XV

UNA MUJER DEL PUEBLO

Bourke Street es una calle más concurrida que Collins Street, especialmente por la noche. En ella hay varios teatros que por sí mismos son suficientes para reunir a una multitud considerable; mugrienta, en la mayoría de los casos. Alrededor de las puertas de los hospedajes se acumulan grupos de individuos harapientos y de aspecto miserable, en espera de que algún amigo amable les invite a entrar. Más allá, de pie bajo las terrazas del Teatro de la Ópera, hay una maraña de hombres aficionados a las carreras de caballos hablando sobre las probabilidades de triunfo en la Melbourne Cup o alguna otra competición. Aquí y allá, los harapientos golfillos venden cerillas y periódicos. Y junto a las columnatas de la terraza, justo en medio del alumbrado de la luz eléctrica, se apoyan desaliñadas mujeres desfallecidas que sujetan un bebé en un brazo contra su pecho, mientras agitan una pila de periódicos con el otro al tiempo que canturrean con ronca voz: «Jerald, tercera dición, un penique» hasta que el oído se cansa de la constante repetición. Los coches de alquiler traquetean incesantemente a lo largo de la calle; aquí, un rápido cabriolé con un garboso caballo que lleva a la juventud dorada a su Club; allí, un vehículo con aspecto mugriento, tirado por un flaco cuadrúpedo que se tambalea a ciegas calle abajo. Alternando con estos, pasan corriendo carruajes con los caballos bien acicalados, y en su interior, pueden verse pares de ojos brillantes, vestidos blancos y destellos de diamantes. Luego, más arriba, justo en el borde de la acera, tres violines y un arpa tocan un vals alemán a un admirado gentío de espectadores atentos. Si hay algo que el Melbourne folclórico ama por encima de todas las cosas, es la música. Su inclinación hacia ella es solo comparable a su afición por las carreras de caballos. Cualquier banda de música ambulante que toque decentemente tiene asegurada una buena audiencia y una sustancial remuneración por su actuación. Algún escritor ha descrito Melbourne como un Glasgow con el cielo de Alejandría; y sin duda, el hermoso clima de Australia, con un resplandor tan italiano, debe provocar un gran efecto en el carácter de una raza tan adaptable como la anglosajona. A pesar de los deprimentes pronósticos de Marcus Clarke[49] referidos al australiano del futuro, a quien describe como «un hombre alto, rudo, de mandíbula cuadrada, codicioso, pujante, talentoso, especialmente dotado para la natación y la equitación», es más probable que se trate de un individuo cultivado, indolente, con una gran estima por las artes y las ciencias y una marcada aversión por el trabajo duro y los principios utilitaristas. La influencia climática no debería ser tenida en cuenta para el futuro del australiano, y nuestra posteridad no se nos asemejará más que los ostentosos venecianos de nuestros días se parecen a sus rudos antepasados, aquellos que construyeron su ciudad sobre las solitarias islas arenosas del Adriático.

Tales eran las conclusiones a las que llegó el señor Calton mientras caminaba tras su guía a través de las calles atestadas de gente, observando con qué profundo interés escuchaba la multitud las rítmicas armonías de Strauss y las brillantes melodías de Offenbach. Las calles resplandecientemente iluminadas, con el incesante flujo de personas; los estridentes gritos de los golfillos, el traqueteo de los coches, y las variables melodías de la música, todo ello formaba una escena que le fascinó, y el abogado hubiera podido vagar toda la noche observando las innumerables facetas del carácter humano pasando sin cesar ante sus ojos.

Pero su guía, demasiado familiarizado con el proletariado, sentía una gran indiferencia por la escena y apresuró el paso hacia Little Bourke Street, donde la angostura de la calle, con sus altos edificios, la tenue luz de las escasas lámparas de gas, y algunas pobres figuras harapientas que marchaban encorvadas, presentaban un fuerte contraste con la escena brillante y las multitudes que acababan de dejar. Volviéndose hacia Little Bourke Street, el detective se dirigió hacia un oscuro callejón. Hacía tanto bochorno como en un horno que acumulara calor durante todo el día. Al contemplar el cielo estrellado se podía experimentar una sensación de frescor delicioso.

—Manténgase cerca de mí —susurró Kilsip, tocando el brazo del abogado—. Podríamos encontrar algunos tipos desagradables por aquí.

La oscuridad no era completa, pues la atmósfera tenía esa especie de neblina luminosa tan típica de los crespúsculos australianos, y aquel extraño resplandor era suficiente para distinguir los objetos en la negrura. Kilsip y el abogado se mantenían cautelosos en el centro del callejón, de manera que nadie pudiera saltar sobre ellos de improviso; y podían ver a un lado de la calle a un hombre acurrucado en la sombra, y al otro, a una mujer de pelo enmarañado y pecho casi desnudo asomada a la ventana tratando de tomar una bocanada de aire fresco. Había también algunos niños jugando en el arroyo seco, y sus jóvenes voces estridentes hacían un extraño eco en la penumbra mezclándose con el cántico de un borracho que caminaba cabizbajo y tropezándose sobre los pedruscos.

De vez en cuando un grupo de chinos caminaba con sigilo; iban ataviados con blusas azul oscuro, ya sea hablando los unos con los otros chillonamente, como loros, o paseando silenciosamente a lo largo del callejón con la inmutable apatía oriental reflejada en sus rostros amarillos. Aquí y allá, llegaban torrentes de cálida luz a través de una puerta abierta, y en su interior, se atisbaban asiáticos tártaros reunidos alrededor de las mesas de juego jugando al fan-tan[50], o dejando el hechizo de su pasatiempo favorito para deslizarse con pies ligeros a los comercios donde los pavos y aves de corral, ya cocinados, resultan tan tentadores para los compradores que esperan. Kilsip, girando a la izquierda, condujo al abogado hacia una callejuela aún más estrecha cuya sombría amargura hizo estremecer al letrado, mientras se preguntaba cómo podían vivir los seres humanos en un lugar tan lóbrego.

Por fin, para alivio de Calton, que se sentía un tanto perturbado por la oscuridad y la angostura de las callejuelas que tomaban, el detective se detuvo ante una puerta, la abrió, y al entrar, llamó por señas al abogado para que le siguiera. Calton así lo hizo, y se encontró en un pasadizo bajo, oscuro y nauseabundo, en cuyo extremo brillaba un tenue resplandor. Kilsip cogió a su acompañante por el brazo y le guio con cautela a lo largo del pasadizo; cautela absolutamente necesaria pues Calton podía sentir que la tablas podridas estaban llenas de agujeros en los cuales se deslizaban sus pies de cuando en cuando, al tiempo que podía oír los chillidos de las ratas corriendo por todos lados. Justo cuando llegaban al final del túnel —no podía denominársele de otro modo— la luz se apagó y quedaron sumidos en la más completa oscuridad.

—¡Encended de nuevo! —exclamó el detective, con tono perentorio—. ¿Qué hacen «remojando la candela»?

El argot de los ladrones era sin duda bien entendido en aquel lugar, pues hubo un gran barullo en la oscuridad, un murmullo, y luego alguien encendió una vela. Calton vio que una chicuela de aspecto espectral sujetaba la luz. Los enmarañados mechones de pelo colgaban sobre su pálido y ceñudo rostro; y, cuando se puso de cuclillas en el suelo, apoyada contra la húmeda pared, levantó la vista desafiante aunque temerosa hacia el detective.

—¿Dónde está la Abuela Raterilla? —preguntó Kilsip, dándole un toque con el pie.

La niña pareció resentida por su indignidad, y se puso rápidamente en pie.

—Arriba —contestó, señalando con su cabeza en dirección a la pared de la derecha.

Siguiendo esa dirección, Calton, cuyos ojos estaban ahora más acostumbrados a la penumbra, pudo distinguir una negra y enorme abertura que supuso era la escalera aludida.

—No le vá’sacar ná esta noche. Está’punto de ponerse a beber, eso vá’hacer.

—No importa lo que esté haciendo o a punto de hacer —dijo Kilsip bruscamente—; llévame con ella de inmediato.

La muchacha le miró de arriba abajo malhumorada; luego se dirigió hacia la negra abertura y subió las escaleras; eran tan inestables como para hacer temer a Calton que pudieran ceder. A medida que avanzaban lentamente por los agrietados escalones apretó fuertemente el brazo de su acompañante. Finalmente, se detuvieron ante una puerta que dejaba entrever un tenue rayo de luz por entre sus fisuras. Enseguida, la chica dio un agudo silbido y la puerta se abrió. Siempre precedidos por su espectral guía, Calton y el detective traspasaron el umbral. Ante ellos se sucedía una curiosa escena: un pequeño cuarto cuadrado, con techo bajo, del cual colgaban jirones de papel enmohecido; a la izquierda, en el extremo más alejado, una especie de jergón bajo en el que yacía una mujer, casi desnuda, en medio de un montón de ropas mugrientas. Parecía estar enferma, pues sacudía la cabeza de un lado a otro sin descanso y, de cuando en cuando, canturreaba fragmentos de una canción con la voz quebrada. En el centro del cuarto había una mesa muy ajada en la que ardía intermitentemente una candela de sebo iluminando débilmente la escena, y sobre ella una botella cuadrada medio llena de aguardiente junto a un vaso roto. Ante estas muestras de festividad estaba sentada una anciana con una baraja de cartas desplegadas ante ella, y que resultaba evidente que le habían servido para decir la buena ventura al joven rufián que les había abierto la puerta y que miraba al detective con una expresión poco amistosa en el semblante. Llevaba puesto un mugriento abrigo de pana marrón, muy remendado, y un sombrero de ala ancha de color negro, calado hasta los ojos. Por su expresión ceñuda y resentida, el abogado juzgó que su último destino estaría entre la prisión de Pentridge y la horca.

Cuando entraron, la echadora de cartas levantó la cabeza y, poniendo una mano sobre los ojos a modo de visera, miró con curiosidad a los recién llegados. Calton pensó que jamás había visto a una anciana tan repulsiva; y en verdad, su fealdad era tan grotesca que era digna de la pluma de Doré[51]. Su rostro estaba surcado de innumerables arrugas, claramente definidas por la suciedad que se había incrustado en ellas; tupidas cejas grises dibujaban su entrecejo sobre unos ojos negros y penetrantes, cuyo brillo aún no había sido oscurecido por la edad. Tenía la nariz aguileña como el pico de un ave de rapiña, y una boca de labios finos desprovista de dientes. Sus cabellos eran espesos y canos, y estaban recogidos en un gran moño atado con un pedazo de mugrienta cinta negra. En cuanto a su barbilla, cuando Calton vio cómo se movía involuntariamente de un lado a otro, recordó los versos de Macbeth:

Deben ser mujeres,

por más que sus barbillas no me permitan

creerlo…[52]

Y, ciertamente, se parecía mucho a sus hermanas en brujería.

La mujer los miró enconadamente, muy inquisitiva:

—¿Qué’s lo que quieren?

—Quieren su alcohol —exclamó la muchacha, con una risa espectral, mientras sacudía hacia atrás su cabello enmarañado.

—Fuera, granuja —graznó la vieja bruja, sacudiendo su flaco puño sobre ella—, o t’arranco er corazón.

—Sí, puede irse —dijo Kilsip, asintiendo con la cabeza en dirección a la chica—, y usted puede esfumarse también —añadió, bruscamente, volviéndose hacia el joven que seguía en pie sosteniendo la puerta.

En un principio pareció dispuesto a discutir la orden del detective, pero finalmente obedeció, murmurando mientras salía algunas palabras sobre «el descaro de mostrar sus escondrijos a los presuntuosos esos». La muchacha le siguió; y su salida fue acelerada por la Abuela Raterilla, que con una rapidez digna de una larga práctica, se descalzó uno de los zapatos y lo arrojó a la cabeza de la joven mientras se iba.

—T’esperas a que yo te diga que pués volver, Lizer —gritó, con una reprimenda de juramentos—, ¡o te descuajo la cabeza!

Lizer respondió con una estridente risa de desdén, y desapareció por la temblorosa puerta, que cerró tras ella.

Cuando hubo desaparecido, la Abuela Raterilla tomó un trago del vaso roto, y, juntando todas sus grasientas cartas de un modo muy profesional, observó de manera insinuante a Calton, con una sugestiva mirada lasciva.

—¿Quié conocer er provenir, querido? —graznó seguidamente, barajando con premura las cartas—. L’abuela dirá tó…

—No, la abuela no va a decir nada —interrumpió el detective, bruscamente—. Hemos venido por negocios.

La anciana se sobresaltó, y le miró fijamente por debajo de sus pobladas cejas.

—¿En qué s’han metió ahora mis chicos? —preguntó seriamente—. Aquí no hay ná.

En ese momento, la enferma, que se estremecía agitadamente en la cama, había comenzado a cantar un fragmento de la vieja balada folclórica de «Barbara Allen»[53]:

Oh, madré, madre, háceme la cama

Hácemela blanda y bien estira;

Posto qué’l mi amó ha muerto por mí

Maña moriré por él

—¡Cállate, mardita! —gruñó Abuela Raterilla, con saña—, o t’arrancaré d’un gorpe la cabeza.

Y agarró la botella cuadrada como para llevar a cabo su amenaza; pero, cambiando de opinión, vertió parte de su contenido en el vaso, y lo bebió con avidez.

—La mujer parece enferma —dijo Calton, echando una mirada trémula al jergón.

—Y lo’stá —gruñó Abuela Raterilla, airadamente—. Debería está en Yarrer Bend[54], eso deberí’hacer, en vé d’estar aquí cantando sas’horribles canciones que me hielan la sangre. Haga’l favor d’escucharla —dijo con crueldad, cuando la mujer rompió a cantar de nuevo.

¡Oh!, poco creía la mía má

cuando m’acunaba de niña

Que m’iba morí lejos de casa

Ne,’l cadalso

—¡Yah! —dijo la anciana, a toda prisa, tomando un poco más de ginebra del vaso—. Tá siempre hablando de morirse ne’l cadalso, como si fuese lo mejor que le pué pasar.

—¿Quién era la mujer que murió aquí hace tres o cuatro semanas? —preguntó Kilsip, repentinamente.

—¿Cómo vi’a saberlo? —replicó Abuela Raterilla, malhumorada—. Yo no la he matao, ¿no? Fue l’aguardiente que bebía, siempre ‘mpinando er codo… ¡mardita sea!

—¿Recuerda la noche que murió?

—No, no m’acuerdo —contestó, con franqueza—. Había bebió… borracha perdía, como una cuba… que Dios m’ayude.

—Usted está siempre borracha —dijo Kilsip.

—Usté no me lo paga. Sí, ‘stoy bebía. Siempre estoy mu’borracha. Lo’staba anoche, y la noche d’antes, y me vi’a emborrachar esta noche también… —mirando conmovida la botella—. Y mañana, y no me vi’a parar hasta que m’entierren.

Calton se estremeció, tan llena estaba su voz de odio y reprimida maldad; pero el detective simplemente se encogió de hombros.

—Tanto peor para usted —señaló, brevemente—. Ahora dígame, la noche de la muerte de la Reina, ¿vino a visitarla un caballero?

—Eso dijo —replicó Abuela Raterilla—. Pero, señó, yo no sé ná, ‘staba borracha.

—¿Quién lo dijo? ¿La Reina?

—No, mi nieta, Sal. La Reina l’anvió pa’buscar al encopetao. Querría que viese lo qu’había hecho con ella, mardito sea. Y Sal me mangó papel de la caja —gritó, de pronto, indignada—. Yo’staba mu’borracha pa’impedírselo.

El detective miró a Calton, quien asintió con la cabeza con una expresión de satisfacción en su rostro. Estaban en lo correcto, en lo referido a que el papel había sido robado en la Villa de Toorak.

—¿No vio usted al caballero que vino? —dijo Kilsip, volviéndose de nuevo hacia la vieja bruja.

—No, no, mardito sea —replicó, cortésmente—. Vino a l’una y media de la madrugá, y usté no pué pretender que estemos levantás toa la noche, ¿no?

—La una y media —repitió Calton, apresuradamente—. A la misma hora. ¿Está usted segura?

—Que me muera si no’s así —dijo Abuela Raterilla, amablemente—. Mi nieta Sal se lo pué decir.

—¿Dónde está? —preguntó Kilsip, bruscamente.

En ese momento la anciana se echó hacia atrás y aulló de consternación.

—S’ha largao —gimió, tamborileando el suelo con los pies—. S’ha marchao y abandonao a su pobre abuela pa’unirse al Ejército, marditos sean, que les da por venir pa’cá y meterse’n nuestros asuntos…

En ese momento la mujer del jergón comenzó de nuevo.

Las flores der campo s’han marchitao

—¡Ah!… mardita desvergonzá… —gritó la Abuela Raterilla, levantándose y corriendo hacia la cama—. T’estrangularé con mis propias manos, que Dios m’ayude. ¿Quieres que te mate? ¿Pa’qué les cantas sa’cosa fúnebre?

Entretanto el detective hablaba apresuradamente con el señor Calton.

—La única persona que puede probar que el señor Fitzgerald estaba aquí entre la una y media y las dos de la madrugada —señaló, seguidamente— es Sal Rawlins, pues parece que todos los demás estaban ebrios o dormidos. Como parece que se ha unido al Ejército de Salvación iré a las barracas a primera hora de la mañana y la buscaré.

—Espero que la encuentre —contestó Calton, dando un largo suspiro—. La vida de un hombre dependerá de esa prueba y lo que ella declare.

Antes de salir, Calton le ofreció unas monedas de plata a Abuela Raterilla, que la anciana acogió codiciosamente.

—Presumo que se las beberá —dijo el abogado, retrocediendo ante ella.

—Es mu’posible —replicó la anciana, con una mueca de repulsión, atando el dinero a un pedazo de su vestido que había arrancado para este propósito—. M’iré p’al bar, eso haré, porqué’s el único placer que tengo n’esta vía, mardita sea.

La visión del dinero tuvo un efecto positivo en su carácter, pues sujetó la candela en lo alto de la escalera mientras bajaban, para que no se rompieran el cuello. Cuando llegaron al piso bajo vieron que la luz desaparecía y oyeron a la mujer enferma canturrear La última rosa del verano[55].

La puerta de la calle estaba abierta, y tras caminar a tientas a lo largo del sombrío pasadizo evitando sus trampas, se encontraron al aire libre.

—Gracias a Dios —dijo Calton, quitándose el sombrero y exhalando un largo suspiro—. ¡Gracias a Dios estamos a salvo fuera de esa guarida!

—En todo caso, nuestro viaje no ha sido en vano —dijo el detective, mientras caminaban—. Hemos descubierto dónde estuvo el señor Fitzgerald la noche del asesinato. Se salvará.

—Eso dependerá de Sal Rawlins —contestó Calton, con seriedad—. Pero vamos; tomemos un vaso de brandy. Me siento realmente mal después de la experiencia en ese tugurio.