II. En la ciénaga
Me tengo por hombre de cuenta y razón. He sido diplomático, caballero del Parlamento, administrador de la Aduana Real, supervisor de obras del rey y su consejero de Comercio. Contribuí a reemplazar en el Reino la numeración romana por la arábiga, tengo conocimientos de astronomía y alquimia, he escrito un libro sobre el astrolabio y sé cómo generar la serie numérica de Fibonacci, la cual, si bien confieso no saber para qué sirve, es de buen tono citarla.
El cálculo y el buen juicio, por tanto, deberían haber sido los ejes de mi conducta. Pero sin duda nací con prisa. Mi vida ha estado siempre azuzada por los alfileres de la urgencia y siempre tuve la impresión de que no tendría tiempo para alcanzar y hacer todo lo que pretendía. De ahí que mis intuiciones hayan brincado a menudo sobre lo que aconsejaba el buen juicio.
La reputación que arrastro de persona inteligente es, por tanto, ficticia. No lo soy, nunca lo he sido. En cambio soy ambidextro, quiero decir, que pudiendo utilizar las palabras con soltura parecida a como manejo los números, explico con lógica aceptable lo que decidí hacer después de haber hecho lo que hice.
Pero no fue esta elaborada justificación sobre la lucidez de mis presentimientos la que me llevaría a huir del palacio aquella noche, sino una fuerza más elemental: el miedo. ¿Qué otra cosa podía hacer, sino salir a escape de allí? Uno de los barones del rey y el primer magistrado del Reino me habían acusado, el uno, y condenado in péctore, el otro, por un crimen que no había cometido, en tanto el resto de los invitados pedían a gritos que me llevaran a la horca. ¿Qué justificación podía dar ni qué justicia obtener en medio de aquel escándalo? ¿Y qué razones aducir que no agravaran la saltarella que se había desatado en el salón? Las palabras que hubiera podido decir en mi descargo habrían estado de más. Nadie las habría escuchado. Y convertirme en lámpara a mi edad, excuso decir, no estaba entre las prioridades de mi vida. Aunque tal vez tanto como morir joven me afligía la manera en que sería ejecutado y, sobre todo, guindar del patíbulo los cinco o diez minutos que, sobre poco más o menos, duraba la agonía. Así que preferí deshonrarme con una elegante huida a honrarme con una ejecución injusta. Uno toma muy pronto conciencia de que la muerte te acabará alcanzando algún día, pero entretanto no es perdonable que te atrape a causa de tu desidia. De ahí que soltara la daga y corriera hacia la cortina de damasco antes de que los alabarderos del salón pudieran reaccionar a la orden de sir Charles.
La estancia donde nos habíamos reunido antes de salir a bailar daba a un corredor al aire libre, resguardado por el ramaje de los árboles que ascendían del jardín y protegido por un antepecho de piedra. No vi a nadie en mi camino y seguí hasta un mirador desde el cual se contempla el Támesis, la ciénaga de Lambeth y el Puente de Londres. En una de las esquinas se abría la boca de una escalera de caracol que descendía a la planta baja del palacio. Y hacia aquel pozo me fui con las ansias del condenado que ha logrado escapar del patíbulo.
Los alabarderos, por su parte, habían respondido a la demanda de sir Charles como la marioneta al titiritero y a ninguno se le pasó por la cabeza correr a la escalinata principal para cazarme en la puerta de palacio. Todos se abalanzaron de cabeza al corredor, al mirador y al boquete.
Las escaleras de caracol, debo advertir, no son incómodas por capricho. Se hacen así, tengo por seguro, para que invasores y asaltantes se muevan con dificultad por ellas y les cueste alcanzar los lugares más altos de palacios, fortalezas y castillos. Y a eso se debió sin duda que el pétreo serpentín frenara en seco la carrera de los soldados, debido a los espadones y a las alabardas que portaban.
Esos segundos de ventaja me permitieron llegar a la puerta principal antes de que la guardia de palacio supiese de lo ocurrido en el piso superior. De hecho, los hombres de la puerta no se inmutaron cuando pasé ante ellos con la indiferencia de un lord. Mi rostro y mi persona les eran tan familiares como las de otros pajes, escuderos y mozos de espuela que entraban y salían a diario con el escudo de los Plantagenet cosido al pecho.
Afuera, en el patio de palacio, grupos de sirvientes, palafreneros y escoltas guardaban los carruajes y los caballos de los invitados. Caminé entre ellos con el vientre encogido, temeroso de que en cualquier momento llegara la voz de alarma. Lo hice sin prisas, aunque sintiendo en la nuca las miradas de los centinelas. Y en cuanto me sentí arropado por la oscuridad eché a correr hacia el sombrío e intrincado dédalo de casuchas y tabernas de Westminster.
Mi primera intención fue dirigirme al puente de piedra que daba acceso a la villa por la calzada que baja desde Charing Cross y, desde allí, al Strand, la costanera que corre paralela al Támesis. Pero al instante cambié de opinión. No me serviría de mucho escapar por allí, si es que lograba hacerlo, pues las puertas de la muralla de Londres estaban cerradas hasta el amanecer.
En esas dudas andaba cuando escuché los gritos de la guardia de palacio, las órdenes conminatorias y los ladridos de los mastines. Corrí hacia el brazo izquierdo del Tyburn, el pequeño río que se abre en dos ramas antes de desembocar en el Támesis y convierte a Westminster en una isla. Algunos vecinos se dedicaban al transporte fluvial y dejaban por la noche sus barcas atadas a los sauces que bordean el Tyburn. Liberé rápidamente una de ellas, la más oscura. Debía de estar recién calafateada, pues despedía un intenso olor a brea. Salté al sollado y comencé a remar con todo el ímpetu que me procuraba el miedo.
De vez en cuando volvía la mirada. Por entre la trama de árboles y zarzales que se alzan a orillas del Tyburn podía ver las luces de las antorchas, y en mis oídos, cada vez más cerca, oír los ladridos de los perros, la quebrazón de ramas y arbustos, el vocerío de los guardias y sus pisadas en los guijarros. Por suerte, había pleamar a esa hora y pude deslizarme hasta el Támesis sin ser visto por mis perseguidores.
La noche era oscura como la ceguera y la orilla opuesta del gran río ofrecía un aspecto fantasmal debido a la niebla nocturna. Aun así, discurrí que podía llegar a tientas hasta Lambeth, la ribera despoblada y pantanosa, refugio de avocetas y garzas, que se extiende en la otra orilla.
No era la primera vez que cruzaba el Támesis. En horas mejores que aquella había bogado en sus aguas junto a Maud y Philippa. Estaba familiarizado con los flujos y las mareas de un río a orillas del cual nací. Y sin pensarlo ni poco ni mucho me dispuse a salvar a golpe de remo las poco más de cuatrocientas yardas que me separaban del pantano.
En plena travesía, sin embargo, observé un raro fenómeno. Del lado del marjal apareció una luz que se encendía y apagaba de modo intermitente. Había rebasado la mitad del río y desde el lugar en que me hallaba podía entrever las hierbas altas que poblaban la orilla. La temblorosa luz, venida quizás de un farol, asomaba por encima de aquellas y se volvía a esconder.
Tuve una corazonada y dejé de remar. Lo sobrenatural parecía dominar los sucesos de aquella noche aciaga. Las señales desaparecieron sin embargo a poco y, aunque no las tenía todas conmigo, seguí bogando hasta que logré encallar la barca en la arena de la orilla.
Salté a tierra y me adentré en el pantano. La oscuridad me impedía ver dónde ponía los pies y tenía las manos abrasadas por el roce de los remos. Pero corrí sin detenerme, ahuyentando sapos, chapoteando en el fangal y recibiendo de vez en cuando en el rostro las salpicaduras de un cieno fétido y denso.
Huir, huir, sí, pero ¿adónde? Toda huida es un albur, una aventura sin destino en la que el fugitivo solo se siente seguro si se mueve. Pero, en aquellas circunstancias, correr no me llevaría a ninguna parte. Tenía la intención de regresar a Londres y pedir ayuda a mi padre. Era el único que podía protegerme de un hombre que, como sir Charles Frowick, tenía prácticamente en sus mano las riendas del Reino. Mas para eso debía esperar la aurora, caminar hasta el suburbio de Southwark, esperar a que abrieran la Puerta de los Traidores e ingresar por allí a la ciudad.
Aún quedaban varias horas para que saliera el sol, de manera que opté por ocultarme hasta el amanecer en la maleza. Estaba acostumbrado a dormir a la intemperie, pero no en un pantano. La ventaja con hacerlo en un bosque, por ejemplo, es que no te caen cosas encima. La desventaja de hacerlo en una ciénaga es que huele mal y las cosas se te meten por debajo.
Supuse que podría descansar allí, pero la zozobra frustraba mis empeños. No podía apartar de mi mente el recuerdo de Maud, su brevísima agonía, su gesto de estupor. ¿Quién la había asesinado, por qué y cómo? En cuanto a mí, ¿quién había querido incriminarme, metiendo aquella daga en mi cinturón? Y algo todavía más preocupante, ¿cómo podría demostrar mi inocencia?
Intentaba atar cabos, pero no hallaba ninguno. Miraba a mi alrededor y no sentía alivio ni aliento. Si Westminster era el paraíso, como a Maud le parecía, Lambeth no era otra cosa que el tártaro, un lugar triste y baldío poblado de alta maleza que al ser batida por el viento crujía como si estuviera poblada de animales al acecho.
Corté algunas flores silvestres, las acerqué a la nariz y, al cabo de un rato, pude acostumbrarme a la pestilencia. Y así, escrutando la noche, arrullado por el croar de los sapos y sobresaltado por el súbito aleteo de alguna zancuda, permanecí largas horas al borde de la náusea, perdida la noción del tiempo, imaginando que miles de ojos me observaban en la oscuridad y sintiéndome como el arroyo que, tras descender al llano, no puede regresar al cerro.
El alba es una hora incierta que solo puede anticiparse cuando las aves comienzan a cantar. Primero, en forma esporádica; después más animadas y a coro, hasta que entre unas y otras hacen trizas el silencio de la madrugada.
Comencé a salir del humedal cuando escuché los primeros cantos. Sabía que al norte de la ciénaga encontraría el camino a Londres, así como las dos filas de casas del burgo de Southwark que se estrechan en su acceso al puente sobre el río. Pero la ciénaga no concluía y mi ansiedad aumentaba, temiendo haber errado el camino. Me agobiaba la sensación de estar encerrado en una cárcel de carrizos y cieno.
Al cabo de una eternidad caminando a oscuras y empapado por la humedad de la maleza, di con un bosquecillo de álamos. Lo crucé a tientas llevando como referencia la oscura línea del Támesis y, tras largo rato de caminar a oscuras, fui a toparme con un empinado repecho desde cuya cima divisé, al fin, las torres de la iglesia de Santa María sobre las Aguas, que está puesta sobre el camino que desemboca en el Puente de Londres.
El día era todavía un atisbo, pero desde donde me hallaba se podían contemplar las reatas de carbón y leña que se acercaban con parsimonia por la calle principal de Southwark, repleta de establos, tabernas, hosterías y burdeles, uno de los cuales, dicho sea sin ánimo de zaherir, era propiedad del obispo de Westminster.
Entre el denso grupo de casas alcancé a distinguir El Tabardo, una posada que conocía por haber acompañado alguna vez a mi padre, quien solía visitarla para vender vino allí. Era, todavía es, un edificio balconado, hecho de piedra y maderas y techado de pajón, cuyo entorno lo dibuja una especie de corral abierto que sirve de vestíbulo a caballos y carruajes. Con expresión somnolienta, los sirvientes llevaban y traían bultos y atendían a comerciantes y viajeros que a esa hora de la mañana se aprestaban a abandonar la posada para dirigirse a la ciudad.
En el andén de la posada había un despacho de bebidas, bastimentos y ropa. Reparé que sobre unos fardos, olvidada al parecer por su dueño, yacía una capa de sarga. Me la eché rápidamente encima para ocultar el uniforme de palacio y me moví con apremio hacia el puente.
Frente a la Puerta de los Traidores, una larga fila de personas con redes de verduras y frutas, cajas de quesos y pan, corderos, lechones, gansos y tinas de madera con leche, aguardaba a que se alzara el rastrillo. Distinguí labriegos, mercaderes, artesanos y ropavejeros que se dirigían a la ciudad, pero también braceros, vagabundos y mendigos, hijos de la oscuridad y la servidumbre hereditaria, pobladores de un mundo empobrecido para quienes, como yo, veníamos de otro más placentero. Y arrimado a aquella heterogénea fila que desprendía fragancias a estiércol, paja orinada y añejo sudor, aguardé a que los guardias apostados en la reja dieran paso a la multitud.
Quienes cruzan a diario la Puerta de los Traidores saben que es un lugar aburrido donde nunca ocurre nada importante. La gente entra y sale por ella sin dirigir la mirada a la habitual exhibición de quince o veinte calaveras ensartadas en estacas que coronan el arco de entrada y que recuerda a los viandantes la pena que aguarda incluso a aquellos que se les ocurra cazar patos en alguna propiedad del rey. El lugar se puebla también a esa hora de hombres que, luego de pasar la noche en alguno de los prostíbulos de Cock Lane y darse un baño caliente, regresan a sus casas con la cabeza embotada de cerveza.
Aquel amanecer, sin embargo, la rutina cotidiana sería interrumpida por un suceso inesperado. De súbito, los soldados de la guardia del puente comenzaron a dar voces y por la fila corrió la voz de que estaban registrando y obligando a identificarse a todos los que pasaban por la puerta.
Ante la noticia y los gritos, a la gente delante de mí le dio por retroceder y empujar. Pensé entonces, y no sin razón, que la caza del hombre se había extendido a las ocho entradas de la ciudad y comencé a moverme también hacia atrás, en dirección a Southwark, como hacía el resto de los marchantes que tenían algo que esconder. No podía seguir allí, pues con toda seguridad era a mí a quien buscaban. El desasosiego se había apoderado de la fila, y las voces de los guardias se habían ido volviendo más agresivas y broncas.
Entonces pude ver que un individuo que hacía cola cerca de la verja, daba la vuelta con gesto asustado y echaba a correr hacia donde yo me hallaba.
Uno de los guardias descolgó de su espalda un arco galés, tan alto como el propio arquero, tensó con rapidez una flecha, apuntó y la dejó ir.
La saeta le entró por la nuca al fugitivo, quien cayó cerca de mí, boca arriba, con la punta del proyectil asomando a la altura de la nuez.
Hubo un revuelo en la fila.
Los soldados se acercaron a la carrera y, tras comprobar que el fugitivo estaba muerto, hicieron un corro para apartar a los curiosos, los cuales no se alejaron, excuso decir, pues la curiosidad es más atrevida que el miedo.
A empujones y golpes los hombres de la guardia apartaban a los fisgones, pero la tarea no era sencilla, ya que los curiosos eran cientos y algunos habían empezado a protestar, blandiendo los puños con mal gesto.
Descubrí entonces que una multitud exasperada no teme a los alguaciles menos de lo que los alguaciles temen a una multitud exasperada. Y a fin de prevenir males mayores, quien parecía ser el jefe de los soldados ordenó alzar la reja. El gentío se olvidó enseguida del muerto y empezó a moverse hacia la Puerta de los Traidores. Y yo, pensando que los soldados habían cazado al zorro y que no seguirían averiguando, dejé de retroceder hacia Southwark y opté de nuevo por entrar en Londres.
Era la segunda vez que, en pocas horas, la muerte ejecutaba ante mis ojos su siniestra danza. Pero este segundo encuentro me habría de confundir tanto o más que el asesinato de Maud Shelley. Pues, tendido ante mí boca arriba, con los ojos prácticamente fuera de las órbitas, y los símbolos de los Plantagenet al pecho, yacía el ayudante del maestro de ceremonias de palacio.
No era alguien que viera todos los días. Más de cuatrocientas personas servíamos en la casa del rey y no era fácil conocerlas a todas. Su rostro estaba desfigurado por el dolor y el espanto, pero la cicatriz del mentón me permitió identificarlo enseguida. Y no pude por menos de preguntarme qué hacía aquel individuo en Southwark a aquella hora. ¿Acaso había cruzado el río esa noche para visitar algún prostíbulo del burgo? ¿Iban dirigidas a él las señales de luz que yo había visto en el río? Y sobre todo, ¿por qué había intentado huir? ¿Qué era lo que escondía?
Apresurado por los guardias que nos empujaban y golpeaban con los cabos de sus picas, especulé si aquel hombre no habría salido de palacio antes que yo, pasado igual que yo la noche en la ciénaga y, tras alcanzar el puente también antes que yo, le habían confundido conmigo. Y solo de pensarlo me vino una destemplanza que hizo temblar mi cuerpo de la nuca a la rabadilla.
Pasé bajo el arco de la Puerta de los Traidores horrorizado y confuso por lo que acababa de presenciar. Crucé a paso ligero el puente, o tal vez deba decir esa tumultuosa calle construida sobre diecinueve arcos, con doble fila de casas, un centenar de comercios, la capilla de santo Tomás Beckett y el pequeño puente levadizo que facilita el paso de las embarcaciones de vela. Mas no era dueño de mí. Este es un Reino donde la violencia y la muerte son sus señas de identidad, me iba diciendo, donde matar a un semejante se ha vuelto un impulso tan incontenible como las mareas que hinchan el Támesis y donde la gente se ha acostumbrado a la muerte sin sentido como a la lluvia o a la salida del Sol.