XXIII

ENTRE NUECES Y VINO[74]

Moore, el más estimado de los bardos, escribió:

Oh, nada hay tan dulce en la vida

Como el sueño de un amor de juventud[75].

Aunque lo cierto es que realizó esta afirmación cuando era un joven imberbe, antes de haber aprendido el valor de una buena digestión. Para un joven inexperto y apasionado, el sueño de un amor de juventud es, sin lugar a dudas, fascinante, pues los amantes carecen por lo general de un gran apetito. Pero para un hombre ya experimentado, que se ha bebido a fondo el vino de la vida, no hay nada ni la mitad de placentero en el conjunto de su existencia que una buena cena. «Un corazón fuerte y una buena digestión harán feliz a cualquier hombre». Así lo afirmó Talleyrand[76], un cínico, si lo prefieren, pero un hombre que conocía el talante de su tiempo y generación. Ovidio escribió sobre el arte del amor; Brillat-Savarin[77], sobre el arte de la comida. Además, se lo garantizo, el tratado gastronómico de este brillante francés ha sido mucho más leído que las apasionadas canciones del poeta romano. ¿Quién no aprecia cómo el momento más placentero del día aquel en el que, sentado ante una mesa artísticamente dispuesta, con viandas delicadamente cocinadas, buenos vinos, y agradable compañía, todas las preocupaciones e inquietudes del día dan paso a la deliciosa sensación del más absoluto placer? Cenar en compañía de ingleses es, por lo general, un asunto bastante deprimente, y existe una melancolía con respecto al hecho en sí que se traslada a los propios invitados, quienes comen y beben con una persistencia solemne, como si estuviesen ocupados en llevar a cabo algún tipo de ritual sagrado. Pero existen hombres, unos pocos elegidos, que poseen la rara facultad de ofrecer buenas cenas, tanto en el sentido social como el culinario.

Mark Frettlby era uno de estos excepcionales individuos; poseía un talento innato para organizar reuniones en grata compañía; personas que, por así decirlo, encajaban unas con otras. Tenía a su servicio a un excelente cocinero, y la calidad de sus vinos era intachable. Fue por todo esto que Brian, a pesar de sus muchas inquietudes, se alegró de haber aceptado la invitación. El resplandor brillante de la plata, las relucientes copas y el perfume de las flores, todo reunido bajo el tenue brillo rojizo que emanaba de una lámpara de pantalla rosada que colgaba del techo, proporcionaban sensaciones inequívocamente placenteras.

En un extremo del comedor se encontraban dispuestas las ventanas al estilo francés, que se abrían hacía la veranda; y, más allá, aparecían a la vista el radiante verdor de los árboles junto a las flores de deslumbrantes colores, algo mitigados por el tenue resplandor difuso del crespúsculo.

Brian se había arreglado para lucir lo más presentable posible, dada la incómoda circunstancia de tener que sentarse a la mesa vestido con su traje de montar; tomó asiento junto a Madge, bebió a sorbos con satisfacción de su copa de vino, y escuchó la agradable conversación que tenía lugar a su alrededor.

Felix Rolleston se encontraba de muy buen humor, acrecentado por el hecho de que la señora Rolleston había tomado asiento en el extremo opuesto de la mesa, oculta a su vista.

Julia Featherweight se había sentado cerca del señor Frettlby, y se dirigía a él de un modo tan persistente que el anfitrión deseó que perdiese el habla y se quedase muda.

Los doctores Chinston y Peterson se encontraban ubicados en el otro extremo de la mesa, y el anciano colono, cuyo nombre era Valpy, ocupaba el asiento de honor, a la derecha del señor Frettlby.

La conversación había girado hacia el siempre fascinante y candente tema de la política, y el señor Rolleston creyó vislumbrar una buena oportunidad para airear sus puntos de vista sobre el gobierno de la colonia, y mostrarle así a su esposa que tenía realmente intención de obedecer sus deseos y convertirse en una autoridad dentro de la esfera política.

—¡Por Júpiter! —dijo agitando la mano, como si estuviese dirigiéndose al Parlamento—; ya saben que el país se está viniendo abajo. Lo que necesitamos es un hombre como Beaconsfield.

—Pero hombres como ese no se encuentran todos los días —repuso Frettlby, que escuchaba con una sonrisa distraída las disquisiciones de Rolleston.

—Eso es también de agradecer —observó el doctor Chinston con indiferencia—. Los genios se convertirían en algo demasiado cotidiano.

—Bueno, cuando sea elegido —dijo Felix, que poseía sus propios puntos de vista sobre los que la modestia le impedía pronunciarse, con respecto a quién sería el siguiente Disraeli colono—, es muy probable que forme un partido.

—¿Para propugnar el qué? —preguntó Peterson, con curiosidad.

—Oh, vaya, verá… —dudó Felix—; todavía no he redactado un programa, así que en estos momentos no sabría decirle.

—Sí, difícilmente se puede ofrecer un discurso sin un programa —dijo el médico tomando un sorbo de vino, al tiempo que todos reían su ocurrencia.

—¿Y cuáles son los fundamentos en que se basan sus puntos de vista políticos? —preguntó el señor Frettlby en modo ausente, sin dirigir la mirada hacia Felix.

—Oh, verá, he leído los informes parlamentarios, la Historia Constitucional, y… Vivian Grey[78] —contestó Felix, que empezaba a sentirse un tanto perdido.

—La última de sus lecturas es, tal y como la denominó su propio autor, una aberración —argumentó Chinston—. No erija sus estrategias políticas sobre cimientos tan pueriles como los de esa novela, porque aquí no encontrará a un Marqués de Carabás.[79]

—No, por desgracia no —se lamentó Felix con tristeza—. Pero puede que hallemos a un Vivían Grey.

Cada uno de los presentes ahogó una sonrisa, pues la alusión era demasiado evidente.

—Bueno, al final no consiguió lo que se proponía —intervino Peterson.

—Por supuesto que no —replicó Felix con desdén—; convirtió a una mujer en su mayor enemigo, y un hombre que es tan idiota como para hacer algo así merece el fracaso.

—Tiene una excelente opinión de nuestro sexo, señor Rolleston —dijo Madge, lanzando una mirada traviesa hacia la esposa del caballero, que escuchaba complacida la cháchara sin rumbo de su esposo.

—De lo más merecida —replicó Rolleston, caballerosamente—. ¿Jamás se ha interesado por la política, señor Frettlby?

—¿Quién? ¿Yo?… No —contestó el anfitrión, despertando del ensimismamiento en que se había sumido—. Me temo que no soy lo suficientemente patriótico, y mis negocios tampoco me lo han permitido nunca.

—¿Y ahora?

—Ahora —repitió el señor Frettlby, mirando a su hija—, tengo intención de viajar.

—No hay nada más divertido —dijo Peterson, con entusiasmo—. Uno nunca se cansa de ver las singulares cosas que hay en el mundo.

—En los viejos tiempos se veían muchas cosas peculiares en Melbourne —repuso el viejo colono, con un destello malicioso en la mirada.

—¡Oh! —exclamó Julia, tapándose los oídos con las manos—. No me las cuente; estoy segura de que son obscenas.

—Por aquel entonces no éramos unos santos —admitió el anciano Valpy, soltando una risita senil.

—Lo cierto es que no hemos cambiado demasiado en ese aspecto —replicó Frettlby, con ironía.

—Se refiere a los teatros de ahora, ¿verdad? —continuó Valpy, con la verborragia propia de la edad avanzada—. Desgraciadamente, hoy en día ya no existen bailarinas como Rosanna.

Brian se sobresaltó al escuchar de nuevo este nombre, y sintió la mano fría de Madge sobre la suya.

—¿Y quién era Rosanna? —preguntó Felix con curiosidad, alzando la mirada.

—Una actriz y bailarina de burlesque —contestó Valpy animadamente, inclinando su anciana cabeza—. Era toda una belleza; todos estábamos locos por ella. Qué ojos, qué cabello… ¿La recuerda, Frettlby?

—Sí —respondió el anfitrión, con una extraña voz seca.

Pero antes de que el señor Valpy tuviese la oportunidad de expresarse con más elocuencia, Madge se levantó de la mesa, y el resto de damas siguieron su ejemplo. El siempre cortés Felix sostuvo la puerta abierta para que pudieran cruzarla, recibiendo una radiante sonrisa por parte de su esposa por lo que había sido, según su opinión, una brillante charla de su marido durante la cena.

Chinston permaneció sentado, preguntándose por qué a Frettlby le había cambiado el color del rostro al escuchar el nombre de esa mujer; supuso que el millonario había tenido algún tipo de relación con la actriz, y que no le importaría que le fuesen recordadas esas indiscreciones de antaño. Después de todo, ¿le incomodan realmente a alguien esas cuestiones?

—Eran tan grácil como un hada —prosiguió Valpy, con una picara sonrisita.

—¿Qué fue de ella? —inquirió Brian, de pronto.

Mark Frettlby levantó de inmediato la mirada mientras Fitzgerald realizaba la pregunta.

—Se marchó a Inglaterra en 1858 —digo el anciano—. No estoy del todo seguro si fue en julio o agosto, pero fue en 1858.

—Le ruego que me disculpe, Valpy, pero me cuesta mucho considerar entretenidas estas reminiscencias sobre una bailarina —dijo Frettlby bruscamente, sirviéndose una copa de vino—. Cambiemos de tema.

A pesar de que el deseo de su anfitrión había sido expresado de modo muy explícito, Chinston se sentía firmemente dispuesto a proseguir la conversación. La cortesía, sin embargo, le impidió hacer tal cosa, y se consoló al pensar que, tras la cena, preguntaría al anciano Valpy sobre la bailarina cuyo nombre provocaba tal exhibición de intensas emociones en Mark Frettlby. Mas, para su descontento, cuando el caballero hizo su entrada en el salón, Frettlby se llevó al viejo colono a su estudio, donde ambos tomaron asiento durante toda la velada y conversaron sobre los viejos tiempos.

Fitzgerald encontró a Madge en el salón, sentada ante el piano tocando una de las piezas de Canciones sin Palabras, de Mendelssohn.[80]

—Eso que estás tocando es deprimente, Madge —dijo jovialmente, al tiempo que se dejaba caer en una silla junto a ella—. Más parece una marcha fúnebre que otra cosa.

—Dios, estoy totalmente de acuerdo —dijo Felix, que apareció en ese instante—. Op. 84[81] y todas esas bobadas clásicas no resultan especialmente de mi agrado. Me gustan las piezas más ligeras…. Belle Helene, con Emelie Melville[82], y toda esa clase de representaciones.

—¡Felix! —le reprendió su esposa, en tono severo.

—Querida —replicó él imprudentemente, con cierto atrevimiento como consecuencia del champán que había bebido—, lo que quieres decirme es…

—Nada en particular —respondió la señora Rolleston, mirándole fríamente—, salvo que considero a Offenbach muy vulgar.

—Yo no —dijo Felix sentándose ante el piano, del que Madge acababa de levantarse—. Y para probar que no lo es, ahí va.

Sus dedos comenzaron a moverse con ligereza sobre las teclas, y dieron vida a un brillante galop[83] de Offenbach que tuvo el efecto de levantar de sus asientos a todos los presentes en el salón. Estos, que tras la cena se encontraban un tanto aletargados, comenzaron a sentir un cosquilleo corriéndole por las venas; una vez estuvieron en pie, Felix, al disponer ya de un público capaz de valorar su talento como merecía —pues no era, de ninguna de las maneras, un individuo que desperdiciase su ingenio en balde—, se dispuso a entretenerles.

—No han disfrutado del placer de escuchar la nueva canción de Frosti, ¿verdad? —preguntó, una vez hubo finalizado su galop.

—¿Se refiere a la compositora de Inasmuch y How so? —preguntó Julia, entrelazando las manos—. Adoro su música, y las letras son preciosas.

—Infernalmente estúpidas, querrá decir —susurró Peterson a Brian—. No tienen sentido alguno más allá del título.

—Cántanos esa nueva canción, Felix —le ordenó su esposa, y el obediente marido acató el mandato.

Tenía por título Somewhere, con letra de Vashti y música de Paola Frosti. Era una de esas extraordinarias composiciones que podrían albergar algún significado… si este pudiera llegar a ser descubierto. Felix poseía una voz agradable, aunque no demasiado grave; la música era bonita y la letra rezumaba espiritualidad. El primer verso decía como sigue:

Una nube que avanza, una ola que rompe,

Una débil luz en un cielo sin luna.

Una voz que surge de una tumba silente

Resuena triste en un largo y amargo llanto.

No sé, amor, dónde podrías hallarte,

Con ojos brillantes y pelo dorado.

Pero sí sé que rozaré tu mano,

Y besaré tus labios en algún lugar

¡En algún lugar! ¡En algún lugar!

Cuando el sol estival luzca hermoso

Espérame, sea en tierra o mar

¡En algún lugar, amor, en algún lugar!

El segundo verso era muy similar al primero, y una vez hubo finalizado Felix, un murmullo de aplausos surgió de cada una de las damas presentes.

—Es precioso —suspiró Julia—. Tan profundo.

—¿Pero qué significa? —preguntó Brian, bastante desconcertado.

—No significa nada —replicó Felix, con expresión de autosatisfacción—. Supongo que no pretenderá que todas las canciones contengan una moraleja, como en el libro de las «Fábulas de Esopo».

Brian se encogió de hombros, y se alejó junto a Madge.

—Debo admitir que estoy de acuerdo con Fitzgerald —dijo el doctor—. Me gusta que una canción albergue un significado. La que usted ha cantado contiene unos versos tan espirituales como cualquier poema de Browning, pero carecen de la genialidad de este, y no existe por tanto manera de redimirlos.

—Ignorante —murmuró Felix en voz baja, y abandonó su asiento ante el piano en favor de Julia, que se dispuso a entonar una balada llamada Going Down the Hill, que había causado furor en los círculos musicales de Melbourne durante los dos últimos meses.

Mientras tanto, Madge y Brian paseaban bajo la luz de la luna. Era una noche exquisita, con el cielo raso y azul reluciente de estrellas, y una gran luna amarilla en el oeste. Madge se sentó en el borde de un saliente de mármol que rodeaba el estanque de aguas calmas que se encontraba situado frente a la casa, e introdujo su mano en el agua helada. Brian se apoyó contra el enorme tronco de una magnolia, cuyas lustrosas hojas verdes y grandes flores blancas lucían magníficas bajo la luz nocturna. Frente a ellos se erguía la casa, con la rojiza luz artificial escapándose a través de las amplias ventanas; desde allí podían observar a los invitados que se encontraban en su interior, que emocionados ante el sonido de la música, bailaban el vals al compás de los acordes que emitía Rolleston al piano. Sus oscuras siluetas pasaban una y otra vez ante los ventanales mientras la encantadora melodía del vals se entremezclaba con sus alegres risas.

—Parece una casa encantada[84] —dijo Brian, pensando en el extraño poema de Poe—, pero cosas así no existen en realidad.

—No sé mucho sobre esas cuestiones —repuso Madge muy seria, tomando un poco de agua con la palma de la mano, y dejándola caer de nuevo como diamantes bajo la claridad de la luna—. En St. Kilda sí que había una casa que estaba encantada.

—¿Y qué la hechizaba? —preguntó Brian escéptico.

—¡Ruidos! —respondió ella, muy solemne.

Brian prorrumpió en carcajadas y sobresaltó a un murciélago, que comenzó a volar dando vueltas bajo la plateada luz lunar para luego buscar refugio dentro de un olmo montano.

—Las ratas y los ratones son mucho más comunes por aquí que los fantasmas —dijo de lo más risueño—. Me temo que los habitantes de tu casa embrujada eran imaginarios.

—¿Entonces no crees en fantasmas?

—En mi familia tenemos una banshee —dijo Brian, con una alegre sonrisa—, que se supone que alegra nuestros lechos de muerte con sus gemidos. Yo jamás he visto a la dama en cuestión, así que mucho me temo que es una señora Harris.[85]

—Según creo, solo los miembros de la aristocracia poseen un fantasma en la familia —dijo Madge—; ese es el motivo por el que los colonos no tenemos ninguno.

—Pero tú sí que lo tendrás —respondió Brian, con una sonrisa despreocupada—. Existen fantasmas aristocráticos y también democráticos… ¡Vaya, menudas tonterías digo! —continuó impaciente—. No existen los fantasmas, salvo aquellos que el propio hombre engendra; los fantasmas de la juventud perdida, los de las estupideces cometidas en el pasado, aquellos que ponen de relieve lo que podría haber sido y no fue… esos son los espectros a los que hay que temer, y no los que se encuentran en el camposanto.

Madge le observó en silencio, pues comprendía el significado de ese apasionado arrebato; no era otro que el secreto que aquella mujer le había contado, y que pendía sobre su vida como una sombra. Se levantó silenciosamente y se aferró a su brazo. El ligero roce despabiló a Brian, y una tenue brisa provocó un inquietante susurro al acariciar las inertes hojas de la magnolia, mientras caminaban sin decir palabra alguna de vuelta a la casa.