XIV

OTRO RICHMOND[48] EN EL CAMPO DE BATALLA

Hay un viejo dicho popular que dice: «Los que se parecen se juntan». La antítesis podría ser que los que no se parecen se repelen. Pero hay ocasiones en que las individualidades no cuentan y es solo el destino el que juega su papel, reuniendo a dos personas y colocándolas en una situación placentera o desagradable, según el caso. El destino escogió unir al señor Gorby y al señor Kilsip, y cada uno le resultaba más que antipático al otro. Ambos eran igualmente hábiles en su profesión. Cada uno era el favorito de todo el mundo, pero cada uno era odiado por su oponente. Eran como el agua y el fuego, y cuando se encontraban, siempre surgían problemas.

Kilsip era alto y delgado; Gorby era bajo y regordete. Kilsip tenía aspecto de persona astuta; Gorby tenía siempre en los labios una sonrisa de autosatisfacción que por sí sola podría ser suficiente para impedirle realizar bien su trabajo. No obstante, era precisamente esa misma sonrisa simplona la que le resultaba más útil a Gorby en sus pesquisas. Le permitía conseguir información donde su astuto colega lo intentaba en vano. Por lo general, los corazones se dejaban cautivar por la dulce sonrisa y las cándidas maneras de un hombre como Gorby, y se retiraban con premura y se cerraban herméticamente, como caracoles alarmados dentro de sus conchas, ante la apariencia de Kilsip. Gorby desmentía con su fisonomía a cuantos dicen que la cara es el espejo del alma. Kilsip, por el contrario, con su rostro de ave de rapiña, sus brillantes ojos negros, su nariz aguileña, y su boca pequeña de finos labios, hacía suya la teoría. Su tez era muy clara y su cabello, negro como el azabache. En resumen, no podía decirse que tuviera un aspecto agradable. Poseía también, en gran medida, el oficio y la astucia de una serpiente. Por lo general, tenía éxito siempre que sus pesquisas eran llevadas en secreto; pero una vez debía aparecer en escena, el fracaso estaba asegurado. De este modo, mientras Kilsip pasaba por ser más inteligente, Gorby era invariablemente el más exitoso, y por si fuera poco, ostensiblemente.

Cuando Gorby, por consiguiente, se encargó del caso del asesinato del coche de punto, el corazón de Kilsip rebosó de envidia; y cuando Fitzgerald fue arrestado y todas las pruebas reunidas por Gorby parecían apuntar tan concluyentemente a su culpabilidad, Kilsip se reconcomió en secreto por el triunfo de su enemigo. Solo se habría sentido feliz si pudiera decir que Gorby había detenido a un hombre inocente; pero las pruebas eran tan conclusivas que tal pensamiento nunca había pasado por su mente hasta que recibió una nota del señor Calton pidiéndole que visitara su oficina esa tarde a las ocho, para hablar del asesinato.

Kilsip sabía que Calton era el abogado del acusado. Sospechó que le buscaba para seguir un indicio, y determinó aplicarse en lo que Calton pudiera requerir de él, aunque solo fuera para demostrar que Gorby podía estar equivocado. Tan contento estaba en cuanto a la mera posibilidad de triunfar sobre su rival, que al encontrarle casualmente ese día, le retuvo y le invitó a tomar algo. El primer efecto de su repentina e inusual amabilidad fue despertar las sospechas de Gorby; pero pensándolo bien y estimándose superior a Kilsip, tanto mental como físicamente, decidió aceptar la invitación.

—¡Ah! —dijo Kilsip en voz baja y melosa, frotando sus manos finas y delgadas mientras se sentaban a beber—, es usted un hombre afortunado por haber detenido al asesino del carruaje tan rápidamente.

—Sí, me siento orgulloso de haber manejado bien el asunto —dijo Gorby, encendiendo su pipa—. Jamás pensé que sería tan sencillo, aunque bien pensado, se requería un periodo de reflexión antes de saber por dónde comenzar.

—Imagino que está usted seguro de que es el hombre que buscaba —dijo Kilsip, en voz baja, y con un brillante destello en sus ojos negros.

—Muy seguro, ciertamente —replicó Gorby, con desdén—. No tengo la menor duda sobre ello. Juraría sobre la Biblia que es el culpable. Él y Whyte se odiaban. Fitzgerald le dijo a Whyte: «Le mataré, aunque sea en mitad de la calle». Aquella noche encuentra ebrio a Whyte, hecho que él mismo reconoce, y luego se va y el cochero jura que regresa. Después se sube al carruaje con un hombre vivo, y cuando sale deja un hombre muerto. A continuación se dirige a East Melbourne y entra en su casa a una hora que la patrona recuerda y que coincide precisamente con el tiempo que emplea un coche en recorrer el trayecto desde la Escuela Secundaria hasta St. Kilda Road. Si usted no es un necio, Kilsip, reconocerá que no hay duda alguna sobre su culpabilidad.

—Parece que todo cuadra —aseveró Kilsip, preguntándose qué pruebas habría encontrado Calton que pudieran contrarrestar unos hechos tan claros—. ¿Y cuál será su defensa?

—El señor Calton es el único que sabe eso —contestó Gorby, terminando su bebida—. Pero, por muy astuto que sea, no hallará nada que pueda refutar mis evidencias.

—No esté tan seguro de eso —se burló Kilsip, devorado por la envidia.

—¡Oh!, pues lo estoy —replicó Gorby, rojo como un pavo por la mofa—. Está usted celoso porque no tiene parte en el pastel.

—¡Ah!, pero aún puedo tenerla.

—¿Va a ir de caza usted mismo? —dijo Gorby, con un bufido de indignación—. ¿A la caza de quién? ¿De un hombre que ya está detenido?

—No creo que haya detenido al hombre adecuado —replicó Kilsip, intencionadamente.

El señor Gorby le miró con una sonrisa piadosa.

—No, faltaría más; únicamente porque lo he detenido yo. ¿Lo creerá, tal vez, cuando le vea ahorcado?

—Es usted un hombre avispado, convengo en ello —replicó Kilsip—; pero no es el Papa de Roma para ser infalible.

—¿Y en qué se basa para decir que no es el culpable? —preguntó Gorby.

Kilsip se limitó a sonreír; después se levantó, y cruzó la estancia sigilosamente, como un gato.

—¿De verdad piensa que soy tan necio como para decírselo? No es usted tan listo como piensa, ni está tan seguro como dice.

Y con una irritante sonrisa en los labios, salió sin decir nada más.

—Es una vulgar serpiente —murmuró Gorby, mientras la puerta se cerraba sobre su colega detective—. Se jacta ahora, pero no hay un solo eslabón débil en toda la cadena de pruebas en contra de Fitzgerald; le desafío a que demuestre lo contrario. Es lo peor que puede hacer.

Aquella misma noche a las ocho de la tarde, el detective que caminaba sigilosamente y hablaba en susurros se presentó en el despacho de Calton. Encontró al abogado esperando impaciente. Kilsip cerró la puerta suavemente, y después, tomando asiento frente a Calton, esperó a que hablara. El abogado comenzó por ofrecerle un cigarro, y luego, sacando una botella de whisky y dos vasos de algún rincón misterioso, llenó uno y lo empujó hacia el detective. Kilsip recibió estas atenciones con suma gravedad, aunque, ciertamente, no dejaron de impresionarle, cosa que no pasó inadvertida a los penetrantes ojos del abogado. Calton creía mucho en la diplomacia, y nunca perdía la oportunidad de inculcársela a los jóvenes que empezaban su carrera.

«La diplomacia —había dicho Calton a un joven aspirante a los honores de la Magistratura— es el aceite que se arroja sobre las aguas agitadas de la vida social, profesional y política; si usted consigue, con un poco de tacto, manejar a las personas, seguro que podrá labrarse un futuro en este mundo».

Calton era un hombre que practicaba lo que predicaba; y como creía que Kilsip tenía esa naturaleza felina que gusta de ser agasajada y adulada, le dispensaba aquellas atenciones convencido de que obtendría con ellas el fruto que esperaba. También sabía que Kilsip no mantenía una relación amistosa con Gorby, y que, de hecho, se odiaban; y por ello decidió que ese sentimiento podría servirle para los propósitos que tenía en mente.

—Supongo… —dijo, reclinándose en su silla, mientras observaba las espirales de humo azulado que se desprendían de su cigarro—, supongo que está usted al corriente de todos los detalles referidos al asesinato del coche de punto.

—Ya lo creo… —respondió Kilsip, con un inquisitivo brillo en los ojos—. Gorby no hace más que alardear del caso, y de su agudeza al atrapar al supuesto asesino.

—¡Ajá! —dijo Calton, inclinándose hacia delante y poniendo los brazos sobre la mesa—. Supuesto asesino, ¿eh? ¿Quiere decir con eso que aún no ha sido condenado por un jurado, o que usted piensa que Fitzgerald es inocente?

Kilsip miró fijamente al abogado de una forma ambigua, mientras se frotaba las manos lentamente.

—Pues bien —dijo finalmente, en tono resuelto—. Debo confesar que antes de recibir su nota estaba convencido de que Gorby había detenido al verdadero culpable; pero cuando supe que quería usted verme, y sabiendo que es usted el abogado del detenido, supuse que había descubierto algo en su favor y que deseaba que yo le ayudase.

—¡Muy bien! —dijo Calton, concisamente.

—Puesto que el señor Fitzgerald confesó que había encontrado a Whyte en la esquina de la calle y pidió el carruaje… —continuó el detective.

—¿Cómo sabe usted eso? —interrumpió Calton, bruscamente.

—Gorby me lo dijo.

—¿Y cómo diablos lo ha sabido? —exclamó el abogado, con genuina sorpresa.

—Porque siempre está hurgando y curioseando en todas partes —dijo Kilsip, olvidando, en su indignación, que en eso precisamente consiste la labor de un detective—. Pero, en todo caso, la única oportunidad que tiene de demostrar su inocencia es probar que no regresó, al contrario de lo que alegó el cochero.

—De modo que usted cree que Fitzgerald va a intentar probar una coartada —dijo Calton.

—Bueno, señor —contestó Kilsip, modestamente—. Por supuesto que usted sabe más sobre el caso que yo, pero es la única defensa que puede presentar.

—Pues bien, mi defendido no va a presentar esa defensa.

—Entonces es culpable —dijo Kilsip, inmediatamente.

—No necesariamente —replicó el abogado, con sequedad.

—Pero si quiere salvar su cuello, tendrá que presentar una coartada —insistió el otro.

—Ahí es donde estriba la dificultad —contestó Calton—. No quiere salvar su cuello.

Kilsip, profundamente desconcertado, tomó un sorbo de whisky y esperó a oír lo que el señor Calton tenía que decir.

—El caso es que se le ha metido en la cabeza —dijo Calton, encendiendo otro cigarro— la increíble idea de no revelar dónde estuvo aquella noche.

—Ya comprendo —dijo Kilsip, asintiendo con la cabeza—. ¿Una mujer?

—No, nada de eso —replicó Calton, precipitadamente—. Eso fue lo que pensé en un principio, pero me equivoqué. Fue a visitar a una mujer moribunda que tenía algo que decirle.

—¿Sobre qué?

—Eso es precisamente lo que ignoro —contestó Calton inmediatamente—. Imagino que se trataba de algo importante, pues enviaron a buscarle con gran premura, y acudió a la cita entre la una y las dos de la madrugada del viernes.

—¿Entonces no regresó al carruaje?

—No, no lo hizo. Se dirigió al lugar de la cita; pero, por alguna razón, rehúsa explicar dónde se celebró. He estado hoy en su alojamiento y he encontrado esta carta medio quemada en la que se le pide que acuda a ese lugar.

Calton le entregó la carta a Kilsip, quien la colocó sobre la mesa y la examinó detenidamente.

—La escribieron el jueves —dijo el detective.

—Es evidente, la fecha lo indica; y Whyte fue asesinado la madrugada del viernes 27.

—Parece que procedía de una villa en Toorak —prosiguió Kilsip, sin dejar de examinar la carta—. ¡Oh, ya comprendo! Fue allí donde estuvo.

—Difícilmente —replicó Calton, en tono sarcástico—. No tuvo tiempo de llegar, mantener una entrevista, y estar de regreso en East Melbourne en una hora. El cochero Royston afirma que se encontraba en Russell Street a la una, y su patrona que llegó a su alojamiento de East Melbourne a las dos; es imposible que fuera a Toorak.

—¿Cuándo se le entregó la carta?

—Poco antes de las doce, en el Club Melbourne. La llevó una muchacha de la que el camarero recuerda que parecía de mala reputación. Además, verá usted que dice que la mensajera le esperaría en Bourke Street, y como se menciona otra calle, y como Fitzgerald, tras dejar a Whyte, se fue caminando por Russell Street para acudir a la cita, es evidente que la portadora de la carta le esperaba en la esquina de Bourke y Russell Street… Entonces —continuó el abogado—, es necesario averiguar la identidad de la muchacha que le llevó esa carta.

—Pero, ¿cómo?

—¡Válgame Dios, Kilsip! ¡Es usted bastante torpe! —exclamó Calton, vencido por su irritación—. ¿No se le ocurre que el papel procede de los arrabales de Melbourne y, por tanto, debió haber sido robado?

Una repentina luz brilló en los ojos de Kilsip.

—¡Villa Talbot, Toorak! —exclamó apresuradamente, tomando la carta de nuevo y examinándola con gran atención—, donde tuvo lugar el robo.

—Exactamente —dijo Calton, sonriendo con complacencia—. ¿Se hace cargo ahora de lo que quiero de usted? Necesito que me lleve a los tugurios de los barrios bajos donde fueron escondidos los objetos robados en esa villa. Ese papel —dijo señalando la carta— es parte del botín robado y debe haber sido utilizado por alguien de allí. Brian Fitzgerald siguió las indicaciones de esa carta, y estaba en el lugar de la cita en el momento del asesinato.

—Entiendo —dijo Kilsip, con un ronroneo vanidoso—. En el robo estuvieron involucrados cuatro hombres y escondieron el botín en la casucha de la Abuela Raterilla, en un callejón cercano a Little Bourke Street. Pero… que el diablo me lleve si entiendo cómo pudo ir allí un hombre tan elegante como el señor Fitzgerald, vestido con traje de etiqueta… A menos que…

—A menos que le acompañara alguien que conociera perfectamente el lugar —concluyó Calton, presuroso—. Exactamente; la mujer que entregó la carta en el Club, le guio hasta allí. A juzgar por la descripción del camarero, diría que conoce bien los bajos fondos.

—Muy bien —dijo Kilsip, levantándose y ojeando su reloj—, ahora son las nueve; si a usted le complace, iremos a visitar a esa vieja bruja… ¡Una moribunda! —añadió, como sobresaltado por una idea repentina—. Espere un momento… Allí murió una mujer hace aproximadamente cuatro semanas.

—¿Quién era? —preguntó Calton, poniéndose el abrigo.

—Alguien relacionado con la Abuela Raterilla, imagino —respondió Kilsip, al tiempo que abandonaban el despacho—. No sé exactamente quién era…, la llamaban «la Reina» y era una mujer hermosa que había llegado de Sidney hacía tres meses aproximadamente; y por lo que pude averiguar, había salido de Inglaterra poco antes. Murió de tisis aquel jueves, la misma noche del asesinato.