En qué hora se me ocurrió casarme con él, decía, ay de mí, ¿por qué será pecado el amor?» La tía exageraba, desde luego. El tío James era un buenazo y ella, una mujer devota que había peregrinado a Canterbury, Roma y Santiago de Compostela. Pero eso no le impedía alegar que, a la mujer que no tuviese los favores naturales del esposo, se debería autorizar a tener cuantos hombres quisiera y a la hora que quisiera.

Fuera de esas protestas, más aparatosas que genuinas, nunca la vi arrugar una ceja ni hacer a nadie un mal gesto. Muy al contrario, siempre estaba de buen humor y dispuesta a ayudar a los demás. Sentía por mí un cariño nada común, más hondo creo que el de mi madre. Me había tenido en sus brazos de recién nacido, cosa que me recordaba a cada poco, y venía a mi casa con frecuencia con el único propósito de verme.

Aquella mañana, empero, no pudo besarme ni abrazarme al reparar en las trazas con que me había presentado: las calzas desgarradas, los zapatos cubiertos de lodo, el rostro cruzado de arañazos. Cuando le conté lo que me había ocurrido, su sorpresa se convirtió en alarma. Le juré que era inocente y que estaba allí para pedirle que llevara un mensaje a mi padre. No podía deambular por la ciudad y correr el riesgo de que me detuvieran. Todo cuanto necesitaba era algún dinero para escapar a Dover, de allí a Calais y luego desaparecer en Francia por un tiempo mientras se aclaraban las cosas, si es que algún día llegaban a aclararse.

Me escuchó con atención, sin alterar su gesto, a toda hora feliz, y cuando terminé de contarle mi aventura me colocó sus manos en las mejillas con parecida ternura a la que me había mostrado siempre.

—No he hecho nada malo, tía —dije a punto de llorar—. Soy inocente, lo juro.

No preguntó ni hizo comentarios sobre la tragedia que acababa de referirle. Solo me dijo que olía a los meados que caen del Puente de Londres al río y me obligó a bañarme en una tina de madera y a comer unos huevos revueltos con salmón.

—El ánimo no se eleva, si la carne no se nutre —me dijo.

Con mi vida hecha cenizas, nada en ese momento podía consolarme tanto como aquel rocío de afecto. Era la mayor virtud de la tía: no juzgar, sino entender, sanar el ánimo lacerado, auxiliar sin pedir explicaciones. Ella lo hacía todo así, con espontánea piedad, sin sombra de interés o suspicacia. Había nacido para entregar su corazón a los demás. Y nunca mientras vivió dejó de hacerlo.

Se vistió de punta en blanco para ir a ver a mi padre y contarle mi plan. Me señaló el cuarto donde yo había dormido no pocas noches y, dándome un beso en la mejilla, dijo:

—Duerme todo lo que puedas mientras vuelvo.

Las campanas de San Olave y el trasteo de trajinantes y caballos sobre el empedrado me impidieron descansar como hubiese querido. Dormitaba a trechos breves y despertaba a cada poco para volver a sumergirme en una inquieta duermevela. Al cabo de un rato decidí levantarme a buscar un libro por ver si así conciliaba el sueño.

El tío James tenía una bonita colección en la que estaban Los viajes de John Mandeville, donde su autor aseguraba que la tierra era redonda y describía países lejanos donde hacía calor en invierno y los tréboles tenían cuatro hojas. Y años antes me había regalado una copia del lastimero poema llamado Pedro el Labrador. Triste es perder lo poco que se tiene, se lamentaba el infeliz, y ver cómo el oficial del grano, el de la justicia o el guardabosques te confiscan el poco dinero que ganas, en tanto nobles y frailes se pasan el día holgazaneando y comiendo a costa nuestra. Fue allí, en aquella casa, donde yo empecé a mantener silenciosas conversaciones con los hombres más ilustres de otras eras, como Ovidio, Séneca o Virgilio, y contemporáneos como Boccacio, Petrarca, el Dante o Guillermo de Ockam, quien decía que, en igualdad de condiciones, la respuesta más sencilla suele ser siempre la correcta, principio por el que me he guiado muchas veces en la vida y del que ahora no estoy tan seguro.

Culto, mundano y viajero, así era el marido de la tía. Dudo haber querido a mi padre tanto como quise a aquel hombre flemático, de vida inquieta, aire jovial y abundante abdomen. De un tipo, una mujer, una flor, hacía un pareado, si no una parodia, y de cualquier palabra que atrapaba, una fiesta.

—¡Los libros, los libros! —me decía con afectuosa convicción—. En ellos encontrarás todo cuanto necesitas saber. Pero has de aprender a elegirlos. Los hombres y los libros se parecen en que los hay buenos, malos e inútiles. Procura evitar que los inútiles te hagan perder el tiempo y que los malos se inmiscuyan en tu vida.

Abrí los ojos de golpe, sin saber bien dónde estaba, y levanté la cabeza de la historia de Eloísa y Abelardo, el relato del más puro amor de los amores, sobre cuyas páginas me había quedado traspuesto. La tía me había despertado con unos golpecitos en el hombro y se dirigía ahora a mi cuarto hablando sin parar. Una vez allí, empezó a moverse de una silla a la cama y de la cama a la silla, mientras colocaba y ordenaba la ropa limpia que le había dado mi madre para mí.

—Han detenido a una docena de sospechosos y se los han llevado a la prisión de Clink para verificar su identidad —decía—. Todo el mundo vigila a todo el mundo y he sabido que han puesto precio a tu cabeza. A la mayoría, eso sí, les regocija que te hayas escapado y les divierte la posibilidad de que la justicia no te atrape. La ciudad está revuelta, pero tu padre ha dispuesto todo para que puedas huir esta noche, aunque no a Dover. Ya sabes cómo es. Le gusta hacer las cosas a su modo. Pero puedes estar tranquilo, saldrás con bien de este apuro, ya verás. De niño, cuando oías ladrar a un perro, abrías mucho los ojos y me decías ¡guau, guau! Y yo pensaba para mí, este sobrino mío será un día un hombre notable. Todavía creo que lo seas. Te he traído esta ropa limpia y he mandado quemar la que traías puesta. Por si acaso. Aquí están unos botines de cuero y unas calzas de lana nuevas. Y tu capa de Flandes. Te hará falta para el frío. Arréglate rápido. El barco sale a las nueve, con la pleamar, y tienes que presentarte en el muelle de Billingsgate dentro de una hora.

—¿Y Raff?

—Ya te está esperando a la puerta.

Me vestí lo más aprisa que pude y cuando salí al vestíbulo, vi a mi tía esperando con un gesto diferente al habitual. En ese momento pensé que no volvería a verla. Y ella debió de pensar lo mismo porque inesperadamente se echó a llorar. Nunca la había visto derramar una lágrima. Sollozaba con la mirada puesta en las pulidas lajas del suelo, para no dirigirla a mí, y su pecho se estremecía con ahogados sollozos.

La abracé y la besé, y ella reaccionó como lo hacía siempre, con aquella actitud hacendosa y optimista que quitaba hierro a los trances más difíciles.

—Vamos, vamos, no hay tiempo que perder —dijo tomándome de un brazo y llevándome a la puerta.

Abrió y asomó la cabeza con precaución. No había nadie en la calle, salvo Raff y su carreta de cuatro caballos sobre la cual, atadas con sogas, se alineaban algunas barricas vacías.

Raff Godfree era un viejo empleado de mi padre que repartía vino en las tabernas y las tiendas de Cheapside. Salía cada mañana con las cubas llenas y regresaba al final de la tarde con otras tantas vacías. Más flaco que una vara, siempre tenía algo en la boca, siempre estaba masticando algo, pero solo Dios sabe por qué sus carnes no lo aprovechaban. Tenía una úlcera en la espinilla que no le dejaba vivir y sabía algo de cocina (su pastel de pollo no era malo). Podía identificar con los ojos cerrados cada taberna de la ciudad solo probando su cerveza y, cuando estaba bebido, le daba por hablar un latín macarrónico que solo él entendía.

—Raff ha cubierto el pescante con la manta, como me dijiste —murmuró en mi oído la tía—. Corre rápido hacia allí y escóndete bajo el asiento.

Sin volverme para mirarla, porque entonces habría sido yo quien se hubiese echado a llorar, subí de un salto a la carreta, pero antes de acurrucarme bajo el banco, le envié con los dedos un último beso.

Siempre llevaré en mi memoria su sonrisa, su blanquísima toca de lino, sus medias de color añil y su paternóster de ámbar colgado al cuello. Murió muy joven, como las hadas, pero siempre habrá para ella un lugar en ese rincón donde guardo mis más queridos amores.

El viaje fue breve, pues la casa de mi tía no estaba lejos de la esquina de Kirton Lane con Thames Street, que era donde se alzaba la bodega de mi padre. La fachada, como casi todas las vinaterías de Londres, estaba cubierta de hiedra, y frente a la puerta, tal como yo sospechaba, había dos alguaciles que vigilaban la entrada y salida de personas, caballos y carruajes.

Pero ni Raff ni la carreta llamaron su atención, pues solo alcanzaron a ver la rutinaria descarga de unas barricas vacías que fueron llevadas rodando hasta el interior de la bodega. Concluida la operación, Raff condujo la carreta al patio que miraba al Támesis, a espaldas del edificio, y levantando la manta que cubría el pescante me dijo que el peligro había pasado.

Mi padre y mi madre me esperaban con mal gesto. Yo confiaba que mi padre entendiera la situación en que me encontraba, pero solo hizo lo que la mayoría de los padres hacen cuando el hijo varón no responde a lo que se espera de él. Cuando quise abrazarle, alzó una mano con ademán obispal y, frunciendo el ceño, me espetó estas palabras:

—Has arruinado mi nombre, mi negocio, mi vida, la de tu madre, la tuya. ¿Qué es lo que voy a hacer contigo?

—Pero, padre, soy inocente, yo no…

—¡Silencio, que te estoy hablando! ¿Es que no puedes hacer nada a derechas? ¿Qué tienes ahí metido? —dijo, apuntando con un dedo mi frente—. ¿Repollo picado, leche agria, cagarrutas de oveja?

Mi padre era muy creativo a la hora de ofender, pero, ¿qué se supone que uno debía tener en la cabeza a mi edad? ¿La Summa Theológica? ¿Las obras completas de Plauto? ¿Un tratado de Maimónides?

—Ahí lo tienes —agregó con desprecio, volviéndose a mi madre—, tan tranquilo, como si la cosa ni fuera con él.

Mi madre no respondió. Obviamente estaba de acuerdo con lo que mi padre decía y así, observándome con gesto inexpresivo, se habría de mantener el tiempo que duró la bronca.

—¿De qué han servido mis sacrificios para que fueras un hombre de bien y un caballero?

—Padre, yo no he asesinado a nadie, os lo juro —me atreví a decir—. Alguien quiere incriminarme.

Se negó a escucharme. Nunca lo hacía. En su vida solo existían él y su bodega de vino. Ellos (el vino y él) eran la sustancia de su ser. Los demás no éramos otra cosa que accidentes.

—¡Vete lejos de mi vista! —bufó—. Escóndete en la bodega de atrás y no salgas de ahí hasta que vayan a buscarte.

No quisiera criticarle demasiado. El sheriff de Londres había hecho un registro esa madrugada, la casa y la bodega estaban patas arriba y hasta le habían prohibido descargar un barco con vino recién llegado de La Rochelle. De ahí su reticencia a creer que yo fuera inocente. Su actitud, de otra parte, no suponía para mí sorpresa alguna. Mi padre pensó siempre que yo andaba con la cabeza a pájaros, que escribir rimas era oficio de cantamañanas y que, de seguir por ese rumbo, no sería en la vida más que un silbante y no el caballero cristiano que deseaba que fuese. Y eso me rompía el corazón, pues yo me esforzaba muchísimo por que se sintiera orgulloso de mí. Pero mi padre era de esos hombres que ven en el hijo un rival, no un seguidor o un complemento. Tantas veces me increpó y me sonrojó sin motivo que esta es la hora en que, inexplicablemente, me suelo increpar por la más mínima falta en que incurro como un modo de compensar, digo yo, su ausencia.

Lo más triste de todo, sin embargo, es no poder decir que fue mi mentor. Me enseñó muy pocas cosas y nunca pude establecer con él ese lazo de complicidad y afecto que yo tanto deseaba. Mi padre aspiraba tan solo a que, por medio de mí, su apellido brillara en la Corte, pues, siendo un mercader de vinos, vivía obsesionado con el estigma de su origen plebeyo. De ahí que me enviara muy joven a la Corte del príncipe Lionel, por más que el ascenso —primero paje, escudero después y por último, caballero armado al servicio del rey— fuese tan largo como inseguro.

—Tal vez en la otra vida todos seamos iguales —mascullaba—, pero, en esta, los hombres se dividen en tres clases: los que guerrean, los que rezan y los que trabajamos para dar de comer a los que rezan y guerrean. Y yo no quiero que tu vida sea como ha sido la de mi padre y la mía.

Dicen que un hijo jamás llega a amar a su padre como este lo amó a él. No es verdad. No al menos en mi caso. Yo siempre quise hacer ver al mío que, aunque me gustara escribir y viajar y todo eso, podía ser un hombre como Dios manda, y sobre todo demostrarle que le quería mucho.

Nunca me dio la ocasión y, aunque acaso también él me amaba, nunca supo demostrarlo.

En cuanto a mi madre, ¿qué decir? Siempre la sentí lejana, tanto como ella lo estaba de mi padre, quien, en su lecho de muerte, miró a mi madre a los ojos y le dijo sin aliento casi:

—Agnes, Agnes, ¿qué va a ser ahora de ti?

Mejor que no lo haya sabido. Apenas se habían apagado los cirios del funeral, mi madre se casó con otro vinatero. Tomó para sí todo lo que mi padre había dejado y no recibí un penique de ella.

Pero volviendo a mi fuga, debo decir que mi padre la había organizado a su antojo. ¿Cómo iba a aceptar mi plan, si no aceptaba mi afecto? No iría a Calais ni a Dover, me dijo en tono seco y desabrido. Partiría esa noche hacia Wallingford, río arriba, para esconderme en la hacienda de Reginald Underhill, un mercader y ovejero amigo suyo que exportaba lana a Flandes y Florencia. Me entregó una bolsa de monedas y una carta para Underhill en la que le explicaba someramente los motivos de mi viaje y le rogaba que me ocultara en su propiedad unos días. El capitán del barco atracado a poca distancia de casa tenía instrucciones sobre cómo ayudarme, agregó. Por último me informó que pensaba ir a hablarle al rey y que, en cuanto tuviese noticias, me las enviaría con un mensajero.

Así lo había dispuesto y así se habría de hacer. Sin embargo, no estaba yo convencido de que su plan funcionara. Era demasiado ingenuo, por no decir insensato. Mucho más que escapar a Dover y de allí a Calais, como yo le había propuesto. En cuanto a su seguridad de obtener el favor del rey, eso eran otros diez peniques. Un escándalo como el de la noche antes no tenía la menor probabilidad de obtener la benevolencia real.

Pero no comenté nada ni le llevé la contraria. No habría sido agradable. Facilitar mi huida era algo que estaba obligado a hacer como padre, mas no porque creyera que yo decía la verdad. De ahí que nuestra despedida se limitara a unas frías instrucciones y un adiós sin emoción.

Y todavía me duele.

Caía una fina llovizna cuando la carreta de Raff, cargada con tres cubas de vino, abandonó la bodega en dirección al muelle de Billinsgate. La calle estaba oscura y el piso emporcado con raspas de bacalao, hojas sucias y cabezas de salmón. Un empleado de la bodega iba sentado junto a Raff en el pescante, y otro atrás, cuidando las cubas. Yo seguía a los tres al paso, asido a uno de los estacones de la carreta, con la capucha hasta la nariz y la mirada en el empedrado.

Cerca del embarcadero, divisé una línea de hombres armados que custodiaba el acceso de bultos y personas al muelle. Al verlos, me asaltó de nuevo la intención de huir, pero, haciendo de la necesidad virtud, continué con la mano aferrada al estacón hasta que se detuvieron los caballos.

Raff entregó al funcionario de la Aduana Real los documentos de embarque del vino que mi padre enviaba a Windsor y a Henley, mientras uno de los alguaciles se subía a la carreta y golpeaba las cubas. Tras comprobar que estaban en efecto llenas, se volvió hacia mí, me alzó la barbilla con el pomo de la alabarda e ignoro qué fue lo que vio. La luz era escasa a esa hora y solo una que otra antorcha iluminaba el hollín de la noche. Quizás fue tan solo una rutina, pues con gesto displicente indicó a su compañero que todo parecía estar en orden.

El viejo Raff hizo girar los caballos y la carreta quedó colocada en posición opuesta a la dirección de la que habíamos venido. Los bodegueros colocaron dos tablones en el borde de la parte trasera y procedieron a bajar las cubas. Una vez en el empedrado, cada uno de nosotros tomo una y comenzamos a rodarlas hacia la embarcación atracada en el muelle, una coca de pequeño tamaño y aparejo elemental, con una vela cuadrada toda percudida y mugrienta.

No era Billingsgate un lugar para espíritus refinados. La precaria luz de las antorchas convertía las personas en una sombra de gente sospechosa y hostil, entre la que se contaban vendedores de baratijas, músicos ambulantes, juglares, truhanes, merceros, prostitutas, tintoreros y gentes de parecido pelaje que se dirigían a los burgos del norte con el fin de hacer su agosto en el tiempo de la danza y la cosecha.

Cerca de la embarcación alcancé a ver dos ruedas descomunales unidas por un eje y atendidas por cuatro hombres, dos en cada una de ellas.

Era la polea del muelle.

Enrollada al eje del ingenio había una soga muy gruesa que ascendía hasta el vértice de una armazón de madera en forma de triángulo isósceles inclinado sobre el río. En la socarrona opinión de mi padre, el artilugio estaba allí desde los días de los romanos. Se utilizaba para carga y descarga de bultos pesados y sus agudos chirridos se podían oír hasta en mi casa.

A poca distancia de la polea había una pila de cajas que parecían a punto de desplomarse y de las cuales llegó hasta mi nariz un fuerte olor a camomila y a queso de oveja. Los operarios anclaron el gancho de la polea en una de las cajas y la comenzaron a elevar para moverla al barco, en tanto nosotros empujábamos las cubas hasta los tablones que unían el muelle con la barcaza, la cual tenía por nombre Magdalena. Allí, un hombre vestido con ropa ordinaria, tez curtida, barba ancha como una azada y daga en el cinturón, se acercó disimuladamente a mí y, con acento de Darmouth, me dijo en voz baja:

—Soy el capitán Reginald Kindelan. Vuestro padre

me ha pedido ocuparme de vos. El caballo para vuestro viaje a Wallingford está ya a bordo. Seguid rodando la barrica y, una vez en el barco, quedaos allí. ¿Alguna duda?

—No, señor, ninguna.

Como la mayoría de los marinos de los muelles, debía de ser buen bebedor, buen ladrón, buen navegante y buen conocedor de cuanto puerto se extendía entre la isla de Gottland y el cabo Finisterre. Pero su mayor sabiduría debía de radicar en el conocimiento de las fases de la luna, las mareas del Támesis, el variable caudal del río y, sobre todo, la altura entre el lecho de este y la quilla de la coca. Pese a que el Magdalena era un barco de poco calado, había bancos traicioneros que lo podían encallar.

Hice rodar la cuba hasta el castillete de popa, debajo del cual había un pesebre con dos caballos y un espacio adicional donde se apilaban ollas de cobre, mantas, delantales de cuero y cajones de sal. A la huella de los dos empleados de mi padre, seguí empujando la barrica y la puse en pie justo en el sitio donde ellos habían dejado las otras dos.

Volví con aprensión la vista al muelle y, no es dármelas de profeta, pero lo que me había venido temiendo ocurrió. Dos alguaciles se habían acercado a la borda de la coca y observaban con atención los movimientos de los empleados de la bodega y míos, esperando, supongo, a que los tres regresáramos al muelle.

Ese era el plan de mi padre: que yo me quedara en el barco mientras los dos bodegueros regresaban a la carreta de Raff junto con algún marino. Se suponía que nadie se percataría de ello, debido al número de personas que se movía entre el muelle y la embarcación.

—Se darán cuenta —le había dicho a mi padre.

—Tú qué sabes —replicó.

Los dos empleados de la bodega iniciaron el regreso al muelle y por unos instantes no supe qué hacer. Si me quedaba en el barco, levantaría las sospechas de los alguaciles que observaban nuestros movimientos. Y si regresaba al muelle, ya no podría volver a la coca. Estaba como Jonás, atrapado en una ballena panzuda que flotaba sobre el Támesis y no pude por menos de concluir que el plan de mi padre había sido tan pueril como inútil.

En eso oí un rumor.

Alcé los ojos a la polea y vi que la caja que los operarios habían suspendido con un gancho oscilaba peligrosamente en el aire y que, con cada movimiento pendular, se acercaba más y más a la pila mal estibada que se alzaba a pocos pasos.

Los que se habían dado cuenta del peligro, temían lo peor, de ahí el murmullo. Todos tenían la mirada puesta en la oscilante caja, la cual observaban, alelados, como si se tratara de un acróbata.

En una de sus violentos bamboleos, la caja golpeó la estiba mal dispuesta y ésta se vino abajo con un sonoro crujido. Las maderas de algunos de los embalajes se abrieron y de su interior salieron rodando y saltando sobre el empedrado varios quesos sobre los cuales se arrojó la chusma sin pensarlo dos veces.

Un empleado de la Aduana Real se acercó al lugar del estropicio. Y supongo que se sorprendió, pues en las cajas que se habían roto al caer no había queso, sino vellón recubierto de olorosas margaritas.

Al ver la lana, el funcionario comenzó a dar gritos. Los alguaciles que estaban a la entrada del muelle corrieron al lugar e hicieron un círculo en torno a las cajas con gesto de aves de presa. Los demás se volvieron a la multitud y, con las picas en ristre, comenzaron a arrinconarla contra el muro sur, donde se encontraban la cárcel y las dependencias del muelle.

Ante el acoso y los gritos de los guardias, dos hombres corrieron a la orilla del embarcadero y se arrojaron al Támesis. Varios alguaciles, entre ellos los que vigilaban la coca, se descolgaron con celeridad en una de las barcas amarradas al muelle y, portando algunas antorchas, comenzaron a bogar tras los fugitivos que nadaban hacia el pantano de Lambeth.

La persecución fue muy breve. Solo momentos después eran alcanzados por los hombres del sheriff, quienes apalearon a los fugados con los remos, los tomaron por los brazos y los arrojaron como gallinas mojadas al sollado de la lancha.

El capitán del Magdalena se volvió a los viajeros que habían corrido a la borda de proa para observar desde allí la cacería y, moviendo la cabeza, murmuró:

—¿A quién se le ocurre contrabandear lana en las mismas narices del rey?

Y haciendo sonar con vivacidad y brío la campana del barco, gritó:

—¡Soltad amarras, izad la vela! ¡Nos vamos!

Los marineros apartaron los tablones tendidos entre el muelle y el barco. Una leve brisa tensó la vela y, cuando la coca quedó libre de amarras, comenzó a alejarse de Billingsgate, río arriba, muy despacio, acunada por un suave balanceo.

Tuve un sobresalto y miré a mi alrededor. Los empleados de la bodega de mi padre ya no estaban en cubierta. Se habían escabullido de la coca en el tiempo que había durado el incidente.

—Sois un hijo afortunado —murmuró el capitán cerca de mí.

Lo había dicho sonriendo, pero con la mirada puesta en el muelle donde, envuelto en una capa que le llegaba a los tobillos, distinguí la imponente figura de mi padre. Cerca de él, sentados en la peana de la polea, los operarios del artefacto observaban con expresión beatífica el estropicio de cajas, queso y camomilas esparcidas por el muelle.

—Hago negocios con vuestro padre desde hace muchos años —dijo el capitán— y nunca deja de sorprenderme su astucia para estas cosas.

Una oleada de calor ascendió a mis mejillas y, no sin turbación, hube de admitir que el plan de huida preparado por mi padre no era tan majadero como yo pensaba, y en su gesto, con el que parecía decirme para que aprendas, adiviné que debía de estar muy complacido por la maniobra de distracción que había ideado para ayudarme a escapar. Pero por más que él me viera seguro y a salvo camino de Wallingford, yo me sentía en la barca de Caronte, navegando hacia el mundo de los muertos.