XXII

HIJA DE EVA

Después de que Sal se hubo marchado, Brian se hundió en una silla junto a Madge con un suspiro agotado. Llevaba puesto su traje de montar, que se ajustaba bien a su imponente figura, y lucía extraordinariamente atractivo a pesar de su aspecto enfermizo y preocupado.

—¿Sobre qué demonios estabas interrogando a esa muchacha? —dijo abruptamente, al tiempo que se quitaba el sombrero y lo tiraba al suelo junto con sus guantes.

El rostro de Madge se tornó púrpura durante un instante, y entonces, estrechando las dos fuertes manos de Brian entre las suyas, se quedó mirando fijamente sus severas facciones.

—¿Por qué no confías en mí? —preguntó, con tono sosegado.

—Porque no es necesario que lo haga —respondió Brian malhumorado—. Conocer el secreto que me contó Rosanna Moore en su lecho de muerte no te beneficiaría en nada.

—¿Me concierne a mí? —insistió Madge.

—En parte sí, en parte no —respondió él epigramáticamente.

—Supongo que eso quiere decir que el secreto es sobre una tercera persona, y me concierne a mí —dijo Madge con calma, soltando sus manos.

—Bueno, sí —masculló Brian, golpeando impacientemente su bota con la fusta de montar—. Pero es algo que no puede hacerte daño siempre y cuando lo desconozcas; que Dios te ayude si alguien lo revela, porque te atormentaría la vida.

—Con lo placentera que resulta ahora mismo —ironizó Madge, con una leve mueca de desagrado—. Intentas apagar un fuego echando aceite sobre él, y lo que dices solo consigue que me sienta más decidida que nunca a averiguar de qué se trata.

—Madge, te ruego que no insistas en esta estúpida curiosidad —repuso Brian, con impetuosidad—. Solo te acarreará miseria.

—Si me concierne tengo derecho a saberlo —replicó ella, bruscamente—. Cuando me case contigo, ¿cómo podremos ser felices juntos con la sombra de un secreto interponiéndose entre nosotros?

Brian se levantó, y se apoyó sobre la barandilla de la veranda con el ceño fruncido surcándole el rostro.

—¿Recuerdas aquel verso de Browning? —preguntó con serenidad—. «Nunca debemos curiosear / donde la manzana enrojece / No sea que perdamos nuestros Edenes / Eva y yo»[72]. Creo que es singularmente aplicable a la conversación que estamos manteniendo.

—¡Ah! —exclamó Madge, al tiempo que su pálida tez se sonrojaba de ira—. Deseas que viva en un paraíso para tontos que podría desaparecer en cualquier momento.

—Eso depende de ti —manifestó Brian fríamente—. Jamás he incitado tu curiosidad diciéndote que existía secreto alguno; lo revelé involuntariamente durante el interrogatorio al que me sometió Calton. Te confieso con franqueza que Rosanna Moore me reveló algo que te concierne, aunque solo de manera indirecta a través de una tercera persona. Pero desvelar esa información no haría ningún bien, y arruinaría la vida de ambos.

Madge no ofreció respuesta alguna. Su mirada se posó fija sobre la brillante luz del sol.

Brian se arrodilló ante ella, y extendió sus manos en un gesto suplicante.

—Oh, querida —clamó con tristeza—. ¿Acaso no puedes confiar en mí? El amor que ha resistido una prueba tan dura como esta a la que te has visto sometida no puede quebrarse de este modo. Déjame soportar solo la pena de conocer ese secreto sin arruinar tu joven vida, tal y como ocurriría en caso de que averiguases su contenido. Te lo revelaría si pudiese, pero, que Dios me ayude, no puedo… no puedo —y enterró el rostro entre sus manos.

Madge apretó la boca con firmeza, y acarició la hermosa cabeza del joven con sus dedos pálidos y fríos. En su pecho forcejeaban la natural curiosidad femenina y el amor que sentía por el hombre que se encontraba a sus pies; este último resultó victorioso, e inclinó su cabeza hacia la de él.

—Brian —susurró tiernamente—, que así sea. Jamás volveré a intentar descubrir ese secreto, puesto que tú no lo deseas.

El joven se levantó y la estrechó entre sus fuertes brazos con una alegre sonrisa.

—Amor mío —dijo, besándola apasionadamente; durante unos instantes ninguno de los dos dijo nada—. Comenzaremos una nueva vida —continuó al fin—. Dejaremos atrás nuestro triste pasado, y pensaremos en él como si fuese solo un sueño.

—Pero ese secreto seguirá mortificándote —murmuró Madge.

—Con el tiempo y un cambio de aires se desvanecerá —le respondió su enamorado con tristeza.

—¡Un cambio de aires! —repitió Madge sorprendida—. ¿Te marchas?

—Sí; he vendido mi hacienda, y tengo intención de abandonar Australia para siempre antes de tres meses.

—¿Y adonde irás? —preguntó la muchacha, bastante desconcertada.

—A cualquier parte —repuso el joven, un tanto resentido—. Voy a seguir el ejemplo de Caín y ser un errante sobre la faz de la tierra.

—¡Solo!

—Esa es la razón por la que he venido a verte —afirmó Brian, observándola fijamente—. He venido a pedirte que te cases conmigo inmediatamente, y que abandonemos Australia juntos.

Madge dudó.

—Sé que te pido mucho —dijo él apresuradamente—: que dejes a tus amigos, tu posición, y… a tu padre. Pero piensa en cómo sería mi vida sin ti; cuán solitaria sería, vagando alrededor del mundo sin tu compañía. Pero no, no me abandonarás ahora que tanto te necesito. ¿Vendrás conmigo y serás mi ángel de la guarda en el futuro igual que lo has sido en el pasado?

Madge apoyó la mano sobre su brazo, y mirándole con sus intensos ojos grises dijo:

—¡Sí!

—Doy gracias a Dios por ello —expresó Brian, y una vez más se hizo el silencio.

Entonces tomaron asiento y conversaron sobre sus planes, construyendo castillos en el aire, tal y como suelen hacer los enamorados.

—Me pregunto qué dirá papá —observó Madge, mientras distraídamente daba vueltas sin cesar a su anillo de compromiso.

Brian frunció el ceño, y una mirada lúgubre cruzó su rostro.

—Supongo que debo hablar con él sobre esto —dijo al fin, con desgana.

—¡Sí, por supuesto! —replicó ella, jovialmente—. Es una mera formalidad, pero, aun así, no debemos pasarla por alto.

—¿Y dónde está el señor Frettlby? —preguntó Fitzgerald, levantándose.

—En la sala de billar —respondió su prometida, mientras seguía su ejemplo—. ¡No! —se corrigió al ver a su padre adentrarse en la veranda—. Aquí está.

Brian no había visto a Mark Frettlby desde hacía un tiempo, y le sorprendió comprobar el cambio que había tenido lugar en su apariencia. Antes caminaba completamente erguido, con el rostro adusto y saludable; mas, ahora, se conducía ligeramente encorvado, y sus facciones parecían viejas y marchitas. Su abundante pelo negro estaba salpicado aquí y allá de canas. Solo sus ojos permanecían inalterables. Lucían tan perspicaces e inteligentes como siempre. Brian era demasiado consciente de cuánto había cambiado él mismo. También sabía que Madge era una mujer diferente, y no pudo dejar de preguntarse si ese gran cambio que resultaba tan evidente en su padre podía ser atribuido a la misma causa… el asesinato de Oliver Whyte.

Por muy triste y pensativo que pareciese el señor Frettlby mientras se acercaba, una sonrisa inundó su rostro en cuanto vislumbró a su hija.

—Mi querido Fitzgerald —dijo, tendiéndole la mano—, ¡menuda sorpresa! ¿Cuánto hace que está aquí?

—Una media hora —replicó Brian de mala gana, estrechando la mano del millonario—. He venido a ver a Madge y a hablar con usted.

—Ah, ya entiendo —dijo el otro, rodeando con el brazo la cintura de su hija—. ¿Eso es lo que ruboriza tu rostro, jovencita? —prosiguió, pellizcándole alegremente la mejilla—. Espero que se quede a cenar, Fitzgerald.

—Gracias, pero no —respondió Brian apresuradamente—. No voy vestido…

—Tonterías —le interrumpió Frettlby, ofreciéndole su hospitalidad—; no estamos en Melbourne, y estoy seguro de que Madge disculpará su atuendo. Debe quedarse.

—Sí, quédate —dijo Madge en tono suplicante, rozándole ligeramente la mano—. Apenas te veo, y no puedo permitir que te marches tras una conversación de apenas treinta minutos.

Brian pareció debatirse vehementemente en su interior.

—Muy bien —concedió en voz baja—; me quedaré.

—Bien —dijo Frettlby con ímpetu, mientras se sentaba—, ahora que ha quedado decidido el asunto de la cena, ¿para qué quería verme? ¿Tiene algo que ver con su hacienda?

—No —respondió Brian, apoyándose contra la balaustrada de la veranda al tiempo que Madge posaba la mano sobre su brazo—. Voy a venderla.

—¡Venderla! —repitió Frettlby, escandalizado—. ¿Por qué?

—Me siento agotado y necesito un cambio.

—¡Ah! Un trotamundos —exclamó el millonario, sacudiendo la cabeza—. Piedra que rueda no cría musgo, ya lo sabe.

—Las piedras no ruedan por sí solas —replicó Brian con tono sombrío—. Son impulsadas por una fuerza sobre la que no ejercen ningún control.

—¡Por supuesto! —exclamó el millonario, de buen humor—. ¿Y puedo preguntarle qué fuerza le impulsa a usted?

Brian observó el rostro del hombre con una mirada tan firme que este último bajó los ojos tras un incómodo intento por devolverla.

—Bueno —dijo impaciente, contemplando a los dos espigados jóvenes que se encontraban frente a él—, ¿para qué quería verme?

—Madge ha accedido a casarse conmigo de inmediato, y deseo su consentimiento.

—¡Imposible! —dijo Frettlby bruscamente.

—«La palabra imposible no existe»[73] —replicó Brian fríamente, pensando en la famosa cita de Richelieu—. ¿Por qué se niega? Ahora soy rico.

—¡Bah! —exclamó Frettlby, levantándose impacientemente—. El dinero no es lo que me preocupa. ¡Tengo más que suficiente para ambos! Pero me resulta imposible imaginar la vida sin Madge.

—Entonces venga a vivir con nosotros —le dijo su hija, mientras le daba un beso.

Pero su prometido no secundó la invitación; permaneció en pie de mala gana retorciendo su bigote leonado, mirando fijamente hacia el jardín en actitud un tanto distraída.

—¿Qué opina, Fitzgerald? —preguntó Frettlby, mirándole con intensidad.

—Oh, estaría encantado, por supuesto —respondió Brian, confuso.

—En ese caso —contestó a su vez Frettlby sin apenas inmutarse—, os diré lo que vamos a hacer. He comprado un velero a vapor, y estará listo para echarlo a la mar a finales de enero. Se casará con mi hija de inmediato, y viajaréis por toda Nueva Zelanda en vuestra luna de miel. Cuando volváis, si me siento predispuesto a ello y no ponéis objeción alguna, me uniré a vosotros y daremos la vuelta al mundo.

—¡Oh, qué maravilla! —exclamó Madge, entrelazando las manos—. Adoro viajar por mar en buena compañía —añadió, lanzando una picara mirada a Brian.

El rostro de Brian se había animado considerablemente, pues era un marinero nato, y un placentero viaje en velero surcando las azules aguas del Pacífico, en compañía de Madge, era, a su parecer, lo más cercano al paraíso a lo que podría aspirar cualquier mortal.

—¿Y cómo se llama el velero? —preguntó, profundamente interesado.

—¿Su nombre? —repitió el señor Frettlby con premura—. Oh, un nombre espantoso. Tengo intención de cambiarlo. En estos momentos se llama Rosanna.

—¡Rosanna!

Tanto Brian como su prometida se sobresaltaron al escucharlo, y el primero miró fijamente y con curiosidad al anciano, asombrándose ante la coincidencia existente entre el nombre del velero y el de la mujer que había muerto en los suburbios de Melbourne.

El señor Frettlby se sonrojó ligeramente cuando fue consciente de cómo se posaba la mirada inquisitiva de Brian sobre él, y se levantó emitiendo una risa abochornada.

—Sois un par de románticos soñadores —dijo alegremente, aferrando un brazo de cada uno de ellos, y acompañándoles al interior de la casa—, pero olvidáis que la cena estará pronto servida.