XXX

NÉMESIS

Los hombres, según los antiguos griegos, «son el deporte de los dioses», quienes, sentados sobre sus tronos en el Olimpo, introducen perversos deseos en el corazón de los mortales; y cuando malvadas acciones se derivan de infames pensamientos, se divierten ante la contemplación de los esfuerzos en vano que sus víctimas hacen por escapar de una implacable divinidad llamada Némesis, que exige un castigo por sus depravados actos. No cabe duda de que debía resultar muy entretenido —para los dioses—, pero que también lo fuese para los hombres es, cuanto menos, cuestionable. Estos, sin embargo, fueron vengados, pues la ineludible Némesis, hastiada de acosar a simples mortales que gimoteaban y lloraban cuando comprendían la imposibilidad de la huida, desvió su atención desde los actores hacia los espectadores, y devastó toda la jerarquía Olímpica. Hizo añicos los altares, derribó sus estatuas y, tras haber completado su maliciosa obra, fue consciente de que, vulgarmente hablando, había tirado piedras sobre su propio tejado, pues ella también se convirtió en objeto de escarnio e incredulidad y se vio forzada a retirarse a la misma oscuridad a la que había relegado a las demás deidades. Mas los hombres descubrieron que Némesis no había sido completamente inútil, y que resultaría muy valiosa como chivo expiatorio sobre el que hacer recaer la culpa de sus propias faltas; así fue como crearon una nueva deidad llamada Destino, y a ella atribuyen cualquier infortunio que les acontece. Su culto es todavía muy popular, sobre todo entre personas perezosas e infortunadas, quienes jamás intentan poner remedio a sus males aduciendo que, hagan lo que hagan, el Destino ya ha decidido el devenir de sus vidas. A decir verdad, la auténtica religión del Destino ha sido predicada por George Eliot, cuando dice que «nuestras vidas son el resultado de nuestras acciones»[120]. Se puede culpar al ídolo que se prefiera de las vidas infelices y ambiciones frustradas, pero la verdadera causa subyace en los propios hombres. Lo cierto es que cada acción que realizamos, buena o mala, tiene su pertinente recompensa, como bien pudo comprobar Mark Frettlby, pues fue testigo de cómo los pecados de su juventud le castigaban a su avanzada edad. Sin duda había cometido faltas, sin pensar en las consecuencias, en aquellos tiempos distantes en los que la copa de la vida todavía rebosaba de vino y ningún áspid se escondía entre las rosas. Pero Némesis había sido espectadora invisible de todas sus irreflexivas acciones, y ahora exigía lo que por justicia le correspondía. El millonario se sintió, en cierto modo, como Fausto debió hacerlo cuando Mefistófeles le sugirió que bajase al Hades, en compensación a todos aquellos años de mágica juventud y fascinante poder. Tanto tiempo parecía haber pasado desde su matrimonio con Rosanna Moore, que casi se había persuadido de que tan solo había sido un sueño… un placentero sueño, con un desapacible despertar. Cuando ella le abandonó, intentó olvidarla, admitiendo cuán indigna era del amor de un buen hombre. Le contaron que había muerto en un hospital de Londres y, suspirando apasionadamente por un amor perdido, la desechó de sus pensamientos para siempre. Su segundo matrimonio resultó ser feliz, y lamentó profundamente la muerte de su esposa. Más tarde, enfocó todo su amor hacia su hija, y creyó que podría pasar sus años de vejez en paz. Sin embargo, no fue así, y quedó desconcertado cuando Whyte llegó procedente de Inglaterra con la información de que su primera esposa estaba viva, y que la hija de su segundo matrimonio era ilegítima. Asustado ante la posibilidad de que su secreto saliese a la luz, Frettlby accedió a todo; pero las pretensiones de Whyte se volvieron demasiado abusivas, y acabó negándose a someterse a ellas. Tras la muerte de Whyte respiró nuevamente tranquilo, pero de repente apareció un segundo dueño de su funesto secreto en la persona de Roger Moreland. Al igual que tras el asesinato de Duncan tuvo que sobrevenir el de Banquo, con el fin de proteger a Macbeth[121], Frettlby previno que mientras Roger Moreland permaneciese con vida, la suya sería una larga miseria. Sabía que el amigo del hombre asesinado sería su dueño, que jamás le dejaría libre mientras estuviese vivo, y que tras su muerte publicaría toda la horrible historia difamando la memoria del pródigamente respetado Mark Frettlby.

¿Cómo era aquello que decía Shakespeare? «En el hombre y en la mujer, el buen nombre es la joya más inmediata a sus almas».[122]

Y después de tantos años vividos de manera intachable, haciendo generoso uso de su fortuna, ¿iba a ser arrastrado a las profundidades de la infamia y degradación por un hombre como Moreland? En su imaginación escuchaba ya las risas burlonas de sus semejantes, y veía el dedo del escarnio apuntando hacia él… él, el gran Mark Frettlby, famoso a lo largo y ancho de toda Australia por su honestidad, integridad y generosidad. No, imposible; y aun así ocurriría sin remedio si no tomaba medidas para impedirlo.

El día posterior a la visita de Moreland se sentó ante su escritorio, con la certeza de que su secreto ya no se encontraba a salvo; este estaba en poder de un hombre que podría exponerlo inesperadamente en un altercado entre borrachos, o motivado por pura y simple mezquindad.

Trascurridos unos instantes dejó su pluma y, tomando el retrato de su fallecida esposa situado frente a él, lo observó largamente con semblante grave. Mientras lo hacía, su mente regresó al momento en que la vio por primera vez, y se enamoró de ella. Al igual que Fausto se había adentrado en la pureza y serenidad de los aposentos de Gretchen, motivado por la prodigalidad y ordinariez de su juventud, se había sumergido en la paz y tranquilidad de un hogar. Su antigua existencia febril con Rosanna Moore se le antojaba tan insustancial y quimérica como, sin duda alguna, debió parecerle a Adán su unión con Lilith antes de conocer a Eva, según cuenta la antigua leyenda rabínica[123]. Solo parecía abrirse ante él una posibilidad, gracias a la cual podría escapar del implacable destino que le pisaba los talones. Escribiría una confesión de todo lo acontecido entre su primer encuentro con Rosanna, y… su muerte. Cortaría el nudo gordiano de todas sus dificultades, y su secreto permanecería a salvo. ¿A salvo? No, jamás lo estaría mientras Moreland permaneciese con vida. Cuando él ya no estuviese entre los vivos, Moreland atormentaría a Madge con la historia de los pecados de su padre; sí… debía vivir para protegerla, y arrastrar la pesada cadena de sus amargos recuerdos durante toda su existencia, siempre con la terrible espada de Damocles pendiendo sobre él. Pero, aun así, escribiría su confesión y, tras su muerte, cuando quiera que tuviese lugar, esta ayudaría a exculparle; si no por entero, al menos sí lo suficiente como para asegurar algo de compasión hacia un hombre que había sido duramente tratado por el destino. Una vez tomada esta resolución, se puso a ello de inmediato, y permaneció sentado ante su escritorio durante todo el día, llenando página tras página con la historia de una vida lejana que tantos sinsabores le ofrecía. Comenzó en un principio lánguidamente, como si estuviese llevando a cabo el desempeño de una tarea desagradable pero necesaria. No obstante, pronto pareció interesarse en ella, y obtuvo un extraño placer en poner por escrito cada insignificante circunstancia que había ayudado a que el caso se tornase tan convincentemente en su contra. Se enfrentó a esta situación, no como un criminal, sino como un abogado de la acusación, y retrató su conducta mucho más sombría de lo que realmente había sido. Sin embargo, cuando el día estaba llegando a su fin, tras leer las primeras páginas, experimentó un sentimiento de repugnancia al comprobar cuán severo había sido consigo mismo; por ello escribió una defensa de su comportamiento, demostrando que el destino se había ensañado contra él. Resultaba un argumento débil para ser usado como disculpa, pero aun así sentía que era el único que podía ofrecer. Ya había oscurecido en el exterior cuando terminó, y mientras permanecía sentado a media luz, mirando ensoñadoramente las páginas desperdigadas por toda la mesa, oyó como llamaban a la puerta, y la voz de su hija preguntando si bajaría a cenar. La puerta había permanecido cerrada durante todo el día para cualquiera que quisiera entrar en su estudio, pero ahora que su tarea había terminado, recogió todas las páginas pulcramente escritas, las guardó dentro de un cajón de su escritorio, lo cerró con llave, y abrió la puerta.

—Querido papá —exclamó Madge, mientras entraba rápidamente y le echaba los brazos al cuello—, ¿qué ha estado usted haciendo aquí todo el día completamente solo?

—Escribiendo —respondió su padre lacónicamente mientras que, con suavidad, apartaba de sí el abrazo de su hija.

—Vaya, pensaba que estaba enfermo —repuso esta, mirándole con temor.

—No, querida —le tranquilizó su padre—. Enfermo no, solo preocupado.

—Sabía que ese horrible hombre que vino anoche le había dicho algo que le había alarmado. ¿Quién era?

—¡Oh! Un amigo mío —respondió Frettlby, dubitativo.

—¿Quién? ¿Roger Moreland?

Su padre se sobresaltó.

—¿Cómo sabes que era Roger Moreland?

—Brian le reconoció cuando se iba.

Mark Frettlby vaciló durante unos instantes; entonces comenzó a remover los objetos que se encontraban sobre la mesa mientras respondía en voz baja:

—Tienes razón… era Roger Moreland. Necesita dinero desesperadamente, y puesto que era amigo del pobre Whyte, me pidió que le ayudase, y así lo hice.

Odiaba escucharse decir una falacia tan deliberada, pero no había modo de evitarlo. Madge no debía conocer la verdad mientras él fuese capaz de ocultarla.

—Muy propio de usted —dijo Madge, besándole sutilmente con orgullo filial—. El mejor y más bueno de los hombres.

Frettlby se estremeció al sentir la caricia del beso, y pensó en cómo se apartaría de él si conociera su historia. «Después de todo», escribió un cínico escritor, «las ilusiones de la juventud se deben en su mayor parte a la falta de experiencia». Madge, ignorante en gran medida del mundo, atesoraba sus bellas esperanzas, a pesar de que muchas de ellas habían sido destruidas a causa de las duras pruebas sufridas en los últimos tiempos. Su padre albergaba la esperanza de que la inocencia de su hija perdurase en el tiempo.

—Baja a cenar, querida —dijo, acompañándola a la puerta—. Yo iré enseguida.

—No tarde mucho —repuso su hija—, o subiré de nuevo a buscarle —y corrió escaleras abajo, sintiendo el corazón extrañamente liviano.

Su padre la observó mientras se alejaba hasta que desapareció de su vista; entonces, con un hondo suspiro de arrepentimiento, regresó a su estudio y, sacando los papeles dispersos del cajón del escritorio, los firmó y los anudó.

«Mi confesión». Entonces los metió en un sobre, lo selló con lacre, y lo introdujo todo de nuevo en el escritorio.

—Si todo lo que contienen esas páginas saliese a la luz —dijo en voz alta, mientras abandonaba la estancia—, ¿qué diría la opinión pública?

Aquella noche se mostró particularmente brillante durante la cena. Por lo general era un hombre serio y muy reservado; sin embargo, aquella noche rio y habló tan alegremente que hasta los mismísimos criados advirtieron la transformación. Lo cierto era que le invadía una enorme sensación de alivio tras haber aligerado su conciencia; como si, al poner por escrito esa confesión, hubiese dejado a un lado al espectro que le había perseguido durante tanto tiempo. Su hija se sentía dichosa al observar el cambio en su estado de ánimo, pero la anciana niñera escocesa, que habitaba en la casa desde que Madge era un bebé, sacudió la cabeza.

—Está maldito —dijo solemnemente—. Sus días en este mundo están contados.

Su comentario fue motivo de chanza —las personas que creen en los presentimientos no suelen ser tomadas en serio—, pero, aun así, se mantuvo firme en su opinión.

El señor Frettlby se retiró pronto a la cama; el nerviosismo de los últimos días, y la febril alegría que había permitido se adueñase de él aquella velada, demostraron ser demasiado fuertes para él. Tan pronto posó su cabeza sobre la almohada, se durmió de inmediato, y olvidó en un placentero sueño todos los problemas y preocupaciones de sus horas de vigilia.

Solo habían dado las nueve en punto, así que Madge tomó asiento a solas en el gran salón principal; comenzó a leer una novela recientemente publicada, que por entonces estaba causando sensación, llamada Dulces ojos violetas. Sin embargo, su reputación no estaba a la altura del libro, y pronto lo arrojó sobre la mesa con una mueca de disgusto; levantándose de su asiento, Madge caminó dando vueltas por la habitación, y deseó que algún hada madrina advirtiese a Brian de cuánto le necesitaba. Si el hombre es un animal gregario, ¿cuánto más lo es, por tanto, una mujer? No es un acertijo, sino la simple verdad. «Una Robinson Crusoe femenina», dice un escritor que se vanagloria de ser un sagaz observador de la naturaleza humana, «se habría vuelto loca ante la necesidad de tener alguien con quien hablar». Este comentario, aunque severo, contiene ápices de realidad, pues las mujeres, por regla general, gustan más de hablar que los hombres. Son más sociables, y una Miss Misanthrope, a pesar de cobrar vida gracias a Justin McCarthy,[124] resulta ignota… al menos en sociedades civilizadas. La señorita Frettlby, no siendo misantrópica ni muda, sintió el deseo de tener alguien con quien conversar y, tocando la campanilla, solicitó la presencia de Sal. Las dos muchachas se habían convertido en grandes amigas, y Madge, a pesar de ser dos años más joven, había asumido el rol de mentora; bajo su consejo y guía, Sal estaba progresando rápidamente. Una extraña ironía del destino había unido a dos hijas de un mismo padre, las cuales habían vivido existencias completamente diferentes. Una se había criado en el lujo y la abundancia, sin padecer jamás necesidad alguna; la otra, criada en las alcantarillas, privada de instinto sexual y deshonrada por la vida que le había tocado vivir. «Así la peonza del tiempo nos trae sus venganzas»[125], y esta era una situación que Mark Frettlby jamás hubiese esperado vivir: la criatura de Rosanna Moore, a quien él creía muerta, bajo el mismo techo que su hija Madge.

Tras recibir el mensaje de Madge, Sal acudió al salón, y ambas muchachas pronto estuvieron conversando juntas amigablemente. La estancia se encontraba en penumbra; solo una lámpara se hallaba encendida, pues el señor Frettlby, con muy buen juicio, detestaba el gas y su deslumbrante luz, y por tanto solo había lámparas en su salón. Al final de la estancia, donde Sal y Madge se encontraban sentadas, había una pequeña mesa. Sobre ella se posaba una lamparilla alta, con un globo opaco, el cual, al proyectarse una sombra sobre él, arrojaba un círculo de luz tenue y suave alrededor de la mesita, dejando el resto de la habitación en una especie de semioscuridad. Próximas a ella departían animadamente Madge y Sal, y, desde donde se encontraban, más allá a su izquierda, podían ver la puerta abierta y un haz de luz que llegaba desde el corredor.

Llevaban hablando un tiempo, cuando el oído alerta de Sal captó unas pisadas sobre la mullida alfombra y, volviéndose rápidamente, vio una figura alta avanzando por la habitación. Madge también la vio, y se sobresaltó al reconocer a su padre. Llevaba puesto su salto de cama, y sostenía unos papeles en la mano.

—Vaya, papá —dijo Madge sorprendida—. Yo…

—¡Silencio! —susurró Sal, sujetándole los brazos—. Está dormido.

Y así era. Siguiendo los dictados del excitado cerebro, el cuerpo exhausto se había levantado de la cama y deambulado por la casa. Las dos muchachas, retrocediendo hacia las sombras, le observaron conteniendo el aliento mientras avanzaba lentamente por la habitación. En apenas unos instantes ya se encontraba dentro del círculo de luz, y, avanzando sin hacer apenas ruido, depositó sobre la mesa los documentos que portaba. Estaban metidos dentro de un sobre grande azul muy desgastado, con letras en tinta roja escritas en él. Sal lo reconoció de inmediato como el que había visto en posesión de la Reina, y con la intuición de que algo no marchaba bien, intentó que Madge retrocediese unos pasos, pues esta observaba los actos de su padre con una intensidad emocional tal que parecía presa de un encantamiento. Frettlby abrió el sobre, extrajo de él una hoja de papel amarilla y desgastada, y la extendió sobre la mesa. Madge se inclinó hacia delante para observarla mejor, pero Sal, con un terror repentino, tiró de ella hacia atrás.

—Por el amor de Dios, no… —exclamó.

Pero ya era demasiado tarde; Madge había entrevisto los nombres escritos en el documento —matrimonio, Rosanna Moore, Mark Frettlby—, y toda la terrible verdad se apareció ante sus ojos. Esos eran los papeles que Rosanna Moore había entregado a Whyte. Y Whyte había sido asesinado por el hombre para el que esos documentos tenían valor…

—¡Oh! ¡Padre!

Madge se tambaleó hacia delante, y entonces, con un aullido desgarrador, cayó al suelo. Al hacerlo, golpeó ligeramente a su progenitor, quien se encontraba todavía junto a la mesa. Al ser despertado tan bruscamente, con ese grito salvaje resonando en sus oídos, abrió enormemente los ojos, extendió unas débiles manos que parecían querer alejar algo de sí, y con un grito ahogado cayó muerto al suelo junto a su hija. Sal, horrorizada, no perdió su presencia de ánimo; asió los papeles que se encontraban sobre la mesa, los guardó en su bolsillo, y solo entonces llamó pidiendo ayuda a los criados. Pero estos, atraídos por el alarido salvaje de Madge, ya entraban corriendo en la estancia, donde encontraron a Mark Frettlby, el millonario, yaciendo muerto en el suelo, y a su hija desvanecida junto al cadáver de su padre.