VII

EL REY DE LA LANA

La vieja leyenda griega del rey Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba, es más cierta de lo que la mayoría de la gente pueda imaginar. En la Edad Media la superstición atribuía dicho poder a la piedra filosofal, anhelada por tantos alquimistas en aquella época tan oscura. Mas, en el siglo diecinueve, hemos devuelto esta capacidad de transformación a manos del hombre. No la conferimos a deidades griegas ni a extrañas creencias; la llamamos suerte. Aquel que atesora suerte debería sentirse dichoso, a pesar del proverbio que insinúa lo contrario. La suerte simboliza mucho más que riquezas; conlleva ventura y alegría en todo aquello que se propone su afortunado poseedor. Si se lanza a la especulación, las hadas le sonríen. Si se casa, su mujer será la esposa perfecta. Si aspira a una alta posición política y social, no solo la consigue, sino que lo hace sin esfuerzo. Riquezas mundanas, dicha familiar, notoria posición… todo esto atesora aquel que tiene la fortuna de su parte.

Mark Frettlby era uno de estos afortunados mortales, y su suerte era proverbial en toda Australia. Todos aquellos que le seguían en cualquiera de sus negocios tenían el éxito asegurado, y en muchos casos este superaba con creces las expectativas. Había llegado a Australia con relativamente poco dinero, en los primeros tiempos de la colonización. Pero su enorme perseverancia, junto a su incesante suerte, pronto tornaron sus cientos de libras en miles; y ahora, a sus cincuenta y cinco años, ignoraba el alcance de su fortuna. A lo largo y ancho de la colonia de Victoria, poseía inmensos terrenos que le procuraban cuantiosas rentas; una encantadora casa de campo, en la cual recibía a sus amistades en determinadas épocas del año; y un magnífico palacete en la ciudad, cerca de St. Kilda, que hubiese resultado digno de encontrarse en Park Lane[13].

Su vida familiar no era menos venturosa; tenía una encantadora esposa, quien era una de las damas más honorables y respetadas de Melbourne, y una hija, igualmente cautivadora, que de forma natural atraía multitud de pretendientes gracias a su belleza y a su condición de heredera. Pero Madge Frettlby era caprichosa, y había rechazado innumerables ofertas de matrimonio. Extremadamente independiente y dotada de una fuerte personalidad, había tomado la decisión de permanecer soltera al no haber encontrado todavía un hombre al que pudiese amar. Por ello, junto a su madre, continuaba ejerciendo labores de anfitriona en la mansión de St. Kilda. Pero a toda mujer le llega su príncipe azul tarde o temprano y, en el caso que nos ocupa, apareció a su debido tiempo en la persona de Brian Fitzgerald; un Joven alto, apuesto, de rubio cabello y recién llegado de Irlanda.

Dejaba atrás en su país un viejo castillo en ruinas y unos cuantos acres de tierras yermas habitadas por descontentos arrendatarios, que se negaban a pagarle las rentas y se habían afiliado en secreto a la Land League[14] y otras sociedades similares. En tales circunstancias, sin rentas que cobrar y sin proyectos de futuro, Brian abandonó la casa solariega de sus padres, las ratas y la banshee[15] de la familia, y se fue a Australia en busca de fortuna.

El señor Frettlby, para quien traía cartas de presentación y recomendación, le tomó afecto e hizo todo cuanto estuvo en su mano para ayudarle. Siguiendo sus consejos, Brian compró varias haciendas y, para su asombro, vio cómo su riqueza crecía en pocos años. Los Fitzgerald habían sido siempre más proclives al despilfarro que al ahorro, de modo que fue una agradable sorpresa para su último descendiente ver que las monedas entraban en sus bolsillos en vez de salir de ellos. Comenzó entonces a construir castillos en el aire a propósito de aquel otro que abandonó en Irlanda, con sus yermas tierras y sus descontentos arrendatarios. Soñaba con levantarlo sobre sus ruinas y devolverle su antiguo esplendor. Imaginaba sus terrenos bien cultivados y a sus arrendatarios felices y satisfechos —ante este último punto se mostraba algo escéptico pero, con la temeraria confianza que le otorgaban sus veintiocho años, estaba decidido a hacer todo lo posible por llevarlo a cabo.

Una vez reedificado y amueblado su castillo imaginario, Brian pensó en darle una señora al castillo, y en esta ocasión la realidad superó a su imaginación. Se enamoró de Madge Frettlby y, habiendo decidido íntimamente que solo ella podía ser digna de honrar con sus gracias las habitaciones del suntuoso castillo de sus sueños, esperó el momento propicio y se declaró. Madge, como todas las mujeres, coqueteó con él durante algún tiempo, evitando darle una respuesta afirmativa; hasta que llegó el día en que, incapaz de resistirse a la impetuosidad irlandesa, le confesó entre susurros, con una encantadora sonrisa en el rostro, que no podía vivir sin él. Y puesto que los enamorados son dados a la prudencia, y están habituados a seguir las convenciones tradiciones del galanteo, el desenlace se puede adivinar con facilidad. Brian visitó las joyerías de Melbourne con la asiduidad de un enamorado y, cuando finalmente encontró un anillo adornado con turquesas tan azules como sus ojos, lo deslizó en el grácil dedo de la joven y al fin tuvo la certeza de que el compromiso era un hecho consumado.

Solo restaba obtener el consentimiento paterno; ya había reunido el coraje suficiente para hacer frente a tan temible prueba, cuando se produjo un acontecimiento que retrasó la petición por tiempo indefinido. Durante un paseo en coche, los caballos del carruaje de la señora Frettlby se desbocaron espantados. El cochero y el lacayo salieron ilesos, pero la señora Frettlby salió despedida del carruaje y falleció en el acto. Esta era la primera gran desgracia que experimentaba Mark Frettlby, y la conmoción le postró en un estado de aturdimiento. Encerrado en sus aposentos, rehusó ver a nadie, ni siquiera a su propia hija, y asistió al funeral con el rostro demacrado y ojeroso, para sorpresa de todo el mundo. Cuando todo terminó, y el cuerpo de la señora Frettlby fue confiado a la tierra con toda la pomposa ceremonia que el dinero puede ofrecer, el afligido esposo volvió a casa y retomó su antigua vida. Pero jamás volvió a ser el mismo; su rostro, antaño afable y alegre, se tornó adusto y sombrío. Rara vez sonreía, y cuando lo hacía, su sonrisa resultaba fría y forzada. Todo su interés por la vida se concentró en su hija. Madge se convirtió en dueña y señora de la mansión de St. Kilda, y su padre la idolatraba. En apariencia, ella era lo único que le proporcionaba algún placer en esta vida; y, a decir verdad, de no haber sido por su alentadora presencia, Mark Frettlby hubiese yacido de buen grado junto a su esposa en el plácido camposanto. Pasado cierto tiempo, Brian resolvió pedir de nuevo la mano de su hija al señor Frettlby, cuando, por segunda vez, la suerte le resultó adversa. En esta ocasión un rival se cruzó en su camino, y el impetuoso temperamento irlandés de Brian se alzó airado contra él.

El señor Oliver Whyte había llegado hacía unos meses procedente de Inglaterra con una carta de presentación dirigida al señor Frettlby, quien lo recibió con su acostumbrada hospitalidad. Aprovechándose de la situación, Whyte no perdió el tiempo y tomó acomodo en la mansión de St. Kilda de un modo tal que más parecía hallarse en su propia casa. Desde el primer momento, Brian sintió gran antipatía hacia el recién llegado. Ferviente seguidor de Lavater[16], se jactaba de su habilidad para leer en la apariencia física de un individuo sus cualidades morales. Su opinión sobre el señor Whyte era todo menos favorable a dicho caballero, y Madge compartía su repulsión hacia el recién llegado. El señor Whyte, sin embargo, con encomiable diplomacia, afectaba no advertir la frialdad con la que Madge le recibía; por el contrario, comenzó a prestarle manifiestas atenciones, ante el consiguiente disgusto de Brian. A la postre le pidió matrimonio y, a pesar de la negativa formal de Madge, el señor Whyte habló con el señor Frettlby sobre el asunto. Para gran asombro de su hija, el padre no solo dio su consentimiento al respetuoso cortejo de Whyte, sino que hizo comprender a su hija que era su deseo que dicha proposición fuese considerada de modo favorable. Madge se indignó y suplicó en vano, pero su padre se negó a cambiar de decisión; Whyte, sintiéndose apoyado, comenzó a tratar a Brian con una insolencia que hirió en lo más profundo la orgullosa naturaleza del joven. Un buen día fue a visitar a Whyte a su alojamiento, y tras una violenta discusión, se marchó jurando que mataría a su rival si se casaba con Madge Frettlby. Aquella misma tarde, Fitzgerald mantuvo una conversación con el señor Frettlby, en la cual le confesó su amor por Madge, asegurándole que su sentimiento era correspondido. Madge unió sus ruegos a los de Brian, y el señor Frettlby, incapaz de resistir aquellas fuerzas conjuntas, dio su consentimiento para la celebración del enlace.

Whyte estuvo ausente de Melbourne durante algunos días tras su tormentosa entrevista con el señor Fitzgerald, y no fue hasta su regreso que descubrió que Madge se había prometido con el joven irlandés. Se apresuró a pedir explicaciones al señor Frettlby y, tras escuchar de sus propios labios la confirmación del hecho, abandonó la casa de inmediato jurando que no volvería a poner los pies en ella. Estaba bien lejos de pensar que sus palabras serían proféticas, pues aquella misma noche fue asesinado en un coche de punto. Desapareció de las vidas de ambos enamorados, y estos, felices al no verse de nuevo turbados por su presencia, jamás sospecharon ni por un instante que el cadáver del hombre desconocido encontrado en el carruaje de Royston era el de Oliver Whyte.

Unas dos semanas después de la desaparición de Whyte, el señor Frettlby dio un gran banquete en conmemoración del cumpleaños de su hija. Era una noche muy agradable, y los amplios ventanales a la francesa que daban a la veranda estaban abiertos de par en par. Una suave brisa impregnada de un salino aroma llegaba desde el océano. En el exterior, las plantas tropicales formaban una especie de abrigo, y a través del follaje los invitados, sentados alrededor de la mesa, podían contemplar las aguas plateadas de la bahía bajo la pálida luz de la luna. Brian se hallaba sentado frente a Madge, y de vez en cuando contemplaba su encantador rostro tras un gran ramo de frutas y flores situado en el centro de la mesa. Mark Frettlby, encabezando la mesa, parecía de buen ánimo. Su severo semblante se había relajado, y bebía más vino que de costumbre.

Acababa de ser retirada la sopa de la mesa cuando hizo acto de presencia uno de los invitados que, tras disculparse por su tardanza, tomó asiento en el lugar que había sido reservado para él. Era el señor Felix Rolleston, uno de los jóvenes más afamados de Melbourne. Dueño de una buena fortuna personal, escribía algún que otro artículo para los periódicos y frecuentaba cualquier casa con pretensiones de Melbourne; siempre se mostraba alegre, feliz, y era una fuente insaciable de noticias. Si se querían conocer los detalles de cualquier escándalo, Felix Rolleston era la persona indicada a la que acudir. Sabía cuanto acontecía en Australia y el extranjero, y aunque sus informaciones no fueran del todo exactas, resultaban siempre muy interesantes. Además, su conversación era amena e ingeniosa. Como decía Calton —uno de los abogados más prominentes de la ciudad—: «Rolleston me trae a la mente aquello que Beaconsfield dice sobre uno de sus personajes de Lotario[17]: "Este no es un Creso[18] intelectual, pero tiene siempre los bolsillos llenos de monedas de seis peniques"».

A su favor se hace necesario precisar que Felix era de lo más generoso con sus monedas de seis peniques.

La conversación, que languidecía antes de su llegada, ahora se animó de inmediato.

—Estoy avergonzado, pueden ustedes creerme —dijo Felix, tomando asiento junto a Madge—, pero un joven como yo debe gestionar su tiempo con mucho cuidado. Recibo un sinfín de visitas.

—Querrá decir que ha sido usted quien ha realizado cuantiosas visitas —replicó Madge, con una sonrisa de incredulidad—; confiéselo, viene de hacer una ronda de cortesía.

—Pues sí, es cierto —asintió el señor Rolleston—. Son los inconvenientes de poseer un círculo tan amplio de conocidos. Ofrecen té de mala calidad, y rebanadas de pan fino con mantequilla, cuando lo cierto es que…

—Preferiría usted algo más —interrumpió Brian.

Todos rieron ante esta ocurrencia, pero Rolleston ignoró la interrupción.

—La única ventaja que tiene el té de las cinco es que sirve de pretexto para reunirse y enterarse de todo lo que está pasando.

—¡Ah! ¡Sí! Rolleston —dijo el señor Frettlby, quien le observaba con una sonrisa divertida—. ¿Qué noticias nos trae?

—Buenas, malas… noticias que usted jamás podría imaginar —dijo con seriedad el joven—. Sí, traigo un montón de noticias. ¿No han escuchado ustedes nada?

Rolleston sintió que tenía asegurado el éxito. No había nada que le produjera más satisfacción.

—Pues bien, ¿saben ustedes —dijo, colocándose el monóculo— que han averiguado el nombre de la persona asesinada en el coche de punto?

—¡No sabemos una palabra! —exclamaron con impaciencia los presentes.

—Así es, y además, todos ustedes le conocen.

—¿No será Whyte? —exclamó Brian, horrorizado.

—¡Diablos! ¿Cómo lo sabe? —preguntó Rolleston, bastante molesto al ver mermado el efecto de su noticia—. ¿Y cómo lo ha adivinado si yo mismo acabo de enterarme en la comisaría de policía de St. Kilda?

—¡Oh! No ha sido difícil de adivinar —contestó Brian algo desconcertado—. Acostumbraba a encontrarme con Whyte cada día, y como hace dos semanas que no le veo, se me ocurrió que podría ser él la víctima.

—¿Y cómo ha sido identificado? —preguntó el señor Pretllby, jugando inconscientemente con el vaso.

—¡Oh! Uno de esos detectives, ya saben… —dijo Felix—. Esos tipos lo descubren todo.

—Lamento enterarme —añadió Frettlby, refiriéndose al hecho de que Whyte hubiese sido asesinado—. Había traído una carta de presentación para mí, y parecía un joven inteligente y emprendedor.

—¡Un maldito granuja! —murmuró Felix entre dientes.

Brian, que le había escuchado, era de la misma opinión. Durante el resto de la cena no hubo otro tema de conversación que no estuviese relacionado con el asesinato y el misterio en que se hallaba envuelto. Y cuando las señoras se retiraron, continuaron su charla en el salón antes de abandonar el asunto en beneficio de otros más agradables. Los hombres, sin embargo, una vez fueron retirados los manteles, llenaron sus vasos y continuaron hablando sobre el mismo asunto con igual interés. Únicamente Brian no tomó parte en la conversación; se sentó malhumorado, observando ensimismado su vaso de vino sin llevárselo ni una sola vez a los labios.

—Lo que no me explico —dijo Rolleston, que se entretenía partiendo avellanas—, es que se haya tardado tanto tiempo en identificar el cadáver de Whyte.

—Eso tiene fácil explicación —respondió Frettlby llenándose el vaso—. Era relativamente desconocido en Melbourne, pues hacía poco que había llegado de Inglaterra, y supongo que mi casa era la única que frecuentaba.

—Veamos, Rolleston —dijo Calton, que estaba sentado junto a él—; suponga usted que se encuentra un hombre muerto en un coche de punto, vestido de etiqueta —como nueve de cada diez hombres de Melbourne todas las noches—, sin identificación alguna en el bolsillo y sin ninguna inicial en sus ropas. Me inclino a creer que encontraría cierta dificultad para descubrir su identidad. Mi opinión es que la policía ha hecho gala de una gran habilidad resolviendo el problema con tanta presteza.

—Recuerden ustedes El caso Leavenworth[19] —dijo Felix, quien, en cuanto a lecturas, era de narraciones ligeras—. Era igualmente emocionante. ¡Un verdadero rompecabezas chino! La verdad es que no me importaría ser detective de policía.

—Es probable que, en ese caso —respondió sonriendo el señor Frettlby—, los criminales tuvieran grandes posibilidades de sentirse a salvo.

—¡Oh! ¡No soy de la misma opinión! —respondió Felix con astucia—. Hay personas cuya apariencia resulta inofensiva, y en cuyo fondo subyace una naturaleza bien distinta.

—Un símil muy ambicioso —murmuró Calton, tomando un sorbo de vino—. Pero mucho me temo —añadió en voz alta— que a la policía no le resultará fácil echar el guante al criminal. En mi opinión, es un tipo terriblemente ingenioso.

—Entonces, ¿no cree que le descubran? —preguntó Brian, saliendo de su abstracción.

—¡Oh! No iría tan lejos —replicó Calton—; pero lo cierto es que no ha dejado muchas huellas tras de sí. Incluso los pieles rojas, que poseen un instinto extremadamente desarrollado para seguir una pista, necesitan de algún indicio para descubrir a su enemigo. Acuérdense ustedes de esto que les digo: el hombre que ha asesinado a Whyte no es un vulgar criminal. El lugar que eligió para cometer su delito no suponía peligro alguno para el delincuente.

—¿Usted cree? —preguntó Rolleston—. A mí me parece que, por el contrario, un carruaje de alquiler en plena calle es el lugar menos seguro de todos.

—Precisamente eso es lo que da mayor seguridad. Si lee usted el estudio de De Quincey[20] sobre los asesinatos de Londres, podrá comprobar que cuanto más público sea el lugar del crimen, menos peligro existe de que el criminal sea descubierto. No había nada en el caballero del gabán claro que pudiera despertar las sospechas de Royston. Subió tranquilamente al coche en compañía de Whyte; no hizo ningún ruido que llamara su atención, y se apeó con la mayor naturalidad del mundo. Royston continuó su camino hacia St. Kilda sin sospechar que el pasajero estaba muerto hasta que echó un vistazo a su interior y le tocó. En cuanto al hombre del gabán claro, estoy seguro de que no vive en Powlett Street, ni tampoco en East Melbourne.

—¿Por qué? —preguntó Frettlby.

—Porque no iba a ser tan estúpido como para llevar el rastro hasta su propia puerta. Hizo lo mismo que hace el zorro a menudo; ha despistado a los perros. Pienso que debió ir directo a Fitzroy por East Melbourne y que volvió sobre sus pasos atravesando los jardines de Fitzroy para entrar de nuevo en la ciudad. Como no habría ni un alma a esas horas de la madrugada, pudo llegar a su alojamiento, a su hotel o a su casa, con total impunidad. Naturalmente, es solo una teoría, tal vez errónea, pero por la experiencia que mi profesión me ha procurado sobre la naturaleza humana, creo que estoy en lo correcto.

Los invitados aceptaron de forma unánime la teoría de Calton. Tales precauciones y rodeos, resultaban naturales por parte de un hombre que necesitaba imperiosamente hacer desaparecer su rastro.

—Le diré algo —dijo Felix a Brian, a media voz, mientras se dirigían al salón—; si finalmente logran capturar al individuo que cometió el asesinato, este debería nombrar al brillantísimo Calton como su abogado defensor.