XX
EL ARGUS DA SU OPINIÓN
La mañana posterior a la conclusión del juicio, apareció en el Argus el siguiente artículo en referencia a dicho asunto:
«Durante los tres últimos meses hemos opinado con frecuencia en nuestras columnas sobre el extraordinario caso que ahora es sobradamente conocido como La tragedia del carruaje. Podemos aseverar, con total certeza, que es el caso más extraordinario que jamás haya sido juzgado en nuestro Tribunal Penal, y que el veredicto ofrecido ayer por el jurado ha envuelto todo el asunto en un misterio todavía más insondable. Como resultado de una sucesión de extrañas coincidencias, el señor Brian Fitzgerald, un joven squatter[62], había sido declarado único sospechoso del asesinato de Whyte; de no haber sido por la oportuna aparición de la mujer llamada Rawlins, quien hizo acto de presencia en el último momento, estamos seguros de que hubiese sido emitido un veredicto de culpabilidad, y que un hombre inocente habría sido castigado por un crimen cometido por otra persona. Afortunadamente para el preso, y en interés de la justicia, su abogado, el señor Calton, con una diligencia infatigable, fue capaz de encontrar a la última testigo y de probar, por tanto, una coartada. De no ser así, a pesar de las observaciones realizadas por el docto abogado en su brillante alegato de ayer, que dieron como resultado la absolución del prisionero, dudamos mucho que el resto de pruebas a favor del acusado hubiesen sido suficientes para persuadir al jurado de que era un hombre inocente.
Los únicos hechos a favor del señor Fitzgerald eran: la incapacidad del cochero Royston para jurar que él era el hombre que se había introducido en el coche de punto junto a Whyte, el uso del anillo de diamantes en el dedo índice de la mano derecha (mientras que el señor Fitzgerald no tiene por costumbre usarlos), y la diferencia en la hora que habían ofrecido en sus testimonios el cochero Rankin y la casera. Contra estos hechos, sin embargo, la acusación presentó numerosas evidencias que parecían probar, de manera concluyente, la culpabilidad del preso. Pero la aparición de Sal Rawlins en el estrado puso fin a toda duda. Con unas palabras que no daban lugar a malinterpretaciones y solo podían considerarse como ciertas, juró con total seguridad que el señor Fitzgerald estaba en uno de los suburbios más allá de Bourke Street, entre la una y las dos de la madrugada del viernes, que fue la hora en la que se cometió el asesinato. Bajo estas circunstancias, el jurado llegó a un acuerdo por unanimidad, regresó con un veredicto de «no culpable», y el preso fue inmediatamente absuelto. Tenemos que felicitar a su abogado, el señor Calton, por el eficiente alegato que realizó para la defensa, y también al señor Fitzgerald, por escapar providencialmente de un castigo deshonroso e inmerecido. Abandona el tribunal sin una mancha sobre su persona, y con el respeto y simpatía de todos los australianos gracias al coraje y dignidad con los que se ha conducido a lo largo de todo este proceso, mientras permanecía bajo la sombra de tan grave acusación.
Pero ahora que se ha probado de manera concluyente su inocencia, la pregunta que nos hacemos es: «¿Quién es el asesino de Oliver Whyte?». El hombre que cometió este crimen cobarde todavía anda suelto y, por lo que sabemos, podría estar entre nosotros. Alentado por la impunidad con la que ha escapado de las manos de la justicia, podría estar caminando tranquilamente por nuestras calles, y hablando sobre el mismísimo crimen del cual es autor. Confiado ante la idea de que todas sus huellas se han perdido para siempre desde el momento en que descendió del carruaje de Rankin, en Powlett Street, probablemente se ha aventurado a permanecer en Melbourne y, por lo que sabe cualquiera, podría haber ocupado un asiento en el tribunal mientras tenía lugar el juicio. Es más, podría leer este mismísimo artículo, y regocijarse ante los inútiles esfuerzos que se han llevado a cabo para descubrirle. Pero que tenga cuidado. La justicia no es ciega, solo tiene los ojos vendados, y cuando menos lo espere, retirará el vendaje que tapa su afilada mirada, y le arrastrará hacia la luz del día para que reciba la recompensa que merece por sus actos. A causa de las sólidas pruebas contra Fitzgerald, esa ha sido la única dirección hacia la que han mirado los detectives hasta la fecha; pero ahora, desconcertados, mirarán en otro sentido, y esta vez puede que tengan éxito en su cometido.
Que un hombre como el asesino de Oliver Whyte ande suelto supone una amenaza, no solamente para los propios ciudadanos, sino para la comunidad en toda su extensión, pues todo el mundo sabe que una vez que el tigre ha probado la sangre humana, jamás se sobrepone a sus ansias de volver a saborearla. Y, sin duda alguna, el hombre que haciendo gala de un gran atrevimiento y sangre fría asesinó a un borracho, a un hombre que se encontraba indefenso, no dudará en cometer un segundo crimen. El sentimiento que actualmente prevalece en todas las clases sociales de Melbourne es el de terror al saber que un hombre de semejante calaña anda suelto; este pavor se asemeja, en gran medida, al miedo que ocupó el corazón de todos los ciudadanos de Londres cuando se cometieron los asesinatos de la familia Marr[63], y se supo que el asesino había escapado. Cualquiera que haya leído la gráfica descripción llevada a cabo por De Quincey[64] sobre el crimen perpetrado por Williams, temblará al pensar que otro diablo semejante se encuentra entre nosotros. Resulta de imperiosa necesidad que ese sentimiento sea erradicado. ¿Pero cómo se puede manejar este asunto? Una cosa es hablar, y otra actuar. No parece existir en estos momentos ninguna pista fiable que lleve al descubrimiento del verdadero asesino. El hombre del abrigo claro que se bajó del carruaje de Rankin en Powlett Street, en East Melbourne —de manera intencionada, como ahora resulta evidente, para arrojar las sospechas sobre Fitzgerald—, se ha desvanecido por completo a semejanza de las brujas en Macbeth, y no ha dejado ninguna pista tras él. Eran las dos de la madrugada cuando se bajó del carruaje y, en un barrio tranquilo como el de East Melbourne, era lógico pensar que no habría nadie deambulando por la zona y podría escapar fácilmente sin ser visto. Parece que existe una sola oportunidad para seguirle la pista, y es la de encontrar los documentos que fueron sustraídos del bolsillo del fallecido. Solo tres personas conocían el contenido de esos papeles, y ahora solo lo sabe una. Los dos primeros eran Whyte y la mujer conocida como la Reina, y ambos están muertos. La única persona que posee ahora esa información es el hombre que cometió el crimen. No existe duda alguna sobre que esos documentos fueron el móvil del asesinato, dado que no se sustrajo ninguna cantidad de dinero de los bolsillos de la víctima. Así mismo, el hecho de que esos papeles estuviesen escondidos en un bolsillo cosido para tal propósito en la parte interior del chaleco del fallecido, da muestra de su importancia.
La razón por la que creemos que la mujer fallecida sabía de la existencia de esos documentos es la siguiente: parece que llegó procedente de Inglaterra junto a Whyte como su amante y, tras permanecer durante un tiempo en Sidney, llegaron a Melbourne. ¿Cómo acabó en un antro tan infame y sórdido como aquel en el que murió? No sabríamos decirlo, a menos que, sabiendo como sabemos que era aficionada a la bebida, fuese recogida borracha por algún buen samaritano de los suburbios que posteriormente la llevó a la humilde morada de la señora Rawlins. Whyte la visitaba allí con frecuencia, pero parece que no llevó a cabo intento alguno de trasladarla a un lugar mejor, alegando como motivo que el médico había dicho que moriría si era expuesta al aire libre. Nuestro reportero ha averiguado, gracias a uno de sus confidentes, que la fallecida tenía por costumbre hablarle a Whyte sobre ciertos documentos, y en una ocasión se le escuchó decir: «Te harán rico si juegas bien tus cartas». La mujer Rawlins, a cuya providencial aparición le debe su libertad el señor Fitzgerald, así se lo contó al detective. Gracias a ello se puede llegar a la conclusión de que esos papeles —sea su contenido el que sea—, poseían gran valor; el suficiente para tentar a otro a cometer un asesinato con el fin de hacerse con ellos. Por lo tanto, con Whyte muerto, y habiendo escapado su asesino, el único modo de descubrir el secreto que se esconde en la raíz de este crimen es averiguar la historia de la mujer que falleció en los suburbios. Rastreando sus orígenes algunos años atrás, se podrían descubrir ciertas circunstancias que revelasen lo que contenían esos documentos, y una vez que sean encontrados, podemos aseverar con confianza que el asesino será descubierto. Solo de este modo se podrá averiguar la causa y al autor de este misterioso asesinato. Y si esto fracasa, mucho tememos que la tragedia del carruaje tendrá que ser relegada a la lista de crímenes sin resolver, y el asesino de Whyte no obtendrá más castigo que el que le proporcione el remordimiento de su propia conciencia».