XVIII

SAL RAWLINS CUENTA TODO LO QUE SABE

Efectivamente, así ocurrió. Sal Rawlins hizo su aparición en el último momento, suscitando una sincera gratitud en Calton, quien vio en ella a un ángel del cielo enviado para salvar la vida de un hombre inocente.

El juicio había llegado a su fase de conclusiones, y el abogado se encontraba en su oficina, acompañado por Madge, cuando su secretario entró portando un telegrama. Calton lo abrió apresuradamente y, con una discreta expresión de placer en su rostro, se lo entregó a la señorita Frettlby.

Ella, siendo mujer y, en consecuencia, más impulsiva, profirió un grito tras su lectura; cayendo de rodillas, dio gracias a Dios por haber escuchado sus plegarias y salvado la vida de su enamorado.

—Lléveme junto a ella de inmediato —le rogó al abogado. Estaba ansiosa por escuchar, de labios de la propia Sal Rawlins, las gozosas palabras que salvarían a Brian de morir como un criminal.

—No, querida —respondió Calton, amablemente, pero con firmeza—. No puedo llevar a una dama al lugar donde vive Sal Rawlins; se enterará de todo mañana. Mientras tanto, debe marcharse a casa y dormir un poco.

—¿Y se lo contará a él? —susurró Madge, asiendo con ambas manos el brazo de Calton.

—Inmediatamente —respondió él, sin demora—. Y esta noche visitaré a Sal Rawlins para escuchar lo que tiene que decir. Descanse tranquila, querida —añadió, mientras la ayudaba a subir al carruaje—; ya se encuentra completamente a salvo.

Brian escuchó las buenas noticias con un profundo sentimiento de gratitud, comprendiendo que su vida ya no corría peligro y que, a pesar de todo, podría seguir manteniendo su secreto. No fue más que un sentimiento lógico de alivio tras la vida contra natura que había estado sobrellevando desde su arresto. Cuando uno es joven, está sano, y tiene el mundo a sus pies, resulta terrible contemplar la posibilidad de morir en tan breve espacio de tiempo. Y, aun así, a pesar de su alegría al ser liberado de la soga del verdugo, su regocijo se entremezclaba con el horror del secreto que la mujer moribunda le había revelado con tan malicioso deleite. «Ojalá hubiese muerto en silencio en vez de transmitirme este legado de amargura».

Y el carcelero, al contemplar su rostro demacrado a la mañana siguiente, murmuró para sus adentros: «Qu’el diablo me lleve si al emperifollao este no le molesta que le salven».

Mientras Brian caminaba de un lado a otro en su celda durante la agotadora vigilia de aquella noche, Madge, en su propia habitación, se arrodilló junto a la cama dando gracias a Dios por su gran misericordia. Y Calton, el ángel de la guarda de ambos enamorados, dirigió apresuradamente sus pasos hacia la humilde morada de la señora Rawlins, familiarmente conocida como Abuela Raterilla. Kilsip le acompañaba, y hablaron afanosamente sobre la providencial aparición de la inestimable testigo.

—Lo que más me satisface —observó Kilsip, con un ronroneo suave en su tono de voz— es la decepción que sufrirá ese Gorby. Estaba muy seguro de que el señor Fitzgerald era su hombre y, cuando mañana salga libre, montará en cólera.

—¿Dónde ha estado Sal durante todo este tiempo? —preguntó Calton distraídamente, sin prestar atención a lo que el detective estaba diciendo.

—Enferma —respondió Kilsip—. Tras abandonar al chino se marchó al campo, cogió un resfriado al caer a un río, y acabó sufriendo meningitis. Unas personas la encontraron, la acogieron y la cuidaron. Una vez recuperada volvió a casa de su abuela.

—Pero, ¿por qué las personas que la cuidaron no le contaron que la estaban buscando? Seguro que leyeron los periódicos.

—Ellos no —replicó el detective—. No sabían nada.

—¡Inútiles! —masculló Calton con desprecio—. ¡Cómo puede ser la gente tan ignorante! Toda Australia ha estado pendiente de este caso. Sea como fuere, es dinero que han perdido. ¿Y bien?

—No hay nada más que contar —dijo Kilsip—, salvo que ha aparecido a las cinco de la madrugada con el aspecto de un cadáver.

Cuando se adentraron en el sórdido y lóbrego pasillo que conducía a la morada de Abuela Raterilla, vislumbraron una débil luz que iluminaba escaleras abajo. Mientras ascendían podían escuchar la resentida voz de la vieja bruja, de la que brotaban bendiciones y maldiciones a partes iguales dirigidas hacia su pródiga descendencia, así como el sonido apagado de la voz de una muchacha al responderle. Al entrar en el cuarto, Calton advirtió que la mujer enferma, que yacía en una esquina durante su última visita, ya no estaba. Abuela Raterilla estaba sentada frente a la mesa de madera barata, con una taza rota y su botella de licor favorita ante ella. Resultaba evidente que era su intención pasar la noche así con el fin de celebrar el regreso de Sal, y había comenzado temprano, sin pérdida de tiempo. La propia Sal estaba sentada sobre una silla rota, y se reclinaba contra la pared debido al cansancio. Se levantó cuando Calton y el detective entraron, y entonces comprobaron que era una mujer alta y esbelta de unos veinticinco años, no mal parecida, pero con el aspecto pálido y demacrado de quien ha sufrido una enfermedad reciente. Lucía un ordinario vestido azul, muy manchado y desgarrado, y sobre sus hombros llevaba un viejo chai de cuadros, que apretó fuertemente contra su pecho cuando los extraños hicieron su aparición. Su abuela, que presentaba un aspecto más extraño y horriblemente grotesco que nunca, saludó a Calton y al detective conforme entraban con un estridente chillido y una descarga de vulgares palabras.

—Oh, y’an vuerto otra vez, ¿eh? —gritó, alzando sus enclenques brazos—. Pa’llevarse a mi muchacha lejos de su pobre y anciana abuela que l’á cuidao, mardita sea, cuando su propia madre s’iba a callejear con señoritingos. Haré que la ley caiga sobre ustés, que Dios m’ayude, eso haré.

Kilsip no prestó atención al estallido de la vieja maliciosa, y se volvió hacia la muchacha.

—Este es el caballero que quiere hablar con usted —dijo amablemente, instando a la muchacha a sentarse en la silla de nuevo. Parecía demasiado enferma para permanecer en pie—. Cuéntele lo que me ha contado a mí.

—¿Sobre la Reina, señor? —dijo Sal, en voz baja y ronca, posando su mirada salvaje sobre Calton—. Si hubiese sabio que me’staban buscando, hubiese venío antes.

—¿Dónde estaba? —preguntó Calton en tono compasivo.

—En Nueva Gales del Sur —respondió la muchacha, estremeciéndose—. El tipo con el que m’iba a Sidney me dejó tirá… sí, me dejó pa’que me muriera com’un perro.

—¡Mardito sea! —graznó la anciana, mientras bebía un trago de la taza rota.

—Me fui a casa d’un chino —continuó su nieta, cansinamente—, y viví con él durante un tiempo… menúo espanto, ¿no? —dijo con una sonrisa triste, tras observar la repugnancia en el rostro del abogado—. Pero los chinos no’stán tan mal; tratan a una pobre chica mejor que un tipo blanco. No las muelen a gorpes ni l’asrrastran por el suelo.

—¡Marditos sean! —graznó Abuela Raterilla, medio dormida—. Les arrancaré er corazón.

—Creo que debí vorverme loca —dijo Sal, apartándose el enmarañado cabello de la frente—, porque después de dejar ar tipo chino, comencé a andar, y a andar, tó derecha hacia unos arbustos, e intenté’nfriarme la cabeza, porque m’ardía. M’acerqué a un río, y me mojé, y entonces me quité er sombrero y las botas y me tumbé’n la hierba, y entonces empezó a llover, y caminé pa’una casa qu’había cerca, donde m’acogieron. Oh, qué personas más güenas —sollozó, extendiendo las manos—; no m’hicieron preguntas, se limitaron a darme bien de comé. Les di un nombre farso. Tenía mucho miedo de que m’encontraran los de ese Ejército. Entonces enfermé, y estuve delirando durante semanas. Me dijeron que me vorví medio majareta. Y después he vuerto pa’ver a l’abuela.

—Mardita seas —replicó la vieja, pero de un modo tan tierno que más pareció una bendición.

—¿Y las personas que la acogieron jamás le contaron nada sobre el asesinato? —preguntó Calton.

Sal meneó la cabeza.

—No, estaban mu’lejos de la ciudad, n’el campo, y jamás s’enteraron de na, de verdad que no.

«¡Ah! Eso lo explica todo», pensó Calton.

—Vamos, adelante —dijo alegremente—. Cuénteme todo lo que ocurrió la noche que trajo al señor Fitzgerald en presencia de la Reina.

—¿Quién es ese? —preguntó Sal desconcertada.

—El señor Fitzgerald, el caballero al que llevó la carta al Club Melbourne.

—¡Ah, él! —dijo Sal, y una repentina luz iluminó su demacrado rostro—. M’acabo d’enterar de cómo se llama.

Calton asintió satisfecho.

—Sabía que usted lo desconocía —le dijo—; por eso no preguntó por él en el Club.

—Ella nunca me dijo er nombre —repuso Sal, señalando con la cabeza en dirección a la cama.

—¿Entonces a quién le pidió que le trajera? —preguntó Calton con impaciencia.

—A naide —respondió la muchacha—. Esto’s lo que pasó. Aquella noche se encontraba mu’enferma, y me senté a su lao mientras l’abuela estaba dormía.

—Estaba bebía —intervino la vieja cruelmente—. Deja de mentir. Estaba mu’borracha.

—Y ella me dijo… me dijo —continuó Sal, indiferente a la interrupción de su abuela—: «Tráeme papel y lápiz, y voy a’scribirle una nota, eso haré». Así que yo fui y le llevé lo qu’había pedío sacándolo de la caja de l’abuela.

—Lo robaste, mardita sea —graznó la vieja bruja, agitando su muñeca.

—Sujétese la lengua —dijo Kilsip, con tono autoritario.

Abuela Raterilla prorrumpió en un estallido de juramentos, y una vez hubo proferido todos cuantos conocía, se hundió en un malhumorado silencio.

—Escribió n’el papel —prosiguió Sal—, y entonces me pidió que lo llevase ar Club Melbourne y se lo diese a él. Yo dije: «¿Y quién es él?». Y ella dijo: «Está’scrito en la carta; no hagas preguntas y no escucharás mentiras; entrégasela ne’l Club, y espérale en la’squina entre las calles Bourke y Russell». Así que me marché y se la di ar tipo que trabaja ne’l Club, y entonces él vino y me dijo: «Llévame junto a ella», y le traje aquí.

—¿Y qué aspecto tenía el caballero?

—¡Oh, mu’guapo! —exclamó Sal—. Mu’alto, con pelo dorao y bigote. Iba vestío de etiqueta, y llevaba un abrigo y un sombrero frexible.

—Eso define bastante bien a Fitzgerald —murmuró Calton—. ¿Y qué hizo cuando entró aquí?

—Se fue derecho a ella, y ella dijo: «¿Es usté?» y él dijo: «Soy yo». Y entonces ella dijo: «¿Sabe lo que vi’a contarle?», y él dijo: «No». Y ella dijo: «Es sobr’ella»; y él, mu’pálido, dijo: «¿Cómo s’atreve a pronunciar su nombre con sus repugnantes labios?», y ella s’incorporó y gritó: «Saque a esa muchacha pa’fuera y se lo contaré». Y él me cogió por el brazo y me dijo: «Vamos, largo»; y yo salí, y es tó lo que sé.

—¿Y durante cuánto tiempo estuvo con ella? —preguntó Calton, que había estado escuchando atentamente.

—Una media hora —respondió Sal—. Le llevé de vuerta a Russell Street cuando faltaban unos veinticinco minutos pa’las dos, porque miré’l reloj de la oficina postal, y él me dio un soberano, y entonces se fue calle arriba como si ná.

«Le llevó veinte minutos llegar caminando hasta East Melbourne», dijo Calton para sus adentros, «así que debió llegar a casa a la hora que afirmó la señora Sampson».

—Supongo que estuvo con la Reina todo el tiempo —inquirió, mirando fijamente a Sal.

—Yo’staba n’esa puerta —dijo Sal, señalándola—, y no podría haber salió sin que yo le viese.

—Oh, todo queda solucionado —dijo Calton, inclinando la cabeza hacia Kilsip—; no existirá dificultad alguna en probar una coartada: Pero me pregunto… —añadió, volviéndose hacia Sal—, ¿sobre qué estuvieron hablando?

—No lo sé —respondió Sal—. Yo’staba en la puerta, y hablaban tan bajo que no m’enteré de na. Entonces él gritó: «¡Dios mío, es demasiao horrible!», y ella muerta de la risa, y entonces él vino y me dijo medio loco: «¡Sáqueme d’este infierno!», y yo le saqué.

—¿Y qué ocurrió cuando regresó?

—Había palmao.

—¿Muerta?

—Completamente tiesa —dijo Sal, alegremente.

—Y yo sin saber qu’estaba en la habitación con un fiambre —gimió Abuela Raterilla, espabilándose—. Mardita sea, siempre’staba llevando la contraria.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Calton con brusquedad, al tiempo que se levantaba para marcharse.

—Porque la conocía d’hacía mucho tiempo —graznó la vieja, fijando una mirada mezquina sobre el abogado—; y sé lo que quié saber, pero no se vá’nterar, de eso na.

Calton se alejó de ella encogiéndose de hombros.

—Mañana debe acudir al tribunal junto al señor Kilsip —le dijo a Sal—, y contar allí lo que me acaba de contar a mí.

—Es tó cierto, que Dios m’ayude —dijo Sal impaciente—; estuvo aquí tó’l tiempo.

Calton caminó en dirección a la puerta, seguido por el detective, cuando Abuela Raterilla se levantó.

—¿Dónde está’l dinero por haberla’ncontrao? —chilló, apuntando a Sal con un dedo escuálido.

—Bueno, teniendo en cuenta que la muchacha se ha encontrado ella sola —contestó Calton secamente—, el dinero está en el banco, y allí se quedará.

—Y me vi’a quedar sin el dinero que me’ganao duramente, ¿eso dice? —aulló la vieja furia—. Mardito sea, haré que la ley caiga sobre usté, y que le metan en la trena.

—Allí irá usted si no se anda con cuidado —dijo Kilsip, con su habitual tono suave.

—¡Bah! —chilló Abuela Raterilla, chasqueando los dedos frente a él—. ¿Y a mí que m’importa su trena? ¿Acaso no h’estao en Pentrig[58]? Y no me ha’echo daño, ¿no? Estoy tan alegre como una muchacha, así estoy.

Y la vieja bruja, para probar la verdad de sus palabras, comenzó a bailar algo parecido a una danza de guerra frente al señor Calton, haciendo crujir los dedos y lanzando maldiciones como acompañamiento a su baile. Su magnífico pelo cano se desparramaba a su alrededor mientras giraba; y su grotesca apariencia, bajo la débil luz de la vela, ofrecía un espectáculo espantoso.

A Calton le vinieron a la memoria aquellas historias que había escuchado sobre las mujeres de París durante la revolución, y el modo en que bailaban La Carmagnole[59]. Se le ocurrió que Abuela Raterilla se habría encontrado como pez en el agua en ese mar de sangre y revolución. Pero se limitó a encogerse de hombros y salió de la estancia, mientras Abuela Raterilla, tras lanzar una maldición final con voz ronca, se sentaba exhausta sobre el suelo pidiendo ginebra a gritos.