I. A mi danza venid los mortales

La primera vez que me llamaron hombre fue con ocasión de un homicidio por el que un juez rencoroso pretendía colgarme sin causa ni juicio en las horcas de Tyburn. Testigos, eso sí, no le faltaban. Más de cien personas habían presenciado la escena y, entre gritos y aspavientos, alentado al mal nacido a que me llevara al cadalso. Y no es que matar fuera algo que yo no supiese hacer. Mi padre me había obligado desde niño a ser diestro con las armas. Quien no sabe despacharse a un cristiano, decía en lengua de mercader, no podrá ser nunca un caballero. Y él quería que yo lo fuese. De manera que, sí, es verdad, yo sabía cómo usar el arco, el puñal y la espada. Pero ni había asesinado a nadie ni me veía aún como un hombre. Quiero decir, sazonado y de una pieza. Y si el insidioso juez me adjudicó ese título no fue para esponjar mi vanidad de muchacho, sino para justificar su veredicto y ahorcarme, aun siendo yo más inocente que una escoba.

La muerte reclamaba así mi corta vida, tal y como como lo había venido haciendo desde los días de la peste, por más que hasta entonces se hubiese limitado a acecharme en las sombras, sin decir palabra ni mirarme a los ojos, lo mismo que hace ahora cada noche cuando, con mi edad y mi tiempo ya cumplidos, oigo su respiración alrededor de mi cama. Incluso me había hecho a la idea de que, llegada la hora del fatal suspiro, se aparecería ante mí con las fachas de esa esquelética solterona de cabellos ralos y alegría grotesca que danza en las láminas de los libros y en los muros de los templos.

No fue así, para mi sorpresa. Aquella noche, la muerte se mostró ante todos —juez, testigos y asesino— con el rostro de una bellísima joven llamada Maud Shelley, vestida del cuello a los pies con una túnica color malva.

Por lo demás, el crimen no tenía vuelta de hoja.

De hecho se había cometido a un paso de mí.

Literalmente.

Ocurrió en el palacio de Westminster, cierta víspera de san Juan, cuando la Corte celebraba con un gaudeamus la llegada del estío y el ágape había alcanzado el punto en que el vino suelta las lenguas y abre las compuertas de la euforia. Se podía apreciar en las risotadas de los comensales, su ruidoso parloteo, el entrechocar de platos y copas y el untoso aroma a cordero asado que llegaba hasta el vestíbulo donde, azorado e impaciente, un grupo de pajes y damas de compañía hacíamos tiempo para salir a bailar la saltarella. Nos separaba del salón de banquetes un grueso cortinaje carmesí, pero la pesada colgadura no evitaba que el bullicio acrecentara nuestra inquietud. Todos temíamos dar un traspié, equivocarnos en un giro u olvidar alguna estrofa.

Es tiempo de alegría, jovencitas.

Divertíos con ellas, jovencitos.

¡Oh, siento que arde en mi pecho

el fuego del primer amor!

Era el estribillo de la saltarella. Yo mismo lo había escrito. ¿Qué puedo decir como excusa? Ardores de la edad insípida, supongo. Y qué difícil es librarse de ellos. Todavía hoy se escabullen entre mis textos remilgos del vate a medio cocer que era yo por aquellas fechas.

Pero a fe que no había en el Reino intérpretes más idóneos que nosotros, seis ayudas de cámara y seis damas de la Corte en edad de aspirar y merecer. Ni tiempo ni lugar mejores para celebrar el principio del verano y de la vida. Ni menos aún motivos que nos hicieran pensar que aquel jubiloso baile, traído hasta nuestras costas por marinos napolitanos, se habría de convertir esa noche en atroz danza macabra.

Cuando el maestro de ceremonias apareció frente a la cortina, dio tres fuertes palmadas y todos corrimos hacia él. Y agrupados bajo la ojiva de piedra que abría paso al salón de banquetes comenzó el intercambio de pellizcos, roces y retozos con que solíamos desahogar la excitación de cantar y bailar ante la Corte. Éramos jóvenes, no ángeles, muchachos y muchachas en flor, expresión un tanto majadera pues, a decir verdad, la mayoría no habíamos rebasado aún la fase del capullo. Vivíamos, eso sí, la alborozada edad en que se advierten los irresistibles ramalazos del deseo. Y la cercanía corporal provocaba en nosotros ese turbador estado en que el miedo a salir a escena se traduce en picazón lasciva y revoltosa.

Nos ordenamos rápidamente por parejas, con Maud Shelley y yo al final de la fila. Maud era la viva estampa de la mujer tentadora que sonríe a los hombres cuando sueñan. Tendría tres o cuatro años más que yo y, entre todas las camareras reales, era la vibrante amapola que encendía el verdor cortesano. No era la única cursilería que se me había ocurrido escribir sobre ella. Tenía otras más inspiradas. Pero esta es la que mejor viene al caso, no solo porque la amapola simboliza la brevedad de la vida, y su contrario, el sueño eterno, sino porque, para mi horror y pesar, la metáfora habría de devenir un funesto vaticinio de lo que sucedería aquella noche.

Que tan bellísima flor encarnara tales augurios era algo que, sin embargo, me tenía sin cuidado aquellos días debido a que mi atención se centraba en otros afanes. El espigado y turgente cuerpo de Maud y la gracia de sus movimientos al bailar habían despertado en mí un desasosiego agotador. Vivía en un estado parecido al que todavía me acontece cuando, arrebatado por la compulsión poética, escribo durante horas sin conciencia de lo que ocurre a mi alrededor. Suspiraba por Maud, gemía por ella, vivía insomne a causa de ella. Y le recitaba elegías y madrigales en los que le suplicaba apiadarse de mí, los cuales ella escuchaba con pestañeos burlones y uno que otro puchero.

Nunca estuve seguro de conocerla bien. Su personalidad se me escurría como lluvia entre las hojas, pero nos acercaba el hecho de que actuáramos juntos para entretener a la Corte. Maud era una joven instruida en un entorno donde solo uno de cada cinco cortesanos sabía leer y donde escribir era un hábito más bien piadoso, propio de monjes y clérigos. Muy pocos leían libros en palacio; nosotros se los leíamos. Yo, mis poesías en voz alta, y Maud, historias de la Odisea, las cuales aderezaba moviendo con gracia las manos y abriendo con desmesura sus ojos de un azul oscuro semejante al de los arándanos de los caminos.

Maud se reía de mí y de todos. A menudo comentaba que no tenía intención de casarse, pues las mujeres solo venían al mundo a tener hijos. El solaz de la vida no es el matrimonio, decía, sino el amor, y en sus planes no cabía ser una perfecta casada, sino una mujer dichosa. Tenía por seguro que su atractivo le permitiría alcanzar destinos más altos de los que podíamos ofrecerle quienes solo aspirábamos a ser funcionarios de la Corona.

Tampoco yo pretendía ir más allá, como el aprendiz de caballero que era, formado en las virtudes de la cortesía, la modestia y el espíritu de servicio. Había aprendido a montar, a cazar y a combatir, pero deseaba concluir cuanto antes aquella tediosa etapa de mi vida que se ocupaba en hacer mandados, cuidar el vestuario del príncipe, llevarle la comida a la mesa, abrirle la cama por las noches o vaciarle el orinal al día siguiente. Deseaba viajar, conocer el mundo y, sobre todo, escribir. Me atraían la política, la diplomacia, el derecho, las ciencias naturales, la astrología, la navegación, la pintura, la juglaría. Sentía gran curiosidad por saber de estas y otras cosas y no habría soportado hacer únicamente una de ellas.

Pero de momento vivía obsesionado con Maud. Y ni siquiera sus declaradas intenciones de no casarse con nadie contenían mi desvarío. Era tal mi ofuscación que habría sido capaz de matar por ella.

No tuve ocasión de hacerlo. Alguien se me adelantó aquella noche de junio cuando el tamboril, las chirimías y los laúdes de los ministriles comenzaron a marcar el alborozado ritmo de la saltarella y a invocar la pagana plegaria del seamos felices mientras somos jóvenes.

El maestro de ceremonias se situó a la cabeza del cortejo. Todo estaba listo para iniciar el baile, pero, siguiendo con las bromas de los prolegómenos, Maud hizo correr con suavidad su índice por la espalda de Aubrey, la damisela que estaba delante de nosotros. La cosquilla sobre la seda del vestido estremeció a la jovencita quien, entre risas, dio un paso atrás y rozó su cadera con la de Maud para devolver la broma.

Maud hizo como que perdía el equilibrio y fingió dolor, mucho dolor, aunque sin dejar de reír, justo cuando el asistente del regidor de la danza, un veterano de la batalla de Crécy donde se había ganado una fea cicatriz en la barbilla, corrió hacia sí el cortinaje de damasco hasta quedar oculto tras sus pliegues.

Y de golpe, como en un cuento de hadas, apareció ante nosotros el colorido espectáculo que animaba el salón iluminado por el resplandor de las antorchas y las velas.

El pabellón arrebatado al rey de Francia en Poitiers colgaba humillado por un cerco de banderas con lirios en cielos azules y leopardos sobre campos escarlata. Escudos y tapices realzaban en las paredes las victorias de nuestras tropas al otro lado del Canal. Sirvientes de gráciles gestos iban de un lugar a otro con bandejas de viandas y frutas y ofrecían a los invitados jofainas para lavarse las manos en agua de rosas. Y lucidos perros de caza aguardaban sentados sobre sus patas traseras y con la lengua colgando que sus amos les arrojaran algún hueso.

En ausencia del rey, quien con su primogénito atendía una visita del embajador castellano, presidían el banquete el príncipe Lionel y la princesa Elizabeth, a quienes yo servía. Y a izquierda y derecha de ambos, caballeros de tupidas barbas, barones y consejeros del rey, comerciantes de Hamburgo y Génova, magnates del gremio lanero, obispos de mejillas sofocadas, adustos mercaderes lombardos, parlamentarios de estirado porte, justicias, magistrados y otras dignidades del Reino se alternaban en las mesas con jóvenes damas que embellecían el festejo.

Perfumada de hierbas y flores, la húmeda brisa que ascendía del Támesis refrescaba el ambiente del salón y, al recibirla en su rostro, Maud ronroneó en mi oído:

—¿Será el Paraíso algo así?

—Puede —le contesté con un guiño—, aunque quizá no tan bueno.

Hoy, con mi vida en declive, le habría respondido de otro modo, pues no hay Corte que no sea un potaje de gente rapaz, insidiosa, intrigante y alcahueta. Pero aquella víspera de san Juan ni por asomo hubiera podido pensar que la nuestra fuera esa clase de puchero.

Sé que las cosas no son como son, sino como se perciben, de igual modo que no fueron como la memoria las guarda, sino como la imaginación (esa entrometida) las evoca. Las emociones, empero, no engañan. Cuando menos las mías siguen intactas, tal como las viví aquella noche cuando, en respuesta a la burlona pregunta de Maud, aún pensaba que el palacio de Westminster era la mismísima corte del rey Arturo.

Una lluvia de pétalos cayó sobre nuestras cabezas cuando entramos al salón. Maud me apretó la mano con suavidad y yo tuve la impresión, pues la tontera en que vivía no me permitía pensar cuerdo, que aquel gesto era la implícita aceptación de mis requerimientos amorosos.

No eran vanidades mías. Aquella noche la sentí más íntima y cercana que otras veces. Había llegado tarde a la danza, con la respiración agitada y aire de preocupación, e insistido en que fuese yo su pareja, como si en lugar de un compañero de baile necesitara un protector o un custodio. La estupidez del hombre joven va con frecuencia asociada al entusiasmo amoroso. E infatuado como estaba con la actitud de Maud hacia mí, no acerté a sospechar los motivos de un cambio tan lisonjero.

Tampoco el momento era oportuno. La cortina había caído a nuestras espaldas y las parejas que nos precedían avanzaban ya hacia el centro del salón. Así que respondí a Maud devolviendo el apretón de su mano y de esa guisa desfilamos juntos entre los aplausos de los invitados y el aroma de las rosas.

Maud caminaba a mi lado, erguida como un cisne y deseosa de dejarse ver, pero pocos pasos adelante me atrajo con suavidad, como si quisiera detenerse. Volví el rostro hacia ella. La luz de las velas no es la más adecuada para juzgar la belleza de una mujer, pero a Maud aquel resplandor le venía como el sol al trigo. Todas las fragancias del naciente estío se habían abrazado a su piel y a su túnica color malva. Sus pómulos despedían brillos dorados y su mirada se había vuelto más profunda y seductora.

Me sorprendió, no obstante, descubrir un quiebro de miedo o de súplica en el arco de sus cejas. Algo inquietaba su espíritu. Pero, acaso por preocuparle más el ridículo de interrumpir el baile que la dolencia que la afligía, movió la cabeza en señal de haberse dado un respiro y continuó caminando junto a mí.

Cuando llegamos al centro del salón, el maestro de ceremonias hizo una reverencia a la reina y se apartó de nosotros. Todos giramos sobre los talones hasta quedar frente a nuestras respectivas parejas. Los pajes hicimos un saludo cortés a las damas y, acto seguido, todos comenzamos a danzar.

O mejor dicho a saltar, pues de eso se trataba el baile.

Pero nada es tan cierto como lo imprevisto y, a poco, el semblante de Maud se torció con un gesto de dolor. Dejó de danzar como si se sintiera extenuada. Se llevó una mano a la cadera y después al pecho. Luego se abalanzó sobre mí y se aferró a mi camisola. Oí que uno de mis bolsillos se rasgaba y alargué los brazos para ayudarla a sostenerse, pero, antes de que la pudiera alcanzar, se desplomó en el piso como una muñeca de trapo.

Me arrodillé junto a ella, la tomé por la cintura y la atraje hacia mí. Sus ojos se movían erráticos, como si tratara de fijarlos en algún lugar del techo, y el cuello se le hinchaba con las ansias de beber el aire que no llegaba a sus labios.

—¡Maud, Maud!—susurré, aterrado, a su oído.

Pero Maud ya no estaba en el salón de banquetes. Había fijado en mí sus ojos sin vida con los labios entreabiertos en un gesto de estupor. Una tibia humedad mojaba la mano con que yo la ceñía y, al retirarla de su cuerpo, reparé que mis dedos estaban manchados de sangre.

Y de pronto comprendí que la muerte, que al igual que Dios está en todas partes y quiere ser protagonista de cuanto acaece en la vida de los hombres, había elegido el palacio de Westminster y aquella noche de júbilo y vida para interpretar su esquelética danza ante lo más granado del Reino.

En el salón se instaló entonces el inquietante silencio de la nada y el no ser, al tiempo que, a mis ojos, los comensales adquirían la apariencia de figuras estampadas en una pintura desvaída. Y en esa inmovilidad habrían de permanecer la eternidad de unos instantes, observando la insólita escena de un joven paje que miraba estupefacto su mano ensangrentada con la cual parecía haber asesinado a la dama de compañía más deseada del Reino.

El espejismo, sin embargo, fue breve. Todo comenzó enseguida a agitarse otra vez: los indignados caballeros, las trémulas damas, los atónitos sirvientes, las llamas de los candelabros, las banderas, los perros. Un murmullo generalizado fue creciendo en el salón hasta que los comensales dieron en hablar y gritar todos a la vez. En francés los cortesanos; en latín, los clérigos. Y todos parecían decir lo mismo, ¡crucifícale, crucifícale!

Me vi como un extraño entre extraños. No porque no conociera el francés o el latín, pues los hablaba y escribía, sino porque me sentí de pronto ajeno al círculo de los elegidos. Pocos conocían entonces mi nombre. Hasta ese día había sido tan solo el bardo precoz que distraía a la Corte declamando rimas en lengua vulgar, la que se habla en la parroquia de San Martin in the Vintry, los muelles del Támesis y el Puente de Londres, la patria en que me reconozco y me recuerda siempre quién soy. Les había dado a unos y otros lo mejor de mí esa primavera y ellos, a cambio, me inculpaban ahora de asesino, guiados tan solo por las apariencias.

La pintura desvaída de momentos antes era ahora una trápala de cortesanos iracundos cuyos gritos no eran muy diferentes a los de las pescaderas de Billynsgate. Aquel espacio galante que el rey había querido recrear en Westminster, aquel Camelot poblado de caballeros y damas que interpretaban cada día la comedia del parabién y el besamanos, había perdido de súbito su lazo de tafetán y su elegante envoltura. La hipocresía cortesana suele ser frágil ante la contrariedad o el fastidio. Y si muchos de ellos detestaban a sus pares tanto como a los comunes, y hasta reprobaban sotto voce las decisiones del Rey, ¿cómo no iban a estallar contra un atolondrado paje que les había echado a perder la velada y el festín?

Por encima del guirigay y el trepidar de la vajilla se alzó entonces la voz de sir Thomas Hawthrey. De ojos brunos, cabellos hasta los hombros y barba renegrida, sir Thomas era un hombre de treinta y tantos años que gustaba de las emociones fuertes, los torneos, las monterías, los juegos de azar, el asedio a las casadas de buen ver y a las solteras mal vistas. Había heredado de su padre su posición y un buen nombre. Poseía rebaños de ovejas en Yorkshire y su vida se centraba en alcanzar el prestigio y la influencia que, por virtudes sin demostrar, la Corte se resistía a concederle, no obstante moverse por ella con unas ínfulas que rivalizaban con las del arzobispo de Canterbury.

Sir Thomas se dirigió con rapidez hasta donde yo me hallaba y, mirándome de arriba abajo, exclamó con no poco dramatismo:

—¡Qué habéis hecho, desgraciado!

Traía los brazos abiertos, como si su intención fuera declamar el quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra o bien acogotarme frente a todos.

No hizo una cosa ni otra, sobra decir, pues ni era el momento de imitar a Cicerón ni, si me hubiese retorcido el pescuezo, lo estaría contando ahora, pero sí gritó con timbre estridente y acentos de matrona herida:

—¡Maldito asesino!

Como saben los que saben, cuando el dedo apunta al sol, el pasmado mira al dedo. Y a mí, que era entonces todo lo pasmado que se puede ser a esa edad en que todavía se observa el mundo por una rendija, la mirada se me fue al índice de sir Thomas donde brillaba un anillo de oro con un rosetón parecido a los de esos óculos vidriados que adornan las fachadas de las iglesias.

En mi descargo debo decir que, si me fijé en el anillo, fue porque el dedo de sir Thomas temblaba ante mis ojos como un punzón inquieto. Pero habrían de pasar unos segundos antes de darme cuenta de que el dedo no me señalaba a mí, ni a mi mano ensangrentada, sino a mi cinturón de cabritilla. Y la sorpresa ante lo que vi perturbó aún más mi razón y mis sentidos, ya de por sí alterados por la inesperada muerte de Maud.

Si nadie se atrevería hoy a caminar sin un arma por las calles y los caminos del Reino, menos lo habría hecho hace ahora cuarenta años. Era aquel un tiempo de rufianes, asaltantes y garduñas de los cuales he sido víctima en más de una ocasión. Y hasta dos veces en un mismo día. Pero dentro del palacio estaba prohibido portar armas. Solo la guardia del rey podía hacerlo. Sin embargo, en la funda donde alojaba mi daga cuando salía del palacio, alguien había colocado otra que no era la mía.

La extraje con repugnancia de un tirón. Era un estilete con guarda de cruz y una hoja tan fina y pulida que más parecía una aguja de tejer. Tenía algunas gotas de sangre, era más corta de lo ordinario y estaba quebrada, lo que me llevó a pensar que, si aquella había sido el arma homicida, el pedazo que faltaba se había quedado en el cuerpo de Maud. Y la conjetura de que un ser sobrenatural hubiese acabado con su vida terminó por trastornar mi espíritu.

No había otro modo de explicar un crimen que había tenido lugar ante más de cien personas sin que ni una sola de ellas viera al asesino. Maud y yo habíamos salido los últimos al salón, nadie venía detrás de nosotros y, solo pasos adelante, ella había empezado a sentirse mal. A la vista de todo ello, no me cupo ninguna duda: el crimen debía de haber sido perpetrado por un mago, una bruja o un fantasma.

Creer que fuerzas invisibles dominan el mundo es la cosa más natural en la edad tonta, pero no es menos cierto que juzgar con serenidad lo que acababa de suceder en el salón era difícil. Solo los invitados parecían estar seguros de quien había asesinado a Maud, pues, como todo el mundo sabe, las explicaciones más lúcidas y racionales suelen aflorar cuando la gente está fuera de quicio.

Era inconcebible, además, que el crimen lo hubiese cometido alguno de mis compañeros de baile, pues todos iban delante de Maud y de mí. Pero cuando volví la mirada hacia ellos los vi distantes y hasta contrariados. Ninguno parecía condolerse de mi malandanza ni encontré en ellos comprensión, pese a que a ciencia cierta sabían que yo era incapaz de asesinar a nadie. Mas no podía esperar otra cosa de ellos. Siempre percibí reticencias en su trato por proceder yo de un barrio junto al río. Y si no otra cosa, el incidente confirmaba que, en efecto, solo al hijo de un mercader de vinos de Thames Street se le podía haber ocurrido un crimen tan descabellado y absurdo.

Otro tanto sucedía con las damas de la Corte. Alice, Aubrey, Gresilda y las otras me miraban como se mira a una pera recién caída del árbol.

Solo Philippa de Roët tenía el gesto compungido.

Íntima amiga de Maud, Philippa era su confidente y la única persona en palacio que conocía sus secretos. Se encargaba del lino y la ropa de cama y era hija de un caballero del séquito de la reina. Maud, en cambio, venía de una familia de ricos ganaderos y se ocupaba de la despensa. Sus tareas y sus familias eran, por tanto, disímiles, pero no había en la Corte dos personas que fueran tan unidas como ellas, si bien todo lo que tenía Philippa de discreta, lo tenía Maud de extravertida.

Yo le guardaba a Philippa un gran afecto. Era la dama perfecta para el caballero galante que yo aspiraba a ser, pero procedía de una familia más encumbrada que la mía. Quizá por eso no me atreví nunca a revelarle mis sentimientos y, de más está decir, que mi locura por Maud había borrado toda posibilidad de una amistad más cercana que acaso Philippa deseaba, pero que nunca me manifestó al observar las efusiones y los arrebatos que yo mostraba hacia su amiga.

Ante el gesto atribulado de Philippa, le pedí con la mirada que me creyese. Yo no había asesinado a Maud y la daga que alguien había colocado en mi cinto no era mía, puesto que yo usaba una bollock con empuñadura de madera. Pero Philippa escondió el rostro entre sus manos y apartó la mirada de mí. Vi las lágrimas correr entre sus dedos y eso me encogió el corazón. La imagen que uno tiene de sí mismo se debe en buena medida a cómo nos ven quienes nos aman y confían en nosotros. Y Philippa era una de esas personas que con su amistad y su afecto ayudan a los demás a ser mejores de lo que son.

Con el rabillo del ojo vi acercarse por un costado una sombra color grana, una figura de grandes dimensiones, porte estatuario y notoria pulcritud. Reconocí al punto a su dueño. Se trataba de sir Charles Frowick, un destacado miembro de la aristocracia de la toga.

Sir Charles presidía el Tribunal del Rey y era la espuela y la rienda del monarca en el Parlamento. Tendría unos sesenta años, los mismos que tengo yo ahora, y de sus rasgos recuerdo sus cejas, muy bajas y pobladas, su frente plisada de arrugas y unos ojos hundidos en las cuencas que daban a su fisionomía una apariencia huraña. El peso de su poder, según lenguas, se hacía sentir, invisible, pero inapelable, en cada rincón del Reino. No había delito mayor del que sir Charles no supiese. Más político que juez, había sido redactor de un durísimo edicto sobre la traición y, a instancias del propio rey, estaba empeñado en que prevaleciera el derecho en un Reino dominado por la impunidad y la violencia.

Sir Charles poseía, además, ese aura de ecuanimidad y rectitud que uno asigna a todo juez. Discreto, sabio, prudente, o eso le parecía a mi inocencia, conocía prácticamente todos los dictámenes de los procesos acaecidos en el Reino desde los días de Guillermo el Conquistador. Hombre devoto, o con fama de serlo, cada tarde, al abandonar Westminster Hall, entraba a la abadía a orar y permanecía allí largo rato antes de volver a su casa. Todo el mundo en la villa lo sabía, pues, mientras rezaba, sus dos escoltas hacían guardia en una puerta lateral del templo.

Pero sabido es que la servidumbre que rendimos a las apariencias no permite distinguir la realidad de la ilusión que uno se hace sobre las personas. Y, muy a mi pesar, descubriría enseguida que el Primer Justicia del Reino era un hombre muy distinto al juez íntegro y majestuoso que algunas veces se cruzaba conmigo en los pasillos de palacio.

Sir Charles se llego hasta mí con gesto hosco. La afrenta había contraído sus facciones. Que un delito de sangre hubiese tenido lugar frente a la Corte, justo cuando más volcado él estaba en imponer orden en el Reino, era sin lugar a dudas la causa de su contenida cólera. Respiraba con dificultad y su cuerpo robusto temblaba, pese a que la holgada túnica que vestía disimulaba en buena dosis lo convulso de su estado.

Me apartó con un autoritario empujón e hincó una rodilla en tierra. Tomó en sus manos el rostro de Maud y en esa postura se mantuvo unos instantes, con el mentón clavado en el pecho, tratando de contenerse, supongo, para no dar el espectáculo de un juez sin dominio de sí mismo. La faz se le había enrojecido y su respiración era agitada y ruidosa. Acaso pensara, como yo en ese momento, que el más hermoso verso de Petrarca, «en su rostro la muerte era belleza», merecía ser aplicado a Maud Shelley. Pero no dijo palabra. Solo se cercioró de que Maud había dejado de respirar, le acarició con los dedos la frente y le cerró los párpados. Luego se alzó haciendo un gran esfuerzo y, con voz trémula y ronca, ordenó a los alabarderos que custodiaban el salón de banquetes:

—¡Apresad a este hombre! ¡Apresadlo en nombre de Dios y del rey!

Todo había sucedido en el tiempo que se reza un credo, pero cada pequeño detalle de aquella patética escena quedaría grabado en mi memoria como las estrías que el buril deja en el cobre. Y no solo por el asesinato de Maud Shelley, la amapola de mis sueños convertida ahora en lujuria yerta, sino porque era la primera vez, como digo, que la muerte me miraba a los ojos y la primera también que alguien me llamaba hombre.