IX

EL SEÑOR GORBY QUEDA SATISFECHO

A pesar de su largo paseo a pie y su más larga carrera en carruaje, Brian no durmió bien aquella noche. No dejó de dar vueltas en la cama, completamente despierto, con los ojos abiertos en la oscuridad y pensando en Whyte. Hacia el amanecer, cuando el primer tenue rayo de luz entraba a través de las persianas venecianas, cayó en una especie de agitada somnolencia, atormentado por una horrible pesadilla. Soñó que se encontraba en un coche de punto cuando, repentinamente, advirtió que a su lado se hallaba Whyte, envuelto en un sudario blanco, gesticulando y lanzando terribles sarcasmos. Después, su carruaje rodó por un precipicio y el joven se sintió caer en un abismo sin fondo, mientras aquella risa burlona resonaba aún en sus oídos. Lanzando un angustioso alarido, se despertó sobresaltado, y se encontró con que era pleno día, y con el rostro empapado en sudor. Era inútil intentar prolongar el sueño por más tiempo, por lo que, con un suspiro de extenuación, se levantó y se dirigió a la bañera, agotado y debilitado como estaba por las preocupaciones y la falta de sueño.

El baño le sentó bien, pues el agua fresca le despertó y le hizo recobrar fuerzas. Sin embargo, no pudo evitar estremecerse al ver su desencajado rostro reflejado en el espejo, demacrado y ojeroso.

—Bonita existencia la mía si las cosas continúan así —dijo con tono de amargura—. ¡Me gustaría no haber visto ni oído hablar nunca de Whyte!

No obstante, se vistió con esmero, pues era un hombre a quien ni las preocupaciones ni los disgustos le hacían descuidar su aseo. Pero, a pesar de sus esfuerzos, su apariencia no escapó a la atención de su patrona, que no pudo reprimir un gesto de sorpresa al ver el pálido y desencajado rostro del joven. Era una mujer pequeña y flaca, de rostro amarillento y arrugado. Tenía un aspecto reseco y quebradizo. Con cada movimiento crujía su cuerpo, temiéndose a cada instante que alguno de sus miembros se rompiera, cual rama de un árbol seco. Cuando hablaba, lo hacía con un tono agudo y estridente que parecía el canto de un grillo; cuando, como era su costumbre, vestía su menuda figura con un vestido de seda, negro y ajado, se parecía bastante a ese ruidoso insecto.

Cuando esa mañana entró crujiendo en el salón de Brian con el Argus y un café, una mueca de espanto se dibujó en su pequeño y pétreo rostro al ver su demacrado semblante.

—¡Dios mío, señó! —exclamó, con su voz aguda, apoyando la bandeja sobre la mesa—. ¿Tá’nfermo?

Brian negó con la cabeza, al tiempo que abría el periódico.

—He dormido mal, eso es todo, señora Sampson.

—¡Ah! Eso es porque no tié usté bastante sangr’en la cabeza —dijo con aire de suficiencia la señora Sampson, que tenía peculiares ideas sobre la salud—. Si tuviera usté bastante sangre, dormiría’stupendamente.

Brian la miró sorprendido. Ella parecía tener tanta necesidad de sangre en sus venas, que se preguntó si habría dormido alguna vez en su vida.

—Mi padre tenía un’hermano, lo que claro’stá, le convierte en mi tío —continuó la señora Sampson, llenando de café la taza de Brian— que tenía una cantidá exagerá de sangre, y l’hacía dormir tanto que tenían que sacársela a pintas pa’que pudiera levantarse por las mañanas.

Brian tapó su rostro con el Argus, y tras su amable portada, se rio en voz baja de las elucubraciones de la señora Sampson.

—La sangre le salía a chorros como l’agua d’un río —continuó la casera, inspirándose en las ricas reservas de su imaginación— y el médico se quedaba enmudeció al ver er Niágara saliendo d’él… pero yo no soy tan de pura cepa…

Fitzgerald reprimió una nueva carcajada, preguntándose si la señora Sampson no tendría miedo de terminar como Ananías y Safira[30]. No obstante, nada dijo. Se contentó con darle a entender sutilmente que si abandonaba el cuarto, él podría tomar su desayuno.

—Y si quié’lguna cosa más, señó Fitzgerald —dijo ella caminando hacia la puerta—, sab’usté dónd’está la campanilla, tan bien como yo sé dónd’está mi cocina.

Y tras aquel chirrido final, salió crujiendo de la habitación.

A pesar de su estado de preocupación, tan pronto se cerró la puerta Brian soltó una carcajada. Tenía ese extraordinario temperamento propio de los irlandeses que permite al hombre olvidarse de sus inquietudes para disfrutar del presente. La señora Sampson, con sus cuentos de Las mil y una noches, resultaba para él un torrente de diversión, y aquella mañana el curioso rumbo que había tomado la conversación le había divertido particularmente. Pero pronto volvió a su estado de angustia y comenzó a hojear el Argus buscando nuevas noticias sobre el crimen. Lo que leyó le hizo palidecer; su corazón latió con violencia.

—¡Parece que están sobre la pista! —murmuró, levantándose y dando vueltas por la habitación muy agitado—. ¿Qué pruebas habrán encontrado? Ayer logré darle esquinazo a aquel hombre, pero si realmente sospecha de mí, no le será difícil averiguar donde vivo. ¡Bah! ¡Soy un tonto! ¡Una víctima de mi propia imaginación enferma! No hay nada que les haga sospechar de mí. Tengo que dejar de tener miedo hasta de mi propia sombra… de buena gana me iría de Melbourne por algún tiempo. Pero… si sus sospechas recaen sobre mí, no haría más que agravarlas… ¡Oh, Madge! ¡Amada mía! —exclamó con pasión—. Si tú supieras cuánto sufro, sentirías lástima por mí. ¡Pero jamás sabrás la verdad! ¡Jamás! ¡Jamás!

Y dejándose caer sobre un sillón junto a la ventana, escondió la cabeza entre sus manos. Tras algunos minutos en esa posición, ocupado en pensamientos sombríos, se levantó y tocó la campanilla. Un ligero crujido en la escalera anunció que la señora Sampson la había escuchado, y pronto entró en el saloncito, más parecida a un grillo que nunca. Brian se había retirado a la habitación, desde donde gritó:

—Señora Sampson, me voy a St. Kilda y probablemente me ausentaré todo el día.

—Pos espero que l’haga a usté bien, porque no ha comío na, y la brisa del mar es milagrosa p’abrir l’apetito. El hermano de mi madre, qu’era marinero, tenía un estómago qu’era una maravilla, y cuando había comío, la mesa parecía como si unas langostras hubiesen arrasao con tó.

—¿Unas qué? —preguntó Fitzgerald, abrochándose los guantes.

—¡Langostras! —replicó la casera, sorprendida por su ignorancia—. Que yo he leío en las Sagrás Escrituras que a San Juan Bautista le gustaban mucho, aunque no creo yo que’stuvieran mú buenas, la verdá, que le gustaba lo durce y se las comía con miel.

—¡Oh! Quiere decir usted langostas —añadió Brian, que acababa de comprender.

—¿Y qué otra cosa vá ser? —replicó la señora Sampson, indignada—. Qu’aunque no sea un’erudita, hablo bien claro, o eso’spero, que’l primo segundo de mi madre ganó’n primer premio por deletreé, aunque luego se murió joven d’una fiebre cerebral de tanto’studiar el dircionario.

—¡Dios mío! —respondió Brian, instintivamente—. ¡Qué desgracia!

El joven no prestaba atención alguna a los comentarios de la señora Sampson. De pronto recordó la cita que tenía con Madge, y que hasta ese momento había olvidado.

—Señora Sampson —dijo cuando salía—, volveré con la señorita Frettlby para tomar el té. Tenga usted la bondad de tenerlo todo preparado.

—No tié más qu’ordenar y será obedeció —respondió la señora Sampson con hospitalidad, y con un gustoso crujido de todas sus articulaciones—. Señó, haré’l té, y algunos durces d’esos que son mis especialidá, porque mi madre m’enseñó como s’hacían, y a ella l’enseñó una señora que cuidó qu’estaba enferma d’escarlatina, aunque com’era d’una constitución débil se murió poco después, qu’además tenía la mala costumbre de pillar tóas las enfermedades que podía.

Sin pararse a profundizar en la relación que pudiera existir entre la pastelería y la fiebre escarlatina, Brian se apresuró a salir por temor a que la señora Sampson arremetiera contra él con alguna de sus morbosas historias, en las que, al igual que Edgar Allan Poe, parecía recrearse. El hecho es que en cierta época de su vida, la pequeña mujer, siendo enfermera, aterrorizó a uno de sus pacientes hasta el punto de que, una noche, sufrió este de fuertes convulsiones al relatarle la historia de todos los muertos a los que había amortajado. Esta tendencia macabra se divulgó, y finalmente resultó fatal para su progreso profesional.

Una vez Fitzgerald hubo abandonado la casa, la señora Sampson se acercó a la ventana para contemplar a su huésped mientras se alejaba caminando lentamente por la calle; un joven tan alto y apuesto, que cualquier mujer estaría orgullosa de él.

«¡Da’scalofríos pensar qu’algún día no será más qu’un cadáver! —crujió alegremente para sus adentros—, aunque como ne’l lugar donde ha nació es tó un señoritingo, tendrá’n bonito mausoleo, que, ande va’parar, será mucho más cómodo que una tumba aburría y cerrá, por mucha lápida y violetas que le pongan».

—¡Eh! ¡Usté! ¿Quién es usté, impertinente? —gritó de pronto, interrumpiendo sus diatribas, cuando un hombretón, vestido con un traje claro, cruzó la calzada y llamó a su puerta—. ¿Acaso piensa usté que mi campanilla es el mango d’una bomba? ¡Qu’alboroto!

El caballero de la puerta, que no era otro que el señor Gorby, no pudo oírla y por consiguiente no le contestó. De modo que la señora Sampson bajó las escaleras de cuatro en cuatro, crujiendo de indignación por el rudo trato que estaba recibiendo su campanilla.

El señor Gorby había visto salir a Brian, y estimando que era una excelente ocasión para proseguir con sus pesquisas, no perdió un instante en ponerse manos a la obra.

—¿No ve usté que v’arrancar la campanilla? —chilló la señora Sampson, haciendo acto de presencia con su escuálido cuerpo y su arrugada cara.

—Le ruego me perdone —respondió el detective, amablemente—. La próxima vez llamaré con los nudillos.

—¡Oh! ¡Ná d’eso! —exclamó la casera, sacudiendo la cabeza—. Que no tengo ardaba y con la mano esa me vá’rañar la pintura de la puerta que pintó hace ná más que seis meses el sobrino de mi cuñá, qu’es pintor, y tié una tienda en Fitzroy, y mú buen ojo pa’los colores.

—¿Vive aquí el señor Fitzgerald? —preguntó el señor Gorby, en voz baja.

—Sí, pero ha salió y no vá’volver hasta por la tarde. Si tié algún mensaje, le será puntualmente transmitió a su regreso.

—Al contrario; celebro que no se encuentre en casa. ¿Tendría usted la amabilidad de dedicarme algunos minutos de su tiempo?

—¿De qué se trata? —preguntó la casera, a quien se le había despertado la curiosidad.

—Se lo explicaré cuando estemos dentro —respondió el señor Gorby.

La señora Sampson, tras observarle con sus pequeños pero penetrantes ojos, no advirtió nada en él que despertara sus sospechas; así pues, le hizo entrar, y le condujo al primer piso, con sus miembros crujiendo todo el tiempo para gran asombro de Gorby, que buscaba mentalmente una explicación a tal fenómeno.

«Es indudable que sus articulaciones necesitan aceite —concluyó—. Nunca he visto cosa igual; parece que se vaya a romper en dos, de tan frágil que se ve».

La casera de Fitzgerald introdujo al señor Gorby en el salón de Brian, y tras cerrar la puerta, se instaló cómodamente en su sillón a la espera de conocer lo que el visitante tenía que decirle.

—Espero qu’esto no tenga ná que ver con facturas, qu’el señó Fitzgerald tié dinero ne’l banco, y es un caballero del tó respetable, aunque, claro’stá, su factura se le pué haber pasado y s’ha olvidao d’ella, que no tó’l mundo pué tener la buena memoria de mi tía por parte de madre, que s’hecho famosa por recordar toas las fechas de la historia, por no hablar de las tablas de multiplicar y los números de las casas de tos sus conocíos.

—No se trata de una factura —respondió el señor Gorby que, tras intentar en vano interrumpir aquel torrente de chillonas palabras de su interlocutora, concluyó por resignarse y esperar pacientemente a que se callara—. Tan solo deseo saber algunos detalles sobre las costumbres del señor Fitzgerald.

—¿Y pa’qué? —preguntó la señora Sampson, indignada—. ¿No será usted uno d’esos reporteruchos qu’hacen artículos sobre personas que no quieren verse’n los periódicos?, que ya me conozco yo lo qu’hacen, siendo mi marío un impresor d’uno que se fue a pique al no tener dinero pa’pagar los salarios, y le dejaron a deber la suma de una libra, siete chelines y seis peniques, que yo debería tener que pa’eso soy su viuda, aunque no tengo esperanza de cobrar ná mientras esté n’este mundo… ¡Vaya que no!

Y le dio una estridente risa traviesa.

El señor Gorby, comprendiendo que no obtendría respuesta alguna a sus preguntas a menos que tomara las riendas, hizo un desesperado esfuerzo y se lanzó in media res[31].

—Soy agente de seguros —dijo de pronto, a fin de evitar cualquier interrupción—; el señor Fitzgerald desea asegurarse en nuestra compañía. Antes de admitirle, necesito conocer su modo de vida, si es caballero de buenas costumbres, si se acuesta pronto; en definitiva, todo aquello que le concierne.

—M’alegraré de poder responder a toas las preguntas que usté considere necesarias, señó, sabiendo como sé las ventajas d’un buen seguro en una familia, qu’el progenitor se pué morir de repente, dejando una viuda, y por lo que sé el señó Fitzgerald se vá’casar pronto, y espero que sea mu’feliz, aunque por curpa d’eso yo vi’á perder un huésped que siempre paga cuando toca y se comporta com’un caballero.

—Entonces, ¿es hombre de buenas costumbres? —preguntó el señor Gorby, aventurándose con mucha precaución.

—¡Oh! No diría qu’es un santo, pero jamás l’he visto borracho, y siempre ha sío capaz d’usar su llavín, y se quita las botas antes d’acostarse, que es lo que tóa mujer debería esperar de su’nquilino, sobre tó si tiene que hacerle ella la colá.

—¿Y nunca regresa tarde por la noche?

—Siempre antes de que’l reloj toque a medianoche, aunque esto’s un decir, que ninguno de los relojes de la casa toca ná menos uno, que me lo’stán arreglando porque se m’ha roto de darle tanta cuerda.

—De modo que siempre se recoge antes de medianoche —dijo el señor Gorby, profundamente decepcionado por esta respuesta.

La señora Sampson le miró maliciosamente, al tiempo que se dibujaba una amplia sonrisa en su pequeño y arrugado rostro.

—Los jóvenes, que pa’eso no son viejos, y los pecadores, que pa’eso no son santos, lo más normal es que tengan los llavines pa’usarlos, no d’adorno. El señó Fitzgerald es uno de los hombres más apuestos de tó Melbourne, y no se pué’sperar que el suyo se l’oxide ne’l bolsillo, aunque como tié mucha integridá moral l’usa con moderación.

—Supongo que normalmente estará usted dormida cuando vuelve tarde —dijo el detective.

—No siempre —asintió la señora Sampson—, qu’aunque tengo’l sueño profundo y m’encanta dormir, alguna vez l’escuchao llegar después de la medianoche, como’l jueves de la semana pasá.

—¡Ah! —el señor Gorby exhaló un profundo suspiro, pues la noche del jueves de la semana anterior se había cometido el crimen.

—La cabeza m’estaba matando —continuó la señora Sampson—, porque había estao to’l día lavando al sol, y esa noche no m’apetecía dormir igual que siempre, así que bajé a la cocina pa’prepararme una cataplasma y ponérmela en la parte d’atrás de la cabeza, porque sirve pa’quitar el dolor, o eso me dijo en mi época d’enfermera un médico del hospital, que ahora s’ha estableció por su cuenta en Geelong, y tié muchos hijos porque se casó mú’joven. Cuando m’iba de la cocina escuché al señó Fitzgerald qu’entraba, y me giré pa’mirar el reloj, porque es lo qu’hacía cuando llegaba mi difunto marío de madrugá y le preparaba’l desayuno.

—¿Y qué hora era? —preguntó el señor Gorby, sin aliento.

—Las dos menos cinco —respondió la señora Sampson.

Gorby reflexionó por un instante.

«El carruaje se pidió a la una; debió partir para St. Kilda unos diez minutos después. Llegó a la Escuela Secundaria… supongamos que a la una y veinticinco. Fitzgerald conversa con el cochero durante cinco minutos, así que estaríamos en la una y media. Digamos que esperó otros diez minutos para subir a otro coche, esto es, las dos menos veinte minutos. Otros veinte para llegar a East Melbourne y otros cinco para recorrer el camino a pie hasta aquí. Serían pues, las dos y cinco minutos, en lugar de las dos menos cinco. ¡Diablos!».

—¿Funciona el reloj de la cocina? —preguntó en voz alta.

—Bueno, eso creo —dijo la señora Sampson—. Algunas veces s’atrasa, porque hace un tiempo que no s’ha limpiao, que como mi sobrino’s relojero siempre se lo llevo a él pa’que lo arregle.

—Probablemente aquella noche iba con retraso —exclamó el señor Gorby con tono de satisfacción—. Debió llegar a las dos y cinco minutos, y entonces todo encajaría.

—¿Qu’es lo qu’encajaría? —preguntó la señora Sampson, bruscamente—. ¿Y cómo sabe usté que mi reloj atrasa diez minutos?

—¡Ah! Se retrasa, ¿eh? —inquirió Gorby, ansiosamente.

—No lo’stoy negando —respondió la señora Sampson—. No se pué uno fiar de los relojes más que de los hombres o las mujeres… pero eso no afecta en ná’l seguro, ¿verdá? Porque siempre suele llegar antes de medianoche.

—¡Oh! Absolutamente en nada. Todo está muy bien —respondió el detective, encantado de haber obtenido la información que necesitaba—. ¿Es este el salón del señor Fitzgerald?

—Sí, señó —respondió la casera—; l’amueblao él mismo, porque tié unos gustos mú’lujosos y mú’buenos, aunque no vi’a negar que l’ayudé a elegir, y como tengo otra habitación más p’alquilar, si tié usté un amigo qu’esté buscando una casa, aquí estaría mú’bien atendió, y mis referencias son inmejorables, mi comida mú’sabrosa… y si… —Un campanillazo en la puerta interrumpió a la señora Sampson, que se apresuró a bajar a la planta baja con un crujido, no sin antes presentar sus excusas al señor Gorby. Una vez solo, se levantó y comenzó a inspeccionar el salón. Los muebles eran exquisitos y los cuadros excelentes. Al fondo de la sala, junto a la ventana, había una mesa llena de papeles.

—No será necesario buscar los documentos que pudiera llevar Whyte en el bolsillo —dijo el detective revolviendo entre unas cartas—; no sabría qué buscar y no los reconocería aunque los tuviese delante. Pero sería conveniente encontrar el guante perdido y la botella que contenía el cloroformo. ¡Oh! Tal vez se haya desembarazado de ellos. No veo señal de su presencia por aquí. Echaré una ojeada al dormitorio.

No tenía tiempo que perder, pues la señora Sampson podía regresar en cualquier momento, de modo que se dirigió con premura al dormitorio, que se abría al salón. Nada más entrar, lo primero que llamó la atención del agente fue una enorme fotografía de Madge Frettlby, enmarcada lujosamente, apoyada sobre la mesa del tocador. Era un retrato semejante a los que había visto en el álbum de Whyte. Lo tomó sonriendo.

—Es usted una joven muy bonita —dijo recriminando al retrato—; pero ha cometido la torpeza de dar su retrato a dos jóvenes, ambos enamorados de usted y de violento carácter. Ya ve el resultado: uno ha muerto y el otro no sobrevivirá mucho tiempo. ¡Eso es lo que ha conseguido!

Dejó el retrato en su lugar y recorriendo el dormitorio con la mirada, advirtió detrás de la puerta un gabán claro y un sombrero flexible.

«¡Ah! ¡Ah! Aquí está el gabán que vestía cuando asesinó al desdichado joven —dijo para sus adentros—. ¿Esconderá algo en los bolsillos? Veamos». En uno de ellos no encontró más que el programa de un teatro y un par de guantes oscuros. Pero en el otro, el señor Gorby hizo un gran descubrimiento: ¡el guante perdido! Ahí estaba el guante blanco, manchado y bordado en negro, que correspondía a la mano derecha. El detective sonrió satisfecho y se lo guardó cuidadosamente en el bolsillo.

«Bueno —pensó—, no he perdido la mañana. He averiguado que regresó aquí el jueves por la noche a una hora que se corresponde con todos sus movimientos a partir de la una de la madrugada, y he encontrado el guante que evidentemente pertenecía a Whyte. Si pudiera encontrar la botella de cloroformo, me quedaría completamente satisfecho…».

Pero por mucho que la buscó, no logró encontrarla. Finalmente, al escuchar a la señora Sampson subiendo la escalera, abandonó su búsqueda y regresó al salón.

«Supongo que se habrá desembarazado de ella arrojándola lejos —dijo, mientras se acomodada en el sillón—. Pero, poco importa. Creo haber reunido una cadena de pruebas suficientemente sólida para condenarlo. Y además, es muy probable que cuando esté preso termine confesando. Parece tener muchos remordimientos».

Se abrió la puerta, y la señora Sampson entró en el salón indignada.

—Uno d’esos vendedores ambulantes chinos, qu’ha intentao engañarme con un manojo de zanahorias… como si yo no supiera lo qu’es una zanahoria… y pidiéndome un chelín que más parecía un galimatías, como si yo n’hubiese creció en un sitio donde no se supiera lo qu’es un chelín. No soporto a los extranjeros desde qu’un francés, o eso creí entender qu’era, se largó con la tetera de plata de mi madre sin qu’ella s’enterara.

El señor Gorby interrumpió estos recuerdos de la señora Sampson afirmando que, de momento, disponía de toda la información necesaria, y que debía marcharse.

—Y yo’spero —dijo la señora Sampson abriendo la puerta— verle a usté de nuevo si cualquier asunto del señó Fitzgerald así lo requiere.

—¡Oh! Seguramente volveré a verla —respondió el señor Gorby, jocosamente—. Y añadió para sí: «Y en circunstancias que no le resultarán en absoluto agradables, vieja loca, porque será en el banquillo de los testigos». A continuación, dijo en voz alta:

—¿No me había dicho usted que el señor Fitzgerald estaría en casa por la tarde?

—Sí, señó —respondió la señora Sampson—. Vá’tomar el té con su prometía, la señorita Frettlby, cuyo dinero no tié fin, igual que m’hubiese pasao a mí de haber nació en una esfera más elevá…

—No es necesario que informe al señor Fitzgerald de mi visita —dijo Gorby, mientras se alejaba—. Probablemente volveré esta misma tarde.

«¡Qué hombre tan grande! —pensó la señora Sampson mientras veía cómo se alejaba—. Igual que mi difunto padre, un hombre metío’n carnes que comía mucho y le gustaba la bebía, aunque yo he salió a la familia de mi madre, que son tós delgaos y estaban orgullosos d’estar siempre así, como prueba el vinagre que se bebían, aunque a mí no me gusta ná».

Cerró la puerta y subió al primer piso para recoger la bandeja del desayuno del señor Fitzgerald, mientras el señor Gorby se dirigía apresuradamente a la comisaría de policía para expedir una orden de arresto contra Brian, por un delito de asesinato premeditado.